29
—Virgen del perro, virgen del cencerro, virgen del tasajo, virgen de la canoa, virgen del pilar, virgen del comal, virgen de la olla, virgen de la polla, virgen de la araña, virgen de la caña, virgen del azafrán, virgen del alacrán, entrégame como esposo a fray Juan de Cárcamo y átalo a mi lecho con cadenas de hierro.
Leonor y Celia pronunciaron el conjuro a dos voces, ante un altar cubierto de paños negros, donde habían dispuesto los objetos que representaban las advocaciones heréticas del culto mariano: un pequeño comal, un cencerro de latón, trozos de tasajo, un alacrán vivo guardado en una redoma. A una orden de Leonor, Celia derramó la sangre de un conejo recién degollado en una ponchera de plata y terminaron el rito con una invocación al Santo Luzbel, emperador de la corte dañada. Según el cuadernillo de doña Matiana, que seguían al pie de la letra, el conjuro de las vírgenes alcahuetas debía tener una eficacia inmediata. Pero días después, Leonor recibió un billete apócrifo de Cárcamo con sus habituales evasivas y comprendió que no llegaría a ningún lado por el camino de los sortilegios.
Con el papel arrugado en la mano se acostó a llorar sus amargas cuitas, que le inficionaban la sangre con vapores de bilis negra. Si fray Juan defendía su castidad a capa y espada, ¿por qué diablos se había quitado el sombrero al pasar delante de su balcón? Para Leonor ese gesto había tenido el valor de unos esponsales, y ahora gemía de impotencia como una novia abandonada en el altar. ¿Acaso fray Juan jugaba con ella como un galancete castigador? No, más bien parecía librar una lucha entre la carne y el espíritu, que de pronto lo llevaba a determinarse y luego a retroceder, cuando la culpa anticipada sofrenaba sus arrestos viriles. A ese paso podría seguir indeciso 15 o 20 años, si ella no forzaba las cosas para obligarlo a cumplir su palabra. Cárcamo no podría negarle en persona y de viva voz las caricias que le escatimaba desde lejos, porque los cuerpos jóvenes hablaban el lenguaje de los incendios. Pero ¿cómo ingeniárselas para verlo en privado, si el timorato no quería tenerla cerca por miedo a su propia sensualidad?
En busca de aliento para no claudicar, Leonor tomó del buró el libro de fray Juan de la Cruz, donde había encontrado en los últimos meses una fuente inagotable de esperanza y consuelo. Saber que alguien había amado así, ya fuera en el cielo o en la tierra, le infundía coraje y valor para enfrentarse a la adversidad. Esa tarde vio sus ansias retratadas en la Noche oscura del alma, donde una mujer tan deseosa como ella salía a buscar fuego al amparo de las sombras:
En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh, dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡oh, dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
Un hondo suspiro salido de sus entrañas la obligó a interrumpir la lectura. Con el libro pegado al pecho se imaginó la fuga a hurtadillas, sin ser notada de su familia, en busca del varón atormentado por el deseo, que todas las noches la imaginaba desnuda con un frenesí culpable, según sus propias confesiones epistolares. Cuántos muros de piedra los separaban, cuántas leyes humanas y divinas les prohibían coger el dulce fruto de sus primaveras. No era justo ni humano ponerle candados a la pasión, cuando el rumor de la brisa y el canto de las cigarras les pedían a gritos un himeneo. Si la cobardía de Cárcamo la condenaba al suplicio de Tántalo, si nunca se atrevía pasar del cortejo verbal, guardaría eterno luto por sus ternuras muertas, como una solterona atormentada por el recuerdo de lo que nunca fue. Por lo menos Cárcamo podía refugiarse en Dios, pero ella nunca se resignaría a perder las primicias de su boca. Ahora mismo, el estoque de oro que tanto anhelaba quizá estaba en pie de combate, levantando un montículo en el hábito de fray Juan. Solo de pensarlo le daban escalofríos en el vientre. ¿Quién tuviera una escoba de bruja para entrar por los aires al convento de Santo Domingo? Basta, demonio, aparta de mí esa visión turbadora, no te ensañes con una pobre mujer que solo puede pecar en la fantasía. Para no incurrir de nuevo en míseros tocamientos, que solo agravaban su mal de amores, prefirió engolfarse en las delicias de la poesía:
