VII
Auld Reekie, la Atenas del Norte

«No existen tierras extrañas.

Es el viajero el único que es extraño.»

Robert Louis Stevenson

NO HABÍA ESTADO nunca antes en Edimburgo pero, desde que cogí el autobús que me llevó del aeropuerto al centro de la ciudad, tuve la sensación de que era una ciudad con muchísimo encanto, con un arquitectura preciosa y que rezumaba un regustillo clásico muy de mi agrado. En cualquier caso, no estaba allí de vacaciones, sino para averiguar quién narices me había tendido aquella trampa.

Caminé por la Royal Mile, una enorme avenida de casi dos kilómetros que comunicaba el Castillo de Edimburgo con el palacio de Holyroodhouse, y me detuve en la zona que llaman High Street, junto a la catedral de St Giles, a mirar la guía turística de la ciudad que había comprado en el aeropuerto. Tengo un sentido de la orientación bastante bueno, así que pronto encontré en el mapa la dirección del hotel en el que me iba a alojar y cómo llegar hasta él desde donde me encontraba.

Las principales capitales europeas suelen ser grandes, superpobladas y tienes que ir a todos lados en metro. No era el caso de Edimburgo, con menos de medio millón de habitantes y sin metro. Me crucé con un par de señores sesentones con las clásicas faldas escocesas (aquí lo llaman kilts) de cuadros verdes, con calcetines verdes a juego y bien subidos hasta la rodilla. Pensaba que era un mito que la gente vistiese así en Escocia pero parecía ser que no.

Caminé unos diez minutos hasta localizar el hotel. Tenía pinta de ser bastante nuevo y moderno y su fachada no desentonaba demasiado. La recepcionista tenía acento del Este, Rumanía, Bulgaria o algún país de esa zona.

Arriba en la habitación lo primero que hice fue poner la tele. Hice un poco de zapping, saltándome las cadenas de noticias (BBC, Sky…) y dejé puesto un canal que se llamaba Film4 y que deduje hábilmente que emitiría películas, como así era. Siempre he sido muy observador. En realidad lo único que quería era ruido de fondo. Cogí el móvil y buceé en la agenda hasta dar con el contacto que andaba buscando. Cambio mucho de número de móvil, así que esperaba que mi contacto me reconociese la voz.

—¿Diga?

—Hola, William. Estoy en Edimburgo, ¿andas por la ciudad?

—Ah, hola. Pues… estoy en Glasgow pero por la noche volveré a Edimburgo. ¿Qué haces tú aquí?

—Necesito que me ayudes. Un tema delicado. No quiero hablar mucho por teléfono.

—¿Sabe alguien que estás aquí?

Dudé. No quería meter a Travis en el ajo.

Casi nadie.

—Pues casi mejor así. ¿Estás de paso o…?

No quería darle la dirección de mi hotel; cualquier precaución era poca dadas las circunstancias. Le pedí que nos viésemos en algún pub que él conociese, que me dijese la calle, ya me encargaría yo de encontrarlo. Quedamos a las nueve.

Tenía unas cuantas horas por delante, así que decidí salir a dar una vuelta. Caminé por Princes Street, en la parte nueva de la ciudad, y accedí a los jardines del mismo nombre. Pasé junto al Scott Monument, el altísimo monumento en honor a Sir Walter Scott, y me senté en uno de los bancos. Curiosamente allí en Edimburgo todos los bancos de plazas y parques públicos tenían dueño: una pequeña placa en el respaldo hacía de recordatorio del fallecimiento de alguien. El banco en el que yo me senté estaba dedicado a la familia de Trevor MacKenzie. Saqué una libreta y un boli y me puse a hacer un listado de la gente que podía estar interesada en incriminarme con lo del Ruso. Me iba a llevar algún tiempo incluirlos a todos.