3

Toda esa noche, con sus incidentes casi grotescos y el terrible «desenlace» de la mañana siguiente, me persigue todavía como horrenda pesadilla y constituye —al menos para mí— la parte más penosa de mi crónica. Llegué tarde al baile, aunque antes de que terminara; tan pronto estaba destinado a concluir. Eran ya las once cuando entré en casa de la mariscala, donde el salón blanco en que se había celebrado la «lectura» había sido desocupado no obstante el poco tiempo transcurrido y habilitado como sala principal de baile (según se anticipaba) para toda la ciudad. Pero aunque me hallaba mal dispuesto esa mañana en lo tocante al baile, no había podido presentir toda la verdad: no acudió ni una sola familia de la buena sociedad, ni siquiera los funcionarios de cierta categoría, lo que era digno de notar. En cuanto a señores y señoritas, las previsiones de Piotr Stepanovich resultaron en sumo grado inexactas: asistieron muy pocas. Para cada cuatro hombres apenas había una dama. ¡Y qué damas! Las esposas «poco más o menos» de algunos oficiales de la guarnición, de algunos empleados de correos y de algunos funcionarios de baja categoría, tres mujeres de médicos con sus hijas, dos o tres pequeñas propietarias, las siete hijas y la sobrina del secretario a quien he aludido más arriba, las mujeres de algunos tenderos… ¿Era esto lo que esperaba Iulia Mihailovna? No asistió la mitad de los comerciantes. En cuanto a hombres, los hubo en gran número, no obstante la ausencia en masa de los de buen tono, pero causaban una impresión equívoca y sospechosa. Había, por supuesto, oficiales modosos y respetables acompañados de sus esposas, algunos mansos padres de familia como el secretario arriba mentado, padre de siete hijas. Toda esa gente humilde y de poca monta había venido, como dijo uno de ellos, porque era «inevitable». Por otra parte, el número de los «despabilados», sin contar el de los que Piotr Stepanovich y yo barruntábamos que habían sido admitidos sin billete, parecía mucho mayor que el de la mañana. De momento todos estaban sentados en el buffet y parecía que iban derecho allí según previo acuerdo. Eso, al menos, fue lo que yo conjeturé. El buffet estaba en una amplia sala, última de una hilera, donde se había instalado Prohorych con todos los hechizos de la cocina del club y un surtido tentador de artículos de comer y beber. Allí vi a varios sujetos con las levitas casi rotas o en trajes de baile que no eran los más indicados para la ocasión. Era evidente que a duras penas se los retenía en la linde de la embriaguez, sólo por poco tiempo, y que los habían traído de Dios sabe dónde, porque no eran de la ciudad. Yo sabía, por supuesto, que Iulia Mihailovna había pensado que el baile fuera lo más democrático posible, y que no se debería «excluir ni a los artesanos, si por ventura alguno se presentaba con su billete pagado». Bien podía atreverse a decir eso en el seno del comité, con plena seguridad de que a ninguno de los artesanos de la provincia, todos muy pobres, se le ocurriría sacar un billete. Pero, con todo, me parecía dudoso admitir a los portadores de esas levitas sobadas y casi en jirones, no obstante las aficiones democráticas del comité. Pero ¿quién los admitió y con qué fin? Liputin y Liamshin se habían visto ya privados de sus escarapelas de acomodadores (aunque acudieron al baile como partícipes en la «cuadrilla literaria»); pero el puesto de Liputin lo ocupó, con gran asombro mío, el seminarista de marras, el que había contribuido más que nadie a desacreditar la matinée mediante la pelotera con Stepan Trofimovich; y el de Liamshin lo ocupó el propio Piotr Stepanovich. ¿Qué cabía, pues, esperar en tales circunstancias? Traté de oír lo que se decía. Algunas de las opiniones chocaban por lo grotescas. En el grupo se decía, por ejemplo, que todo el asunto de Stavrogin y Liza lo había tramado Iulia Mihailovna, pagada para ese fin por el mismo Stavrogin. Se citaba hasta la cantidad. Otros afirmaban que el festival mismo lo había organizado ella con ese propósito, y que tal era el motivo de que media ciudad no asistiera cuando se enteró de qué se trataba; y que el propio Lembke había quedado con ello tan trastornado que «había perdido la chaveta», y que su mujer lo «llevaba» ahora como a un loco. Cundía también la risa por la sala, una risa bronca, desatada y de mala intención. También se criticaba duramente el baile y se injuriaba a Iulia Mihailovna sin el menor miramiento. En general, la cháchara era alborotada, incoherente, ebria y convulsa, hasta tal punto que costaba trabajo entenderla y sacar nada en claro. Es cierto que en el buffet había gente que, sencillamente, lo estaba pasando bien, incluso algunas damas complacientes y festivas de ésas que no se sorprenden ni se asustan de nada, en su mayor parte esposas de militares acompañadas de sus maridos. Hacían tertulia en torno de mesitas separadas y tomaban alegremente té. El buffet se convirtió en refugio para casi la mitad de los asistentes. Y, sin embargo, en muy poco tiempo toda esa muchedumbre se precipitaría en el salón; era horrible pensarlo.

