CAPÍTULO XVII

EL DESIERTO DE NIEVE

Wilkye no se había equivocado acerca de las excelencias de su máquina para caminar deprisa y con seguridad plena hacia aquel misterioso Polo Austral que hasta entonces había opuesto su inmensa barrera de hielo a las audaces tentativas de tantos exploradores como habían intentado su descubrimiento con buques. Se podía decir casi con seguridad que él iba a resolver felizmente la secular cuestión acerca del mejor medio que podía emplearse para llegar a aquel punto, no visto todavía por ningún ser humano.

Si las tentativas con buques habían resultado infructuosas; si las expediciones pedestres habían terminado todas en verdaderos desastres, aquella máquina, ligera y fuerte, que corría por los inmensos campos de hielo con velocidad superior a la de los más ágiles animales o a la del más rápido steamer, era casi seguro que triunfaría plenamente, venciendo a la expedición inglesa, que sólo disponía de los medios ordinarios, del todo insuficientes en aquellas regiones del frío.

Cierto era que los exploradores americanos habían apenas comenzado el viaje y que les aguardaban graves peligros en el inmenso continente polar, donde podían experimentar tremendos contratiempos; mas por el momento tenían motivos para hallarse satisfechos y aun para confiar en el éxito de la expedición.

En efecto, el velocípedo funcionaba perfectamente y devoraba el camino sin dificultades, aunque se trataba de una cuesta bastante pronunciada.

Las gomas dentadas parecían pegarse a la pulimentada superficie de los hielos, y avanzaban con tal velocidad, que en pocos minutos los tres exploradores se encontraron en la cima de la colina.

Dirigieron desde allí las miradas a la costa, viendo a Bisby y a los seis marineros que, de pie ante la cabaña, les saludaban por última vez agitando las gorras.

—¡Adiós, amigos! —gritó Wilkye.

Un ¡hurra! formidable fue la respuesta; después, aquellos siete hombres desaparecieron. El velocípedo, superada la cima, bajaba por la vertiente opuesta, siguiendo el borde de un barranco cubierto de hielo y caminando hacia la inmensa llanura que se extendía al Sur hasta los pies de la lejana cadena de montañas descubierta el día anterior.

Los tres velocipedistas, sin abandonar los frenos para impedir cualquier peligroso accidente que perjudicara al motor, llegaron felizmente a la llanura, que brillaba como un espejo a los rayos del sol.

La temperatura no era tan baja como en la costa: oscilaba entre los tres y los cinco grados centígrados bajo cero, tendiendo a subir hasta el cero, y acá y allá se advertían las señales de un inminente deshielo.

Aquella llanura, o mejor dicho, aquel desierto de hielo, estaba en absoluto despoblado. No se veía en aquella blanca superficie la menor mancha oscura que indicase la presencia de focas o de cualquier otro animal. Sólo a cierta altura volaban algunos aenofsaura, repugnantes aves que al caer vomitan una cantidad de pestífero estiércol que inficiona el aire durante mucho tiempo.

—Y bien, amigos, ¿qué opináis de este viaje? —preguntó Wilkye a los velocipedistas.

—Que si no se nos interpone la desgracia, muy pronto veremos el Polo —contestó Peruschi.

—Y yo digo que nunca he viajado tan cómodamente —dijo Blunt—. ¡Un viaje de tres mil millas por los hielos! Eso es capaz de tentar a cualquiera, señor Wilkye.

—Lo creo, Blunt.

—Una cosa me mortifica —añadió Peruschi—. El reflejo del sol, que lastima la vista.

—Y que hasta puede producir peligrosas oftalmías; pero traigo conmigo un buen remedio: abrid las bolsas que cuelgan de vuestras sillas, y encontraréis buena provisión de gafas ahumadas.

—Es verdad —dijo Blunt, después de hacer lo que Wilkye indicó—. Pero veo aquí otros objetos: vasos y cubiertos de cuerno.

—Son necesarios, Blunt; el vidrio y el metal son peligrosos en las regiones polares.

—¿Y por qué?

—Porque cuando el frío llega a cuarenta o cincuenta grados bajo cero, no es posible acercar a la boca un vaso de cristal sin experimentar quemaduras en los labios, así como se queman los dedos al coger los cubiertos de metal; todos los exploradores lo han comprobado.

—¿Y dice que el frío puede llegar a cincuenta grados bajo cero? —preguntó Peruschi—. ¿Cómo puede resistir el hombre esa temperatura?

—¡Pues la resiste! —respondió Wilkye—. Los esquimales del Polo Ártico no parece que sufren mucho con ella.

—Los esquimales, bueno; pero ¿y nosotros?

—Todos los hombres, sean americanos o europeos, han demostrado que pueden resistir temperaturas excesivamente frías. Como ejemplo os citaré al capitán Bak, que en el fuerte de Rebanee, situado en la llanura de la América inglesa, soportó durante muchos días y sin sufrir demasiado una temperatura de cincuenta y seis grados bajo cero.

—¡Pues ya tendría frío!

