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Una mañana —siete u ocho días después de que Stepan diera su consentimiento— alrededor de las once, cuando según costumbre corría a reunirme con mi atribulado amigo, tuve una aventura en el camino.

Tropecé con Kramazinov, el «gran escritor», como lo llamaba Liputin.

Yo lo he leído desde la niñez. Sus novelas son conocidas de todas las generaciones anteriores y aun de la actual. Yo gozaba con ellas; fueron la delicia de mi adolescencia y juventud. Más tarde mi interés por sus escritos se ha enfriado bastante; las novelas de tesis, que eran lo único que escribía últimamente, no me gustaban tanto como sus obras primeras, las tempranas, tan rebosantes de poesía espontánea; y sus obras más recientes no me gustaban nada.

Considerando el conjunto —si se me permite expresar una opinión en materia delicada—, estos talentos nuestros de segundo orden, a quienes por el común se mira en vida casi como genios, no sólo se borran, cuando mueren, de la memoria de todos sin dejar rastro y velozmente, sino que incluso en vida, apenas surge una nueva generación y reemplaza a aquella otra en que fueron influyentes, son arrinconados y olvidados con rapidez increíble. Esto parece suceder entre nosotros casi de manera instantánea, como si fuera un cambio de corazón en el teatro. No ocurre, por supuesto, con los Pushkin, los Gogol, los Molière, los Voltaire, con espíritus creadores, en suma, que tienen algo nuevo que decir. Es verdad también que estos talentos nuestros de segundo orden por lo común se agotan lamentablemente como escritores en el respetable ocaso de sus años y hasta sin darse cuenta de ello. A menudo resulta que el escritor a quien durante largo tiempo se había atribuido una insólita profundidad ideológica y de quien se esperaba un hondo y serio influjo en los movimientos sociales delata al cabo tal flojedad e insignificancia en su idea fundamental que nadie se lamenta de que se haya agotado tan pronto. Ahora bien, los viejos escritores no advierten esto y se enojan. Su amor propio, sobre todo al final de su carrera literaria, llega a extremos increíbles. Se diría que llegan a tomarse cuando menos por dioses. De Karmazinov se contaba que estimaba sus relaciones con gente de campanillas y con la alta sociedad casi más que su propio espíritu. Se decía que si se topaba con usted, pongamos por caso, se mostraba amable, lo atraía y cautivaba con su sencillez, sobre todo si le era usted útil para algún motivo y, por supuesto, si llevaba por delante una buena recomendación. Pero si estando con él se presentaba un príncipe, una condesa o cualquier persona que le infundiese temor, consideraba deber sagrado desentenderse de usted de la manera más ofensiva, como si fuera usted un guiñapo, una mosca, antes de que tuviera usted tiempo de alejarse; y juzgaba con perfecta seriedad que tal proceder era correcto e impecable en sumo grado. No obstante el pleno dominio que de sí tiene y su perfecto conocimiento de los buenos modales, su vanidad llega a tal extremo de histeria que no logra disimular su hipersensibilidad de autor incluso en los círculos sociales que se interesan poco por la literatura. Si por ventura alguien se muestra indiferente hacia él, se ofende morbosamente y procura vengarse.

Hará cosa de un año que leí en una revista un artículo suyo escrito con desagradables pretensiones de ingenua poesía y aun de psicología. En él describía el naufragio que había presenciado de un vapor cerca de la costa inglesa. El rescate de los supervivientes y la recuperación de los cadáveres de los ahogados. Todo el artículo, que era bastante largo y palabrero, lo había escrito con el único fin de exhibirse a sí mismo. Entre líneas podía leerse: «Fíjense en mí; vean qué clase de hombre fui en ese momento. ¿Qué les importan a ustedes el mar, la tempestad, los acantilados, el casco destrozado del barco? Yo les he descrito de modo suficiente eso con mi pujante pluma. ¿Por qué se fijan ustedes en esa mujer ahogada, con el cadáver de un niño en sus brazos muertos? Mejor es que se fijen en mí, que vean cómo no pude soportar semejante escena y me aparté de ella. Le volví la espalda; estaba espantado y no tenía valor para mirar tras de mí; cerré los ojos. “¿Verdad que es interesante?”». Cuando expresé mi opinión sobre el artículo, Stepan me dio la razón.