Mientras tanto, con ayuda del príncipe se formaban en el salón blanco tres escuálidas cuadrillas. Las jovencitas bailaban y los padres las contemplaban con deleite. Pero, allí también, algunas de las personas respetables empezaron a pensar en cómo podrían escurrir el bulto una vez que se hubieran divertido sus niñas y antes de que «empezara el jaleo». Era evidente que todos estaban convencidos de que empezaría sin remedio. Me habría sido difícil imaginar el estado de ánimo de Iulia Mihailovna. No hablé con ella, aunque me acerqué bastante a donde estaba. No contestó al saludo que le dirigí cuando entré porque no notó mi presencia (de veras que no la notó). Su rostro delataba alarma y sus ojos, si bien turbados e inquietos, miraban con desdén y altanería. Se dominaba haciendo a todas luces un esfuerzo ímprobo. ¿Para qué y para quién? Debía irse de allí y, sobre todo, llevarse al marido, ¡pero allí seguía! Por la expresión de su rostro resultaba patente que «había abierto los ojos», que ya nada podía esperar. Ni siquiera llamó a Piotr Stepanovich (al parecer, éste, por su parte, evitaba encontrarse con ella; lo vi en el buffet y estaba la mar de contento). Pero, en todo caso, permaneció en el baile, sin dejar a Andrei Antonovich apartarse de ella un instante. ¡Oh, hasta el último momento habría rechazado con sincera indignación cualquier alusión a la salud de su esposo, incluso esa misma mañana! Pero, sin duda, ahora también «abriría los ojos» sobre ese particular. A mí, por lo menos, me pareció, en cuanto lo vi, que Andrei Antonovich tenía peor cara esa mañana. Era como si se hallase en una especie de trance y no se diese cuenta de dónde estaba. De cuando en cuando miraba a su alrededor con severidad inesperada; así, por ejemplo, me miró a mí un par de veces. Una de ellas intentó decir algo, empezó a hablar en voz alta y sonora, pero sin terminar la frase, con lo que dio un buen susto a un humilde y viejo funcionario que casualmente se hallaba junto a él. Sin embargo, aun esa mitad sensata del público que se hallaba en el salón blanco se apartaba sombría y recelosamente de Iulia Mihailovna al tiempo que lanzaba miradas harto extrañas a su marido, miradas que por su insistencia y descaro no se correspondían con la timidez habitual de esa gente.

—Fue esa circunstancia la que me heló el corazón —me confesó más tarde la propia Iulia Mihailovna—; y de pronto empecé a sospechar lo que le pasaba a Andrei Antonovich.

