I
La repulsión dominaba a Cassie, pero a pesar de ello no pudo evitar echar ojeadas por la ventana de vez en cuando. Ya habían dejado atrás las tierras baldías y pronto vio extrañas parcelas de labranza en las que los esclavos cultivaban cosechas nocivas y haciendas salpicadas con lo que solo podían ser mataderos en los que se procesaba un ganado infernal que era mejor no describir. El tren solo atravesó un puente, un elevado paso colgante que salvaba un río de kilómetro y medio de ancho del color del agua de sentina.
—El Estigio —le explicó Via—. Rodea la ciudad.
—Todos los desperdicios, residuos, basuras y cloacas de la ciudad se vierten en él —añadió Xeke con su encantador estilo—. Los residuos son nuestro mayor recurso, incluso más importante que el azufre.
La imagen dejó sin aliento a Cassie. Vehículos fluviales de diversos tamaños, desde canoas a gabarras, deambulaban por la superficie llena de estiércol humeante del río. Los pescadores alzaban redes abarrotadas de horribles criaturas que después se venderían en el mercado. También subían a bordo trampas para cangrejos, aunque los seres parecidos a crustáceos que había dentro difícilmente se podían llamar cangrejos. En aquel río indescriptible flotaban trozos de cuerpos, tripas y diversos órganos humanos y otros no tan humanos, y también aquellos despojos eran recogidos con fervor.
La escena que se produjo a continuación sobresaltó a Cassie: una serpiente colmilluda de más de treinta metros de largo ascendió hasta la superficie y engulló un bote entero. Momentos después se le revolvieron las tripas al divisar otra serpiente merodeando justo por debajo del agua. Esta medía por lo menos doscientos cincuenta metros.
—No lo lleva muy bien —observó Via.
Xeke se mostró de acuerdo.
—Puedes bajarte en el parque Pogromo —dijo—, es la primera parada de la línea. No tendrás que esperar mucho para el siguiente tren. Te devolverá al apeadero y podrás ir a casa.
—¿Volver sola a casa? —objetó Cassie.
—Susurro te llevará. Pero Via y yo tenemos que entrar en la ciudad. Necesitamos conseguir alimentos, hace bastante que no comemos.
—Tengo comida en casa —se apresuró a responder ella—. Os daré toda la que queráis.
—Solo podemos ingerir los alimentos de este mundo, Cassie —le recordó Via.
«Tengo que volver», comprendió Cassie. Sus náuseas no hacían sino aumentar, no aguantaría mucho más. Casi vomitó de nuevo justo entonces, al echar inadvertidamente otra mirada por la ventana y ver cadáveres hinchados colgando de los cables de suspensión del puente. La putrefacción licuada caía de ellos en densos hilillos, pero aun así los cuerpos todavía conservaban algo de vida y se agitaban.
«¡Oh, Dios, sí! ¡Tengo que regresar!» Pero en ese momento pensó: «Si lo hago, nunca tendré la oportunidad de encontrar a Lissa…»
Esa reflexión hizo que cambiara de idea.
—No quiero volver —anunció por fin, cuando logró reunir el valor necesario—. Quiero ir a la ciudad.
—Eso es, buena chica —dijo Xeke—. ¿Y sabes qué? Tengo una gran idea.
Cassie no tuvo tiempo de preguntar de qué se trataba antes de que se oyera la voz del conductor: «nos aproximamos a los límites de la ciudad. Primera parada, parque Pogromo, a un paseo del gueto J.P. Kennedy, el monumento a Bathym y nuestro precioso paseo ribereño. Enlace con el intercambiador central, la avenida Pazuzu, la colina El Atanor y las recién inauguradas Galerías Balcefón para todas sus compras».
—Es la nuestra —dijo Xeke.
Cassie apretó la mano de Susurro y se obligó a mirar. Se acercaban a Mefistópolis a toda velocidad, estaban en las afueras del norte de la ciudad. Rascacielos envueltos en la niebla dibujaban una interminable línea recta. Entre los edificios, Cassie logró discernir un laberinto de calles que bien podría haber existido desde el principio de los tiempos.
El tren se detuvo con una sacudida y Cassie mantuvo baja la cabeza mientras salían. No se atrevió a mirar en el compartimento frente al suyo, donde la mujer acababa de dar a luz. Oír los sonidos de succión ya era bastante.
—Ah, adoro este aire fresco —dijo Xeke cuando salieron del tren.
—Para ser sincera —comentó Via—, en el fondo creo que Newark era peor.