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en mi corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
Ojalá tuviera un amante resuelto a todo, que la esperase de noche en un paraje desierto, donde nadie los importunara, para vaciar el fundido azogue que había acumulado en la sangre. Entonces sí que vería el sol a medianoche, como la dama del poema, que al parecer tenía fanales en los ojos, pues se orientaba en las tinieblas como un murciélago. Ella, en cambio, tendría que llevar una linterna sorda, para no arriesgarse a un asalto en las tenebrosas calles de la ciudad. Pero basta de desvaríos: a quién se le ocurría imaginar una aventura tan descabellada, si la realidad estaba peleada a muerte con la poesía. En México, solo las putas salían de noche a oscuras y en celada, para encontrarse con sus gañanes en los callejones de mala muerte. Dichosas putas: a cambio de la deshonra y el repudio social, ¡cuánta libertad para hacer su regalada gana! Era una cruel paradoja que la doncella más rica del reino, propietaria de ingenios, minas y haciendas, no fuera dueña de su propio cuerpo, el único bien terrenal que de verdad le importaba. Algo que parecía tan sencillo y puro en los versos alados del carmelita —entregarse al amado en la espesura del bosque— podía dejar un eterno baldón sobre el apellido de su familia. Pero después de todo, ¿por qué estaba obligada a sacrificarse por una familia distante y hostil que apenas se fijaba en ella desde la llegada de la beata Crisanta? Si sus padres solo tenían ojos para esa charlatana, si por estar embobados con sus arrebatos ni siquiera le daban los buenos días, tampoco tenían derecho a pedirle que renunciara al amor en nombre de la moral y el decoro. Al diablo con sus apellidos ilustres, al diablo con la religión y el honor. Si fray Juan de Cárcamo no tenía pantalones para venir a verla, iría a buscarlo a su propia celda, como los caballeros andantes que raptaban doncellas de los conventos.
Que ella supiera, ninguna mujer había entrado jamás en el claustro de Santo Domingo, pero no había imposibles para una amante arrebatada, menos aún si tenía oro en abundancia para forzar cerrojos y voluntades. Arreboladas las mejillas y los ojos radiantes de esperanza, llamó a Celia con la campanilla:
—¿En qué te puedo ayudar?
—Se me ha metido una idea en el magín. Quiero que vayas al Parían y me compres un hábito de dominico, el más pequeño que tengan.
—¿Se lo quieres regalar a fray Juan?
—No, me voy a disfrazar con él para entrar de noche a su convento.
Celia tragó saliva, los ojos abiertos como platos.
—¿Estás en tus cabales, Leonor?
—En mi vida tuve más claro el juicio.
—¿De veras quieres entrar de noche a Santo Domingo?
—Sí, lo he pensado con mucho tiento y es la única manera de vencer los escrúpulos de fray Juan. Cuando estemos los dos en la intimidad, no podrá resistirse a la tentación. Habla con tu amigo filipino y dile que seré muy generosa con él si me allana la entrada al claustro.
—Pero ¿has perdido el juicio? Fray Juan de Cárcamo es un santo y Pedro no puede faltarle al respeto de esa manera.
—Después de probar mujer, fray Juan será otro, de eso me encargo yo —aseguró Leonor, con chispas de lascivia en la mirada.
—¿Y si alguien te descubre? ¿No has pensado en la vergüenza que le harías pasar a tu familia?
—Ya no tengo familia, Crisanta me la robó.
—¿Tan poco te importa la vida de tu padre? El marqués sigue delicado de salud y un disgusto como ese puede matarlo.
