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A todo esto le siguió un lapso de prosperidad que se extendió durante los últimos nueve años. Los arranques de histeria y llanto, apoyado en mi hombro, que se sucedían a intervalos regulares, no alteraron nuestro contento en lo más mínimo. Me extraña que Stepan no engordara durante ese tiempo, pero sí se le puso un poco colorada la nariz y aumentó su pachorra. Un grupo de amigos que iba creciendo constituyó su apoyo. En esos días poco a poco se fue apiñando en torno de él un pequeño grupo de amigos. A Varvara, aunque apenas tenía contacto con el grupo, la reconocíamos todos como nuestra patrona. Después de la lección de Petersburgo vino a instalarse definitivamente en nuestra ciudad, pasando el invierno en una casa que en ella tenía y el verano en su finca de las cercanías. Nunca logró tanto ascendiente e influencia en nuestra sociedad como en los últimos siete años, esto es, hasta que fue nombrado el que es ahora nuestro gobernador. El gobernador anterior, el inolvidable y apacible Iván Osipovich, era pariente cercano de ella y de ella había recibido en el pasado dádivas considerables. Su esposa temblaba nada más que de pensar en que no podría complacer en algo a Varvara, y la adoración de la sociedad provinciana llegó al extremo de parecer pecaminosa. Ello, por consiguiente, favoreció también a Stepan. Era socio del club, perdía con dignidad a las cartas, y se hacía merecedor de respeto, a pesar de que muchos lo consideraban sólo «un erudito». Más adelante, cuando Varvara le permitió vivir en otra casa, todos nos sentimos más libres. Nos reuníamos con él un par de veces por semana y lo pasábamos bien, sobre todo cuando no escatimaba el champán. El vino se compraba en la tienda del susodicho Andreyev. La cuenta la saldaba Varvara cada seis meses y el día del saldo era casi siempre día de rabieta.

El más antiguo del grupo era Liputin, empleado de la administración provincial, gran liberal, hombre maduro en años, con fama de ateo en la ciudad. Estaba casado en segundas nupcias con una joven bonita que le había aportado una dote. Tenía además tres hijas crecidas. Educaba a toda la familia en el encierro y el temor de Dios, era sobremanera avariento, y con lo ahorrado del sueldo había comprado una casita y juntado algún capital. Era hombre inquieto, no muy adelantado en su carrera. En la ciudad se lo estimaba poco y no era recibido en la mejor sociedad. Era, por añadidura, un chismoso impenitente, castigado más de una vez, y castigado duramente, en una ocasión por un militar y en otra por un terrateniente, respetable padre de familia. Pero nosotros apreciábamos su agudo ingenio, su curiosidad, su buen humor teñido de malicia. Varvara no lo estimaba, pero él se las arreglaba para darle gusto.

