XIV
El ojo de Londres

«¿Recuerdas que prometí

matarte el último? Te mentí.»

Comando (1985)

EL TÍO ERA PELIRROJO, alto y de mirada huidiza, como la de William. Sin duda, era el mismo que había visto en el metro y me había sonreído burlonamente cuando empujó a aquella persona para ser arrollada por el tren. Se echó la mano al bolsillo de la gabardina. El asunto me daba mala espina.

Aceleré el ritmo, tratando de perderle la pista. Dejé a un lado el Big Ben y las Casas del Parlamento y caminé a toda prisa por el puente de Westminster. Como en cualquier lugar turístico de Londres, había un gentío considerable. De vez en cuando miraba hacia atrás, a ver si lo había despistado, pero no, seguía allí, y parecía que iba al mismo ritmo que yo. Al final del puente giré a la izquierda y caminé en dirección al London Eye, la famosa y gigantesca noria situada junto al Támesis.

Eché la vista atrás y suspiré aliviado. Parecía que por fin me había librado de él. Después sentí pasos acelerados, alguien venía casi corriendo. Mierda. Yo también me eché a correr. Me salté la cola y me subí a una de las cabinas de cristal de la noria, junto a otras veinticinco o treinta personas. Aunque hubo alguna débil protesta por parte de la organización y de mis acompañantes, la noria siguió girando —nunca se detenía, te subías con ella en marcha— y todo parecía indicar que me había librado de él durante los aproximadamente treinta minutos que tardaba el London Eye en dar una vuelta completa.

No habría pasado ni medio minuto cuando me percaté de que en la cabina contigua a la mía se había montado el escurridizo pelirrojo, sin duda empleando mi mismo método de saltarse la cola y no pagar el billete. Esto significaba que bajaríamos a la vez. Y ahí me tendría a tiro, al menos unos segundos. Los suficientes.

El tío fingió no verme, o al menos no mirarme directamente. Yo también me puse a disimular mientras pensaba qué podía hacer para evitar que me pegase un tiro al bajar.

—¿Nos puedes hacer una foto?

La petición venía de una chica que iba con el que debía ser su novio. El resto del viaje fue bonito… para todos menos para mí, que en vez de estar disfrutando de las preciosas vistas de Londres desde las alturas, estuve pensando cómo coño evitar el balazo mortal del maldito pelirrojo.

Llegó el momento. Se abrieron las puertas. Los de seguridad vinieron a por mí (hay que recordar que no había pagado el billete). Eran dos pero no se esperaban mi reacción. Les noqueé rápidamente. Esos segundos que perdí le dieron la vida al pelirrojo, que también se deshizo de otros de seguridad que habían ido a por él por idéntico motivo.

—¡No corras! —gritó mientras yo desoía su consejo y trataba de ponerme a cubierto.

El cabrón era rápido. Sentí el primer impacto en el hombro izquierdo. Seguí corriendo, aunque notaba que mi amigo pelirrojo estaba cada vez más cerca.

El segundo balazo fue en una pantorrilla. Joder, qué escozor. Caí al suelo.

—Vaya, parece que ahora no tienes nada que hacer, ¿no? —dijo aquel maldito psicópata.

—Acaba con esto de una puñetera vez —le dije.

Mucha gente pasaba a nuestro alrededor. A nadie parecía importarle un bledo que aquel tío me hubiese disparado ni que estuviese a punto de rematarme en el suelo. Ni rastro de los de seguridad de la noria tampoco. Debían haber pensado que no merecía la pena discutir con dos tiparracos como nosotros por un puñado de libras.

—¿No me vas a preguntar quién me envía?

Me pasaron por la cabeza varios nombres: Tyler, el Ruso, William, Eliot…

—Dímelo si tanto te apetece.

Yo había tirado la toalla, no podía moverme con la pierna así. Y él tenía un disparo limpio y a bocajarro. No tenía escapatoria.

—Tienes buen gusto. La verdad es que está muy buena —dijo con aquella asquerosa sonrisa suya.

—No la metas a ella en esto.

—¿A quién? ¿A Susan?

Sonrió de nuevo. Y fue lo último que vi. Desperté sobresaltado en la habitación de aquel hotel de segunda. Tengo especial habilidad para mezclar realidad y ficción mientras sueño. ¿No se lo había dicho?