3
Kirillov tomaba el té, sentado en su diván de cuero, tal como solía hacerlo diariamente a la misma hora. Recibió a sus huéspedes sin levantarse, los miró con cierta inquietud pero apenas hizo un gesto de sorpresa.
—Usted no se equivoca —dijo Piotr Stepanovich—. Ya sabe a lo que vengo.
—¿Hoy?
—No, no. Mañana… más o menos a esta hora.
Deprisa se sentó a la mesa y observó con cierto desasosiego la agitación de Kirillov. Enseguida, éste logró calmarse y volvió a su aspecto habitual.
—¿No le molesta que haya traído a Liputin? Esta gente todavía no lo cree.
—No, hoy no me molesta, pero mañana quiero estar solo.
—Pero no antes de que yo llegue, y por lo tanto en mi presencia.
—Desearía que no fuera delante de usted.
—No olvide que prometió escribir y firmar lo que yo le dictara.
—Me da igual. Pero ahora, ¿se va a quedar mucho tiempo?
—Me quedaré media hora, tengo que ver a un individuo; de modo que estaré esa media hora aquí, diga usted lo que diga.
Kirillov permaneció en silencio. Mientras tanto Liputin se había sentado bajo el retrato del obispo. El pensamiento desesperado de antes se enseñoreaba de él con mayor brío. Kirillov apenas se había fijado en él. Liputin conocía ya de antes la teoría de Kirillov y siempre se había reído de él; pero ahora callaba y miraba amargado a su alrededor.
—No rechazaría un vaso de té —dijo Piotr Stepanovich acercándose más a la mesa—. Acabo de comerme un bistec y esperaba que usted me ofreciera un té.
—Apruebo su decisión, sírvase.
—Antes usted mismo me lo servía —destacó Piotr Stepanovich con aspereza.
—Es lo mismo. También Liputin puede tomar uno.
—No, yo… no puedo.
—¿No quiere o no puede? —hostigó Piotr Stepanovich volviéndose rápido hacia él.
—No voy a tomar té aquí —dijo Liputin con presteza. Piotr Stepanovich frunció el ceño.
—Eso huele a mística. ¡Que me torturen si entiendo a gente como usted!
Nadie respondió. El silencio duró todo un minuto.
—Pero sí sé una cosa —agregó con brusquedad—, y es que no hay prejuicio que impida a ninguno de nosotros cumplir con su deber.
—¿Stavrogin se ha marchado?
—Sí.
—Bien hecho.
A Piotr Stepanovich le brillaron los ojos, pero se contuvo.
—A mí no me importa lo que piensen ustedes, con tal de que cada uno cumpla con su palabra.
—Yo cumpliré con la mía.
—A decir verdad, siempre he sabido que cumpliría usted con su deber como hombre independiente y progresista que es.
—Usted es divertido.
—Es posible. Me alegra divertirlo. Me gusta siempre complacer a la gente.
—¿Usted está deseando que me pegue un tiro y teme que de pronto decida no hacerlo?
—Sí; pero fue usted quien unió su plan con nuestros proyectos. Contando con su plan nosotros ya hemos hecho algo; de modo que ahora no puede echarse atrás porque nos engañaría.
—Ustedes no tienen derecho alguno a reclamar.
—Sí, lo sé. Es su libre voluntad, y nosotros no nos metemos en ella, siempre y cuando usted cumpla lo que se ha propuesto hacer.
—¿Debo hacerme responsable de todas las bajezas que han hecho ustedes?
—Escuche, Kirillov, ¿se ha acobardado? Si va a negarse, debe decirlo en este momento.
—No, no me acobardo.
—Si se lo pregunto es por la cantidad de preguntas que hace.
—¿Se va usted pronto?
—¿Otra pregunta?
Kirillov le dirigió una mirada despectiva.
—Es evidente —continuó Piotr Stepanovich crispándose cada vez más y sin dar con el tono adecuado— que quiere usted que me vaya para estar solo y concentrarse en sus cavilaciones, pero ésos son síntomas peligrosos, sobre todo para usted mismo. Usted piensa demasiado. A mi juicio, lo mejor sería hacerlo sin pensar. Y, a decir verdad, usted me inquieta.
—Sólo hay una cosa que me repugna, y es que en ese momento esté junto a mí un reptil como usted.
—¡Pero bueno, eso no importa! Si prefiere, ya mismo salgo de la casa y me paro en el escalón de entrada. Es muy mala señal que pronto a morir sólo se preocupe por estas nimiedades. Si así lo desea, me instalo en el escalón de entrada mientras usted piensa que no soy inteligente y que, además, como hombre estoy infinitamente por debajo de usted.
—Infinitamente no. Tiene algunas luces; pero no comprende muchas cosas porque es mezquino.
—Me alegro, me alegro. Ya he dicho antes que me alegro de entretenerle… en un momento como éste.
—Usted no comprende nada.
—Mire, en todo caso, yo… escucho con respeto.
—Usted no puede hacer nada. En este mismo instante es incapaz de disimular la sórdida inquina que siente, aunque no le conviene mostrarla. Logrará enojarme y entonces puede que lo demore medio año.