Sí, una vez más era ella la que tenía la culpa. Después de mi salida precipitada de la mañana y de haber acordado con Piotr Stepanovich que habría baile y que asistiría a él, ella seguramente había entrado en el despacho de Andrei Antonovich, que había quedado muy «conmocionado» a resultas de la «lectura», había usado con él todas sus artes seductoras y logrado que la acompañara. Pero ahora ¡cuánto sufría de seguro! ¡Y, no obstante, no se iba, no sé si por el orgullo que la roía o sencillamente porque había perdido la cabeza! A pesar de su altivez, intentó hablar a algunas señoras en tono humilde y con cara sonriente, pero ellas mostraban turbación, se apartaban murmurando un monosílabo receloso, «Sí, señora», «No, señora», y trataban a ojos vistas de darle esquinazo.

Personas de alta categoría, en la ciudad sólo había una en el baile: el general retirado del servicio, muy pagado de sí mismo, a quien ya he descrito una vez, aquel que en casa de la mariscala, después del duelo de Stavrogin con Gaganov «abrió la puerta a la impaciencia pública». Se paseaba muy estirado por las salas, observaba y escuchaba, y quería dar a entender que había venido no por su gusto, lo que era indudable, sino para estudiar usos y costumbres. Acabó por acercarse a Iulia Mihailovna y no apartarse de ella un paso, con el propósito evidente de animarla y tranquilizarla. Era un hombre buenísimo y muy digno, y tan viejo que en él hasta la compasión resultaba tolerable. Pero tener que admitir que ese viejo charlatán osaba complacerla y casi protegerla, entendiendo que la honraba con su presencia, era demasiada mortificación. El general, sin embargo, no se alejaba y seguía charlando por los codos.

—Según dicen, una ciudad no puede existir sin siete hombres justos…, siete, al parecer, aunque no recuerdo exac-ta-men-te el número. No sé cuántos de estos siete… hombres indudablemente justos de nuestra sociedad… han tenido el honor de asistir al baile de usted, pero, no obstante su presencia, empiezo a sentirme un tanto… en peligro. Vous me pardonnerez, charmante dame, n’est-ce pas? Hablo alegóricamente, pero acabo de dar una vuelta por el buffet y me alegro de haber salido de allí sano y salvo… Nuestro inapreciable Prohorych no está allí a gusto; no me chocaría que a la mañana dieran al traste con el tinglado que tiene allí montado. Lo digo en broma, claro. Sólo estoy esperando a ver qué es eso de la «cuadrilla literaria»; y luego a la cama. Perdone a un viejo gotoso que se acuesta temprano. Yo también le daría un consejo: le diría: «¡Hala, a dormir!», como dicen aux enfants. Yo, la verdad, he venido a echar un vistazo a las chicas guapas… y en ningún sitio puedo encontrar un surtido tan grande como aquí… todas son del otro lado del río y yo no voy por allí nunca. He visto ahí a la mujer de un militar…, creo que de un regimiento de cazadores…, que no está nada mal, nada en absoluto…, y ella misma lo sabe. He cambiado unas palabras con la muy pícara, atrevidilla ella, y… hay también unas muchachitas muy frescas, pero sólo frescas; frescura es todo lo que tienen. Pero, en fin, estoy satisfecho. ¡Y qué capullitos se ven! Sólo que tienen los labios un poco gruesos. En general, a la belleza de las caras femeninas rusas le falta regularidad…, más que caras parecen tortas… Vous me pardonnerez, n’est-ce pas…?, aunque los ojos son bonitos…, ojos risueños. Esos capullitos tienen un par de años en-can-tado-res en su juventud, quizás hasta tres…, pero luego se despliegan desmesuradamente…, produciendo en sus maridos esa triste in-di-fe-ren-cia que tanto favorece el desarrollo de la cuestión femenina…, si es que entiendo a derechas en cuestión…, ¡hum! El salón es hermoso; las habitaciones no están mal decoradas. Podrían estarlo peor. La música también habría podido ser mucho peor…, no digo que debería serlo. Lo que no es de buen efecto es que haya tan pocas señoras. De los vestidos mejor es no hablar. ¡Qué mal está ese hombre de los pantalones grises que se permite bailar el cancán de forma tan insolente! No me importaría que lo hiciera por puro regocijo, dado que es el boticario local. Ahí en el buffet había dos individuos que estaban riñendo y no los echaron. A los que empiezan a reñir a las once de la noche hay que expulsarlos, cualesquiera que sean las costumbres del público…; no digo las tres de la mañana, porque entonces hay que someterse a la opinión general…, si es que este baile llega a las tres de la mañana. Por cierto que Varvara Petrovna no ha cumplido con su palabra y no ha mandado las flores. ¡Hum, no está para flores, pauvre mère! Y pobre Liza, ¿ha oído usted? Dicen que es un asunto misterioso y…, y otra vez anda por medio Stavrogin… ¡Hum! Debería ir a acostarme…, apenas puedo despegar los ojos. ¿Pero y esa «cuadrilla literaria»?

