CAPÍTULO X

EL ASALTO DE LOS HIELOS

En efecto; una verdadera flota aparecía hacia el Sur, aumentando de tamaño a ojos vistas, pues la goleta iba acercándose rápidamente a ellos. Eran diez o doce; pero ¡qué gigantescos! Aquellos hijos del helado Polo, arrancados por las corrientes marinas del continente, al que debían estar sujetos hacía siglos, y que probablemente jamás hablan sido hollados por el pie del hombre, filaban lentamente hacia las regiones septentrionales, hacia los países dorados por el sol.

Tenían monstruosas proporciones; algunos alcanzaban media milla de extensión y una altura de doscientos metros. Figuraos la enormidad de cada uno de esos bloques con sólo pensar que para tener una altura de cien metros sobre el agua deben tener, por lo menos, trescientos debajo de la superficie del mar. Algunos de esos gigantes deben de tener un espesor de ochocientos metros.

Los rayos solares, al reflejarse sobre aquellas superficies blancas veteadas de azul celeste o de verde pálido, producían maravillosas luces, especialmente en los ángulos, que quedaban jaspeados de tintas soberbias. Algunos de aquellos icebergs (es el nombre que se da a las flotantes montañas de hielo) parecían enormes diamantes incrustados de zafiros y esmeraldas; otros semejaban guardar en su interior una masa ígnea, pues su superficie reflejaba tintas encarnadas, y otros, en fin, brillaban como zafiros y parecían dotados de un maravilloso poder de refracción, pues en ellos podían verse todos los colores del arco iris.

¡Cosa extraña! Aquellos hielos del Polo Austral no tenían las formas extravagantes que se encuentran en los icebergs del Océano Ártico. Eran sorprendentes por su sencillez, por su estructura regular y cortada a pico, y su superficie, vista de lejos, parecía haber sido surcada por un arado.

—¡Qué diferencia entre estos hielos y los del Polo Ártico! —dijo Wilkye—. Los mismos fríos intensos, y, sin embargo, ¡qué diferencias tan marcadas entre las regiones de uno y otro Polo!

—¡Qué hermosos, Wilkye; que soberbios, qué magníficos! —decía Bisby, que no se cansaba de admirarlos—. ¡Qué enormes son! ¿Habrá buque capaz de resistir un choque con cualquiera de esos gigantes?

—Ninguno, Bisby.

—¿Y seguiremos encontrándolos?

—Cuanto más descendamos al Sur, en mayor número se presentarán.

—¿Y es verdad, amigo, lo que se dice de que el Polo Austral es más difícil de descubrir que el Boreal?

—Sí, Bisby.

—¿Y por qué? ¿Hace más frío?

—No; es por los hielos. Existiendo en el Polo Austral un verdadero continente, alrededor de él, y durante siglos y siglos, se han ido acumulando icebergs y campos de hielo, los cuales impiden el paso a los buques.

—¿Pero es cierto que existe un continente?

—Todo lo indica, Bisby. Los exploradores han delineado ya sus contornos. Además, ¿le parece posible que esas enormes montañas de hielo se formen en alta mar? No; sólo se forman en las proximidades de la tierra.

—¿Y no puede estar compuesto ese continente por un gran número de islas unidas entre sí por bancos de hielo?

—No; pues en tal caso no se hallarían icebergs tan colosales. El Polo Norte está rodeado de islas, y por tal causa no se ven allí montañas de hielo tan grandes como estas.

—¡Debe de ser muy vasto ese continente!

—Sin duda, Bisby; pero es muy difícil descubrirlo todo, porque se afirma que lo rodea un vasto cinturón de hielos que deben de tener muchos centenares de kilómetros de anchura.

—¿Considera usted, pues, imposible que Linderman pueda acercarse al Polo con su barco?

—Sí, Bisby. Él espera hallar un paso al Sur de la Tierra Alejandra, en el supuesto de que sea una isla; pero, en mi opinión tropezará con el continente y se verá obligado a detenerse a algunos centenares de millas del Polo.

—¿Y no podrá llegar a pie?

—Ni lo intentará. Las marchas a través de los campos de hielo son tremendas y no se pueden soportar por dos meses, especialmente cuando el frío llega a cuarenta y cinco o cincuenta grados bajo cero.

—¿Y esperáis llegar con vuestros velocípedos?

—Lo intentaré, Bisby; y si las circunstancias me favorecen, quizá…

—¿Y yo os acompañaré?

—Es imposible. Usted mandará la reserva de los marineros.

—¡Iré por mi cuenta!

—¿A pie?

—¡Con mi piel de bisonte!

—Cuando lleguemos a la Tierra de Graham renunciará a tan loco proyecto. Pero la campana nos llama a cenar.

—¡Enseguida! —gritó Bisby—. ¡El albatros es mío!