—Basta de sermones, Celia. Nadie me descubrirá si hacemos las cosas con la debida cautela.
Por encima del daño a la reputación de los marqueses, Celia temía que su ama descubriera el engaño de las cartas si lograba tener un encuentro privado con el dominico. Entonces no solo Pedro caería en desgracia, sino ella misma, pues quedaría al descubierto su complicidad con el filipino. Necesitaba disuadirla a como diera lugar, o ya se veía moliendo caña con una bola de acero en el tobillo.
—Pero no querrás visitar a fray Juan sin haberlo prevenido, ¿verdad? —arguyó en tono suave—. Al menos pídele su consentimiento por carta.
Leonor titubeó un segundo, pues la idea no le pareció del todo mala, y Celia se apresuró a traerle su recado de escribir. Bien, pensó la esclava, ya empieza a entrar en razón. Si escribe la cartita, Pedro le responderá con una negativa tajante, y todo acabará en agua de borrajas. Pero al tomar la pluma de ganso, Leonor hizo una mueca de fastidio.
—Estoy harta de recaditos —apartó el papel con enfado—. Bien sabes cuánto quiero a fray Juan, pero conozco demasiado bien su carácter pusilánime. Si le pido su consentimiento, me lo negará con golpes de pecho.
Celia se frotó con ansiedad las ajorcas del brazo. Por conocer a su ama desde la cuna, sabía que era capaz de mover cielo y tierra con tal de satisfacer un capricho. Desde pequeña solo había necesitado estirar la mano para tener cuanto quisiera y seguía siendo una tirana melindrosa, solo que ahora sus juguetes eran seres humanos.
—Dime, Leonor —Celia intentó conmoverla con argumentos que le tocaran el corazón—, ¿en verdad estás enamorada de fray Juan?
—Hasta los hígados. Lo amo como las mariposas aman al fuego, y una voz interior me dice que antes de nacer, los astros me predestinaron para ser suya.
—Pues si tanto lo amas, no quieras hacerle daño con esa visita nocturna. Fray Juan es un santo varón, venerado por toda la gente de bien. Imagínate cuánto lodo le caerá encima si el mundo se entera de que una doncella ha dormido en su celda.
—El escándalo se puede evitar. No seré la primera ni la última mujer que tiene amores secretos con un fraile. Puedo ser su concubina toda la vida sin que nadie se entere.
Con vehemente voz de predicador, Celia se jugó la última carta:
—Te condenarás sin remedio por hacer caer en pecado a un ministro de Dios.
—Pues me harás compañía en el infierno, Celia, pues no te olvides que has sido mi medianera en este negocio. —Leonor atenazó el brazo de la esclava—. ¿De dónde te vienen ahora esos aires de santurrona? Por más devoto que sea, fray Juan es un hombre joven y ardiente que me necesita para ser feliz. El deseo lo está matando y si acaso lo dudas, te puedo leer cualquiera de sus cartas. Tú y ese pícaro filipino han medrado a la sombra de mis amores y no pueden abandonarme ahora, cuando estoy a un paso de la victoria. De manera que te lo advierto, Celia: estás conmigo o estás contra mí. Habla de inmediato con tu querido y dile que lo prepare todo para conducirme a la celda de mi esposo. —Leonor sacó de un cofre una taleguilla con 500 escudos de oro—. Aquí tienes, con esto podrán sobornar a quien sea necesario y llevarse la tajada del león. Pero si me traicionan, los acusaré de ladrones y acabarán en chirona. ¿Entendido?