Por fin empezó la «cuadrilla literaria». Últimamente, no bien se hablaba en la ciudad del venidero baile, la conversación giraba al punto en torno de esa «cuadrilla literaria». Y como nadie podía figurarse lo que era, llegó a despertar enorme curiosidad. Nada podía ser tan peligroso para su éxito. ¡Y cuál no sería la decepción!

Se abrieron las puertas laterales del salón blanco, cerradas hasta entonces, y aparecieron de pronto unas cuantas figuras enmascaradas. El público las rodeó con interés. Toda la gente que estaba en el buffet se precipitó al salón. Las máscaras se colocaron donde les correspondía para bailar. Yo logré abrirme paso hasta las filas delanteras y me puse justamente detrás de Iulia Mihailovna, Von Lembke y el general.

En ese momento Piotr Stepanovich, a quien hasta entonces nadie había visto, se acercó corriendo a Iulia Mihailovna.

—He estado a la mira todo este tiempo en el buffet —le susurró con aire de colegial en falta, pero lo bastante fingido para encocorarla aún más. Iulia Mihailovna enrojeció de ira.

—¡Si esta vez al menos no me engañara usted, hombre insolente! —exclamó casi en voz alta, tanto que parte del público lo oyó. Piotr Stepanovich se marchó a la carrera, muy satisfecho de sí mismo.

A duras penas puede uno imaginarse nada más mezquino, vulgar, incoloro e insípido que esa «cuadrilla literaria». Nada cabía inventar menos acorde con nuestro público; y, sin embargo, me han dicho que fue Karmazinov quien se lo sacó del magín. Es verdad que fue Liputin quien lo organizó, en consulta con el maestro cojo a quien conocimos en la reunión de Virginski. Pero, en fin de cuentas, Karmazinov fue quien tuvo la idea y, según rumores, quiso también vestirse de máscara y hacer un papel especial e independiente en el espectáculo. La cuadrilla estaba formada por seis parejas de miserables máscaras, mejor dicho, no máscaras del todo, porque estaban vestidas como los demás. Había, por ejemplo, un caballero bajito entrado en años, vestido de frac —es decir, como todo el mundo—, con una venerable barba entrecana (sujeta con un cordón; tal era su único disfraz), que bailaba empinándose y agachándose con una frígida expresión en el rostro, haciendo rápidos y mínimos movimientos de piernas que casi no le permitían cambiar de sitio. Emitía unos sonidos curiosos con voz de bajo mesurada aunque ronca, y se suponía que esa ronquera simbolizaba uno de los periódicos mejor conocidos. Frente a esta máscara bailaban dos gigantes, X y Z, que llevaban estas letras prendidas en el frac, pero no cabía averiguar lo que significaban. El «cuerdo pensamiento ruso» lo encarnaba un señor de mediana edad con anteojos, frac, guantes y… esposas (esposas de verdad; de las de la policía).