—Los navegantes árticos soportan fríos aún mayores: Parry, Ross, Franklin, Mas Cluc, etc., afrontaron muchas veces temperaturas que bajaban de cincuenta y cinco grados bajo cero. La tripulación del Alert, que hizo la expedición de 1876 bajo el mando de Morkham, se vio rodeada de espantosas heladas, durante las cuales el termómetro marcó sesenta y un grados bajo cero. Los siberianos soportan también fríos intensos. Un viajero ruso observó que en Nicney-Enrinsk el termómetro señaló varias veces sesenta y dos grados, cinco centígrados.

—¿Y han encontrado tan tremendos fríos los exploradores de este continente?

—Tremendos, Peruschi; mayores aún que en el Polo Austral, pues mientras los exploradores del Norte avanzaron con sus buques hasta el ochenta y dos grado paralelo, los australes no pudieron pasar el setenta y ocho grado, nueve y treinta centígrados a causa de los hielos y del frío.

—Pues hasta ahora nosotros resistimos muy bien.

—Es cierto, pero dentro de pocas semanas puede sobrevenir un brusco cambio de tiempo y caernos encima una helada insoportable.

—Pues yo supongo que, aunque se puedan soportar tales fríos, no se debe de vivir muy bien al sufrirlos.

—La existencia se hace dura, casi imposible, amigo mío. A los cuarenta y cinco grados, los hombres de más fuerte temple decaen, y sus facultades quedan como aniquiladas; su mirada se hace vidriosa y torva, la energía se extingue. Hay precisión de moverse continuamente y de hacer un ejercicio violento para no helarse, y respirar con precaución para no experimentar fuertes dolores. A los cincuenta grados, la respiración se cristaliza y cae a tierra en forma de sutiles agujas, que producen al chocar con el suelo un ruido semejante al que causarla una tela de seda al desgarrarse; los vestidos se endurecen y se hacen quebradizos, formando una masa helada; las pipas no pueden funcionar, porque el humo se convierte en la boca en un pedazo de hielo; los metales no pueden ser tocados, porque queman como si estuvieran incandescentes; se hace preciso romper a hachazos el pan y la carne; la madera se vuelve dura como el hueso; el whisky se hiela, y es preciso tomarlo a bocados; el ron se condensa y parece espeso como la melaza, y se hielan el petróleo, el vino y el vinagre, el aguardiente y ¡hasta el mercurio!

—¡Basta, señor! —exclamó Peruschi—. Sólo de escucharle, me he quedado helado. ¿Qué será de nosotros si el invierno nos sorprende antes de haber terminado el viaje?

—Confiemos en volver a la cabaña antes de que llegue el invierno —dijo Wilkye—. El estío ha comenzado apenas, y tendremos tiempo para regresar.

—Pero ¿es verdad, señor, que en el Polo hace menos frío que en las regiones próximas? —preguntó Blunt.

—Así se dice. En diferentes épocas, han asegurado los navegantes que encontraron cerca del Polo Norte un mar perfectamente libre del lado de allá de las barreras de los hielos, y lo mismo se ha observado en el Polo Austral. El americano Mowel afirma haber descubierto en 1820 el mar libre a los setenta grados, catorce centígrados de latitud; pero yo no creo ni a los unos ni a los otros, aunque muchos sabios han dado fe a tal afirmación.

—¿Y por qué no lo cree, señor?

—Porque estoy seguro de que el sol no tiene fuerza para fundir los hielos del Polo, cuando deja intactos los del Círculo polar. El frío intenso que reina en las dos extremidades de la Tierra no reconoce otra causa que el enfriamiento de nuestro Globo. El frío, pues, no debe de ser en el Polo menor del que reina en el Círculo polar. ¿Queréis una prueba clara? Desde hace seiscientos años los hielos han ido aumentando y haciendo cada vez más difíciles las exploraciones polares. En otro tiempo en el Labrador, que entonces se llamaba Vinland o Tierra del Vino, los escotodaneses cultivaban la vid, y hoy aquella tierra está gran parte del año cubierta de nieves y de hielos; hace cuatrocientos años, Islandia era asequible en la estación invernal, mientras ahora la rodean enormes bloques de hielo. ¿De qué puede originarse esta creciente invasión de hielos? Sólo del enfriamiento de la Tierra, que avanza gradualmente hacia el ecuador.

—¿Llegará, pues, un día en que nuestro planeta se enfríe completamente y resulte inhabitable?

—¡Sin duda!

—Será una lucha espantosa la que emprenderá la Humanidad contra el avance de los hielos.

—Sí, pero transcurrirán antes millares de años, y ni nosotros ni nuestros nietos tomarán parte en esa lucha. Sería preciso…

—¿Qué, señor Wilkye?

—¡Alto! —exclamó el americano—. El camino está cortado ante nosotros.

—¿Por un río? —preguntaron los velocipedistas.

—No, por una grieta —respondió Wilkye, deteniendo el velocípedo.