Sin atreverse a chistar, Celia salió del cuarto con la taleguilla guardada entre sus floridas enaguas. Esa misma noche buscó a Pedro Ciprés en un garito del rumbo de San Hipólito, frecuentado por léperos y hampones, donde se había refugiado para escapar de sus acreedores. Por falta de dinero para apostar, ahora vaciaba orinales, despabilaba velas o recogía la ceniza de los tahúres afortunados para ganarse un triste real de barato, y de madrugada perdía en una sola partida de capadillo todas las propinas que había ganado en la noche. Condenado a una sobriedad forzosa, tenía el talante más agrio que de costumbre y se había dejado una incipiente piocha que acentuaba su aspecto patibulario. Celia lo llamó con señas desde la puerta y tomaron asiento en una mesa coja con el mantel tachonado de quemaduras. Contra lo que esperaba, Pedro no le soltó una bofetada ni profirió blasfemias al oír el descabellado plan de su ama, quizá porque Celia tomó la precaución de enseñarle primero la talega con los escudos de oro.
—Menuda putilla nos ha salido la señorita Leonor —dijo el filipino con la talega en el puño—. Por lo visto, la tontuela cree que meterse de noche a un convento son tortas y pan pintado.
—Traté de hacerla recapacitar, pero está loca de amor por su fraile.
—Pobre ilusa. No sabe de quién se ha enamorado. Al verla entrar en su celda, Cárcamo pegará de gritos como si hubiera visto un vestiglo. Pero quizá se merezca ese desengaño, por engreída y arriscada.
—¿Eso quiere decir que vamos a ser cómplices de su locura? —Se sorprendió Celia.
—¿Y por qué no? —Sonrió Pedro—. Bien sabes cuánto deseo vengarme por los malos tratos de mi amo. Llevo tres años de servirlo como un esclavo y jamás me ha dado una mugrosa propina. Desde su nombramiento de inquisidor se le han subido los humos a la cabeza y ahora me trata como una bestia de albarda. Tengo la espalda molida por sus bastonazos, mira. —Pedro se bajó la camisa y le mostró un cardenal en el hombro—. Pero se va a acordar de mí, lo juro por mis muertos. Esta vez me largo porque me largo, y encima, lo dejo metido en un lío de faldas.
—¿Y yo? —protestó Celia—. Doña Leonor querrá comerme viva cuando descubra nuestro embeleco.
—¿Crees que voy a dejar a mi negrita adorada? —Pedro le acarició la barbilla—. Nos iremos juntos lejos de aquí, a Valladolid o Guadalajara, donde nadie nos conozca, y allá pondremos un cajón de telas, para que nunca más vuelvas a fregar pisos con esas manos de reina, que solo deberían acariciar tafetanes.
—¿Pero cómo vamos a escapar si mi ama te necesita para entrar al convento? —preguntó Celia, enternecida y a la vez angustiada por su incierto futuro.
—Eso déjalo de mi cuenta. La noche en que doña Leonor entre disfrazada al claustro, tú y yo saldremos de la ciudad a caballo para ponernos en cobro, y cuando estalle el escándalo, ya estaremos escondidos en algún lugar de la sierra. Pero eso sí: no me conformaré con esta limosna por un servicio tan arriesgado. —Pedro levantó la taleguilla con ademán despectivo—. Dile a tu ama que si quiere holgar con su fraile, nuestra ayuda le costará cinco mil escudos.
La cantidad exigida por el filipino escandalizó a Leonor. Poco le faltó para olvidar el plan y entregarlos a la justicia, pues aunque podía pagar eso y más, apreciaba el valor del dinero, y le dolía ser estafada por dos bellacos a quienes había colmado de regalos. ¿Quién le aseguraba que en el futuro, cuando fray Juan ya hubiera mordido el fruto vedado y se encontraran una vez por semana en el nido de amor que pensaba alquilar para tal efecto, Celia y el pelafustán oriental no tratarían de vender más caro su silencio? Hoy pedían cinco mil escudos, mañana el doble, y no dejarían de esquilmarla hasta que sus padres notaran la sangría de la hacienda familiar. No, señores, de ninguna manera caería en el garlito. Pero esa noche, en una larga consulta con la almohada, sopesó las consecuencias de dar marcha atrás. Aun si renunciaba a la posesión de Cárcamo, la sed engañada no iba a desaparecer: volvería con más fuerza, convertida en acidia y rencor. Tarde o temprano contraería el rictus de amargura que había visto en el rostro de muchas viejas rezanderas. ¿Ese era el gran premio ofrecido a las vírgenes prudentes? Mejor comer vidrio molido, mejor lidiar con rufianes, que pudrirse de hastío con un sueño abortado bajo la piel. Al día siguiente mandó llamar a Celia a primera hora y aceptó sus condiciones sin regateos.