Este «pensamiento» llevaba bajo el brazo una cartera con algún «expediente». Del bolsillo asomaba una carta abierta procedente del extranjero dando fe a los escépticos de la cordura del «cuerdo pensamiento ruso». Todo esto lo explicaban oralmente los acomodadores, porque habría sido imposible leer la carta, medio metida como estaba en el bolsillo. El «cuerdo pensamiento ruso» tenía en su mano derecha, levantada en alto, una copa, como si quisiera brindar por algo. A ambos lados, y casi pegadas a él, brincaban dos jovencitas nihilistas de pelo corto, y vis-à-vis danzaba un caballero de edad provecta vestido de frac, pero con un grueso garrote en la mano, que parecía representar una temible revista, aunque no de Petersburgo: ¡Te rompo la crisma! Pero, a pesar del garrote, no podía resistir los anteojos del «cuerdo pensamiento ruso» clavados en él y procuraba desviar la vista; y cuando hizo su pas de deux, giró y se retorció sin saber qué hacer; tanto, por lo visto, le remordía la conciencia… Pero no recuerdo todas estas invenciones absurdas; ello era todo por el estilo, al punto que acabé por sentir una vergüenza inaguantable. Y esa misma sensación de vergüenza la reflejaban las caras de los circunstantes, hasta las malhumoradas de los que habían venido del buffet. Durante algún tiempo todos guardaron silencio, mirando aquello con irritada incomprensión. Por lo común, cuando un hombre siente vergüenza acaba por irritarse y tiende al cinismo. Poco a poco, nuestro público empezó a murmurar:

—Pero ¿qué es esto? —preguntó en voz baja uno de los que vinieron del buffet.

—¡Qué sé yo! ¡Una idiotez!

—Una especie de literatura. Están criticando a La Voz

—¿Y a mí qué?

En otro grupo:

—¡Qué asnos!

—No. No son ellos los asnos. Los asnos somos nosotros.

—¿Por qué eres tú un asno?

—Yo no soy un asno.

—Pues si tú no eres un asno, yo desde luego no lo soy.

En un tercer grupo:

—¡A puntapiés con todos ellos y a mandarlos al infierno!

—¡Echar abajo la sala!

En un cuarto grupo:

—¿Cómo no les da a los Lembke vergüenza de mirar?

—¿Por qué a ellos? ¿Por qué no a ti?

—A mí también me da, pero él es el gobernador.

—Y tú eres un cerdo.

—En mi vida he visto un baile tan desabrido como éste —dijo aviesamente una señora que estaba junto a Iulia Mihailovna, con el propósito evidente de ser oída. La señora era cuarentona, gruesa e iba muy pintada; llevaba un vestido de seda de color claro; en la ciudad casi todos la conocían, pero nadie la recibía. Era viuda de un consejero de Estado, que le había dejado una casa de madera y una pensión exigua, pero vivía bien y tenía coche y caballos. Un mes antes se había presentado a hacer una visita a Iulia Mihailovna, pero ésta no la había recibido.

—Así lo había previsto yo —agregó mirando con insolencia y cara a cara a Iulia Mihailovna.

—Entonces, si lo había previsto, ¿por qué ha venido? —Iulia Mihailovna no pudo menos de preguntar.

—Por inocencia, señora —respondió al momento muy agitada la maliciosa dama (que buscaba camorra a toda costa), pero terció el general:

Chère dame —dijo inclinándose ante Iulia Mihailovna—, sería mejor marcharse. Aquí no hacemos más que cohibirlos, y sin nosotros se divertirán de lo lindo. Usted ha hecho cuanto de su mano estaba, les ha abierto el salón para que bailen y ahora… déjelos en paz… Además, Andrei Antonovich no parece sentirse muy bien. Espero que no ocurra nada desagradable.

Pero ya era demasiado tarde.

