3
Se produjo finalmente ese día el encuentro tan programado y tantas veces suspendido entre Stepan Trofimovich y Varvara Petrovna. Ocurrió en Skvoreshniki. Varvara Petrovna llegó muy atareada a su quinta suburbana: el día anterior había estado en el festival en casa de la mariscala. Pero Varvara Petrovna, con su celeridad mental, entendió al momento que nada le impedía dar más tarde su propia fiesta en Skvoreshniki e invitar de nuevo a toda la ciudad. Entonces todos podrían ver por sí mismos cuál de las dos casas era mejor y en cuál se sabía ofrecer la mejor recepción y dar un baile con el mayor gusto. Bien mirado, era imposible reconocerla. Parecía como transformada, y de inaccesible «dama altiva» (expresión de Stepan Trofimovich) como había sido antes había pasado a ser ahora una señora frívola cualquiera de la buena sociedad. O quizá fuera así sólo en apariencia.
Cuando llegó a la quinta deshabitada, recorrió las habitaciones, en compañía de su fiel mayordomo y de Formushka, hombre ducho en negocios y especialista en decoración interior. Fueron largas consultas: qué muebles traer de la residencia urbana; qué objetos, qué cuadros; dónde colocarlos; dónde poner las flores para que mejor lucieran y cuáles traer del invernadero; dónde instalar nuevas cortinas; dónde situar el buffet, o si convendría tener dos; etc., etc. Y he aquí que cuando más atareada estaba se le ocurrió de improviso mandar el coche por Stepan Trofimovich.
Hacía tiempo que éste había sido avisado y estaba listo, esperando de un día para otro invitación tan repentina. Cuando subió al vehículo hizo la señal de la cruz: se jugaba su suerte. Halló a su amiga en el salón grande, sentada en un pequeño canapé situado en una especie de nicho, ante una mesita de mármol, con lápiz y papel en las manos. Fomushka medía la altura de la galería y las ventanas y la propia Varvara Petrovna apuntaba los números y hacía anotaciones en el margen. Sin interrumpir la tarea, hizo con dirección a Stepan Trofimovich un movimiento de cabeza, y cuando éste murmuró un saludo le alargó rápidamente la mano y le señaló un sitio donde sentarse junto a ella.
—Me senté y estuve esperando cinco minutos ¡con el corazón encogido! —me dijo él después—. La mujer que vi no era la que había conocido durante veinte años. La plena convicción de que todo había acabado me daba fuerzas que a ella misma la sorprendieron. Le juro que quedó asombrada de mi firmeza en esa última hora.
De pronto, Varvara Petrovna puso el lápiz en la mesita y se volvió rápida hacia Stepan Trofimovich.
—Stepan Trofimovich, tenemos que hablar de varios asuntos. Estoy segura de que tiene preparadas palabras grandilocuentes y toda clase de frases bonitas, pero mejor será ir derechos al grano, ¿no le parece?
Él se estremeció. Ella se daba prisa por enseñar su baza. ¿Qué más se podía esperar?
—Aguarde, no diga nada. Déjeme a mí hablar primero. Luego hablará usted, aunque, la verdad, no sé qué puede usted contestarme —prosiguió con rapidez—. Considero deber sagrado seguir pasándole los mil doscientos rublos de la pensión durante el resto de su vida. Bueno, quizá no sea un deber sagrado, sino sólo un acuerdo; eso es mucho más realista, ¿no cree? Si lo desea, lo ponemos por escrito. En la eventualidad de mi muerte, tengo ya tomadas medidas especiales. Pero ahora recibirá de mí, junto a eso, vivienda y servicio, además de manutención. Convirtiendo eso en metálico, asciende a mil quinientos rublos, ¿no es así? A ello agregaré trescientos rublos más, lo que supone tres mil rublos en números redondos. ¿Le parece bastante para un año? ¿O se le antoja poco? En circunstancias especiales aumentaré, por supuesto, la cantidad. Así, pues, tome el dinero, devuélvame a mis criados y viva usted por su cuenta donde quiera, en Petersburgo, en Moscú, en el extranjero, o aquí, pero no conmigo. ¿Me oye?
