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Lo que hasta aquí hemos denominado «la finca de Stepan» (cincuenta siervos según el sistema antiguo y lindando con Skvoreshniki) en verdad no le pertenecía, había pertenecido a su primera esposa y era ahora, por lo tanto, de su hijo, Piotr. Stepan era sólo fideicomisario, y cuando su hijo llegó a la mayoría de edad continuó, por autorización expresa de éste, como administrador de la hacienda. El acuerdo resultó bueno para el joven: recibía del padre hasta mil rublos de renta al año, cuando, según el nuevo régimen, no daba quinientos (y quizá menos). Sabe Dios cómo se había establecido tal relación. Ahora bien, era Varvara quien pagaba la totalidad de estos mil rublos, sin que Stepan contribuyera ni siquiera un poco. Muy por el contrario, se embolsaba toda la renta que percibía por la finca; y no sólo eso, sino que acabó por arruinarla, dándola en arrendamiento a un industrial y, sin decir nada a Varvara, vendiendo la madera, es decir, lo que en ella valía más. Hacía ya tiempo que venía vendiendo la madera en lotes pequeños. En conjunto valía por lo menos unos ocho mil rublos y él había cobrado por ella sólo cinco mil. Lo que pasaba era que perdía demasiado dinero en el club y no se atrevía a pedírselo a Varvara. Cuando ésta por fin se enteró, se puso como una fiera. Y ahora, de improviso, anunciaba el hijo que venía a vender su finca por lo que le dieran y encargaba al padre que se encargara de su rápida venta. Bien claro estaba que a Stepan, por su honradez y escrupulosidad, lo avergonzaba haberse portado así con ce cher enfant (a quien había visto por última vez cuando el chico estudiaba en Petersburgo). Originalmente la finca pudo valer unos trece o catorce mil rublos; ahora sería difícil que dieran por ella cinco mil. No había duda de que Stepan tenía pleno derecho, según la escritura de poder, de vender el bosque, y habida cuenta de lo excesivo de los mil rublos anuales que había señalado como renta y que durante tantos años había enviado puntualmente a su hijo, habría podido defenderse con éxito de toda acusación de fraude al hacerse la liquidación final. Pero Stepan era honrado y de muy elevados principios. Pero por su mente cruzó un pensamiento bellísimo, a saber, que cuando llegase Petrusha le pondría noblemente en la mesa quince mil rublos, lo que representaba el valor absolutamente máximo de la finca, sin la menor alusión a las cantidades enviadas hasta entonces, y luego estrecharía contra su pecho a ce cher fils, con lo que quedarían saldadas todas las cuentas. Ya hacía tiempo que venía esbozando tentativamente ese cuadro a Varvara, apuntando que ello daría un matiz noble y especial a las relaciones de amistad entre ambos…, a su «idea», y que, por añadidura, presentaría a los padres, y en general a la generación anterior, bajo un aspecto irreprochable y magnánimo, en contraste con la nueva juventud, frívola y socialista. Mucho más habló sobre el asunto, pero Varvara guardaba obstinado silencio. Por fin le dijo con sequedad que consentía en comprar el predio y dar por él el precio máximo, es decir, seis o siete mil rublos (y se habría podido comprar por cuatro). De los ocho mil restantes, que habían volado con el bosque, no dijo una sola palabra.
Esto había sucedido un mes antes de la propuesta de matrimonio. Stepan quedó desconcertado y empezó a cavilar. Anteriormente podía haber tenido la esperanza de que el hijo amado quizá no viniese, esto es, la esperanza que un extraño hubiera podido tener; pero, como padre, Stepan habría rechazado con indignación el mero pensar en tal esperanza. Sea como fuere, lo cierto es que hasta entonces venían llegándonos rumores muy extraños acerca de Piotr. Como preámbulo, después de terminar sus estudios universitarios hacía seis años, estuvo haciendo vida de holgazán en Petersburgo sin aplicarse a ningún trabajo. De pronto recibimos noticia de que había estado implicado en la redacción de cierta propaganda clandestina y había sido procesado. Más tarde se oyó decir que había aparecido de repente en el extranjero, en Suiza, en Ginebra…, y tuvimos miedo de que se hubiese dado a la fuga.