Mientras duró la cuadrilla, Andrei Antonovich había estado observando a los danzantes con algo así como ceñuda perplejidad, y cuando se oyeron los primeros comentarios del público se puso a mirar inquieto a su alrededor cuando por primera vez notó la presencia de algunos de los que habían venido del buffet, y su rostro manifestó la más aguda extrañeza. De pronto estalló una sonora carcajada, fruto de una payasada de la cuadrilla: el editor de la «revista temible, aunque no de Petersburgo», que bailaba garrote en mano, concluyó que ya no aguantaba más los anteojos del «cuerdo pensamiento ruso» y, de pronto, sin saber dónde meterse, en la última figura se dirigió andando sobre las manos y con los pies en alto al encuentro de los anteojos, lo que se suponía que significaba la continua tergiversación del sentido común por parte de la «revista temible, aunque no de Petersburgo». Como el único que sabía andar con los pies en alto era Liamshin, él fue quien se había brindado a representar al editor del garrote. Por supuesto, Iulia Mihailovna no sabía que se iba a andar así. «¡Me lo ocultaron, me lo ocultaron!», me repetía después dolorida e indignada. Las risotadas de la gente habían sido provocadas no por la alegoría, que a nadie le importaba un comino, sino sencillamente por el espectáculo de un hombre que andaba con las manos en el suelo y los pies en el aire, en frac y con faldones. Lembke se enfureció y tembló como un azogado.

—¡Bellaco! —gritó señalando a Liamshin—. ¡Cojan al bribón y denle la vuelta…, denles la vuelta a los pies…, a la cabeza… para que la cabeza quede arriba… arriba!

Liamshin se puso de pie de un salto. Redoblaron las risas.

—¡Echen de aquí a todos los sinvergüenzas que se ríen! —ordenó Lembke.

La concurrencia empezó a refunfuñar y a reír a carcajadas.

—Eso no se puede hacer, Excelencia.

—No se puede insultar al público, señor.

—¡Tú también eres un idiota! —salió una voz de un rincón.

—¡Filibusteros! —gritó alguien desde el extremo opuesto.

Lembke se volvió al punto hacia el lugar de donde había salido el grito y se puso pálido. En sus labios apareció una sonrisa boba. Como si de súbito se hubiese enterado o acordado de algo.

—Señoras y señores —Iulia Mihailovna se dirigió a la multitud que se les venía encima. Al mismo tiempo, la señora intentaba arrastrar al marido consigo—. Señoras y señores, perdonen a Andrei Antonovich. Andrei Antonovich no se encuentra bien…, discúlpenlo…, ¡perdónenlo, señoras y señores!

Oí que decía «perdónenlo», así como suena. Todo ello ocurrió en un santiamén. Pero recuerdo bien que en ese momento mismo una parte del público se apresuraba a salir del salón como acometido de alarma, justamente después de que Iulia Mihailovna hubo pronunciado esas palabras. Incluso recuerdo el grito histérico de una mujer que decía entre lágrimas:

—¡Ay, vuelta a las andadas!

Y de pronto, en medio de esos apretujones junto a la puerta, estalló de nuevo una bomba, prueba de que se «había vuelto a las andadas».

—¡Fuego! ¡El barrio al otro lado del río está ardiendo!

Lo que no recuerdo es quién lanzó primero ese grito terrible: si alguien en las salas o, lo que es más probable, alguien que llegó corriendo de la escalera que conducía al vestíbulo; pero fue seguido de inmediato por un rugido tal que ni contarlo puedo. Más de la mitad de los asistentes al baile eran del otro lado del río, dueños o inquilinos de las casas de madera de allí. Se precipitaron a las ventanas, apartaron los cortinajes en un tris y arrancaron las persianas. Ardía el barrio entero. Era verdad que el fuego acababa de empezar, pero había prendido en tres sitios diferentes y eso era lo que aterrorizaba a todos.

—¡Es fuego intencionado! ¡Los obreros de Shpigulin! ¡Nadie más!

—¡Nos han metido aquí a todos para pegar fuego al barrio!

