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Creo haber comentado ya algunos detalles sobre el aspecto físico de este señor: un hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, con pelo rizado y un rostro algo hinchado y adiposo, de amoratada tez y con unos cachetes que temblaban ante cada movimiento de su cabeza. Sus ojos eran pequeños e inyectados de sangre, pero a veces lo suficientemente astutos. Bigote, patillas y una nuez un tanto desagradable que empezaba a cubrirse de grasa. Pero lo que me sorprendió fue que se presentó vestido de frac y con ropa blanca limpia. «Hay personas en quienes la ropa limpia resulta incluso indecente», dijo una vez Liputin como respuesta a una queja burlona que acerca de su falta de aseo le había dirigido Stepan Trofimovich. El capitán llevaba también guantes blancos: el de la mano derecha sin ponérselo y el de la izquierda se lo había calzado con dificultad, sin abrochárselo, y cubría la mitad de esa garra carnosa en la que traía una galera nueva, flamante y muy lustrosa, que seguramente había estrenado ese día. Resultó, pues, que el «frac de amor» de que había hablado a gritos la víspera a Shatov existía de veras. Todo ello, a saber, el frac y la ropa blanca, había sido adquirido (como averigüé más tarde) por consejo de Liputin para algunos fines inconfesables. No había duda, había venido (en coche de punto) por instigación ajena y recibiendo la ayuda de alguien. A él solo no se le habría ocurrido la idea, sin contar el tener que vestirse, prepararse y decidirse en tres cuartos de hora, aun suponiendo que se hubiera enterado inmediatamente de lo sucedido en el atrio de la catedral. No estaba ebrio, pero sí en el estado de pesadez, torpeza y vaguedad de quien se despierta después de varios días de borrachera. Parecía que con sólo darle un par de palmadas en el hombro volvería a emborracharse.
Estaba a punto de entrar corriendo en la sala, pero de pronto tropezó en la alfombra junto a la puerta. María Timofeyevna empezó a reírse a carcajadas. Él le lanzó una mirada feroz y dio unos pasos rápidos hacia Varvara Petrovna.
—He venido, señora… —exclamó como si hablara ayudado por una bocina.
—Hágame el favor, señor mío —dijo Varvara Petrovna, incorporándose—. Tome asiento ahí, en aquella silla. Le oigo bien desde ahí y también puedo verlo mejor desde aquí.
El capitán hizo un alto, mirando estúpidamente ante sí, pero hizo un giro sobre los talones y se sentó en el sitio indicado, junto a la puerta. Su semblante delataba notable indecisión al mismo tiempo que descaro, junto con cierta continua irritación. Estaba terriblemente acobardado, nadie podía ponerlo en duda, pero se sentía lastimado en su amor propio y cabía sospechar que, por causa de ese amor propio herido, podía, si llegaba el caso, atreverse a cometer cualquier desvergüenza a despecho de la cobardía. Era evidente que se asustaba ante cualquier movimiento que hiciera su desproporcionado cuerpo. Sabido es que el mayor tormento por el que pasan las personas de su calaña, cuando por algún motivo insólito deben presentarse en sociedad, lo causan sus propias manos y la imposibilidad de saber qué hacer con ellas. El capitán se quedó inmóvil en la silla, con el sombrero y los guantes en las manos, sin desviar su estúpida mirada del rostro severo de Varvara Petrovna. Seguramente deseaba mirar a todos con cuidado, pero aún no se atrevía. María Timofeyevna, que lo encontraba por lo visto enormemente ridículo, volvió a reírse a carcajadas, pero él no se movió. Varvara Petrovna lo tuvo cruelmente en esa postura todo un minuto, escudriñándolo implacablemente.
—Primero quisiera oír de sus propios labios cuál es su nombre —dijo con voz mesurada y firme.
—Capitán Lebiadkin —tronó el capitán—. He venido, señora… —y de nuevo se acomodó en la silla.
—Permítame —Varvara Petrovna volvió a interrumpirlo—. Esta persona lamentable que ha empezado a interesarme tanto, ¿es hermana de usted?
