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La letra era, en efecto, extranjera: tres hojas pequeñas de papel corriente, impresas y cosidas. Seguramente habían sido impresas secretamente en una tipografía rusa en el extranjero y, a primera vista, se parecían mucho a los pasquines políticos. El título decía: «De Stavrogin».

Intercalo este documento literalmente en mi crónica. Cabe sospechar que ya muchos lo conocen. Sólo me he permitido corregir las faltas de ortografía, que son bastante numerosas y no dejan de sorprenderme, dado que el autor era un hombre instruido y de amplias lecturas (por supuesto, hablando relativamente). En el estilo no he cambiado nada, no obstante sus incorrecciones y oscuridades. Es evidente, en todo caso, que el autor no tiene pizca de literato.

De Stavrogin.

Yo, Nikolai Stavrogin, oficial del ejército en situación de retiro, estuve viviendo en el año 186… en Petersburgo, entregado al libertinaje, en el que no hallé deleite. En esa época, y durante algún tiempo, tomé en alquiler tres viviendas. Una de ellas la ocupaba yo mismo, en habitaciones amuebladas y con pupilaje y servicio, y allí también vivía entonces María Lebiadkina, en la actualidad mi esposa legítima. Las otras dos viviendas las alquilaba por meses para mis citas amorosas: en una de ellas recibía a una señora que estaba enamorada de mí y en la otra a su doncella; y durante algún tiempo me tentó la idea de que señora y doncella se encontrasen en mi apartamento en presencia del marido de aquélla y de mis amigos. Conociendo el carácter de ambas, esperaba divertirme mucho con esa estúpida broma.

Mientras iba preparando este encuentro, tuve que visitar más a menudo una de las dos viviendas que alquilaba en una casa grande de la calle Gorohovaya, pues era allí donde me reunía con la doncella. Allí, en el cuarto piso, tenía sólo una habitación que había tomado en arrendamiento a una familia rusa de la clase artesana. Ellos vivían en la habitación contigua, mucho más pequeña, tanto así que la puerta que daba paso de su habitación a la mía estaba siempre abierta, que era lo que yo quería. El marido trabajaba en una oficina y pasaba todo el día fuera. La esposa, de unos cuarenta años, se ocupaba en cortar y coser ropa usada para hacerla parecer nueva, y también salía de la casa con frecuencia para entregar su trabajo. Yo me quedaba solo con la hija, que por su aspecto era todavía muy niña. Se llamaba Matriosha. Su madre la quería, pero le pegaba a menudo y, según costumbre de esa gente, le chillaba a más y mejor. Esta muchacha me servía de criada y me hacía la cama detrás de un biombo. Declaro que he olvidado el número de la casa. Ahora, después de una indagación, sé que esa casa vieja ha sido derribada y revendido el solar; donde antes hubo dos o tres casas hay ahora una nueva grande. También he olvidado el apellido de mis caseros (quizá tampoco lo sabía entonces). Recuerdo que la mujer se llamaba Stepanida, de patronímico Mihailovna, según creo. El del marido no lo recuerdo. Quiénes eran, de dónde eran y dónde estarán ahora es algo que ignoro en absoluto. Supongo que si la policía de Petersburgo se pusiera a buscarlos e hiciera todas las indagaciones posibles se podría encontrar rastro de ellos. La entrada a la vivienda estaba en el patio, en un rincón. Todo esto ocurrió en junio. La casa estaba pintada de azul claro.

Un día desapareció de mi casa un cortaplumas que no necesitaba para nada y que andaba tirado por allí. Se lo dije a la patrona, sin pensar en que ésta daría una paliza a su hija por ese motivo. Pero la patrona acababa de echar una bronca a la chica (yo vivía con ellos en familia y no se andaban con cumplidos en mi presencia) por la pérdida de algún trapo, sospechando que la pequeña lo había sustraído, e incluso le había dado un tirón de pelos. Cuando el trapo fue hallado bajo el mantel, la muchacha no dijo una sola palabra de queja y se limitó a mirar a su madre en silencio. Yo lo noté, y fue cabalmente entonces cuando por vez primera vi bien el rostro de la muchacha, en el que apenas había reparado hasta entonces. Era rubia y pecosa, de rostro común y corriente, pero con algo muy infantil y agradable, sumamente agradable. A la madre no le hizo pizca de gracia que la hija no se quejara del inmerecido castigo y levantó el puño, pero no la golpeó; y en ese instante preciso salió a relucir lo de mi cortaplumas. En realidad, aparte de nosotros tres, no había nadie más allí, y sólo la muchacha entraba detrás del biombo. La mujer estalló de furia por haber pegado injustamente a la chica por primera vez, y corrió a buscar el escobón, le arrancó unas cuantas cerdas y azotó a la muchacha en mi presencia hasta levantarle ronchas. Matriosha no lloró por los azotes, pero gemía de modo extraño a cada golpe. Y después siguió gimiendo durante toda una hora.