Este último grito, tan extraño, era el de una mujer, el grito inconsciente, involuntario, de alguien que perdía sus preciados bienes en el incendio. Todo el mundo se apelotonó a la salida. No intentaré describir las apreturas en el vestíbulo, cuando se buscaban gabanes, chalets y capotas, los chillidos de las mujeres espantadas, el llanto de las muchachas. No creo que nadie robara nada, pero no es extraño que en tal desorden algunos salieran de allí sin su ropa de abrigo por no poder encontrarla, lo cual ocasionó que por la ciudad circularan más tarde toda clase de leyendas debidamente retocadas. Lembke y Iulia Mihailovna estuvieron a punto de ser aplastados por la muchedumbre a la salida.

—¡Alto todo el mundo! ¡Que nadie salga! —gritó Lembke alargando el brazo con gesto de amenaza a los que se agolpaban a su alrededor—. ¡Registrar a todos, sin dejar uno! ¡Vamos, deprisa!

En el salón prorrumpieron en violentos denuestos.

—¡Andrei Antonovich! ¡Andrei Antonovich! —exclamó Iulia Mihailovna en el colmo de la desesperación.

—¡Deténgala a ella primero! —chilló él, apuntándola con dedo amenazante—. ¡Regístrenla a ella primero! ¡Han organizado el baile para pegar fuego a la ciudad!

Ella lanzó un grito y cayó desmayada (esta vez el desmayo fue sin duda genuino). El príncipe, el general y yo corrimos en su auxilio; hubo otros que también prestaron ayuda en ese difícil trance, incluso algunas señoras. Sacamos a la infeliz de aquel infierno y la llevamos a su carruaje, pero no volvió en sí hasta que llegamos a su casa, y su primer grito fue una vez más para Andrei Antonovich. Con el colapso de todas sus ilusiones, lo único que le quedaba era su marido. Mandaron a buscar un médico.

Y me quedé allí una hora entera y el príncipe hizo lo propio. El general, en un impulso de generosidad (aunque también había recibido un buen susto), quería permanecer toda la noche «junto al lecho de la infeliz», pero al cabo de diez minutos se quedó dormido en un sillón de la sala, donde lo dejamos en espera todavía del médico.

El jefe de policía, que había ido a toda prisa del baile al fuego, había logrado sacar del salón a Andrei Antonovich después de salir nosotros y quería que montara en el carruaje con su esposa, tratando a todo trance de convencer a Su Excelencia de que debía «descansar». Pero por algún motivo no lo consiguió. Andrei Antonovich no quería, por supuesto, que le hablaran de descanso; lo que quería era acudir al fuego, pero eso no era razón bastante. El jefe de policía acabó por llevárselo en su propia troika a ver el incendio. Más tarde dijo que durante el trayecto Lembke iba gesticulando y «proponiendo a voz en cuello ideas que, por lo extraordinarias, era imposible poner en práctica». Más adelante se hizo constar en un informe oficial que en tal ocasión Su Excelencia estaba delirante a consecuencia de un shock traumático.

No hay por qué detallar cómo acabó el baile. En él permanecieron unas cuantas docenas de juerguistas y con ellos algunas señoras. No había policía. A la banda la obligaron a quedarse y a los músicos que intentaron irse los golpearon de lo lindo. En la madrugada se echó abajo la «tienda de Prohorych», se bebió sin tino, se bailó de la manera más descocada, se cubrieron las salas de inmundicia; y sólo al amanecer algunos de los jaraneros, borrachos perdidos, se presentaron en el lugar del incendio para cometer allí nuevos desmanes. Los demás se quedaron dormidos en los salones, beodos como cubas, tumbados en los divanes de terciopelo y en el suelo mismo. Por la mañana, tan pronto como fue posible, los sacaron a la calle arrastrándolos por los pies. Así terminó el festival a beneficio de las institutrices de nuestra provincia.

Los demonios
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