—Me parece raro —nos sermoneó entonces Stepan, sumamente turbado—. Petrush, c’est une si pauvre tête! Es bueno, noble, muy sensible, y yo en Petersburgo sentía gran satisfacción en compararlo con los jóvenes de hoy día, pero c’est un pauvre sire tout de même… ¿Y saben ustedes? Todo eso resulta de cierta falta de madurez, de cierto sentimentalismo. Lo que los cautiva no es el realismo, sino el lado sentimental, ideal, del socialismo, su matiz religioso, por así decirlo, su poesía…, por supuesto, todo de segunda mano. Y, sin embargo, ¡hay que ver lo que eso significa para mí! Tengo aquí tantos enemigos, y aún más allá, que lo atribuirán a influencia del padre… ¡Santo Dios! ¡Petrusha cabecilla revolucionario! ¡En qué tiempos vivimos!
Pero Petrusha dio a conocer muy pronto desde Suiza su dirección exacta para que se procediera al envío acostumbrado de dinero; luego no era precisamente un refugiado político. Y he aquí que ahora, después de vivir cuatro años en el extranjero, reaparecía súbitamente en su país natal y anunciaba su llegada inmediata; luego no se lo acusaba de nada. Más aún, se diría que alguien se interesaba por él y lo protegía. Escribía ahora desde el sur de Rusia, adonde había ido a gestionar un asunto personal, pero importante, por encargo de alguien. Todo eso estaba muy bien, pero ¿dónde encontrar los restantes siete u ocho mil rublos para completar el «justo» precio de la finca? ¿Y qué, si en vez de la escena magnánima, su hijo pusiera el grito en el cielo y el asunto pasara a los tribunales? Algo le decía a Stepan que el sentimental Petrusha no renunciaría a sus intereses.
—¿Por qué, como he tenido ocasión de notar —me susurró Stepan una vez—, por qué todos estos socialistas y comunistas tan desesperados son al mismo tiempo avaros increíbles, acaparadores, capitalistas y cuanto más socialista es uno de ellos, cuanto más avanzadas son sus ideas, tanto más apegado es a la propiedad privada? ¿Por qué será eso? ¿Por sentimentalismo?
No sé qué fondo de verdad pueda haber en esa observación de Stepan; sólo sé que Petrusha tenía algunos informes acerca de la venta del bosque y de todo lo demás y que Stepan sabía que los tenía. Tuve también ocasión de leer algunas cartas de Petrusha a su padre; escribía muy raras veces, una vez al año o menos todavía. Pero últimamente había mandado dos cartas casi seguidas para anunciar su próxima llegada. Todas sus cartas eran breves, secas; contenían sólo instrucciones. Como, según era moda, padre e hijo se tuteaban desde los días de Petersburgo, las cartas de Petrusha eran de un tono muy semejante al de las que los antiguos señores escribían desde la capital a los siervos que habían designado para administrar las fincas. Ahora, inesperadamente, los ocho mil rublos que solucionarían el apuro se venían a las manos en la propuesta de Varvara Petrovna, que daba a entender, por otra parte, que no podrían venir de ningún otro lado. Stepan dio, por supuesto, su consentimiento.
No bien se hubo marchado Varvara, me mandó llamar y durante ese día cerró su puerta a toda otra persona. Ni que decir tiene que lloró, que habló mucho y bien, que desbarró a menudo y de lo lindo, que hizo algún juego de palabras del que quedó satisfecho; luego tuvo un ligero acontecimiento de gastritis; en suma, todo siguió la pauta habitual. Después quitó el retrato de su esposa alemana, muerta hacía ya veinte años, y empezó a decirle: «¿Me perdonarás?». En general, parecía confuso. Para calmar la pesadumbre bebimos un poco. Pronto, sin embargo, se quedó dulcemente dormido. A la mañana siguiente se anudó magistralmente la corbata, se vistió con esmero y se acercó varias veces al espejo para contemplarse. Roció ligeramente de perfume un pañuelo, pero así que vio a Varvara por la ventana cogió otro y escondió el perfumado debajo de la almohada.