Ciertamente, el aire hedía. Cassie podía notar el hollín que se mezclaba con su sudor y se adhería a la parte interior de su nariz. Sin embargo, y dejando a un lado el cielo escarlata, la primera impresión una vez hubieron bajado del tren fue bastante anodina o, al menos, no tan terrible como se había esperado. Cuando salieron del andén desembocaron en una especie de plaza pública. Había bancos de parque, árboles, parterres de hierba y aceras que se ramificaban. Una gran estatua, rodeada por una fuente, se alzaba en el centro de la plaza. Los peatones pululaban por todas partes. En otras palabras, la escena parecía propia de cualquier gran ciudad.
Pero entonces Cassie se fijó mejor.
Los árboles estaban retorcidos, deformados, y en sus pestilentes cortezas parecía haber rostros grabados. Toda la hierba, así como el follaje de los árboles, no era del esperable color verde sino de un enfermizo amarillo pálido. Muchos de los «peatones» que hormigueaban por la plaza lucían gran variedad de deformidades, estaban en los huesos, mostraban claras pruebas de enorme miseria y algunos ni siquiera eran humanos. Unos eran troles, otros demonios o extraños híbridos. La «típica» fuente lanzaba sangre, y la estatua que tenía encima se parecía a Josef Stalin, que dejó morir de hambre a millones de sus compatriotas solo porque eran judíos.
Cuando Cassie bajó la mirada y se fijó en la «anodina» acera, vio que el cemento que la constituía estaba salpicado de fragmentos de huesos y dientes.
—Bienvenida a Mefistópolis —dijo Xeke. Cassie se sintió agradecida por la distracción que suponían las náuseas: así evitaba tener que concentrarse en los detalles de aquel nuevo entorno. Susurro la condujo como si fuera una pequeña guía vestida de negro, detrás de Via y Xeke. Cuando se cruzaron con una hilera de marginados que pedían limosna, Xeke se burló:
—¿Es que hemos acabado en Seattle por error?
Pero los mendigos, sentados sobre sus propios deshechos, tenían garras y cuernos, las piernas amputadas e iban vestidos con andrajos infectos. Los unos a los otros, se arrancaban bichos que anidaban en los harapos y se los comían.
Un humo fétido llegó flotando desde el río cuando recorrieron el paseo de la ribera, allanado a conciencia. Era alto, carecía de pasamanos y resultaba peligrosamente estrecho.
Lo primero que vio Cassie fue una banda de niños diabólicos que atacaban a un viejo y lo destripaban con un garfio. Dos de aquellos espantosos niños arrojaron al anciano por el borde del paseo mientras un tercero huía a la carrera con sus intestinos.
—Camadas —explicó Xeke—. Algo parecido a las bandas de adolescentes del mundo de los vivos. Una auténtica molestia.
—Aquí no hay niños humanos —dijo Via—, pero sí tenemos varias decenas de razas demoníacas distintas. Se reproducen como conejos. Incluso los jerarcas los odian. Los pelotones de exterminio apenas logran ponerles coto.
En medio de las arcadas, Cassie logró hacer una pregunta:
—¿Por qué ese otro…?
—¿Ha salido corriendo con las tripas del viejales? —terminó Xeke—. Para vendérselas a un antropomante o a un extirpista. Leen el futuro interpretando las entrañas y envían mensajeros para informar a Lucifer de los resultados. La adivinación es el deporte principal de la ciudad, controla la economía. Hay miles y miles de puntos de adivinación en Mefistópolis.
—Los augurios basados en el humo son aún más importantes —dijo Via—. Se supone que son más precisos y, además, resulta más fácil vender trozos pequeños cada vez.
«¿Trozos… pequeños?», pensó Cassie, pero prefirió no preguntar.
Pasaron por delante de series de locales que parecían ser tiendas: alquimistas, quiromantes, canalizadores…
—En su mayoría sacacuartos —reveló Xeke—. En general no son de fiar, salvo el sitio al que vamos.
«¿Pero adónde iban?»
—¡De ningún modo! —protestó Via cuando llegaron. Un letrero encima de la puerta decía: «SHANNON, BOTICA Y AMULETOS: DINERO, TRUEQUE O FLEBOTOMÍA».
—Solo nos llevará un minuto —la tranquilizó Xeke—. Tengo la impresión de que un elixir de juicio ayudará a Cassie a acostumbrarse a las cosas.
—Pero no tenemos dinero —le recordó Via con vehemencia—, y hemos de ser muy cuidadosos con los huesos. ¡Si comienzas a repartir esas cosas por ahí, los alguaciles se lanzarán sobre nosotros! ¡Expedirán órdenes de arresto!