La llegada al Parián de las mercaderías traídas por la nao de China le dio ocasión para sacarle a su madre los cinco mil escudos, bajo pretexto de comprar telas para hacerse nuevos vestidos. Adelantó a Celia la mitad de la suma, y le advirtió que solo pagaría el resto cuando el filipino la hubiese introducido al convento, por aquello de que músico pagado toca mal son. Para afinar los detalles del plan, al día siguiente se reunió con Celia y Pedro en una taberna de la calle de Cordobanes. Durante el conciliábulo, el filipino no dejó de clavarle la mirada en el escote, al punto de obligarla a cubrirse con el mantón. La insolencia de sus maneras, la charrasca que tenía en la frente, producto de una riña con otro fullero, y el maligno centelleo de sus ojillos rasgados la confirmaron en la sospecha de habérselas con un rufián. Sin embargo, tuvo la suficiente presencia de ánimo para impedir que esos detalles de sordidez la hicieran cejar en su empeño. Más bien añadieron un encanto adicional a la empresa, como si la turbiedad circundante la colocara ya del otro lado de la ley, en la antesala del intenso placer que obtendría si robaba la inocencia a su ángel cautivo.
Con aires de conspirador y en voz muy queda, Pedro fijó como fecha para la incursión en el claustro el jueves 12 de agosto, porque los dominicos se habían impuesto la penitencia de apagar candelas ese día de la semana, en señal de duelo por el sacrilegio perpetrado contra la virgen del Rosario, oculta desde entonces bajo un paño negro. Con todas las luces del convento apagadas, sería más fácil que Leonor entrara sin ser vista y llegara sana y salva a la celda de Cárcamo. De ahí en adelante, sería la única responsable por todo lo que pudiera pasar.
—¿Pero cómo voy a orientarme adentro?
—Yo le haré un plano que debe memorizar, pues adentro del claustro no podrá encender ninguna luz para verlo.
—Y cuando quiera salir, ¿qué hago?
—Muchos frailes madrugan para ir a oficiar misas en las parroquias de las afueras. Mézclese con ellos bien embozada y salga por la puerta del frente, sin decir palabra al portero.
Leonor se grabó en el pensamiento el croquis de Pedro, hasta conocer el convento mejor que su propia casa. La noche del jueves, trémula de ansiedad, se puso el hábito blanco y negro de Santo Domingo sin nada debajo, pues quería ahorrarle a Cárcamo el engorro de luchar con bragas y sostenes. A la medianoche, tras haber comprobado que sus padres roncaban, bajó la escalinata descalza para evitar los crujidos de la madera, con la excitante sensación de estar viviendo el poema de fray Juan de la Cruz. Allá iba, por la secreta escala disfrazada, a consumar un desposorio bajo las estrellas, sin más luz ni guía que la llama de su amor. Celia ya había abierto la puerta chica del zaguán y antes de salir, Leonor se tapó la cabeza con la capucha, por si acaso había moros en la costa. Afuera, Pedro tenía aparejados dos caballos de alquiler debajo de un frondoso laurel. Ayudada por Celia, Leonor montó en el estribo del caballo libre, un bayo de buenas ancas, y se despidió de la esclava en la oscuridad, sin advertir que tenía los ojos anegados en llanto. Traidora sentimental, Celia sabía que estaba viendo a su ama por última vez y lloraba de tristeza en el preciso instante de llevarla al matadero.