No era de su estima tampoco Shatov, que ingresó en el grupo sólo este último año. Shatov había sido antes estudiante, expulsado de la Universidad a raíz de ciertos disturbios. De niño fue discípulo de Stepan. Había nacido siervo de Varvara, hijo de su difunto ayuda de cámara Pavel Fiodorov, y la señora le había dispensado su protección. No lo estimaba por su orgullo e ingratitud, no podía perdonarle el que, al ser expulsado de la Universidad, no acudiera inmediatamente a ella; peor aún, no contestó siquiera a la carta que ella le escribió sobre el particular, prefiriendo entrar al servicio de cierto comerciante ilustrado como profesor de sus hijos. Con la familia del comerciante hizo un viaje al extranjero, más como niñero que como profesor, pero ya entonces con vivos deseos de ver mundo. Para atender a los niños había también una institutriz rusa, muchacha lista que había entrado en la casa poco antes de la partida, dispuesta a trabajar por poco salario. Un par de meses después el comerciante la despidió por «librepensadora». Tras ella salió también Shatov y se casaron al poco tiempo en Ginebra. Vivieron juntos unas tres semanas, al cabo de las cuales se separaron como personas libres, sin vínculo entre sí; y también, por supuesto, por falta de medios. Durante algún tiempo anduvo Shatov vagabundeando por Europa, viviendo Dios sabe cómo. Se decía que había trabajado como limpiabotas callejero y como estibador en no sé qué puerto. Por fin, hará cosa de un año recaló por aquí, su nido natal, y fue a vivir con una tía anciana a la que dio sepultura al cabo de un mes. Con su hermana Dasha, criada también por Varvara, considerada por ésta como favorita y tratada como una igual, Shatov sólo tenía relaciones ligeras e infrecuentes. Entre nosotros se mostraba por lo común sombrío y taciturno; pero de tarde en tarde, cuando le tocaban a las ideas, montaba en cólera y revelaba una notable soltura de lengua: «A Shatov hay que atarlo primero y discutir con él después», dijo una vez en broma Stepan, pero a pesar de ello lo estimaba. En el extranjero Shatov cambió radicalmente alguna de sus antiguas ideas socialistas y pasó a tener otras diametralmente opuestas. Era uno de esos rusos idealistas de quienes se apodera de pronto una generosa idea que acaba por esclavizarlos para siempre. Son incapaces de sobreponerse a ella, la abrazan con pasión y pasan el resto de su vida como en las últimas convulsiones bajo un peñasco que se ha desplomado sobre ellos y los tiene medio aplastados. En su aspecto físico, Shatov correspondía exactamente a sus convicciones: era desmañado, velludo, rubio y crespo de pelambre, corto de talla, ancho de hombros, grueso de labios, hirsuto y blancuzco de cejas, fruncido de frente, hosco de mirada, que tenía siempre baja como avergonzado de algo. Un mechón nunca dócil al peine asomaba en punta entre sus cabellos. Tendría veintisiete o veintiocho años. «No me choca que le diera esquinazo su mujer», dijo en cierta ocasión Varvara mirándolo fijamente. Hacía lo posible por vestir con decencia, pese a su pobreza. Una vez más decidió rehuir la ayuda de Varvara y se las arregló como pudo, trabajando para los comerciantes. Una vez se colocó de dependiente en una tienda; otra determinó ir como ayudante de un viajante de comercio en un vapor fluvial, pero cayó enfermo en la víspera de la partida. Era increíble su aguante para la pobreza; sencillamente había dejado de pensar en ella. Cuando Varvara se enteró de su enfermedad le mandó, en secreto y anónimamente, cien rublos. Él, no obstante, adivinó el secreto, meditó el caso, aceptó el dinero y fue a dar las gracias a su bienhechora. Ésta lo recibió con simpatía, pero él la decepcionó: estuvo sólo cinco minutos, sentado en silencio, con los ojos clavados en el suelo y sonriendo estúpidamente. De improviso, sin escuchar hasta el final lo que ella le decía, y en lo más entretenido de la conversación, se levantó como aturdido, se inclinó un poco torcidamente como si fuera chueco, tropezó en la mesa de trabajo —cubierta de incrustaciones— de la señora, la desbarató con estrépito, y salió más muerto que vivo. Liputin lo colmó más tarde de reproches por no haber devuelto con desprecio los cien rublos, donativo de su antigua y despótica ama, y no sólo por haberlos aceptado, sino por haber ido arrastrándose a dar las gracias. Shatov vivía solo, en un extremo de la ciudad. No le gustaba que ninguno de nosotros fuera a visitarlo. Asistía puntualmente a las reuniones vespertinas en casa de Stepan y le pedía prestados libros y periódicos.

También asistía a esas reuniones un joven de apellido Virginski, funcionario local, que recordaba un poco a Shatov, aunque de aspecto físico completamente diferente en todo respecto. Pero él también era «hombre hogareño». Se trataba de un joven —aunque, en realidad, había cumplido ya treinta años— parco de palabras y digno de lástima, bien educado aunque principalmente autodidacta. Era pobre, estaba casado, trabajaba en la administración pública y mantenía una tía y una cuñada. Su mujer, mejor dicho, las tres señoras, profesaban las ideas más avanzadas, pero todo en ellas resultaba algo burdo, «una idea con la que se tropieza en la calle», como dijo Stepan alguna vez y con otro motivo. Lo sacaban todo de los libros, y al primer rumor que llegaba de cualquier grupo progresista de Petersburgo o Moscú estaban dispuestas a echarlo todo por la ventana si así se lo aconsejaban. Madame Virginskaya trabajaba de comadrona en nuestra ciudad. Antes de casarse había vivido largo tiempo en Petersburgo. El propio Virginski era hombre de insólita pureza de espíritu; raras veces he visto un fervor emocional más acendrado. «Nunca, nunca abandonaré estas luminosas esperanzas», decía siempre con voz apagada, con dulzura, en un semimurmullo que parecía sugerir un secreto. Era bastante alto, pero flaco y estrecho de hombros, y de cabello muy ralo, de matiz rojizo. Recibía con mansedumbre las burlas que, con tono de superioridad, hacía Stepan de algunas de sus opiniones; a veces le objetaba con mucha seriedad y a menudo lo dejaba aturdido. Stepan, que a todos nos trataba con cierta paternidad, lo miraba también con afecto.