—No hace mucho me llegó de esos mismos labios otra demanda igual de urgente e igual de rigurosa —dijo Stepan Trofimovich con lentitud y melancólica precisión—. Me humillé y… bailé la kazachka para complacer a usted. Oui, la comparaison peut être permise. C’était comme un petit cosak du Don, qui sautait sur sa propre tombe… Ahora…
—¡Alto ahí, Stepan Trofimovich! Habla usted demasiado. Usted no bailó, sino que vino a verme con corbata nueva, ropa blanca de estreno, guantes y bien untado de pomada y perfume. Le aseguro que usted mismo tenía muchas ganas de casarse. Lo llevaba usted escrito en la cara; y por cierto, con una expresión nada elegante. Si entonces no le llamé la atención sobre ello fue sólo por delicadeza. Pero usted quería casarse, sí, señor, no obstante los despropósitos que dijo usted de mí y de su prometida en su correspondencia particular. Ahora es diferente. ¿Y a qué viene eso del cosak du Don y a qué tumba se refiere usted? No entiendo la comparación. Al contrario, no se muera usted; viva cuanto tiempo guste. Me alegraré infinito de ello.
—¿En un asilo?
—¿En un asilo? A un asilo no va quien cuenta con tres mil rublos de renta. ¡Ah, ahora recuerdo —agregó riendo— que, en efecto, Piotr Stepanovich dijo una vez en broma algo de un asilo! ¡Bah! Es cierto que hay un asilo especial en que quizá convenga pensar. Un asilo para personas muy respetables: en él residen coroneles, y hay incluso un general que quiere ir a vivir allí. Si va usted allí con todo su dinero tendrá tranquilidad, comodidad, y hasta servidumbre. Allí podría dedicarse a sus estudios y organizar cuando gustara una partida de cartas…
—Passons.
—Passons? —Varvara Petrovna hizo una mueca—. Bueno, en tal caso no hay más que decir. Queda usted informado. De aquí en adelante vivimos aparte.
—¡Y eso es todo! ¡Eso es todo lo que queda al cabo de veinte años! ¡Nuestra última despedida!
—A usted le gustan un horror las exclamaciones, Stepan Trofimovich. Eso ya no está de moda en nuestros días. Hoy la gente habla rudamente, pero con sencillez. Y usted, ¡dale con nuestros veinte años! Veinte años de mutua vanidad y nada más. Cada carta que me mandaba usted estaba escrita no para mí, sino para la posteridad. Usted es un estilista, no un amigo. La amistad no es más que retórica hinchada. En realidad, un mutuo intercambio de desperdicios…
—¡Dios santo, cuántas palabras tomadas de otros! ¡Ejercicios aprendidos de memoria! ¡Y ya lleva usted puesto el uniforme que le han dado! ¡También usted está ahora radiante! ¡También está ahora calentándose al sol! Chère, chère, ¡por qué plato de lentejas les ha vendido usted su libertad!
—No soy un papagayo que repite palabras ajenas —dijo Varvara Petrovna hirviendo de furia—. Puede estar seguro de que tengo un surtido de palabras propias. ¿Qué ha hecho usted por mí durante esos veinte años? Ni siquiera me dejaba ver los libros que pedía para usted y que, de no ser por el encuadernador, hubieran quedado con las páginas sin cortar. ¿Qué me daba usted a leer cuando en los primeros años le pedía que me guiase? Kapfig y nada más que Kapfig. Usted incluso tenía celos de que me instruyese y tomó las medidas necesarias. Y, sin embargo, es de usted de quien se ríe toda la gente. Confieso que siempre le consideré a usted como crítico; sólo como crítico literario y nada más. Cuando, yendo a Petersburgo, le dije que pensaba en publicar una revista y consagrar a ella mi vida, usted me miró al momento con ironía y dio muestra de una arrogancia insufrible.
—No fue eso, no fue eso… Es que entonces temíamos la persecución…
—Sí fue eso; y no tenía usted por qué temer persecución alguna en Petersburgo. Acuérdese de que más tarde, en febrero, cuando llegó la noticia de la emancipación de los siervos, vino usted corriendo a verme, todo acobardado, para pedirme que le diera inmediatamente por escrito un certificado de que la revista proyectada no tenía nada que ver con usted, de que los jóvenes habían venido a verme a mí y no a usted, y de que usted era sólo un tutor que vivía en mi casa porque no se le habían pagado los honorarios que se le debían. ¿No es eso? ¿Se acuerda usted? Usted, Stepan Trofimovich, ha sido amigo de extralimitarse toda la vida.
—Eso fue sólo un momento de flaqueza y cuando estábamos a solas —gritó afligido—. Pero ¿es que…, es que vamos a romperlo todo por esas impresiones triviales? ¿No hay algo más importante que estas minucias?
