XVIII
Un plan… ¿perfecto?
«Las cosas suceden en primer lugar
de manera distinta a como se habían
pensado: dos más dos no son cuatro,
sino cinco menos uno.»
André Kostolany
MIRÉ EL RELOJ POR enésima vez. Faltaban cinco minutos. Todo marchaba según lo previsto. Aun así, yo estaba a tope de adrenalina. El banco aún no había abierto sus puertas al público, aunque ya estaban dentro el director y un par de empleados. El furgón blindado no tardaría en aparecer.
El plan era tan sencillo como ambicioso. El negocio del tráfico de armas mueve mucha pasta pero, para entrar en ese mundillo, tienes que hacer una inversión inicial difícilmente sufragable de forma honrada. Sería bastante paradójico lo contrario, ¿no les parece?
En la furgoneta estábamos cuatro personas. Otras cuatro se repartían en los otros dos coches. Para mantener el anonimato —otro par de agentes infiltrados me acompañaban en esta misión—, sustituiré los nombres reales de los participantes por pseudónimos. ¿Han visto Reservoir dogs? Bien, eso simplifica las cosas.
El señor Rosa, el señor Blanco y yo nos apeamos de la furgoneta, recortada en mano, justo a la vez que llegaba el furgón. Otro de nuestros coches se colocó delante, cerrándoles el paso. Esa primera parte era sencilla. Entre los tres desarmamos a los dos guardias y nos hicimos con el control del furgón. El señor Rosa noqueó al conductor y entre el señor Blanco y yo los desnudamos, los atamos y los dejamos metidos en la parte trasera del propio vehículo.
El señor Rosa se puso el uniforme verde que llevaba el conductor. La señorita Azul salió de otro de los coches y se juntó a nosotros tres. Luego Blanco y yo nos mantuvimos a una distancia prudencial mientras Rosa y Azul se aproximaban a la sucursal.
Llevábamos planificando el asunto durante casi un mes: los del banco no parecían conocer personalmente a los del furgón y, para qué engañarnos, la presencia de una tía buena siempre es una distracción más que oportuna para cualquier plan. Y Azul estaba muy pero que muy buena.
El señor Rosa golpeó con los nudillos en el cristal, con la sensual señorita Azul a su lado, con un vestido muy apretado y escotado, enseñando canalillo. El director en persona se presentó en la puerta. Ignoro qué le extrañó más, que Rosa no fuese cargando con el dinero, o que fuese acompañado de una chica tan atractiva. Tardó unos segundos en reaccionar. Rosa apuntó entonces con su arma a la muchacha e hizo gestos para que abriese la puerta. La abrió.
Una vez dentro, el señor Blanco agarró al director por el cuello y le clavó la recortada en la espalda. Nos acercamos al mostrador. El señor Rosa ya no apuntaba a la chica. Ella y yo sí que apuntábamos con nuestras armas a los empleados.
—Nada de tonterías —dijo Blanco—, o el jefe no lo cuenta. Dadnos todo el dinero y ni se os ocurra tocar la alarma.
Los dos empleados hicieron caso y se pusieron a buscar el dinero. Les acompañamos la chica y yo, mientras Rosa vigilaba la puerta de la calle, que habíamos dejado cerrada.
Aún estábamos llenando los sacos con el dinero cuando el señor Marrón, el que iba en el coche con la señorita Azul, apareció en la puerta. Formaba parte del guion. Con él iba el señor Rubio, uno de los dos ocupantes del otro coche. Eso no formaba parte del guion.
—¿Qué haces aquí? —preguntó visiblemente enojado Rosa.
—¿A ti qué te parece? Vengo a por lo que es mío. Y no pienso compartirlo con ningún poli de mierda.
Todos llevábamos armas y todos teníamos gesto contrariado. Se palpaba la tensión. O alguien se había ido de la lengua o aquello era una encerrona. Azul y yo continuábamos ayudando a los empleados del banco a guardar el dinero, observando la escena a una cierta distancia.
—¿De qué cojones hablas? —Ahora era Blanco el que se había metido en la conversación—. ¿Quién coño es un poli, a ver, que yo me entere?
—No nos pongamos nerviosos —terció Rosa—. Ya casi está, cogemos los sacos, los repartimos como habíamos acordado y nos marchamos cagando leches.