Pero antes de eso hubo lo que digo a continuación: en el momento mismo en que la patrona corría a buscar el escobón para arrancarle las cerdas, vi mi cortaplumas en la cama, adonde había ido a parar desde la mesa. Al punto se me ocurrió que no diría nada para que azotaran a la muchacha de nuevo. Fue una decisión instantánea: en tales momentos siempre se me corta el aliento. Pero he determinado contarlo todo de manera que en adelante nada quede oculto.

Toda situación extremadamente vergonzosa, completamente degradante, detestable y, sobre todo, ridícula, en que me he hallado en mi vida ha despertado siempre en mí, junto con una cólera desmedida, un deleite indescriptible. Así lo he sentido en los momentos en que cometía un delito y en aquellos otros en que mi vida ha estado en peligro. Si hurtaba algo, sentía al cometer el hurto una exaltación provocada por la conciencia de mi infamia. No era que la infamia me atrajese (en esto mi juicio se mantenía cuerdo), sino que la conciencia torturante de mi villanía me agraciaba. De igual modo, cada vez que en un duelo estaba junto a la barrera esperando el disparo de mi adversario, experimentaba la misma sensación vergonzosa y frenética; y en una ocasión con intensidad extraordinaria. Confieso que a menudo yo mismo la buscaba, porque para mí era la sensación más fuerte entre todas las de su género. Cuando recibía una bofetada (y he recibido dos en mi vida) me pasaba lo mismo, a pesar de la terrible cólera. Pero si conseguía contener la cólera, el deleite sobrepasaba cuanto es posible imaginarse. A nadie he hablado nunca de esto, ni siquiera he aludido a ello, y lo he ocultado como algo ignominioso y humillante. Pero cuando una vez, en Petersburgo, me apalearon sin misericordia en una taberna y me arrastraron del pelo, no experimenté esa sensación, sino sólo una ira inaudita. Como no estaba ebrio, decidí sencillamente pelear. Pero si quien me agarró del pelo y me tiró al suelo hubiera sido el vizconde francés que me dio un bofetón en el extranjero, y a quien por ello arranqué la mandíbula inferior de un tiro, habría sentido esa exaltación y quizá no cólera. Al menos, así me pareció entonces.

Cuento esto para que sepan todos que esa sensación nunca se enseñoreó de mí por completo; siempre conservaba el pleno dominio de mis facultades (y, en realidad, todo depende de eso). Y aunque podía empujarme al borde de la locura, nunca logró privarme de ese dominio. Llegaba casi al estallido, pero siempre podía regularlo a voluntad, incluso reprimirlo antes de que se produjese; ahora bien, por mi parte no deseaba esto último. No me cabe duda de que podría vivir como un monje toda la vida, a pesar de la voluptuosidad bestial de que estoy dotado y que siempre he tratado de provocar. Habiéndome entregado hasta los dieciséis años con notable inmoderación al vicio que confesaba Jean-Jacques Rousseau, dejé de practicarlo a los diecisiete, en el minuto mismo en que me lo había propuesto. Soy siempre dueño de mí mismo cuando quiero serlo. Por lo tanto, hago constar que no quiero que se me juzgue irresponsable de mis delitos, achacándolos al medio ambiente en que he vivido o a la enfermedad.

Una vez terminada la azotaina, me metí el cortaplumas en el bolsillo del chaleco y al salir a la calle lo tiré, lejos de la casa para que nadie lo encontrase. Entonces esperé dos días. La muchacha, después de haber llorado, se volvió más taciturna que antes. Tengo la seguridad de que no estaba resentida conmigo. Aunque sin duda sentía vergüenza de que la castigaran de ese modo en mi presencia, ahora no lloraba, sino que gemía bajo los golpes, indudablemente porque yo estaba allí y lo había visto todo. Pero, como una niña que era, de esa vergüenza se culpaba seguramente a sí misma. Acaso hasta entonces sólo me había tenido miedo, no a mí como persona, sino como inquilino, como un extraño, y, por lo visto, era extremadamente tímida.