Mientras el capitán, Linderman, Wilkye y los dos velocipedistas la emprendían con la cena y Bisby daba buena cuenta de un enorme trozo de albatros preparado en salsa picante, y tan coriáceo que resistía a las dentelladas del glotón, la Estrella Polar seguía avanzando por el corazón del Océano Austral.

La primera flotilla de los hielos había desaparecido; pero muchas otras se veían en todas direcciones. Eran montañas enormes, vastos campos de hielo, verdaderos icebergs terminados en cúpulas soberbias que parecían ruinosas mezquitas o robustos torreones.

No se veían, sin embargo, las fantásticas rarezas que se observan en los hielos boreales, y todos los bloques presentaban iguales surcos, las mismas formas que se advierten en las grandes masas de las regiones australes.

Aquellos colosos se deslizaban silenciosamente hacia el Norte, como fantasmas, dejándose transportar por el movimiento de las olas en dirección a las tierras de la América Meridional. De vez en cuando alguna montaña, socavada en su base por el agua, que aún conservaba cierto calor, perdía bruscamente el equilibrio y caía al mar con ruido ensordecedor, elevando una ola monstruosa, que iba a romperse con furia contra los otros hielos.

Entonces se veía al gigante desaparecer, para aparecer a poco con un salto inmenso, elevando al cielo sus agudas puntas y oscilando durante varios minutos, hasta adquirir poco a poco su anterior inmovilidad.

La Estrella Polar avanzaba con precaución, manteniéndose alejada de aquellos peligrosos vecinos, que podían aplastarla como si fuera una cáscara de nuez. Había disminuido su marcha y filaba paralelamente a la flotilla, para no dejarse coger en medio y quedar aprisionada.

A las diez de la noche, en el momento en que el sol iba a ponerse y la Cruz del Sur empezaba a delinearse en el cielo, la niebla, que iba elevándose, cayó a plomo sobre el océano ennegreciéndolo todo y haciendo muy peligrosa la marcha de la goleta.

Enseguida desaparecieron los hielos tras aquel denso velo, y la oscuridad se hizo tan profunda, que los hombres de proa apenas lograban distinguir a los de popa.

El capitán Bak había vuelto a subir a cubierta, mientras los exploradores se retiraban a sus respectivos camarotes, y trataba de eludir el encuentro con aquellas masas enormes. Había mandado al maquinista avanzar a media máquina, y a la tripulación que trasladara a cubierta los botahielos, especie de largos palos que sirven para apartar los pequeños bloques flotantes y evitar que choquen con el buque.

A pesar de tales preparativos estaba inquieto. Podía de un momento a otro encontrarse ante una de aquellas montañas y correr el peligro de un choque; podía pasar cerca de uno de aquellos colosos en el momento en que este perdiera el equilibrio, en cuyo caso el buque sería aplastado. Otro motivo, no menos grave aún, le preocupaba: la proximidad de aquella larga barrera de islas que se extienden ante el continente polar.

Las Shetland no debían de estar lejos, y la isla del Rey Jorge o la de los Elefantes podía hallarse de pronto ante la proa de la Estrella Polar.

En aquellas regiones tan cercanas al Polo magnético, que no está situado precisamente en el punto donde deben reunirse los meridianos, como se cree, sino al 70° de latitud y 130° de longitud, según Hansten, y al 70° 30’ de latitud y 137° de longitud, según Lenperry, no se puede fiar con certeza en las indicaciones de la brújula, porque esta, por la atracción magnética, gira, y a veces enloquecen sus agujas, dando direcciones contradictorias. Así, cuando las nieblas impiden a los navegantes obtener la longitud y latitud con los aparatos adecuados, tienen que marchar casi a la ventura.

En tal situación se encontraba la Estrella Polar, que seguía avanzando sin llevar determinada ruta, con grave peligro de encontrarse inesperadamente ante una de las islas del Shetland Austral.

A las dos de la mañana la niebla era tan espesa que no se veía a cuatro pasos de distancia. Bajaba a oleadas cada vez más densas, que hacían retroceder el humo de la chimenea del vapor, esparciéndolo por la cubierta y haciendo la oscuridad más completa y profunda.

El capitán Bak hizo encender dos lámparas provistas de potentes reflectores; pero aquellas luces, semejantes a las que producen las lámparas eléctricas, no reflejaban a distancia, y quedaban, como el humo, aprisionadas por la humedad.

El peligro, en tanto, aumentaba. A lo lejos se oían cada vez con más frecuencia los choques de las montañas de hielo, los crujidos de los pequeños bancos al romperse, y de vez en cuando la fragorosa trepidación de un coloso que caía. Entonces, espumeantes oleadas atravesaban la cortina de nieblas y venían a estallar con pavorosos mugidos en los flancos del buque. A las tres de la mañana fue visto uno de aquellos colosos a poca distancia de estribor. Fue un momento de indescriptible angustia para toda la tripulación, que se encontraba sobre cubierta armada de los botahielos.