Piotr Stepanovich miró su reloj.
—Nunca he comprendido su teoría, pero sé que no la inventó para nosotros y que, por consiguiente, la pondrá en práctica aun sin nosotros. Sé también que no es usted el que se ha adueñado de la idea, sino la idea la que se ha adueñado de usted, y que, por lo tanto, no lo aplazará.
—¿Qué dice? ¿Está usted diciendo que la idea se ha adueñado de mí?
—Sí.
—¿Y no yo de la idea? Eso está bien. Tiene algo de juicio. Sólo que me está tomando el pelo y yo soy orgulloso.
—¡Muy bien, pero que muy bien! Eso es lo que justamente necesita: ser orgulloso.
—Si ha terminado usted el té, váyase.
—¡Demonios! Tendré que irme —Piotr Stepanovich se levantó—. Aunque todavía es temprano. Oiga, Kirillov. ¿Encontraré a ese tipo en casa de Myasnichiha? Ya sabe a quién me refiero. ¿O es que también ella miente?
—No lo encontrará porque no está allí, sino aquí.
—¿Cómo que está aquí? ¡Maldición! ¿Dónde?
—En la cocina, sentado comiendo y bebiendo.
—¿Cómo se atreve? —Piotr Stepanovich enrojeció de rabia—. Tenía que haber esperado… ¡Qué estupidez! No tiene ni pasaporte ni dinero.
—No sé. Ha venido a despedirse; está vestido y listo para la marcha. Se va para no volver. Dice que usted no tiene escrúpulos y que no quiere esperar a que le dé usted el dinero.
—Con que teme que yo…, que aun ahora podría, si… ¿Dónde está? ¿En la cocina?
Kirillov abrió una puerta lateral que daba a un cuarto pequeño y oscuro; tres escalones bajaban de él a la parte de la cocina donde, tras un tabique, la cocinera solía poner su catre. Allí, en un rincón bajo los iconos, estaba Fedka, sentado a una mesa de pino sin mantel. Tenía delante una botella de medio litro, un plato con pan y, en una cazuela de loza, un trozo de carne fría con papas. Comía despacio y estaba ya medio ebrio, pero llevaba puesta la chaqueta y era evidente que estaba por marcharse. Tras el tabique hervía el samovar, pero no para Fedka, que durante una semana había soplado las brasas todas las noches, sino para «Aleksei Nilych, que tenía la costumbre de beber té de noche». Creo firmemente que, como no tenía cocinera, fue el propio Kirillov quien le había cocinado a Fedka la carne y las papas esa mañana.
—¿Qué te has creído? —gritó Piotr Stepanovich bajando al cuarto—. ¿Por qué no aguardaste como se te había ordenado? —dijo alzando el brazo y dando un fuerte golpe en la mesa. Fedka se enderezó con dignidad en su asiento.
—Más despacio, Piotr Stepanovich, más despacio —dijo marcando nítidamente cada palabra—. Tu primera obligación es hacerte cargo de que estás de visita de cumplido en casa del señor Kirillov, Aleksei Nilych, a quien ni siquiera mereces limpiar las botas, porque comparado contigo es un hombre educado, mientras que tú no eres sino esto… —y volviendo la cabeza con desdeñosa altanería hizo ademán de escupir. Eran notorias su arrogancia, su determinación y cierta intención muy peligrosa de entablar un debate razonable antes de que se produjera la explosión. Pero Piotr Stepanovich no estaba ya en condiciones de darse cuenta del peligro. Liputin observaba la escena con curiosidad desde el cuartucho oscuro, en lo alto de los escalones.
—¿Quieres o no tener un pasaporte válido y dinero contante para ir donde se te ha dicho? ¿Sí o no?
—Piotr Stepanovich, tú me has embaucado desde el principio, y siempre te has portado conmigo como un perfecto inescrupuloso. Como un mismísimo asqueroso piojo humano (así es como yo te veo). Me prometiste un montón de dinero por derramar sangre inocente y juraste que era para el señor Stavrogin, aunque ahora resulta que eso fue sólo tu falta de educación. Yo no he sacado de esto ni un centavo; y mucho menos, que digamos, mil quinientos rublos. Y el señor Stavrogin te dio hace poco una trompada en las narices, cosa de la que ya nos hemos enterado. Ahora vuelves a amenazarme y a prometerme dinero, pero sin decir para qué es. Y ya nadie me saca la idea de que me mandas a Petersburgo para vengarte del señor Stavrogin, Nikolai Vsevolodovich, porque así eres de rencoroso, y quieres aprovecharte de que soy un hombre confiado. Eso demuestra que eres tú el verdadero asesino. ¿Y sabes lo que mereces porque en la maldad de tu corazón has dejado de creer en Dios mismo, el Creador verdadero? No eres más que un idólatra, de la misma pasta que un tártaro o un mordva. Aleksei Nilych, que es filósofo, te ha explicado un montón de veces al Dios verdadero, al Creador, y también la creación del universo mundo, y lo que será de nosotros en el tiempo del futuro, y en qué se cambiarán todas las criaturas y todas las bestias del Apocalipsis. Pero tú, como ídolo sin seso que eres, sigues emperrado en tu ceguera y mudez; y a eso has llevado también al alférez Erkel, igualito que ese seductor maligno llamado el ateo…
—¡Perro borracho! ¡Él es quien roba los iconos y ahora nos viene a predicar!