Fue justamente por esos días cuando me hice la pregunta de si debía irme y abandonar el proyecto que había tramado; y al punto sentí que sí podía hacerlo, que podía hacerlo en cualquier momento y en ese instante. También por esos días quería matarme, aquejado del morbo de la indiferencia; o, mejor dicho, no sé por qué. En esos dos o tres días (ya que era necesario aguardar a que la chica se olvidara de todo), probablemente para desviarme de mi obsesión, o por pura diversión, cometí un hurto, que ha sido el único que he cometido en mi vida.

En esas habitaciones vivía hacinada mucha gente. Entre ella había un empleado del Estado con su familia, en dos cuartos amueblados. Era hombre de unos cuarenta años, nada tonto y de aspecto decente, aunque pobre. Yo no alternaba con él, y él, por su parte, tenía miedo de la pandilla que me rodeaba por aquel entonces. Acababa de cobrar su sueldo: treinta y cinco rublos. Lo que me empujó fue que en ese momento andaba yo, en efecto, necesitado de dinero (aunque lo recibí por correo cuatro días después), de modo que hasta cierto punto iba a robar por necesidad y no por broma. Lo hice con desfachatez y descaro: sencillamente entré en la vivienda cuando su mujer, los niños y él estaban comiendo en el otro cuartito. Allí, en una silla al lado de la puerta, estaba doblado su uniforme. La idea se me ocurrió de buenas a primeras cuando estaba aún en el pasillo. Metí la mano en el bolsillo y saqué el portamonedas. Pero el empleado debió de oír algún ruido, porque asomó la cabeza por la puerta de su habitación. Al parecer, vio efectivamente algo, pero como, por supuesto, no lo vio todo, no dio crédito a sus ojos. Yo le dije que, al pasar por delante de su puerta, había entrado a ver qué hora era en su reloj de pared. «Está parado, señor», dijo, y yo salí.

Por aquellos días solía beber mucho y en mis habitaciones se juntaba toda una cuadrilla, en la que figuraba también Lebiadkin. Tiré el portamonedas con la calderilla que en él había y me quedé con los billetes. Había treinta y dos rublos, en tres billetes de diez y dos de uno. Cambié enseguida uno de diez y mandé por champaña; después mandé a cambiar el segundo de diez y luego el tercero. Unas cuatro horas más tarde, ya había anochecido, el empleado me estaba esperando en el pasillo.

—Nikolai Vsevolodovich, cuando entró usted hace un rato, ¿no dejó caer al suelo sin querer el uniforme que estaba en la silla… junto a la puerta?

—No. No recuerdo. ¿Tenía usted allí un uniforme?

—Sí, allí estaba.

—¿En el suelo?

—Primero en la silla y luego en el suelo. ¿Lo levantó usted?

—Sí. ¿Qué más se le ofrece?

—Nada, en ese caso, señor…

No se atrevió a seguir ni a decírselo a nadie en la casa, tan pusilánime es esa gente. Además, todos en la casa me tenían un miedo atroz y me respetaban. Más tarde me divertía cambiar miradas con él en el pasillo, pero pronto acabé por aburrirme.

Tres días después volví a la calle Gorohovaya. La madre estaba a punto de salir llevando un envoltorio; el marido, por supuesto, no estaba en casa. Quedábamos solos Matriosha y yo. Las ventanas estaban abiertas. La casa estaba ocupada por artesanos y de todos los pisos llegaba durante el día ruido de martillazos y de gente cantando. Pasó cerca de una hora. Matriosha estaba sentada en su cuartito, en un banquillo, con la espalda vuelta hacia mí y haciendo algo de costura. Al cabo comenzó de pronto a cantar en voz baja, muy baja, cosa que hacía a veces. Saqué el reloj y miré la hora: eran las dos. El corazón empezó a palpitarme con fuerza; pero de repente volví a la pregunta de si podía refrenarme y al momento me contesté que sí. Me levanté, fui furtivamente a donde ella estaba. En las ventanas tenían muchos geranios y el sol brillaba intensamente. Me senté en el suelo, junto a ella. Ella se estremeció; al principio se asustó sobremanera y se levantó de un brinco. Le cogí una mano y se la besé suavemente, la obligué a sentarse de nuevo en el banquillo y me puse a mirarla a los ojos. Cuando le besé la mano se puso a reír como una criatura, pero sólo un instante, porque se levantó con un respingo por segunda vez y ahora con miedo tal, que vi un espasmo en su rostro. Me miraba con ojos inmóviles de espanto y le empezaron a temblar los labios como si fuera a llorar, pero no lloró. Otra vez le besé la mano y la hice sentarse en mis rodillas. Le besé la cara y las piernas. Cuando le besé las piernas se apartó bruscamente y se sonrió como avergonzada, con una sonrisa ambigua. Se puso como la grana de vergüenza. Yo, mientras tanto, seguía susurrándole cosas al oído. Por último, sucedió algo tan extraño que nunca lo olvidaré y que me dejó maravillado: la muchacha me echó los brazos al cuello y empezó a besarme apasionadamente. Su rostro expresaba un arrobo sin límites. Estuve a punto de levantarme e irme, tan desagradable me parecía esa conducta en una niña por la que de pronto sentí lástima. Pero dominé mi repentino sentimiento de horror y… me quedé.

