EL DECANO
I
La cabeza de Alessandro de Legnano yacía mirando hacia el techo del taller sobre la mesa del messere Vittorio —mirando, por así decirlo, porque, en realidad, los ojos eran dos esferas inertes—. El maestro pasó la palma de su mano por la frente del decano, que se diría decapitado, se detuvo en la arruga del ceño, apoyó el cincel y descargó un mazazo seco, sordo, que levantó un polvo que parecía óseo. El decano presentaba el rigor de los muertos pero su expresión era la de los vivos. Estaba, sin embargo, helado. Mucho más frío que un muerto. Medio año le demandó al messere concluir el busto de Alessandro de Legnano, quien acababa de levantarse de la banqueta donde posaba y caminó hacia la escultura con la que acababa de homenajearse. Se contempló y, nariz contra nariz, se hubiera dicho que estaba frente a un espejo de mármol de Carrara. El maestro había obtenido la exacta expresión de su cliente y cualquiera que se hubiera detenido a ver el busto habría sentido la misma repugnancia que se experimentaba al tener frente a sí al propio decano. Fue exactamente lo que le sucedió a messere Vittorio durante los últimos seis meses y, sin duda, no le hubieran faltado ganas de hundir el cincel en la frente del mismo Alessandro de Legnano, sobre todo después de escuchar su veredicto:
—He visto cosas peores —dijo, mientras se contemplaba con paradójico desdén y, poco menos, le arrojó al messere los quince ducados en la cara.
—Que lo lleven esta tarde a mi escritorio —agregó mientras giraba sobre sus talones y se retiraba del taller dando un portazo.
El busto que acababa de concluir el messere Vittorio era fiel al modelo. Se diría que el decano tenía la expresión perfecta del idiota: las facciones inflamadas, un severo prognatismo que basamentaba el rostro sobre una suerte de balcón maxilar y unos párpados semicerrados que le conferían un gesto somnoliento. El maestro florentino no había tenido ninguna benevolencia; si los clientes eran de su agrado, tenía la generosidad de embellecerlos un poco, como lo había hecho, por ejemplo, con el perfil irremediable de cierto ilustre cercano a los Médici. Sin embargo, se diría que la escultura de Alessandro de Legnano era toda una opinión del messere acerca de Alessandro de Legnano.
Nadie en toda Padua le guardaba alguna simpatía al decano. Y, sin duda, a nadie le hubiera provocado ninguna pena verlo muerto.
Como todas las mañanas, cerca del mediodía, Alessandro de Legnano habrá de ir hasta la Piazza dei frutti. Atravesará la Riviera di San Benedetto, a su paso todos lo saludarán no sin ampulosa grandilocuencia y, después de doblar hacia el Ponto Tadi, por lo bajo, le habrán de desear los peores augurios. Con el mismo anhelo que messere Vittorio, la obesa vendedora de frutas —a quien, como todos los días, habrá de comprarle unos damascos— le deseará un buen provecho y, para sí, rogará que su cliente se atragante con un carozo. Y como la vendedora de frutas, el sastre —en cuya tienda habrá de detenerse para encargarle un lucco de seda— querrá verlo ahorcado en la delicada estola que le encargara la semana anterior y que, al exhibírsela, el decano, con gesto de repulsión, le dijo:
—¿Acaso la habéis cortado con los dientes?
Alessandro de Legnano sabía que todo el mundo lo odiaba. Lo cual no le provocaba sino un inmenso placer.
El decano había sido discípulo de Jacob Sylvius de París. Por cierto que no lo adornaba el talento de su maestro para las artes médicas. Lo único que Alessandro de Legnano había heredado de Sylvius era su visceral tendencia a suscitar el desprecio de sus semejantes. Todos los calificativos aplicados al anatomista francés —avaro, grosero, arrogante, vengativo, cínico y codicioso entre otros— resultaban pocos para adjetivar al decano de la Universidad de Padua e, indudablemente, él mismo no esperaba para su epitafio uno menos lapidario que el que le dedicaron a su maestro:
“Aquí yace Sylvius, que jamás hizo nada sin cobrar”
“Ahora que está muerto, le enfurece que leas esto gratis”
II
Aquella mañana el decano estaba de un excelente humor. Se lo veía confortado. Tenía el aspecto espiritual de quien ha ganado una batalla. Y, en efecto, así era exactamente. Disfrutaba por anticipado del anhelado fuego de la hoguera que, gustoso, encendería, si de él dependiera, con sus propias manos. Esperaba con ansiedad que, de una vez, se acabara el día que recién empezaba. Mañana sería el comienzo del proceso que había promovido, no sin innumerables escollos, ante los cardenales Caraffa y Alvarez de Toledo y, finalmente, ante el mismísimo Paulo III.
Alessandro de Legnano caminaba animado, como si de pronto hubiera dejado de aquejarlo la gota que, desde hacía años, arrastraba como un lastre pertinaz. Tanta era su euforia que no había notado siquiera que desde la sandalia de messere Vittorio sobresalía el trozo de papel mal plegado. Quizá la solícita actitud de messere Vittorio no tuviera otro fundamento que la ignorancia. Tal vez el escultor florentino no supiera que, de ser descubierto, habría de correr la misma suerte que su amigo: de acuerdo con la Sagrada Legislación, quien hablara con herejes presos también habría de ser considerado hereje.
