3

Aleksei Yegorovich le hizo saber que Varvara Petrovna, muy contenta de poder dar un paseo a caballo —el primero después de ocho días de enfermedad—, había mandado aparejar el coche y se había ido sola, «según su costumbre en días anteriores, a respirar aire fresco, porque ya se estaba olvidando de lo que era eso».

—¿Sola o con Daria Pavlovna? —Nikolai Vsevolodovich interrumpió con rápida pregunta al viejo; y frunció el ceño al oír que Daria Pavlovna «se había excusado, por hallarse indispuesta, de acompañar a la señora y estaba ahora en sus habitaciones».

—Viejo, cuidado —dijo como si tomara una determinación súbita—, no la pierdas de vista en todo el día, y si ves que viene a verme, que no logre su cometido, dile que yo mismo he pedido que no viniera…, pero que, llegado el momento, yo mismo la llamaré…, ¿me oyes?

—Eso haré, señor —dijo Aleksei Yegorovich triste y taciturno.

—Pero no le digas nada hasta no estar completamente seguro de que viene a verme.

—No se preocupe, señor, que no habrá equivocación. Hasta aquí las visitas se han arreglado por mi mediación. Siempre ha contado usted con mi ayuda.

—Lo sé. De todos modos, no antes de que venga a verme. Tráeme té cuanto antes, si es posible.

Apenas había salido el viejo cuando se abrió esa misma puerta y en el umbral apareció Daria Pavlovna. Parecía tranquila aunque estaba pálida.

—¿De dónde viene? —exclamó Stavrogin.

—Estaba ahí fuera, esperando a que se fuese para entrar a verlo. He oído lo que mandaba usted y, en cuanto salió, me escondí tras el ángulo de la pared, ahí a la derecha, y no me vio.

—Hace ya mucho que deseo romper con usted, Dasha…, por algún tiempo…, por el momento. No pude recibirla anoche a pesar de su nota. Yo mismo quería escribirle, pero no sé cómo escribir —añadió con despecho, casi con repugnancia.

—Yo también he pensado que es necesario romper. Varvara Petrovna ya sospecha demasiado de nuestras relaciones.

—¡Que sospeche!

—Es preciso que no esté intranquila. ¿Conque éste es el fin?

—Usted siempre insistiendo en esperar el fin.

—Sí, estoy segura de ello.

—En el mundo nada tiene fin.

—Pero aquí sí lo habrá. Entonces llámeme y vendré. Ahora, adiós.

—¿Y qué clase de fin será? —preguntó sonriendo Nikolai Vsevolodovich.

—¿Usted no está herido y… no ha derramado sangre? —preguntó ella sin contestar a la pregunta acerca del fin.

—Fue una tontería. No he matado a nadie; no se preocupe. Pero ya se lo oirá usted contar a todos. No me siento del todo bien.

—Me voy. ¿No habrá hoy anuncio de su matrimonio? —preguntó un tanto indecisa.

—Hoy no lo habrá, mañana, tampoco; pasado mañana, no sé; quizás habremos muerto todos; tanto mejor. Déjeme, por favor, déjeme.

—¿No destruirá usted a la otra… loca?

—No destruiré a las locas, ni a ésa, ni a otra; más bien parece que destruiré a las cuerdas. Soy tan ruin y despreciable, Dasha, que bien puede que la llame «al final de todo», como usted dice, y que usted venga a pesar de su buen sentido. ¿Por qué se destruye usted a sí misma?

—Sé que al final me quedaré sola con usted y… espero eso.

—¿Y si al final de todo no la llamo y huyo de usted?

—Eso no es posible. Llamará usted.

—En eso veo mucho desprecio hacia mí.

—Usted sabe que no es sólo desprecio.

—Eso quiere decir que hay algún desprecio, ¿no?

—No he querido decir eso. Dios es testigo de lo mucho que quiero que usted nunca necesite de mí.

—Una frase vale otra. Yo también quisiera no destruirla a usted.

—Usted no puede destruirme a mí nunca, ni por ningún medio. Eso lo sabe usted mejor que nadie —dijo Daria Pavlovna con rapidez y firmeza—. Si no voy a usted, me meteré a hermana de la caridad, a enfermera, cuidaré enfermos, o me iré por ahí a vender Biblias. Ya lo tengo decidido. No puedo vivir en una casa como ésta. No quiero eso… Usted bien lo sabe.

—No. Nunca he logrado entender lo que usted quiere. Se me antoja que se interesa por mí como algunas enfermeras entradas en años se interesan por algún paciente en particular, con preferencia a otros. Mejor aún, como algunas viejas beatas que encuentran a ciertos cadáveres más atrayentes que a otros. ¿Por qué me mira de ese modo tan raro?

—¿Se siente usted muy mal? —preguntó compasiva, mirándolo de modo especial—. ¡Dios mío! ¡Y este hombre quiere prescindir de mí!

—Oiga, Dasha. Ahora no hago más que ver fantasmas. Anoche un demonio se ofreció en el puente a matar a Lebiadkin y María Timofeyevna para resolver lo de mi matrimonio sin que nadie sospeche. Me pidió tres rublos a cuenta, pero me dio a entender muy a las claras que la operación entera no saldría por menos de mil quinientos. ¡Ahí tiene usted a un demonio calculador! ¡Un tenedor de libros! ¡Ja, ja!

—Pero ¿está usted seguro de que fue un fantasma?

—¡Oh, no! ¡No fue un fantasma! Fue sólo Fedka el presidiario, el ladrón que se fugó del presidio. Pero no se trata de eso. ¿A que no sabe usted lo que hice? Le di todo el dinero que llevaba en el portamonedas. ¡Ahora está plenamente convencido de que se lo di a cuenta!

—¿Tropezó usted con él de noche y él le hizo propuesta semejante? Pero ¿no ve que esa gente lo tiene a usted atrapado por completo en su red?

—Déjelos. Pero tiene usted una pregunta en la punta de la lengua; y, ¿sabe?, se lo noto en los ojos —añadió con rencor y una sonrisa irritada.

Dasha se amedrentó.

—¡Que Dios lo proteja de su demonio… y llámeme, llámeme pronto!

—¡Valiente demonio! ¡No es más que un diablejo ruin y escrofuloso, que tiene un catarro de cabeza! ¡Uno de esos diablos que no hacen carrera! Pero aún hay algo, ¿verdad?, que no se atreve usted a decir.

Ella le lanzó una mirada de pena y reproche y se volvió para salir.

—¡Oiga! —exclamó él con una sonrisa torcida y maligna—. Si…, bueno, en una palabra, si… comprende usted, si fuera a esa tienda y la llamara después… ¿vendría usted?

Ella salió sin volverse ni contestar, cubriéndose el rostro con las manos.

—Vendrá aun después de ir yo a la tienda —murmuró tras un instante de reflexión; y una sonrisa de desdén afloró a su semblante—. ¡Una enfermera! ¡Hum! Bien puede ser lo que necesito.

Los demonios
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