La conciencia de los átomos
La verdad es que la inmensa mayoría de la gente ni siquiera necesita de alardes de camuflaje para seguir erre que erre en su obcecación: toda su vida han sido esclavos de una ideología que les ciega y les impide discernir entre la información disponible. ¡Qué difícil resulta descartar la sugerencia de que estamos programados, o lo estamos casi todo el rato!
Consideremos la siguiente prueba experimental, realizada con pollitos de un día en los laboratorios del neurocientífico inglés Steve Rose.
Los pollitos, que sólo tienen un día de vida, deben aprender muy rápidamente lo que sucede en su entorno y por ello son muy precoces: desde que salen del cascarón tienen que encontrar el alimento por sí mismos. No se quedan con el pico abierto esperando a que llegue su madre y les traiga la comida. Tienen que explorar el entorno y lo hacen a base de picotazos, de manera que si en el corral sintético del laboratorio se arrojan bolitas brillantes, a los diez o veinte segundos les están dando picotazos. Si una de las bolitas es amarga, es decir, tiene un sabor desagradable, la picotean una segunda vez, mueven la cabeza y no vuelven a fijarse en una bolita como ésa nunca más. En otras palabras, han aprendido que esa partícula tiene un sabor desagradable.
Ésta es una estrategia de supervivencia y una tarea de aprendizaje muy potente: el comportamiento cambia a partir de esta experiencia única, pero tiene que cambiar algo más para que se produzca una nueva forma de comportamiento, a raíz de una nueva información. Cuando a un animal en proceso de aprendizaje, mediante la información y la comunicación, se le enseña algo que le ayuda a conocer el entorno, también sucede algo -hay un cambio- en las neuronas del cerebro o en su red de sinapsis. Es decir que se produce un cambio físico en la estructura del cerebro.
El descubrimiento -no menos importante que el de un agujero negro en el centro de nuestra galaxia- revela que la memoria se mantiene a pesar de los cambios estructurales que se producen en las relaciones sinápticas o en las propias neuronas. Ningún ordenador podría mantener en orden sus archivos y carpetas sometido a semejante vendaval de cambios continuos en su estructura interna: se estropearía. En términos más generales, lo que sucede con la memoria de los pollitos sucede con todos los cuerpos de los organismos vivos.
Durante el tiempo que el lector ha invertido en recorrer con sus ojos y descifrar con su cerebro las páginas que lleva leídas, cada una de sus moléculas puede haber recorrido muchos miles de kilómetros, y algunas moléculas se habrán roto y resintetizado cientos de veces en un segundo; es más, al menos cincuenta mil millones de células corporales mueren cada día por apoptosis (suicidio celular programado) y son sustituidas por otras nuevas. Y sin embargo seguimos siendo la misma persona. O eso creemos. Sometidos al ciclón de los cambios constantes en el armazón vital, dejamos de ser, muy probablemente, los mismos que éramos. Tomemos nota, de momento, de que la falta de continuidad y permanencia constituye un aliciente adicional para buscar amparo y sosiego en una emoción personal que pueda aportar esas sensaciones.
En este sentido, el amor formaría una especie de red, de estructura que confiere identidad en medio de la inestabilidad orgánica. La gente suele mirarse a través de los ojos. Los enamorados se ven perfectos y se lo transmiten a su pareja. Esta especie de ego-booster o refuerzo para el ego forma parte de lo positivo del amor. Recuerdo a un amigo que convivió varios años con su novia hasta que ésta lo dejó. Nunca comentaba nada acerca de aquella ruptura, excepto un día en que me soltó de pronto: «Laura siempre se reía con mis bromas. Le parecían muy divertidas. Luego, poco a poco dejó de reírse. Es tremendo darse cuenta de que la persona que antes te encontraba estupendo ya no te ve como a un tipo divertido, sino ridículo. De repente me sentía idiota».
En psicología, sobre todo en las fases tempranas de la educación, es bien sabida la influencia de las expectativas de los demás en el desarrollo de nuestro carácter. De la misma manera que unas expectativas desmesuradas pueden provocar una respuesta distorsionada en el niño -por ejemplo, en forma de desarreglos alimentarios, tipo bulimia o anorexia-, un niño que convive con expectativas negativas y estresantes («si fueses guapo…», «eres un vago y siempre lo serás», «eres tan cobarde como tu padre») se amolda fácilmente a lo que se espera de él.
Para bien o para mal, los demás, sobre todo durante la pubertad, actúan como espejos en los que nos reflejamos. Esto explica, también, por qué el desamor tiene efectos tan potentes en la psicología de las personas: por un lado «desestructura» y por otro el que es rechazado no se siente digno de ser amado. Es un efecto doblemente negativo.
Añadamos ahora una digresión contemplativa que apunta también a la fragilidad y el desconcierto vitales, y que tuvo lugar en el curso de una conversación en Suiza con Heinrich Rorher, premio Nobel de Física en 1986. La discusión vino a cuento sobre el debate de si las bacterias también tenían conciencia como los humanos. La verdad es que, a veces, al contemplar sus complejas y coordinadas reacciones, resulta difícil no concederles dicho atributo. Y si las bacterias tienen conciencia, ¿por qué no iban a tenerla los átomos?, me preguntaba yo. La respuesta del premio Nobel fue la siguiente: «Ahora siempre diferenciamos netamente entre la inteligencia, la materia viva y la materia inerte. Si vamos más allá, todo está formado por átomos. Probablemente, esa separación no es muy razonable a largo plazo. Quizás en el futuro surja una perspectiva diferente en la que se confundan las tres categorías: la inteligencia.