—Hermana, señora; y temo que se ha escapado de mi vigilancia, porque como está en estado… —volvió a cortarse y a ponerse colorado.
—Quisiera que no interpretara mal mis palabras, señora —y empezó a desvariar—. Su hermano carnal no manchará… en un estado…, no quiero decir que es ese estado…, en sentido perjudicial a su honra…, recientemente… —volvió a perder el hilo.
—¡Pero señor mío! —Varvara Petrovna alzó la cabeza.
—¡Quiero decir en este estado! —concluyó él de un golpe, tocándose la frente con el dedo. Hubo un breve silencio.
—¿Y hace mucho tiempo que lo padece? —preguntó titubeante Varvara Petrovna.
—He venido, señora, a darle las gracias por tanta generosidad que mostró usted en la iglesia, y he venido a hacerlo a la manera rusa, fraternalmente…
—¿Fraternalmente?
—Mejor dicho, no fraternalmente; sólo en el sentido de que soy el hermano de mi hermana, señora. Y créame, señora —y empezó a hablar con rapidez y enrojeciendo de nuevo—, créame que no estoy tan mal educado como puede parecer a primera vista. Mi hermana y yo no somos nada en comparación con el lujo que vemos aquí. Además, muchos son los enemigos que me calumnian. Pero la reputación me importa un comino. Lebiadkin, señora, tiene amor propio y…, y… he venido a dar las gracias… Aquí tiene el dinero, señora.
Y, sin más preámbulos, sacó del bolsillo una cartera, extrajo de ella un fajo de billetes y empezó a contarlos con dedos trémulos y en un frenesí de impaciencia. Deseaba, al parecer, explicar algo cuanto antes, y bien necesario era; pero sintiendo seguramente que el trajín con el dinero le hacía parecer aún más estúpido, perdió por completo el dominio de sí mismo. El dinero no se dejaba contar, los dedos se le trababan y, para colmo de males, un billete verde salió de la cartera y cayó revoloteando en la alfombra.
—Veinte rublos, señora —dijo saltando con el fajo de billetes en la mano y el rostro sudoroso de temor y confusión. Cuando vio el billete caído, estuvo a punto de agacharse a recogerlo, pero le dio vergüenza e hizo un gesto de desdén—: Para sus criados, señora. Para el lacayo que lo recoja; para que se acuerde de Lebiadkin.
—No permito eso de ninguna manera —se apresuró a decir, no sin algún temor, Varvara Petrovna.
—En ese caso…
Se agachó, lo recogió, volvió a enrojecer y, acercándose de pronto a Varvara Petrovna, le entregó el dinero contado.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, presa ya de miedo verdadero y acurrucándose en su sillón. Mavriki Nikolayevich y yo dimos un paso adelante.
—¡Por favor cálmense, cálmense, que no estoy loco, que juro que no estoy loco! —clamaba, agitado, el capitán, encarándose con todos.
—No, señor mío. Usted se ha vuelto loco.
—Señora, nada de esto es lo que usted se figura. Yo, por supuesto, no soy más que un eslabón insignificante… ¡Oh, señora! Sus salones están gustosamente amueblados, pero no lo están los de María la Desconocida, mi hermana, de apellido natal Lebiadkina, a quien por ahora llamaremos María la Desconocida. Por ahora, señora, sólo por ahora, porque Dios no permitirá que lo sea para siempre. Señora, usted le dio diez rublos y ella los tomó, pero porque venían de usted, señora. ¿Me oye, señora? De nadie más en este mundo los tomaría María la Desconocida, porque, de hacerlo, se estremecería en la sepultura su abuelo militar, que perdió la vida en el Cáucaso ante los ojos del mismísimo general Yermolov. Pero de usted, señora, tomaría cualquier cosa. Pero los toma con una mano y con la otra le entrega a usted veinte rublos, en concepto de donativo para una de las juntas de beneficencia de Petersburgo a las que usted, señora, pertenece…, puesto que usted misma, señora, anunció en la Gaceta de Moscú que tiene aquí nuestra ciudad un libro de suscripciones a una sociedad de beneficencia en el que puede apuntarse quien lo desee…
El capitán de pronto dejó de hablar. Ahora respiraba con dificultad, como tras un penoso esfuerzo. Seguramente había ensayado para su discurso, en especial todo aquello de la junta de beneficencia, incluso con Liputin como mentor. Ahora sudaba más que antes; las gotas de sudor se le agolpaban literalmente en las sienes. Varvara Petrovna lo miraba fijamente.