—Qué hábil es usted. Siempre se las arregla para que sienta que le debo algo. Cuando volvió usted del extranjero me miraba por encima del hombro, sin dejarme decir palabra, pero cuando yo fui al extranjero y le hablé de mis impresiones de la Madonna no me escuchó usted y se sonrió con aire de superioridad como si yo fuera incapaz de tener sentimientos como los suyos.
—No lo creo así, probablemente no fue así… J’ai oublié.
—Sí, fue así como lo digo; pero no había por qué darse tono conmigo, ya que todo eso es una tontería, sólo una invención suya. Ahora nadie, nadie, se entusiasma con la Madonna. Nadie pierde el tiempo en esas cosas, salvo algunos viejos empedernidos. Eso está demostrado.
—¿Demostrado?
—Que esa Madonna no sirve para nada. Este jarro es útil porque en él se puede echar agua; este lápiz es útil porque sirve para escribir; pero la Madonna no es más que una cara de mujer, mucho menos que las otras caras que hay en la naturaleza. Pruebe usted a dibujar una manzana y póngala junto a una manzana de verdad: ¿cuál escogería usted? No se equivocaría. Vea a qué se reducen todas sus teorías cuando la luz de la investigación las alumbra.
—Ya, ya veo.
—Se ríe usted irónicamente. ¿Y qué me decía usted, por ejemplo, de la limosna? Y, sin embargo, el placer de dar limosna es degradante e inmoral, un placer que el rico obtiene de su riqueza, de su poderío y del contraste de su propia importancia con la del pobre. La limosna corrompe a quien la da y la recibe y, por añadidura, no alcanza su propósito, porque sólo aumenta la pobreza. Los holgazanes que no quieren trabajar se agolpan en torno de quienes dan limosna como los jugadores en torno de la mesa de juego, esperando ganar algo. Y, sin embargo, la miserable calderilla que les tiran no basta para un hombre entre ciento. ¿Cuánto ha dado usted en su vida? Sólo unas monedas de cobre. ¡A ver! Trate de recordar cuándo dio usted algo la última vez. Hará un par de años, si no cuatro. Usted no hace más que poner el grito en el cielo y estorbar el progreso. En la sociedad moderna la limosna debiera ser prohibida. Con el nuevo orden social ya no habrá pobres.
—¡Ay, qué compendio de conceptos prestados! Veo que ya hemos llegado hasta la nueva organización social. ¡Infeliz, que Dios se apiade de usted!
—Sí, hasta ahí hemos llegado, Stepan Trofimovich. Usted se ocupó de negarme todas estas nuevas movido por los celos, para mantener su dominio sobre mí. Ahora, incluso esa Iulia sabe mucho más que yo. Pero estoy empezando a comprender. Lo defendí a usted cuanto pude, Stepan Trofimovich; todo el mundo le echa a usted la culpa.
—¡Basta! —exclamó él levantándose del asiento—. ¡Basta! ¿Y qué más puedo desearle a usted? No será arrepentimiento, ¿verdad?
—Siéntese un minuto más, Stepan Trofimovich, me falta pedirle otra cosa. Usted ha sido invitado a leer en la matinée literaria. Yo intervine para que así fuera. Dígame: ¿de qué, precisamente, va usted a hablar?
—Pues de lo que voy a hablar es precisamente de esa reina de las reinas, de ese ideal de la humanidad, de la Madonna Sixtina, que es menos que un vaso o un lápiz.
—¿Entonces no va a ser algo de historia? —preguntó Varvara Petrovna con afligida sorpresa—. Nadie le prestará ninguna atención. ¡Hay que ver qué empeño tiene usted con esa Madonna! Pero ¿a qué viene hablar de eso si hará usted que todos se duerman? Tenga la seguridad, Stepan Trofimovich, de que lo que digo es sólo en su propio interés. ¿No sería mejor que tomase de la historia de España un incidente breve, pero interesante, de la vida cortesana medieval? ¿O, mejor aún, algún episodio que pudiera usted redondear con anécdotas y agudezas de su propia cosecha? ¡Entonces había cortes espléndidas, damas hermosas, envenenamientos! Karmazinov dice que le extrañaría que no hallara usted algo interesante de que hablar en la historia de España.
—¿Karmazinov? ¿Ese imbécil que ya ha escrito todo lo que tenía que escribir me está buscando un tema?