En aquel paréntesis hermético e impenetrable quedó mi primera huella de la fusión de dos emociones mudas, de puertas afuera, pero embriagadas de placer de puertas adentro. Los niveles mínimos de Cortisol, que suelen bajar al atardecer, no importaban en aquel cuerpo adolescente; mi cuerpo. No hacía falta recurrir a ninguna energía adicional, porque Soledad no ofrecía resistencia alguna a las caricias improvisadas. Había energía más que disponible para que el casi centenar de neuropéptides responsables de los flujos hormonales activara una digresión ensoñadora, con un vocabulario inconsciente y puramente emocional.
La comunidad científica no descubrió hasta muchos años más tarde, en la década de 1960, los neurotransmisores que impactan al cerebro. ¡Qué extraño! ¿Cómo ha podido sobrevivir la gente que nos ha precedido sin tener ni idea de lo que les pasaba por dentro?
Puede ser, efectivamente, que el amor sea un impulso básico y universal, una constante a lo largo de todas las vidas, pero su primera irrupción en el corazón de los adolescentes suele darse por la vía furtiva, distinta y contenida en las agujas del reloj del tiempo. Sesenta años después, casi he comprendido la clave biológica de aquel acontecimiento, aunque -como dice la psicóloga y escritora Sue Gerhardt- sus cimientos se construyan, sin que nos demos cuenta, durante los nueve meses del embarazo y los dos primeros años de vida. Es entonces cuando se modula el cerebro social y se establecen tanto la forma como los recursos emocionales de una persona. Es genético, sí; pero no únicamente.
Lleva su tiempo admitir -nunca pensé a este respecto en el verbo 'resignarse', porque ello implicaría que la posible alternativa era mejor: ¿mejor en qué?– que no elegí a mis padres, ni la dirección de las fuerzas colosales, más potentes que los movimientos de las capas tectónicas, que iban a desencadenar mis flujos hormonales y, en definitiva, mi carácter potencial para toda la vida.
Ningún padre ha elegido tampoco a sus hijos. Estamos aquí porque alguien sacó de un bombo gigantesco la bola con nuestro número. Pudo ser otro. Y sería distinto (con la sola excepción de un gemelo monocigótico, aunque, incluso en este caso, la epigenética se encargaría de que la expresión de los genes no fuera idéntica). Venimos al mundo gracias a un festival silencioso que escenifican billones de genes desde hace millones de años.
En lugar de estar atrapados en un universo de cuatro dimensiones -tres espaciales y una temporal, las que percibimos claramente-, los humanos podríamos estar inmersos, en realidad, en un universo de muchas más dimensiones, tal vez once, según algunos físicos, como Lisa Randall, de la Universidad de Harvard. Siete dimensiones adicionales que no somos capaces de percibir. Si nuestro amplio universo es, como podría probarse en la década que viene, tan sólo una minúscula rodaja de un universo de dimensiones desconocidas, de mundos paralelos que nos traspasan sin tocarnos -como en esencia claman las religiones-, se trastocaría profundamente la conciencia de nosotros mismos.
Antes de alcanzar el veredicto sobre los porcentajes respectivos de determinismo y libre albedrío que impactan el alma, ¿hace falta aludir a la tormenta mutacional heredada mientras estábamos en el vientre materno?
Se trata de una tormenta mutacional que afecta a la salud del individuo, a su aspecto -el grado de simetría de su cara o la debilidad de su visión-, a sus sentimientos, a su pensamiento y, en última instancia, a lo que sus congéneres tildarán de fealdad o belleza. Se trata de un número de mutaciones muy superior al de cualquier otra especie, sin que se conozcan todavía a ciencia cierta las razones de nuestra supervivencia, más allá de la depuración ejercida por la selección natural y la diversidad genética aportada por el sistema de reproducción sexual.
Por no elegir, nos está también vedado decidir la hora precisa del sueño o levantarnos al amanecer. Estas decisiones están en manos de los millones de relojes biológicos alojados en las células, programados en función del hemisferio y los meridianos en que les haya tocado vivir. Los ritmos de la vida establecen un mecanismo cerebral para ajustar nuestra fisiología y comportamiento a los requisitos de actividad y descanso del ciclo de la noche y el día.
Como señala el biólogo británico Russell Foster, profesor también del Imperial College, un nadador olímpico puede ganar casi tres segundos al tiempo que necesita para recorrer cien metros si la prueba se efectúa a las seis de la tarde en lugar de las seis de la mañana. Tres segundos suponen, ni más ni menos, que la diferencia entre llegar el primero o el último. Casi todos los grandes desastres tecnológicos como los accidentes nucleares de las islas de las Tres Millas o de Chernóbil tuvieron lugar en el turno de noche, cuando el reloj biológico no sabe o no contesta.