Leonor solo sabía montar a mujeriegas, pero ningún fraile hubiese jineteado así, so pena de parecer afeminado, de manera que Leonor arqueó las piernas para montar a horcajadas y se dejó conducir por el filipino, que llevaba las riendas de los dos caballos. Era una hora de universal silencio, en la que solo se oía el silbido del viento y el lastimero aullar de los perros. Como los nubarrones de agosto habían ocultado la luna, reinaba una oscuridad tan densa que a pesar de alumbrarse con una linterna, Pedro no se atrevía a picar espuelas por miedo a caer en algún hoyanco. Al doblar en la calle del Empedradillo, a un costado de Catedral, se toparon con un grupo de indios que ponían colgaduras en los balcones para el magno Paseo del Pendón, que habría de celebrarse al día siguiente, aniversario de la conquista de México. Asustada, Leonor cerró su capucha para evitar que le diera de frente la luz de las teas y no recuperó el sosiego hasta que perdieron de vista a los peones. Pero sus sobresaltos no pararon ahí: al cruzar la calle de Tacuba oyeron las inconfundibles campanillas del carro nocturno que recolectaba las heces fecales de la ciudad y un momento después lo vieron venir hacia ellos. El criado de una mansión principal salió a descargar un tambo de mierda en el tonel del carro y Leonor contuvo la respiración con las tripas revueltas. Fray Juan de la Cruz no había descrito nada parecido en la Noche oscura y empezaba a temer que los hados estropearan su poética fuga con esas pinceladas de crudo realismo.
Cuando llegaron al portal de Santo Domingo, a unas treinta varas de la entrada principal del claustro, Pedro la ayudó a bajarse del caballo.
—Ahora viene lo más difícil —le susurró al oído—. Recárguese en mi hombro como si estuviera borracha.
Leonor obedeció, llena de incertidumbre y temor, pues en la entrada había un hachón atizado con ocote: su ruina era segura si el portero la veía de cerca. Pedro tocó el aldabón y cuando Melchor, el portero, se asomó por el torno, le dijo entre jadeos, como si trajera un cuerpo a rastras:
—Fray Gervasio volvió a las andadas. Viene borracho como una cuba.
—Si quiere pasar, que bendiga las llaves de san Pedro.
—Aquí tienes, hermano. Es todo lo que hallé en su talega.
Pedro hizo la señal de la cruz y colocó en el torno dos escudos de oro. Hubo un tenso compás de espera mientras Melchor probaba las monedas con los dientes. Pasado el trámite, el portón se abrió como por ensalmo.
—Deo gratias.
—A Dios sean dadas.
Al pasar por la portería, Leonor se puso tiesa como un carámbano. Pero el filipino la tapó de tal modo con su cuerpo, que el portero ni siquiera pudo verle las manos. Librada ya la peligrosa aduana, Pedro se detuvo a tomar aliento en mitad del pasillo que desembocaba en la capilla de la Tercera Orden. Solo entonces Leonor se atrevió a levantar la cabeza de su hombro.
—Ya está adentro, ahora págueme —exigió el filipino.
Leonor sacó de la sotana una hinchada talega con el dinero restante y Pedro lo guardó en un morral de yute.
—Pues yo hasta aquí llego. Que Dios la ilumine, señorita.