—Esa lista —dijo con severidad— está siempre abajo, en la portería de mi casa, y allí puede inscribirse si así lo desea. Por eso mismo le ruego que guarde usted su dinero y no continúe agitándolo en el aire. Ahora bien, también le ruego que vuelva a su asiento. Y debo decirle que siento mucho, señor mío, haberme confundido en cuanto a su hermana y haberle dado dinero por creerla pobre, cuando es tan rica. Lo que no entiendo es por qué puede aceptar dinero sólo de mí y por nada del mundo de otros. Usted ha insistido tanto en ese punto que deseo una explicación lo más precisa posible.
—¡Señora, ése es un secreto que sólo en la tumba puede encerrarse! —respondió el capitán.
—¿Pero por qué? —preguntó Varvara Petrovna con un tono que ya no era tan firme.
—¡Señora, señora…!
Guardó silencio sombríamente, mirando fijamente el suelo y apoyando la mano derecha en el corazón. Varvara Petrovna esperaba que hablase sin apartar los ojos de él.
—¡Señora! —rugió de pronto el capitán—. ¿Me permite que le haga una pregunta, sólo una, pero una pregunta franca, directa, a la rusa, con el corazón en la mano?
—¡Hágala enhorabuena!
—¿Señora, ha sufrido usted en la vida?
—Lo que usted quiere decir es sencillamente que alguien le ha hecho, o le hace, sufrir.
—¡Señora, señora! —y de nuevo se puso en pie de un salto, probablemente sin percatarse de ello, y golpeándose el pecho—. ¡Aquí, en este pobre corazón, se me ha ido acumulando tanto, tanto, que Dios mismo se asombrará cuando se descubra el Día del Juicio!
—Hum. Eso sí que es hablar recio.
—Estoy hablando en tono irritado, señora…
—No se preocupe, que bien sabré yo cuándo debo pararle los pies.
—¿Puedo hacerle una pregunta más, señora?
—Hágala.
—¿Puede uno morirse a causa de la nobleza del propio espíritu?
—No lo sé. Nunca me he hecho semejante pregunta.
—¿Que no lo sabe? ¿Que nunca se ha hecho semejante pregunta? —gritó el capitán con patética ironía—. Si es así, si es así, ¡calla, corazón desesperado! —dijo golpeándose el pecho con frenesí.
Una vez más volvió a deambular por la sala. Es natural en individuos de su especie la incapacidad absoluta que tienen para poner coto a sus deseos.
Por el contrario, sienten un irresistible afán de sacarlos a relucir en toda su inmundicia tan pronto como surgen. No bien se encuentran entre personas que no son de su laya, esos individuos empiezan comportándose con cierta timidez, pero en muy poco tiempo y cuando creen que han encontrado el pretexto justo, saltan de un brinco a la grosería. El capitán estaba enardecido, iba y venía, hacía ademanes, no atendía a las preguntas que se le dirigían, hablaba de sí mismo con tanta rapidez que se le trababa la lengua y, sin terminar una frase, saltaba a la siguiente. Había perdido la serenidad. Allí estaba también Liza Nikolayevna, en quien no fijó la vista ni una sola vez, pero se notaba que su presencia lo angustiaba de modo extraño. Esto, sin embargo, es apenas una conjetura. Sea como fuere, algún motivo había para que Varvara Petrovna, dominando la aversión que sentía, decidiera escuchar a un sujeto como él. Praskovya Ivanovna se limitaba a temblar de espanto, sin entender, por lo visto, de qué se trataba exactamente. Stepan Trofimovich temblaba también, pero por el motivo contrario, a saber, por su afición a entender siempre más de la cuenta. Mavriki Nikolayevich se mantenía en la postura de un hombre que siempre está dispuesto a salir en defensa de alguien. Liza estaba algo pálida y no apartaba los ojos, muy abiertos, del desaforado capitán. Shatov seguía sentado en su actitud de antes. Lo más extraño, sin embargo, era que María Timofeyevna no sólo había dejado de reír, sino que se había puesto notablemente triste. Apoyada con el brazo derecho en la mesa, seguía con larga y melancólica mirada las idas y venidas de su hermano. Sólo Daria Pavlovna parecía tranquila.