—Relájate, reservo los huesos para los cambistas —respondió él. Y antes de que nadie pudiera decir otra palabra, entró en la tienda.
Via parecía furiosa. Cassie y Susurro la siguieron al interior.
Se oyó el tintineo de una campanilla de cristal y de inmediato Cassie se vio envuelta por aromas exóticos. La sencilla tienda estaba ocupada en su mayor parte por antiguos estantes combados, llenos de botellas y jarras.
—Me recuerda a una de esas tiendas cutres de vudú de Nueva Orleáns —dijo Cassie.
—Esta no es ninguna puta tienda de vudú —replicó Via con irritación.
Había una joven risueña detrás del mostrador. A Cassie le gustó su ropa, una capa diáfana de tela negra con capucha. La mujer (la tal Shannon, dedujo) les dedicó una cálida sonrisa de profundos ojos oscuros.
—Os saludo… —Sus ojos repasaron a Xeke con cierta aprobación—. El fermoso pícaro regresa. ¿No comerciasteis con mi persona, un tiempo ha?
—Así fue, como vos decís —bromeó Xeke.
—¡Por supuesto! Una dosis de bergamota, ¿no fue tal?
—Sí, tenía dolor de estómago.
—Y la noche carmesí se complace en volver a distinguirme con vuestra reconfortante presencia. ¿Qué puede preparar Shannon para vos?
—Para empezar, puede enviar a la mierda esa jerga de bruja medieval —respondió Xeke—. Necesito un elixir de juicio. Y uno que sea bueno, no esa porquería que venden en las calles a los recién llegados.
—Ummm. —La sonrisa se hizo más ancha—. Poseo semejante artículo y para vos, viril forastero, ofrezco lo mejor de la travesía. —Sus oscuros ojos se entrecerraron mientras miraban a Susurro—. Entregadme a la menuda y la privaré solo de un cuarto, a cambio de una jarra repleta con un litro del elixir de juicio más pujante del Infierno.
—De ningún modo —dijo Xeke—. Solo necesito un dracma, y no tenemos dinero.
La mujer arrastró sus siguientes palabras mientras miraba a Cassie y la bolsa que esta llevaba:
—Hete aquí que carecen de pecunia. ¿Y qué habrá, pues, en ese fardel que la doncella de cabellos tan refulgentes sujeta lánguida?
—Nada que te interese. Tú dame el dracma.
—¡Xeke! ¡No! —rugió Via.
—Tengo de sobra —dijo él por encima del hombro, restándole importancia.
La mujer, envuelta en la capa, se dirigió a un estante y colocó un pequeño vial en el mostrador. Mientras tanto, Cassie tomó nota del inquietante inventario de la tienda. Botellas opacas de corchos corroídos y jarras llenas de bazofia turbia. Una vasija contenía dedos de demonio y otra testículos amputados. En otro recipiente ponía: «JUGO DE TIMO», y en otro más: «SUDOR DE GÁRGOLA». Cassie detuvo su escrutinio cuando se fijó en otra jarra y vio que una cara le devolvía la mirada.
Shannon sonreía ahora abiertamente, mostrando un par de delicados colmillos.
—Malditos vampiros —protestó Via—. No los soporto…
—Entonces, que sea un dracma por un dracma. —Su voz se hizo más sedosa—. O… podemos ir un rato ahí atrás.
—¡Xeke, si vas —retó Via celosa—, te daré un puñetazo en la puta cara! ¡Nunca volveré a hablarte, lo juro!
—Un dracma por un dracma —replicó Xeke.
La vampiresa le entregó una especie de aguja puntiaguda y preparó una pequeña cuchara de plata.
Con despreocupación, Xeke se pinchó la palma de la mano con la púa y apretó la piel hasta que cayeron las gotas de sangre suficientes para llenar la cuchara.
—Ahí tienes, disfrútalo.
Shannon chupó lentamente la sangre de la cuchara, saboreándola. Su rostro adquirió una expresión de sosegado éxtasis.
—Gracias —dijo Xeke mientras cogía el vial—. Hasta otra.
—¡Hasta otra, sí! —La mujer habló con dificultad mientras esbozaba una sonrisa manchada de sangre—. Os lo imploro, volved pronto, fermoso mancebo.
—¡Arrástrate de vuelta a tu ataúd, zorra con colmillos! —gritó Via.
Xeke se limitó a sacudir la cabeza. Se giró para marcharse, pero Shannon lo cogió con delicadeza por la manga de su chupa de cuero.