—¡Excelente! —aprobó Varvara, al oír su consentimiento—. En primer lugar, es una digna determinación, y luego, ha dado usted paso a la razón, cosa que raras veces hace en nuestros asuntos particulares. No hay, sin embargo, por qué apresurarse —añadió examinando el nudo de la corbata blanca—: de momento, guarde silencio y yo haré lo propio. Se acerca el día del cumpleaños de usted y vendré entonces con ella. Dé una pequeña fiesta a la caída de la tarde, pero, por favor, sin vino ni cosas de comer; en fin, yo misma me encargaré de todo. Invite a sus amigos; usted y yo escogeremos quiénes han de venir. La víspera hablará usted con ella si es necesario; y en la fiesta no diremos nada concreto ni haremos un anuncio oficial, sino sólo alguna alusión, o lo daremos a conocer sin ninguna solemnidad. Unos quince días después será la boda, sin ningún bullicio, si es posible… Quizás incluso puedan ustedes irse de viaje por algún tiempo después de la boda, a Moscú, por ejemplo. Quizá vaya yo también con ustedes… Pero lo que importa es que guarde silencio hasta entonces.
Stepan estaba asombrado. Balbuceó que no le era posible obrar así, que necesitaba hablar con la novia, pero Varvara se revolvió irritada:
—Y eso ¿a santo de qué? En primer lugar, puede ser que no ocurra nada de lo dicho…
—¿Cómo que nada? —murmuró el novio, que seguía completamente aturdido.
—Como lo digo. Ya veremos… de todos modos, todo se hará según lo dicho. No se preocupe, que yo misma prepararé todo; usted no tiene que meterse en nada. Se dirá y hará todo lo que sea menester y usted no tiene por qué verla a ella. ¿Para qué? ¿Qué papel haría usted? No vaya usted por allí ni escriba cartas. Y chitón, se lo ruego. Yo tampoco diré nada.
Era obvio que no quería dar ninguna explicación y que se marchó molesta. Parece que la buenísima disposición de Stepan le produjo asombro. ¡Ay, éste no se percataba, por supuesto, de la situación, ni todavía había considerado el caso desde otros puntos de vista! Al contrario, adoptó un nuevo tono algo petulante y triunfador.
—¡Me gusta esto! —exclamó, plantándose ante mí y abriendo los brazos—. Pero ¿ha oído usted? Ella quiere llevar las cosas al extremo de que yo diga por fin que no me da la gana. Porque yo también puedo perder la paciencia y… ¡decir que no me da la gana! «Siéntese, que no tiene usted que ir por allá»; pero, en fin de cuentas, ¿por qué tengo yo que casarme? ¿Sólo porque a ella se le ha metido en la cabeza una ridícula fantasía? Yo soy un hombre serio y puede que no me dé la gana de someterme a las ridículas quimeras de una mujer extravagante. ¡Tengo obligaciones para con mi hijo… y para conmigo mismo! Me sacrifico… ¿lo comprende ella? Puede que yo haya consentido porque la vida me aburre y porque todo me da igual; me ofenderé y me negaré a todo. Et en fin le ridicule… ¿Qué dicen en el club? ¿Qué dice… Liputin? «Quizá no ocurra nada de lo dicho». ¡Vamos, anda! ¡Esto es el colmo! Pero esto… ¿esto qué es? ¡Je suis un forçat, un Badinguet, un hombre entre la espada y la pared!
Y, sin embargo, a través de estas quejumbrosas exclamaciones se vislumbraba algo frívolo y travieso. Esa noche volvimos a beber.