—Todos ustedes son «los de medio pelo» —decía en broma a Virginski—, todos los que son como usted, aunque en usted, Virginski, no he notado la estrechez de miras que hallé en Petersburgo chez ses séminaristes. No obstante, son ustedes «los del medio pelo». Shatov bien quisiera ser «de pelo entero», pero él también es de «los de medio pelo».

—¿Y yo? —preguntó Liputin.

—Usted representa sólo el justo medio, que se encuentra a gusto en todas partes…, a su manera.

Liputin se ofendió.

Se contaba de Virginski —y era, por desgracia, digno de crédito— que su esposa, sin haber pasado un año de vivir con él en coyunda legal, le anunció de repente que quedaba cesante y que ella prefería a Lebiadkin. Este Lebiadkin, de paso en nuestra ciudad, resultó después ser un sujeto muy sospechoso. No era siquiera capitán ayudante, como se titulaba. Todo lo que sabía era retorcerse el bigote, emborracharse y decir las sandeces más desagradables que puede uno imaginarse. Con una falta de delicadeza poco común, este hombre se instaló en casa de los Virginski, contento de vivir a costa ajena; comía y dormía allí, y acabó por tratar con altivez al dueño de casa. Se aseguraba que, al declararle su mujer que quedaba cesante, Virginski le contestó: «Querida, hasta ahora sólo te amaba; ahora te respeto», pero, a decir verdad, parece que no fue pronunciada tal frase, propia de un romano clásico; muy por el contrario, se dice que rompió a llorar a lágrima viva. En otra ocasión, unos quince días después de la cesantía, todos ellos, «en familia», fueron, en compañía de unos amigos, a merendar a un bosque de las afueras. Virginski se hallaba en un estado de alegría febril, o algo semejante, y tomó parte en el baile; pero de súbito, sin altercado previo de alguna clase, agarró del pelo con ambas manos al gigante Lebiadkin, que estaba dando zapatetas por su cuenta, lo obligó a agacharse y empezó a arrastrarlo entre patadas, chillidos y lágrimas. El gigante estaba tan acobardado que ni siquiera se defendía y guardó completo silencio mientras lo arrastraban; pero más tarde, después del arrastre, se defendió con todo el fervor que puede esperarse de un hombre pagado de su honra. Virginski estuvo toda la noche de rodillas pidiendo perdón a su mujer, pero su súplica no fue atendida porque se negó a presentar excusas a Lebiadkin.

Fue acusado, además, por su corta imaginación y por su notable estupidez, demostrada en el episodio en que se había puesto de rodillas cierta vez para dar explicaciones a su mujer. El capitán ayudante desapareció en un tris y no volvió a aparecer en nuestra ciudad hasta hace poco, cuando llegó en compañía de una hermana y con nuevos planes; pero de él se hablará más adelante. Nada de extraño tiene que nuestro «hombre hogareño» se desahogara con nosotros y hubiera menester de nuestra compañía. De sus asuntos domésticos, sin embargo, nunca hablaba en nuestra presencia. Sólo en una ocasión, volviendo conmigo de visitar a Stepan, empezó a aludir vagamente a su situación, pero, de pronto, agarrándome del brazo exclamó con ardor:

—Eso no tiene importancia. No es más que un asunto privado que de ninguna, repito, de ninguna manera afecta a la «causa común».

Al grupo acudían también visitantes casuales: iba el judío Liamshin, iba el capitán Kartuzov. Asistió durante algún tiempo un anciano aficionado a hacer preguntas, pero murió. Liputin trajo a un sacerdote polaco, un tal Sloczewski, que fue recibido por una cuestión de principios pero con quien después de un tiempo dejamos de tratarnos.

Los demonios
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