IX
Tras los pasos de Conan Doyle

«Nunca se acaba de aprender, Watson.

Incluso los más grandes y

los más profesionales deben de tener

el afán de superarse y

aprender lo máximo hasta el final.»

La aventura del Círculo Rojo (Arthur Conan Doyle)

CREO QUE HE VISTO todas las películas de Sherlock Holmes. Desde las clásicas de Basil Rathbone hasta las modernas de Robert Downey Jr., incluyendo rarezas como la de Rupert Everett (sí, han leído bien, Rupert Everett; yo tampoco me lo explico pero la peli está entretenida) y, por supuesto, la parodia dirigida por Billy Wilder con Gene Wilder como protagonista. Comprenderán ahora lo irónico del lugar hacia el que me dirigía.

William se había citado conmigo en el pub The Conan Doyle, llamado así en honor al creador de Sherlock, y situado en un edificio muy cercano a la que había sido la residencia del escritor durante gran parte de su vida, Picardy Place. Dejé a un lado la plaza, donde una pareja veinteañera se sacaba la foto de rigor junto a la estatua del famosísimo detective, y caminé por York Place. Crucé la calle para llegar al pub, ubicado a menos de cien metros de la estatua. Ni rastro de William. Entré. El local estaba ambientado como si fuese la casa de Sherlock, separado en varias estancias simulando habitaciones y con un pequeño altar con figuritas de porcelana recreando escenas de sus novelas. Había gente pero no estaba lleno. Me acerqué a la barra. Iba a pedir una cerveza pero al final pedí un whisky. Estábamos en Escocia. Alguien me palmeó en la espalda.

—Veo que sigues igual de puntual que siempre —dijo, mientras pedía su bebida—. Ven, vamos ahí.

William no era muy alto y estaba delgado. Tenía el pelo pincho, siempre muy engominado y de un tono muy negro. Sus ojos eran huidizos, aunque eso no necesariamente implicaba nada. Supongo. Nos sentamos en una mesa. Los sillones eran cómodos. En la mesa de al lado un grupo de chavales comían haggis.

—¿Cómo tú por aquí?

—Ahórrate las formalidades.

—¿Problemas?

—Bastantes. Si no, no te habría avisado.

—Ya. —Tomó un largo trago mirando al infinito—. ¿Me los vas a contar o lo tengo que adivinar?

—Alguien me ha vendido. ¿Te acuerdas del Ruso?

—Mal bicho.

—Pues esto —señalé mi ojo amoratado— ha sido cosa de sus muchachos.

—¿Qué quieres que haga?

—Tyler se ha esfumado.

—¿Sin decir nada?

—Me dejó una nota. Me recomendaba largarme cagando leches.

—Pero no le hiciste caso.

Parecía el sitio más apropiado para decirlo. Lo dije:

—Elemental, querido Watson.

—Y ahora el Ruso quiere tu cabeza.

—Más bien quiere el dinero que le birló Tyler.

—Que no sabemos dónde está.

—Que no sabemos dónde está. Y ahí entras tú.

—¿Quieres que te ayude a localizarlo?

—Vuelves a dar en el clavo. Estás muy perspicaz hoy, ¿o es sólo el influjo de este pub?

Sonreímos, aunque ninguno de los dos tenía realmente muchas ganas.

—No recuerdo dónde me dijiste que te alojabas.

—No te lo dije.

—Si no confías en mí, esto no va a funcionar.

—No confío en nadie. No te ofendas.

Hizo un gesto con las manos que yo interpreté como «conforme».

Salimos del The Conan Doyle y noté instintivamente que algo no iba bien. Miré a William.

—Nos están siguiendo —dije.

—Ya lo he notado —contestó mientras seguía caminando. Me tendió un arma, que acepté sin dudarlo.

Giramos a la derecha por el primer close que encontramos. Era de ésos que dan a un plaza interior rodeada de viviendas y con una gran farola en el medio. Sin salida. Cojonudo. Ellos eran cuatro. Nosotros sólo dos. William fue el primero en sacar su arma, disparó hacia el que estaba más cerca. Le dio en el hombro, creo. Yo también desenfundé rápido. Los otros tres tardaron algo más pero pronto los seis teníamos las pistolas preparadas. No había muchos sitios donde ponerse a cubierto: sólo en los recovecos entre casa y casa, en el propio callejón, detrás de un contenedor de basura o detrás de la farola. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas. William y yo seguíamos parapetados tras el contenedor. Recargué mi arma y disparé una ráfaga que hizo que uno cayese hacia atrás. El primer herido se había replegado y estaba casi en la salida del callejón. Los otros dos recularon. Oímos carreras. El tiroteo terminó de repente, de forma tan abrupta como había empezado. Asomé la cabeza y luego miré a mi compañero:

—¿Se han ido? ¿Ya está?

—Eso parece.

Salimos de nuestro escondite y vimos a un tío tirado cuan largo era sobre el suelo. Ni rastro de sus tres compañeros. Representaba cuarenta y tantos y parecía de Europa del Este. ¿Un esbirro del Ruso? Me agaché junto a él y le registré los bolsillos. Nada.

—¿Qué coño esperabas encontrar: su pasaporte? —preguntó cáusticamente William.

Concedí que tenía razón.

—¿Te quedaste con sus caras?

—Más o menos. ¿Los conocías?

—De nada.

—Lo que más me mosquea —dije— es que se hayan marchado así como así. Aunque tuviesen una baja y un herido, seguían siendo dos contra dos. Y esta plaza es muy pequeña, no teníamos mucha escapatoria.

—Igual sólo querían darnos un aviso…

Me pasé la mano por la ceja. Todavía me dolía.

—Ya me dieron un buen aviso los chicos del Ruso antes de que viniese aquí. No tiene sentido. ¿Tú tienes a alguien persiguiéndote últimamente?

Se quedó pensando unos segundos más de la cuenta para mi gusto. Quizá fuese sólo paranoia mía, no sé.

—No me doy cuenta de nadie en concreto —dijo al fin—. Pero en nuestro trabajo…

No completó la frase. No hacía falta. Hablábamos el mismo lenguaje. La duda era si estábamos en el mismo bando. Se ofreció a acompañarme al hotel pero decliné su oferta. Más valía prevenir. Tenía que largarme de Edimburgo. Estaba claro que allí tampoco estaba seguro.