Mateo Colón se había convertido en la última obsesión del decano. Uno y otro nunca se habían caído en gracia. Alessandro de Legnano experimentaba hacia Mateo Colón un odio proporcional a la íntima admiración que le prodigaba. Siempre se había dirigido al anatomista con desprecio y no perdía oportunidad para descalificarlo frente a los alumnos, llamándolo il barbiere, a propósito de la norma que excluía a los cirujanos del Real Colegio de Médicos, obligándolos a afiliarse al Gremio de Barberos, que los igualaba con los pasteleros, los cerveceros y los notarios públicos. Desde luego, cuando Mateo Colón se convirtió en una eminencia, el decano no se sustrajo a los elogios e hizo propias las felicitaciones llegadas de todas partes cuando su catedrático descubrió las leyes de la circulación sanguínea, como si el mérito debiera atribuirse a la inspiración que irradiaba su decanato.
El anatomista y el decano nunca se guardaron simpatía. Al contrario. Uno y otro se prodigaban una recíproca aunque no simétrica envidia. Mateo Colón era el anatomista más respetado de toda Europa; tenía prestigio pero no poder. El decano, nadie lo ignoraba, ni siquiera los Doctores de la Iglesia, era dueño de una inteligencia próxima a la de una mula pero gozaba de la influencia del Vaticano y contaba con la bendición del propio Paulo III. Era la autoridad y ostentaba un buen predicamento entre algunos inquisidores, para quienes había aportado su alegato en el juicio que llevó a la hoguera a más de un colega hereje.
El nuevo hallazgo del anatomista superaba todos los límites de la tolerancia. El Amor Veneris —la América de Mateo Colón— iba más allá de lo permisible para la ciencia. La sola mención de un cierto “placer de Venus” —por más de un motivo— le revolvía la sangre.
A juicio del decano, desde que Mateo Colón había sido nombrado regente de la Cátedra de Cirugía, la Universidad se había transformado en un burdel de donde entraban y salían campesinas, entraban y salían cortesanas y había llegado a decirse que hasta religiosas entraban por la noche y salían antes de la madrugada. Y todas, a decir de los rumores, lo hacían con los ojos desorbitados y una sonrisa semejante a la de Mona Lisa. Por si fuera poco, a sus oídos había llegado la versión de que por el claustro del anatomista pasaban las pupilas del prostíbulo que se encontraba en la planta superior de la Taverna dil Mulo. Y no se equivocaba.
III
Desde que la bula papal de Bonifacio VIII prohibió la disecación de cadáveres, la obtención de muertos era un trabajo peligroso. Sin embargo, había en Padua, por aquellos días, una suerte de mercado clandestino de difuntos, cuyo más solvente miembro era Juliano Batista, quien, en cierto modo, vino a poner orden a las cosas. Después del paso de Marco Antonio della Torre por la Cátedra de Anatomía de la Universidad, sus discípulos no vacilaban en abrir sepulturas, saquear la morgue de los hospitales y hasta descolgarlos de las horcas ejemplares. El mismo Marco Antonio tuvo que poner freno a la turba de pequeños anatomistas para que no asesinaran transeúntes por las noches. Tanto era el afán, que debían cuidarse los unos de los otros; tanta era la necrofilia, que el más alto halago al que podía aspirar una mujer era:
—Qué hermoso cadáver tenéis —le decían antes de degollarla.
Al menos, el predecesor más remoto, Mundini dei Luzzi, que doscientos cincuenta años antes había hecho la primera disección anatómica pública de dos cadáveres en la Universidad de Bolonia, había tenido el infinito decoro de no abrir la cabeza, “morada del alma y la razón”.
Juliano Batista tenía, por así decirlo, el patrimonio del mercado de cadáveres; los compraba a los deudos más o menos menesterosos, a los verdugos y a los sepultureros. Después de ponerlos en condiciones presentables, los revendía a universitarios, catedráticos y a necrófilos más o menos reputados.
Sabía, sin embargo, que a Mateo Colón no hacía falta engalanarle la mercadería —engaño imposible para un anatomista, por otra parte—, de modo que se evitaba el trabajo de ruborizar las mejillas, devolver el brillo a los ojos con trementina y a las uñas con barniz de ultramar.
Si el anatomista necesitaba, por ejemplo, examinar un hígado, Juliano Batista extirpaba el órgano, rellenaba el lugar vacante con estopa o trapos, separaba la mercadería, cerraba el cadáver cosiéndolo con hilo de seda y, finalmente, vendía el cuerpo a otro cliente. Si un cuerpo estaba irrecuperable, Juliano Batista encontraba para todo un destino; nada se tiraba: los cabellos a la corporación de barberos y los dientes al gremio de los orfebres.