Se apearon los tres y avanzaron hacia una profunda cortadura que medía cincuenta metros de ancho y se extendía del Noroeste al Sureste en un espacio inmenso. En el fondo se veía una superficie lisa, interrumpida acá y allá por ligeras ondulaciones que parecían producidas por el agua.

—¿Un río? —repitió Peruschi.

—¡Será tal vez un brazo de mar! —murmuró Wilkye, que se había quedado pensativo.

—¿Un brazo de mar aquí? Estamos ya a ochenta millas de la costa.

—Pues yo sospecho que esto es el Estrecho de Bismarck. Como quiera que sea, nos cierra el paso y hace muy crítica nuestra situación.

—Trataremos de costearlo —dijo Blunt—. El descenso es imposible por estas paredes cortadas a pico.

—¿Y sabemos hasta dónde se prolongará? Puede llegar hasta el mar y cortar la costa en que se halla nuestra cabaña. Nadie ha explorado el interior de estas tierras.

—Busquemos una pared menos vertical —dijo Peruschi.

—Intentémoslo.

—Pero ¿nos sostendrá el hielo?

—La fuerza del hielo es prodigiosa —respondió Wilkye—. Una costra de dos pulgadas de espesor soporta a un hombre sin romperse; de tres y media, el peso de un caballo y un jinete; de cinco, una pieza de artillería; de ocho, un furgón cargado, y de un pie, regimientos enteros. Vamos a buscar un paso.

El velocípedo emprendió la marcha costeando el canal con una rapidez de veinticinco millas por hora, pues el hielo estaba perfectamente liso.

A las cuatro de la tarde, después de haber recorrido sesenta millas, los exploradores descubrieron un borde que bajaba suavemente hasta el canal. Hicieron funcionar los frenos; la máquina bajó, o, mejor dicho, resbaló por la pendiente, y llegó a la superficie del estrecho.

Un agudo crujido advirtió bien pronto a los exploradores que aquel hielo, semifundido por una corriente tibia y calentada por los rayos del sol, amenazaba ceder.

—¡Quietos! —dijo Wilkye precipitadamente—. Si el hielo se rompe, estamos perdidos.

Se apearon a toda prisa de la máquina y retrocedieron hacia la orilla, temiendo que de un momento a otro se abriera un abismo bajo sus pies.

Una sorda exclamación se le escapó a Wilkye.

—¡Maldición! —dijo—. Se diría que el Polo es absolutamente inaccesible a los hombres, y que lo defiende un poder misterioso, pero…

Se interrumpió bruscamente, inclinándose hacia la superficie helada. Bajo aquella costra se oía un sordo rumor, como si pasara por allí una rápida corriente de agua.

—¡Comprendo! —dijo—. Bajo estos hielos hay un espacio vacío.

—¿Por qué, señor? —preguntó Peruschi.

—Este ruido me indica que el agua está más baja y que corre libremente.

—¿El hielo está, pues, en el aire?

—Sí.

—¿Y podrá sostenemos?

—Sí; si pasamos uno a uno.

—¿Hay que intentar el paso?

—Sí; pero ¿quién se atreverá?

—Yo, señor.

—¿Ignoras que si el hielo cede caerás en el canal?

—Nado perfectamente.

—Pero la corriente puede llevarte lejos.

—Me agarraré al borde del hielo.

—Y te caerás.

—¿Y quién le asegura que el hielo cederá? Creo que con el espesor que tiene me puede sostener.

—¿Y si se rompe?

—No hemos venido aquí a pasearnos, sino a afrontar los peligros del Polo —dijo Peruschi con voz grave—. Antes que retroceder y perder un tiempo precioso quiero intentar el paso.

—Yo lo intentaré antes.

—¡Nunca! Usted es el jefe de la expedición, y le toca ser el último en pasar.

—¡Yo seré el primero! —dijo Blunt.

—Tú eres el más pesado de todos —objetó Peruschi—. Retiren la máquina. Voy a probar suerte.

El valiente joven, para estar más desembarazado, se despojó del chaquetón de piel de foca y se aventuró audazmente por el hielo que se elevaba en el centro, formando una especie de bóveda muy amplia.

—Vigila atento, Peruschi —dijo Wilkye.

—No tema, señor —respondió el joven.

El hielo, aunque no descansaba sobre el agua, parecía ofrecer una fuerte resistencia, pues habían cesado los crujidos bajo los pasos del velocipedista, el cual, animado con aquel primer éxito, procedía sin miedo alguno. Estaba ya casi en medio cuando oyó de pronto una fuerte crepitación, viéndose que en la superficie se dibujaban líneas blancas.

El joven se detuvo de pronto y, a pesar de su audacia, se puso pálido, mientras dos gritos de terror salían de los labios de sus compañeros, que aguardaban temblando el resultado de la audaz tentativa.

—¡No te muevas! —gritó Wilkye.

Apenas habla pronunciado aquellas palabras, el hielo se rompió con gran ruido, formando un hoyo semicircular del tamaño de la escotilla mayor de un buque.

El velocipedista, que no tuvo tiempo ni de dar un grito, desapareció bajo la bóveda helada, oyéndose una zambullida.