El capitán Bak dio la orden de contramáquina. La Estrella Polar, que corría el peligro de embestir y destrozarse contra aquel coloso que se distinguía vagamente en la oscuridad, retrocedió a todo vapor; pero recibió tal encontronazo que la cala tembló como si en su interior hubiera estallado una granada.

Wilkye, Linderman y Bisby, despertados por el choque, subieron a cubierta casi desnudos los dos primeros, y envuelto el otro en su famosa piel de bisonte. Los tres abrigaban el temor de que la goleta hubiera embarrancado o de que le hubiera caído encima un iceberg.

—¿Qué ocurre? —preguntó Linderman, que parecía haber perdido su sangre fría.

—Ocurre, señor, que estamos rodeados de hielos y que hemos chocado con un iceberg —respondió el capitán.

—¿Y dónde nos encontramos?

—Yo mismo lo ignoro, señor. Desde hace tres horas la brújula no da una dirección exacta y parece estar loca.

—Sin duda en el Polo se eleva una aurora austral que la niebla nos impide ver —dijo Wilkye—. Ya sabéis que ese maravilloso fenómeno altera la brújula, especialmente cuando los buques se acercan al Polo magnético.

—¡Pero sólo estamos al sesenta y un grados de latitud!

—Es bastante, señor Linderman.

—¿Y es grave la situación, señor Bak?

—Gravísima, señor Linderman, porque estamos entre una verdadera flota de hielos.

—¡Maldita niebla! ¿Y qué piensa hacer?

—Avanzar a media máquina.

—¿Estamos lejos de la Shetland?

—No lo creo.

—¿No chocaremos contra alguna isla?

—El fragor de la resaca nos avisará con tiempo. El océano está algo agitado y las olas golpearán los escollos.

—¡Adelante, pues!

La Estrella Polar, que se había detenido, emprendió la marcha a corto vapor, hendiendo la niebla, que se deshacía en verdadera lluvia.

Todos los exploradores, advertidos del peligro que corría la goleta, estaban sobre cubierta, dispuestos a todo evento. Bisby, sepultado en su gran piel, se había metido en una chalupa, para estar en mejor disposición de salvarse, y desde allí lanzaba todo género de increpaciones contra la niebla, los hielos y, sobre todo, contra el Polo Austral. Comenzaba a odiar a aquella expedición, que cada vez se hacía más peligrosa, y a abominar del clima, que no le hacía engordar bastante, aunque comía por cuatro y bebía por seis.

A las cuatro de la mañana, otro iceberg, que debía tener proporciones enormes, apareció a pocos pasos del buque, por babor. Su altura debía de ser inmensa, pues de la cima se veían caer trozos de hielo que rodaban con gran estrépito por sus aristas, y cuyo peso era seguramente de muchos kilogramos.

Algunos de ellos rebotaron sobre la cubierta del buque, produciendo contusiones a varios marineros.

Por fortuna, el iceberg fue visto a tiempo, y la Estrella Polar, filando a todo vapor, pudo sortearlo sin ser tocada.

De improviso, mientras el capitán Bak se disponía a dar la orden de refrenar la marcha, sobrevino a proa un choque tan violento, que la goleta crujió desde la quilla hasta la arboladura.

Un inmenso grito de horror resonó a bordo. Los marineros huyeron desordenadamente hacia popa, abandonando los botahielos, en tanto que sobre el castillo de proa cayeron con fragor horribles grandes bloques de hielo.

El capitán Bak, Wilkye y Linderman iban a lanzarse a proa para darse cuenta de la gravedad de la situación, cuando fueron bruscamente arrojados al suelo.

El buque, levantado por una fuerza misteriosa, se había inclinado de popa, en tanto que la proa parecía lanzada en alto.

Un segundo grito de terror resonó entre la niebla, confundiéndose con una serie de detonaciones y de violentos crujidos.

—¡Socorro! —se oyó gritar a Bisby.

A poco la goleta se levantó, vaciló un instante en el aire enseñando la quilla, y luego cayó sobre estribor con sordo estremecimiento, arrojando a los hombres contra la amura. ¿Estaba embarrancada? No; porque casi al mismo tiempo se oyó un crujido, como un desgarramiento del hielo, y el buque, después de romper con su propio peso aquel punto de apoyo, cayó al mar, mientras resonaba cerca un inmenso hervidero, seguido de mugidos formidables.

Una ola espumosa, una verdadera montaña de agua, inundó el puente, lo atravesó arrastrando todo a su paso, y desapareció tras la niebla, perdiéndose en lontananza.