El filipino se alejó por el corredor, y al verse abandonada en el imponente recinto, Leonor cobró plena conciencia de la enormidad que había cometido. Profanar ese santuario de la castidad era como echar un puñado de cal en las heridas de Cristo. No podía refrenar el castañeteo de sus dientes y le pareció que en el silencio de la noche todos los frailes lo escucharían. Si al menos Pedro hubiera esperado un poco, hubiese podido rogarle que la sacara de ahí. Pero ya era tarde para arrepentirse: ahora debía ponerse en cobro, porque las áreas comunes del convento eran el lugar más expuesto para una intrusa. Siguió adelante por el pasillo que comunicaba la capilla con el primer patio hasta llegar al claustro pequeño, con una pequeña fuente en el centro, donde dormían los criados y los mozos del convento. Según su mapa mental, ahí debía dar vuelta a la derecha para llegar al patio de los confesionarios. Pero ¿cuál de sus manos era la derecha? Mal rayo la partiera: había memorizado el plano sin tomar en cuenta que desde niña tenía serios aprietos para distinguir los lados del cuerpo. Siempre había dependido de terceros para resolver tales acertijos y cuando tomaba el carruaje sin la compañía de Celia, pasaba las de Caín para dirigir al cochero. ¿Izquierda o derecha? El estrecho ambulatorio que tomó al azar no la condujo al cuadrángulo de los confesionarios, sino a la capilla de la Señora de Atocha. Diablos, ahora tenía que regresar por donde vino. Al volver sobre sus pasos, llegó a un punto donde los pasillos se bifurcaban de nuevo. Más predicamentos. De nueva cuenta escogió a ciegas y en vez de regresar al patio del claustro menor fue a dar a una huertecilla con limoneros. Estaba más perdida que nunca.
Desanduvo el camino para tomar la bifurcación opuesta y se internó a tientas en una bóveda oscura, con filtraciones de humedad en los muros y rasantes vuelos de murciélagos que le rozaban la cara. Cuando el resplandor lunar se coló por un tragaluz de la lóbrega galería, alcanzó a ver de reojo una pirámide de huesos en medio de una telaraña: ¡era el osario donde reposaban los frailes difuntos! Por fortuna, el túnel era corto y no tardó en salir a la superficie, donde el aire fresco la serenó. Tenía enfrente un soberbio edificio, que por su gran tamaño debía ser el claustro mayor. Albricias, ya estaba cerca del tálamo nupcial donde iba a entregar la flor de su doncellez. Había una escalinata para subir a los aposentos del piso superior, donde según Pedro se encontraba la celda de Cárcamo. No fue nada fácil ascenderla en la oscuridad, pues a pesar de asirse al barandal, los peldaños irregulares la hicieron trastabillar dos veces. Arriba se enfrentó con otro angustioso dilema. Según las instrucciones del filipino, la celda de su bienamado era la tercera a mano izquierda. Recordó que la izquierda quedaba en el sitio del corazón, pero en el lado opuesto del patio había otra escalera, ¿y quién demonios iba a saber si había elegido la correcta? Encomendándose a Dios, al santo Luzbel y a las vírgenes alcahuetas dobló a la izquierda y se detuvo ante la puerta de la tercera celda. Tras un largo titubeo en el que pasaron por su mente todos los peligros del mundo, se armó de valor para llamar con los nudillos. Una mano fina y huesuda abrió el ventanuco: ¿la mano exploradora que tantos dulces transportes le había regalado en sueños? No traía anillos, seguramente porque el esquivo pastor se los quitaba antes de dormir.
—Soy yo, tu esposa —susurró con trasudores fríos en la nuca.
La puerta se abrió con un quejumbroso chirrido y al trasponer el umbral, Leonor aspiró en las tinieblas una suave fragancia de albahaca y espliego. Así olían los grandes amores, a campo recién llovido. Animada por el aroma de bienvenida, se quitó el hábito de un tirón y ofreció su palpitante desnudez al confundido monje, que se había quedado patitieso en la oscuridad.
—Acércate, bien mío —ordenó—, ven a tomar posesión de tu reino.
Las ávidas manos del santo vencido ciñeron su talle, una barba hirsuta le raspó el cuello y al sentir los labios que buscaban su pecho con hidrópica sed, oyó estremecida de gozo la dulce melodía del amor triunfante:
¡Oh, noche que guiaste,
oh, noche bella más que la alborada,
oh, noche que juntaste,
amado con amada,
amada en el amado transformada!