No hace mucho corrieron por la ciudad rumores de que había llegado Karmazinov y me entró, por supuesto, grandísimo deseo de verle y, de ser posible, de conocerle. Sabía que podía lograrlo por medio de Stepan, pues habían sido amigos años atrás. Y he aquí que tropecé con él al cruzar la calle. Lo reconocí al momento. Me lo había mostrado tres días antes cuando pasaba en coche con la gobernadora…

Era un viejo bajito y remilgado, aunque no tendría más de cincuenta y cinco años, de rostro exiguo y rubicundo, pelo gris rizado y espeso que asomaba bajo un sombrero redondo, cilíndrico, y que circundaba unas orejitas limpias y rosadas. Su rostro pulcro y pequeño no era muy atrayente; tenía los labios largos, delgados y contraídos en un gesto de astucia; la nariz algo carnosa, y los ojos inteligentes, pequeños y de mirada aguda. Llevaba con cierto descuido una capa sobre los hombros, de un corte que estaría de moda esa temporada en Suiza o en el norte de Italia. Pero, por otra parte, todos los artículos menudos de su atuendo eran sin duda de los que usa la gente de gusto irreprochable: gemelos, cuello, botones, anteojos de carey sujeto con una cintita negra y sortija de sello. Yo estoy seguro de que en verano calza botines color uva cerrados por una hilera de botones de nácar. Cuando nos encontramos acababa de detenerse en el cruce de la calle y miraba en torno con atención. Al notar que yo lo miraba con curiosidad me preguntó, con una vocecita melosa, aunque un poco aguda:

—¿Sería tan amable de decirme cuál es el camino más corto para llegar a la calle Bykova?

—Sí, es aquí mismo, si se llega enseguida, —exclamé con agitación desacostumbrada—. Todo derecho por esta calle y luego la segunda bocacalle a la izquierda.

—Muchas gracias.

Maldito sea ese minuto. Por lo visto me azoré y tomé un aire servil. Él se dio cuenta al momento, lo comprendió todo en seguida, esto es, comprendió que yo sabía quién era, que lo había leído y admirado en mi infancia, y que ahora estaba azorado y había tomado un aire servil. Se sonrió, inclinó una vez más la cabeza y prosiguió su camino hacia donde yo le había indicado. No sé por qué me volví para seguirlo; no sé por qué corrí unos pasos tras él. Él se detuvo de nuevo.

—¿Y no podría usted indicarme dónde podría encontrar un coche de punto por aquí cerca? —volvió a preguntarme con su voz chillona.

¡Chillido repelente, voz repelente!

—¿Un coche de punto? Muy cerca de aquí…, junto a la catedral; allí siempre hay —y estuve a punto de ir corriendo a buscarle el coche. Sospecho que eso era cabalmente lo que esperaba. Por supuesto recapacité al momento y detuve mis pasos, pero él interpretó bien mi movimiento y me siguió con la misma sonrisa repelente. Entonces sucedió algo que nunca olvidaré. De pronto dejó caer un bolso pequeño que llevaba en la mano izquierda; en realidad no era un bolso, sino una caja, o quizás una cartera, o, mejor aún, una retícula de ésas que solían llevar las señoras. En fin, no sé lo que era; sólo sé que, al parecer, corrí a recogerlo.

Estoy plenamente seguro de que no lo recogí, pero el primer movimiento que hice fue inequívoco; no había modo de ocultarlo y me ruboricé como un majadero. El muy taimado sacó de la situación todo el partido posible.

—No se moleste, que yo mismo lo recojo —dijo seductoramente. Cuando se dio perfecta cuenta de que yo no iba a recoger la retícula, la levantó como anticipándoseme, hizo otra inclinación de cabeza y siguió su camino dejándome en ridículo. Era lo mismo que si yo, en efecto, lo hubiera recogido. Durante cinco minutos me consideré deshonrado por completo y para siempre; pero cuando llegué a casa de Stepan solté de pronto a reír. El lance me pareció tan divertido que decidí entretener a Stepan con su relación e incluso representarle la escena con personajes y todo.

Los demonios
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