—¡Karmazinov, ese talento casi nacional! Tiene usted muy suelta la lengua, Stepan Trofimovich.
—¡Ese Karmazinov de usted es una vieja chocha, agotada y rencorosa! Chère, chère, ¿desde cuándo la tienen a usted esclavizada así? ¡Ay, Dios mío!
—Yo tampoco puedo aguantar ahora a Karmazinov por los aires que se da, pero hago justicia a su talento. Repito que lo he defendido a usted en lo posible, con todas mis fuerzas. ¿Y por qué tiene usted que ser tan fastidioso y ridículo? En vez de eso, ¿por qué no sale usted a la tribuna con una sonrisa decorosa, como portavoz de una época pasada, y cuenta dos o tres anécdotas con esa gracia inimitable con que sólo usted las cuenta a veces? Bueno, sí, es usted viejo, es de otra época, se ha quedado a la zaga; pero usted mismo, en el preámbulo de su charla, puede reconocerlo con una sonrisa, y todo el mundo verá que es usted un vestigio simpático, bueno, ingenioso… En suma, un hombre chapado a la antigua, pero lo bastante progresista para reconocer lo que de veras valen ciertas ideas absurdas que ha venido profesando hasta ahora. Hágame ese favor; se lo ruego.
—Basta, chère. No me lo pida, que no puedo. Les hablaré de la Madonna y provocaré un alboroto que, o los aplastará a ellos, o me destruirá a mí solo.
—De seguro sólo a usted, Stepan Trofimovich.
—Tal es mi suerte. Les hablaré de ese esclavo ruin, de ese lacayo perverso y repugnante, que será el primero en subir tijeras en mano por una escalerilla para hacer trizas el rostro divino del gran ideal en nombre de la igualdad, la envidia y… la digestión. Que truene mi maldición, y entonces, entonces…
—¿Al manicomio?
—Quizá. Pero en todo caso, tanto si salgo vencedor como si salgo vencido, esa misma noche cogeré mi zurrón de mendigo, abandonaré todo lo que poseo, todos los regalos de usted, todas las pensiones y bienes futuros prometidos, e iré a pie a acabar mi vida como tutor en casa de algún comerciante, o a morirme de hambre al borde de un camino. He dicho. Alea jacta est.
—He estado segura —dijo Varvara Petrovna levantándose a su vez con ojos chispeantes—, he estado segura durante años de que usted vive sólo para abochornarme a mí y a mi casa con una historia calumniosa como ésa. ¿Qué quiere decir con lo de tutor en casa de un comerciante o lo de morir al lado de un camino? Eso es malicia, calumnia y nada más.
—Usted me ha menospreciado siempre; pero acabaré como un caballero de los de antaño, fiel a mi dama, porque la opinión de usted ha sido siempre lo que más he estimado en la vida. De ahora en adelante no acepto nada, pero la honraré a usted desinteresadamente.
—¡Qué tontería!
—Usted nunca me ha respetado. Quizás he tenido un sinfín de flaquezas. Sí, he vivido a costa de usted; hablo la lengua de los nihilistas; pero vivir a costa ajena no ha sido nunca el principio rector de mi conducta. Eso ocurrió porque ocurrió, porque sí, no sé cómo… siempre he creído que entre nosotros había algo más que comida, y además… ¡nunca he sido un granuja! Así, pues, pongámonos en camino para expiar lo hecho. Me pongo en marcha cuando ya es tarde, cuando toca a su fin el otoño, cuando la bruma cubre los campos, cuando la escarcha glacial de la vejez cubre la ruta que me queda por recorrer y el viento aúlla en torno de la tumba cercana… Pero adelante, en marcha por el nuevo camino:
Con un amor muy
Leal con su propio sueño…
—¡Ay, adiós, sueños míos! ¡Veinte años! Alea jacta est.
No pudo contener el llanto. Tomó el sombrero.
—No entiendo el latín —dijo Varvara Petrovna tratando de calmarse.
¡Quién sabe! Quizás también quería llorar, pero la indignación y el capricho salieron ganando una vez más.
—Lo único que sé es que todo es apenas un capricho. Nunca cumplirá usted con sus amenazas llenas de egoísmo. No se irá jamás de aquí, acabará sus días sencillamente bajo mi cuidado, recibiendo su pensión y reuniéndose los martes con esos amigos inaguantables que tiene. Adiós, Stepan Trofimovich.
Regresó indignado a su casa luego de pronunciar:
—Alea jacta est.