—Esto no es más que una charlatanería absurda —dijo Varvara Petrovna acabando por enfadarse—. No ha contestado usted a mi pregunta. Sigo aguardando la respuesta.
—¿Que no he contestado? ¿Cuál es la respuesta que usted espera? —repitió el capitán con un guiño—. Esas palabrillas, «por qué», han inundado el universo desde el mismísimo primer día de la Creación, señora, y la naturaleza entera le grita a cada instante a su Creador: «¿Por qué?», y debo decirle que en siete mil años no ha recibido respuesta. ¿Es que el capitán Lebiadkin debe ser el único en contestar? ¿Es eso justo, señora?
—¡Esto es una tontería! Además, no se trata de eso —dijo Varvara Petrovna, sulfurada e impaciente—. Eso es charlatanería. Por añadidura, señor mío, habla usted demasiado en confianza y eso me parece una insolencia.
—Señora —dijo el capitán sin escuchar—, me hubiera gustado llamarme Ernest, pero estoy obligado a cargar con el nombre vulgar de Ignat. ¿Podría decirme usted por qué? También me hubiera gustado llamarme Príncipe de Mombart, pero sólo me llamo Lebiadkin, derivado de lebed, «cisne». ¿Por qué ha de ser así? Yo soy poeta, señora, poeta de corazón, y pudiera quizá recibir mil rublos de un editor, pero me veo obligado a vivir en una pocilga. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Señora, en mi opinión, Rusia no es más que una broma de la naturaleza!
—Ya veo que usted no quiere decir nada en concreto.
—¿Puedo leerle mi poema La cucaracha, señora?
—¿Qué dice?
—Señora, le aseguro que todavía no estoy loco. Quizás llegaré a estarlo, lo estaré de seguro, pero todavía no lo estoy. Señora, un amigo mío, persona ho-no-ra-bi-lísima, ha escrito una fábula de Krylov titulada La cucaracha. ¿Puedo leerla?
—¿Quiere usted leer ahora una fábula de Krylov?
—No. No es una fábula de Krylov lo que quiero leer, sino una mía, mía propia, una composición mía. Créame, por favor, señora, y lo digo sin propósito de ofender, que no soy tan ignorante o depravado que no sepa que Rusia cuenta con un gran fabulista, Krylov, a quien el ministro de Cultura ha levantado un monumento en el Jardín de Verano para recreo de la gente menuda. Usted pregunta, señora: «¿Por qué?». ¡La respuesta está en la entraña de esa fábula, escrita con letras de fuego!
—Lea su fábula.
—Una gruesa cucaracha / desde su infancia más tierna / libre vivió, hasta que un día / cayó, por su mala estrella / en un vaso en que habitaban / muchas moscas carniceras…
—¡Dios mío! Pero ¿qué es esto? —exclamó Varvara Petrovna.
—Lo que quiero decir es que en el verano —se apresuró a explicar el capitán haciendo muchos gestos y con la irritada impaciencia que sufre alguien a quien interrumpen en la lectura—, en el verano se cuelan las moscas en el vaso, de donde resulta el canibalismo. No interrumpa, no interrumpa, y ya verá, ya verá… —y seguía haciendo más gestos—. Las moscas, apretujadas / Por esa inquilina nueva / Lanzaron un grito agudo! / Para que Jove lo oyera. / Mientas tanto, Nikifor, / Un viejo de barba extensa… Todavía no la he terminado, pero no importa. Lo diré en pocas palabras —el capitán siguió divagando—. Nikifor toma el vaso y, sin hacer caso de los gritos, vierte el contenido en un barril, las moscas y la cucaracha todo junto, lo que debiera haber hecho mucho antes. ¡Pero observe, señora, observe que la cucaracha no se queja! ¡He ahí la respuesta a su pregunta «¿Por qué?»! —y exclamó triunfante—: ¡La cucaracha no se queja! En cuanto a Nikifor, representa la naturaleza —agregó de prisa paseándose por la sala con aire satisfecho.