La disecación de cadáveres era tan ilegal como corriente. La bula de Bonifacio VIII ya no tenía en la práctica ninguna vigencia. Sin embargo, para el único que el decano aún la hacía regir era para Mateo Colón. El anatomista bien sabía que Alessandro de Legnano hacía la vista gorda para con todos, inclusive estudiantes, salvo para con él. De modo que debía proceder con el mayor de los cuidados.
En los últimos tiempos Mateo Colón había comprado cerca de diez cadáveres, todos pertenecientes a mujeres. Confeccionaba listas escrupulosas de los cuerpos disecados donde apuntaba: nombre, edad, motivo de muerte, descripción y hasta dibujos, no sólo de los órganos examinados, sino también de la expresión de cada uno de los cadáveres.
Sin embargo, sus prácticas eran más afines a la carne viva que a la muerta. Y sobre todo, con cierta carne en particular que, por otra parte, no era en absoluto frecuente puertas adentro de la Universidad, pues era carne prohibida. Interdicción que el decano se ocupaba de hacer cumplir con más escrúpulos que éxito. Entre los estatutos de la Universidad, en efecto, quedaba taxativamente prohibido el ingreso de mujeres. Sin embargo, por razones mucho menos relativas a los asuntos de la ciencia que a los ímpetus de la carne, era más o menos frecuente la furtiva visita de las campesinas venidas desde el fics lindero a la abadía que, de tanto en tanto, regalaban una noche de júbilo a doctores y alumnos.
Una de las formas de entrar en la Universidad —además de escalar los altos muros— era la de confundirse entre los muertos que, una vez a la semana, ingresaban en el carro público en la morgue. Así, ocultas debajo de un manto, permanecían quietas hasta quedar solas en el subsuelo de la morgue, donde eran recogidas por sus amantes.
En una ocasión, impaciente quizá por la larga y obligada continencia, un prestigioso doctor desvistió a una de las campesinas allí mismo, en la morgue, en medio de todos los muertos y, en el momento glorioso de una sublime fellatio, entró en el lúgubre subsuelo el párroco de la Universidad, quien momentos antes había visto entrar al “cadáver” que ahora gemía, gritaba y se revolvía. El ilustre doctor tardó un momento en advertir la presencia del deífico visitante que, absorto, miraba las esmirriadas piernas del catedrático y su no tan esmirriada verga bullente que salpicaba la proporcionada humanidad de la “difunta”. Cuando, después del último estertor, vio al párroco parado en el vano de la puerta, sólo atinó a gritar, con una mueca desorbitada:
—¡Miracolo! ¡Miracolo! —e inmediatamente se puso a perorar acerca de su reciente confirmación de las teorías aristotélicas sobre el hálito que transportaba el semen en su caudal, que, a decir del metafísico, producía la vida. Y que, por qué no, si el semen era capaz de producir aliento vital en la materia y engendrar, cómo no habría de ser posible, por la misma razón, que resucitara a los muertos, decía mientras se acomodaba la verga, todavía un poco tiesa, debajo de las ropas. Y luego de concluir su enloquecido soliloquio, se perdió del otro lado de la puerta corriendo escaleras arriba al grito de “¡Miracolo! ¡Miracolo!”.
Lo cierto es que Mateo Colón tenía sus razones para introducir mujeres en la Universidad. Y, ciertamente, las mujeres que visitaban secretamente al anatomista también tenían las suyas.
Las manos de Mateo Colón sabían tocar a una mujer, como sabían las manos de un músico tocar su instrumento. Los imprecisos límites entre la ciencia y el arte hacían de sus manos el instrumento más sublime, más alto y más difícil: el efímero arte de dar placer; disciplina que, como la de la conversación, no dejaba huella ni testimonio.
IV
Era el mediodía cuando messere Vittorio atravesó la puerta de la Universidad hacia la piazza. Debajo de aquel tibio sol del invierno, los artistas trashumantes, entre una multitud de viandantes ocasionales, ensayaban torres humanas deliberadamente derrumbadas. Más allá, frente a la plaza, un grupo de hombres adustos —comerciantes y señores— hacían un círculo alrededor de los banditori que se turnaban para vociferar los bandos del día. Unos pasos más allá estaban los que preferían consultar a los viajeros recién llegados desde el otro lado del monte Veldo, que, ciertas o no, traían noticias al menos más interesantes.
Messere caminaba con paso veloz. Pasó junto a los tres cepos donde se exhibían los ladrones de la jornada y tuvo que abrirse paso entre la multitud de mujeres y niñas que pugnaban por escupir a los reos. En el otro extremo de la piazza, el último mensajero que aún no había partido acababa de cerrar las alforjas y se disponía a montar sobre su caballo.
Todavía agitado, messere Vittorio alcanzó a escuchar las últimas noticias de boca de los banditori. No pudo evitar sentir un horroroso escozor sobre su propio cuello cuando volvió a pasar junto a los cepos. Si el buen tiempo se mantenía, en poco menos de un mes, la carta habría de llegar a Florencia. Para entonces, salvo que mediara un milagro, Mateo Colón estaría muerto.
Quiso la fatalidad que el buen tiempo se mantuviera.