—Volved pronto —susurró. Sostuvo con lascivia uno de sus senos a través de la tela negra—. Os mostraré abundantes placeres…, y vos podréis instruirme sobre lo que se guarda en el costal de vuestra agraciada amiga.
—¡Quítale de encima tus mugrientas garras —volvió a increparla Via—, si no quieres que arroje tu sucio culo de vampira derecho al río! ¡Te cortaré la cabeza y meteré ajo por tu cuello!
Era evidente que Xeke se sentía avergonzado. Les hizo un gesto a las tres para que se dirigieran a la puerta, pero algo impulsó a Cassie a volverse y mirar a la vampiresa por última vez.
Los labios rojos de la mujer dibujaron en silencio la palabra «adiós».
Cassie se estremeció y salió.
—¡No me puedo creer que estuvieras flirteando con esa zorra inhumana! —soltó Via en dirección a Xeke, ya de vuelta en el paseo del río.
—Oh, Dios, ¿cómo que estaba flirteando? ¿Qué puedo hacer si le gusto? Solo le he seguido un poco el juego. Es la mejor fabricante de elixires de esta parte de la ciudad.
—¡Y sin duda también será la mejor chupapollas! ¡Ya habías estado antes, ella lo dijo!
—¿Y qué? Acudo continuamente a estas tiendas.
—Te la has follado, ¿verdad?
Xeke hizo girar los ojos.
—No, por supuesto que no. Dios, Via, no puedo ni mirar a otra chica sin que te dé un ataque.
Cassie interrumpió la rencilla:
—Entonces, ¿los vampiros existen?
—Claro —dijo Xeke—, pero cuando les clavan la estaca y vienen al Infierno, tienen que enfrentarse a una maldición aún mayor: un maleficio de transformación. Si muerden a un humano, se convierten en montones de sal. Solo se les permite beber sangre si alguien se la ofrece. —Le quitó el tapón al frasquito—. En fin, tanto da, bébetelo y salud.
Cassie lo olisqueó… y casi vomitó.
—¡Esto huele de un modo asqueroso, como a carne podrida! ¡No pienso bebérmelo!
—Por supuesto que lo harás —dijo Xeke—, no seas tan tiquismiquis. Créeme, después de tragar esa porquería te alegrarás de haberlo hecho.
Susurro asintió para infundir a Cassie algo de confianza. Esta hizo una mueca y se lo bebió. El elixir sabía peor que olía, y descendió por su garganta como una hebra de mucosidad.
Pero, un segundo después…
«Espera un momento».
Se sentía completamente a gusto.
Las náuseas habían desaparecido, igual que el fuerte trauma mental provocado por todo lo que había visto. De repente… comprendió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Via.
—Sí… Guau —replicó Cassie.
—Y aquí viene tu primer examen —dijo Xeke con seriedad. Una mujer desnuda arrastraba los pies por la calle, dejando pisadas de pus—. Demosífilis —explicó—. También hay enfermedades en el Infierno. Esta invade todo tu cuerpo hasta que no eres más que una enorme infección con patas… como ella.
De la mujer emanaba un sustancioso hedor. Se alejó chapoteando. Cassie sintió lástima por ella, pero nada de repugnancia.
—Mira, por ahí se acerca un barrigudo.
Se refería a un hombre demacrado que iba sin camisa. Donde debería estar el vientre solo había un hueco desnudo e irregular; le habían vaciado toda la cavidad abdominal. Cosas amarillas como gusanos infestaban gran parte de aquella oquedad al descubierto.
—Lo mismo que el viejo al que vimos cómo destripaba aquella camada —le recordó Via—. Quizá lo capturó un escuadrón de mantés, o bien vendió voluntariamente sus entrañas a un extirpista. Aquí la gente acaba tan desesperada como en el mundo de los vivos.
Cassie no sentía ninguna aversión.
—Estupendo, ha funcionado —dijo Xeke con alborozo. Le dio un codazo a Via—. ¿Ves?, te dije que Shannon fabricaba un elixir de juicio excelente.
Via puso mala cara.
—Es una fulana pordiosera y chupasangres, y la abofetearé de un lado a otro de la calle si vuelvo a verla magreándote.
—¿En serio? —osó decir Xeke—. ¿Y si soy yo el que la magreo?
—Entonces te arrancaré los ojos y te succionaré el cerebro.
Xeke guiñó un ojo en dirección a Cassie.
—Atracción fatal; creo que lo dice en serio. Venga, vámonos. Es hora de ofrecerte la visita guiada de veinticinco centavos.