—Creo que no va a ser así —dijo el señor Rubio. Parecía compinchado con Marrón. Ambos apuntaban con sus armas en dirección a Rosa y a Blanco. Azul y yo habíamos terminado con el dinero y observábamos en silencio con escepticismo. —Vosotros dos estáis muy callados. ¿Qué decís? ¿Estáis con ellos o con nosotros?
El director y los empleados no daban crédito a lo que estaba ocurriendo. Los atracadores discutiendo entre ellos como gilipollas en lugar de largarse a escape con la pasta.
Una vez escuché que Einstein había explicado la teoría de la relatividad para los profanos de la siguiente manera: «Una hora sentado con una chica guapa en un banco del parque pasa como un minuto, pero un minuto sentado sobre una estufa caliente parece una hora». No sé si llevábamos un minuto o una hora mirándonos y discutiendo sandeces, pero el caso es que los ánimos estaban muy caldeados y el gesto de aquel empleado, accionando el botón de alarma, fue sólo la gota que colmó el vaso.
Creo que fue el señor Rosa el primero en disparar. Lo que sé fijo es que la policía tardó menos de cinco minutos en llegar allí. Para entonces todo se había desmadrado ya.
Aquello parecía una película de Guy Ritchie, con múltiples personajes simultáneos ejecutando una extraña coreografía sangrienta de violencia y brutalidad muy posiblemente innecesaria.
La gente, igual que las balas, volaba de un lado para otro, parapetándose detrás de cualquier sitio: del mostrador, de una planta (¿por qué siempre había plantas en las sucursales bancarias?), de una columna… Yo me había colocado inicialmente tras un cartel publicitario que ofrecía préstamos a un interés muy bajo. Los préstamos quizá fuesen buenos pero como refugio era una mierda. Las balas atravesaban el puñetero cartón como si fuese un folio.
Conseguí llegar hasta la parte de atrás, donde estaba el dinero. No era avaricia, sólo quería ponerme a cubierto. No podía revelar mi tapadera, pero estaba jodido porque pensaba que los agentes encubiertos eran el señor Rosa y la señorita Azul, y ahora no lo tenía ni medio claro porque Rosa había matado de un balazo en plena frente al señor Marrón antes de intentar dialogar ni nada, y se supone que los polis no podíamos matar así tan alegremente. Años después me hubiese importado un bledo seguramente, pero en aquella época era joven e inexperto. Incluso podríamos decir que tenía principios.
Todavía no conocía a Susan ni tenía ninguna pareja estable, así que tenía un interés más que razonable en pasar algo de tiempo a solas con la señorita Azul. Para conocernos mejor. Ustedes ya me entienden.
Cuando llegó la policía la cosa no mejoró. El señor Rubio, herido en un brazo, y el señor Blanco, que había recibido un disparo en el pecho y sangraba copiosamente, lograron escapar de allí en el segundo de los coches, el que se iba a utilizar sólo para despistar si algo iba mal. Bien pensado, fue lógico que se fueran en ese coche.
Rosa murió en el banco, también el director, uno de los empleados y dos de los polis recién llegados. Marrón murió en el hospital unas horas después. Del señor Naranja no supimos nada; es de suponer que se largase en el otro coche. Del señor Verde, el tercer conductor, sí tuvimos noticias: fue detenido un mes después en otro atraco frustrado. Le vendría bien cambiar de profesión.
El señor Rubio era uno de los polis infiltrados después de todo, de ahí que estuviese donde no debía: pensaba que lo iban a desenmascarar y quiso adelantarse. Recibió un impacto muy feo muy cerca de un pulmón que le obligó a retirarse prematuramente y a hacer vida austera —apenas puede moverse sin ayuda— el resto de su vida. Recibió una medalla al mérito, eso sí. No puede decirse que le envidie.
La señorita Azul resultó ser una agente doble: era poli pero se había cambiado de bando, por una nada módica cantidad difícilmente igualable por el Cuerpo de Policía. Nuestra posible historia de amor, o al menos un buen revolcón, quedaron pospuestos… de forma perenne.
A mí me dieron en una pierna, nada grave, un rasguño. Aprendí algo aquel día: cualquier plan, por estudiado que esté, se puede torcer en cualquier momento por cualquier pequeño detalle. En especial cuando hay un número grande de gente implicada.
Decidí que robar un banco para recuperar el dinero del Ruso no era una opción viable. Siempre y cuando se me ocurriese otra manera de conseguirlo. Que estaba por ver.