Varvara Petrovna había llegado al colmo de la furia.
—Ahora permítame preguntarle: ¿qué es todo eso del dinero que, según dice usted, le mandaba Nikolai Vsevolodovich y que, según también dice usted, no ha recibido, por lo que ha tenido la osadía de acusar a una persona de mi casa?
—¡Una calumnia! —rugió Lebiadkin alzando el brazo derecho en ademán trágico.
—No. No es una calumnia.
—Señora, hay circunstancias que obligan a un hombre de bien a soportar la deshonra de su familia antes que proclamar la verdad a viva voz. ¡Lebiadkin no dirá lo que no debe decir, señora!
Estaba ofuscado. Se sentía poseído de inspiración. Se daba cuenta de su importancia. Seguramente había soñado algo por el estilo. Ahora quería ofender, lastimar, hacer alarde de su poder.
—Por favor llame a Stepan Trofimovich —dijo Varvara Petrovna.
—Lebiadkin es astuto, señora —dijo sonriendo con guiño malicioso—. ¡Astuto sí, pero también tiene su lado débil, su puerta de acceso a la pasión! Y esa puerta de acceso es la botella, la consabida botella tan cara a los militares, a la que cantó Denis Davydov. He ahí por qué cuando está en esa puerta le da por escribir una carta en verso, una carta admi-ra-bi-lísima, pero que bien quisiera recuperar con las lágrimas de toda su vida, porque con ella se destruye el sentimiento de lo bello. Pero el pájaro voló y ya no hay quién pueda atraparlo por la cola. En esa misma puerta, señora, Lebiadkin puede haber dicho algo que no debió decir acerca de una muchacha honrada, como resultado de la noble irritación producida en su espíritu por agravios recibidos, irritación de la que se han aprovechado sus enemigos. ¡Pero Lebiadkin es astuto, señora! Y en vano se alza sobre él el lobo siniestro, llenándole el vaso a cada instante y aguardando el final. Pero Lebiadkin no dirá lo que no debe decir. Y en el fondo de la botella lo que se halla una y otra vez, en lugar de la revelación esperada, es ¡la astucia de Lebiadkin! ¡Pero señora, basta ya, oh señora! Sus espléndidas mansiones podrían pertenecer a la más noble de las personas, ¡pero la cucaracha no se queja! ¡Tome nota, señora, tome por fin nota de eso: no se queja y entonces… reconozca la grandeza de su alma!
En ese momento se oyó abajo, en la portería, el sonido de una campanilla, y casi al mismo tiempo se presentó Aleksei Yegorovich, que respondía con cierto retraso a la llamada de Stepan Trofimovich. El anciano y ceremonioso criado mostraba una extraordinaria agitación.
—Acaba de llegar Nikolai Vsevolodovich y viene hacia aquí —anunció en respuesta a la mirada interrogante de Varvara Petrovna.
La recuerdo muy especialmente en aquel momento. Primero se puso pálida, pero en seguida sus ojos comenzaron a chispear. Y con aire de insólita determinación se acomodó en el sillón. En realidad, todos quedamos atónitos. La llegada repentina de Nikolai Vsevolodovich, a quien se esperaba un mes más tarde, era extraña, no sólo por lo imprevista, sino por su fatal coincidencia con el presente. Hasta el capitán quedó petrificado en medio de la sala, con la boca abierta y mirando la puerta con una expresión estúpida.
Desde la larga y ancha sala contigua, comenzaron a oírse pasos cada vez más cerca, eran pasos cortos y muy rápidos. Alguien parecía venir corriendo. Y quien entró de pronto en la sala donde todos estábamos no fue Nikolai Vsevolodovich, sino un joven a quien desconocíamos.