—Escúchame, Piotr Stepanovich, eso de robar los iconos es verdad; pero me quedé solamente con las perlas. ¿Y tú qué sabes? Puede ser que en ese mismísimo momento una lágrima mía se volviera perla en el horno del Altísimo por las penas que he sufrido en este mundo, visto y sabido que soy un pobre huérfano que no tiene quién mire por él. Deberás saber por los libros que una vez, allá en los tiempos antiguos, un mercader, también con oraciones y suspiros tristes, robó una perla del nimbo de la Madre de Dios y después, de rodillas y ante toda la gente, puso el precio entero de la perla a los pies de la Divina Madre, y ella lo tapó con su manto ante los ojos de todos, de modo y manera que inclusive entonces lo tuvieron por milagro y las autoridades lo mandaron escribir palabra por palabra en los libros imperiales. Mientras que tú lo que hiciste fue meter un ratón, con lo que insultaste el dedo mismo de Dios. Y si no fueras mi amo natural, a quien llevé en brazos cuando yo era así de insignificante, te mataría ahora mismo sin moverme de aquí.
Piotr Stepanovich estalló en violenta furia.
—Dime la verdad, ¿has visto hoy a Stavrogin?
—No tienes ningún derecho a preguntarme eso. El señor Stavrogin te mira, digamos, con asombro, y no tuvo nada que ver en esto. No quería que se hiciera, no mandó que se hiciera y no dio dinero para que se hiciera. Fuiste tú el que me empujó.
—Recibirás el dinero y dos mil más cuando llegues a Petersburgo.
—Mientes, caballerito, y me da risa ver lo simple que eres. Comparado contigo, el señor Stavrogin está en lo alto de la escalera, y tú le ladras desde abajo como un perro roñoso; y te honraría con sólo lanzarte un escupitajo.
—Bribón —dijo Piotr Stepanovich rabioso—, no te permitiré salir de aquí y te entregaré sin más ni más a la policía.
Fedka se levantó de un salto con ojos fulgurantes. Piotr Stepanovich sacó el revólver. Entonces sobrevino una escena tan fugaz como repulsiva: antes de que Piotr Stepanovich pudiera apuntar, Fedka se dio vuelta sorpresivamente y le asestó una trompada certera en el rostro. Enseguida le dio otro golpe terrible, luego un tercero y un cuarto, todos en la mejilla. Piotr Stepanovich quedó aturdido, con los ojos desorbitados; murmuró algo y se desplomó sin remedio.
Con aire triunfal Fedka gritó «¡Ahí lo tiene! ¡Agárrelo!» a Kirillov. Dicho esto recogió su gorro, sacó sus pertenencias de debajo del banco y se fue. Piotr Stepanovich yacía inconsciente, respirando a duras penas. Liputin pensó que Fedka lo había matado. Kirillov corrió hasta la cocina pidiendo agua, que sacó de un cubo con un cucharón de hierro. Luego roció la cabeza del caído. Piotr Stepanovich reaccionó lentamente y en cuanto pudo ver a Liputin, que lo espiaba desde la cocina, se sonrió con su odiosa sonrisa y se puso de pie de un salto, recogiendo el revólver del suelo.
—Si tiene pensado escaparse mañana como ese canalla de Stavrogin —dijo abalanzándose sobre Kirillov, pálido y sin poder articular bien las palabras—, aunque se vaya a las antípodas… lo aplastaré como a una mosca…, lo ahorcaré…, ¿me entiende?
Y le puso a Kirillov el revólver en la frente; pero recobrando en ese momento su autodominio se guardó el revólver en el bolsillo y, sin decir una palabra más, salió corriendo de la casa. Liputin corrió tras él. Piotr Stepanovich apresuró tanto el paso por la calleja que Liputin apenas podía alcanzarlo. Al llegar a la primera bocacalle, Piotr Stepanovich se detuvo.
—Y bueno, ¿qué? —dijo, volviéndose a Liputin con aire de reto.
Liputin tuvo en cuenta el revólver y recordaba todavía trémulo la escena que había presenciado; pero la respuesta, repentina e involuntaria, le vino por sí sola a los labios.
—Creo…, creo que no están esperando a ese «estudiante» con tanta impaciencia «desde Smolensk a Tashkent».
—¿Vio usted lo que estaba bebiendo Fedka?
—¿Lo que estaba bebiendo? Vodka, bebía vodka.
—Entonces escuche bien lo que le digo: es la última vez en su vida que bebe vodka. Téngalo en cuenta y recuérdelo. Y ya basta, ahora váyase al infierno, váyase, nadie lo necesita hasta mañana… Pero ¡cuidado, Liputin! No cometa errores.
Liputin corrió como un loco hacia su casa.