Cuando todo concluyó, pareció turbada. No intenté tranquilizarla y ella, por su parte, dejó de acariciarme. Me miraba sonriendo con timidez. De improviso, su semblante me pareció estúpido. Su turbación crecía por momentos. Por fin se tapó la cara con las manos y se fue a un rincón, donde permaneció de pie, inmóvil, con el rostro vuelto a la pared. Temí que volviera a asustarse como lo había hecho un rato antes y, sin decir palabra, salí de la casa.

Sospecho que todo lo ocurrido acabó por parecerle infinitamente abominable, un horror mortal. No obstante las palabrotas rusas que seguramente había oído desde la cuna, sin contar toda clase de peregrinas conversaciones, estoy absolutamente convencido de que aún no se daba cuenta de nada. De seguro que, en definitiva, creyó haber cometido un delito terrible y que era culpable de un pecado mortal. «Había matado a Dios».

Esa noche tuve la reyerta en la taberna a que ya he aludido de paso. Pero me desperté a la mañana siguiente en mi habitación, adonde me había llevado Lebiadkin. Mi primer pensamiento al despertar fue si ella habría hablado o no. Fue un momento de auténtico terror, si bien aún no muy intenso. Esa mañana estuve muy alegre y amable con todos, y toda la pandilla quedó muy contenta de mí. Pero los dejé a todos y fui a la calle Gorohovaya. Tropecé con Matriosha en el zaguán. Venía de una tienda adonde la habían mandado a comprar verdura. Al verme, se asustó en extremo y subió como una flecha la escalera. Cuando entré, su madre le había dado ya un par de bofetadas por irrumpir en el cuarto como un ciclón, con lo que pudo disimular el verdadero motivo del espanto. Así, pues, todo iba bien por el momento. Pareció ocultarse en algún sitio y no salió mientras estuve allí. Pasé allá cosa de una hora y me marché.

Al anochecer volví a sentir miedo, pero ahora incomparablemente más intenso. Claro que podía negarlo todo, pero se me podía coger en una mentira. Sobre mí se cernía el espectro de una condena a trabajos forzados. Nunca había conocido el miedo y salvo en este caso, nunca había temido nada, ni antes ni después; ni siquiera Siberia, adonde podía haber sido deportado más de una vez. Pero en esta ocasión, no sé por qué motivo, estaba alterado y sentía verdadero espanto por primera vez en mi vida, sensación sumamente dolorosa. Además, esa noche, en mi cuarto, llegué a odiarla hasta el extremo de resolver que la mataría. El motivo principal de mi odio era el recuerdo de su sonrisa. Empecé a sentir desprecio e intensa repugnancia al recordar cómo después de lo ocurrido se había metido en el rincón y tapado la cara con las manos; me dominaba una rabia inexplicable a la que siguieron escalofríos; y cuando al alba empecé a sentir fiebre, volvió la sensación de espanto, pero ahora tan aguda que no he conocido tormento más intenso que ella. Ahora bien, ya no odiaba a la muchacha; al menos no llegué al paroxismo de la noche antes. Noté que el terror agudo ahuyenta por completo el odio y el propósito de venganza.

Me desperté cerca de mediodía, sintiéndome bien y hasta pasmado por algunas de las sensaciones de la víspera. Estaba, sin embargo, de mal humor y obligado a volver a la calle Gorohovaya a pesar de la aversión que sentía. Recuerdo que en el camino deseaba ardientemente reñir con alguien, siempre y cuando fuera una riña violenta. Pero al llegar a la calle Gorohovaya encontré inopinadamente en mi cuarto a Nina Savelievna, la doncella, que llevaba ya una hora esperándome. Yo no sentía cariño alguno por esta muchacha, y así, pues, ella había venido medio asustada creyendo que podía enfadarme por su no solicitada visita. Pero de pronto me sentí muy contento de verla. La chica no era fea, pero modesta y con los melindres a que es tan afecta la baja clase media, por lo que mi patrona me la estuvo alabando mucho tiempo. Encontré a las dos tomando café, y a la patrona sumamente satisfecha de la agradable conversación. En un rincón del cuarto vi a Matriosha. Estaba de pie y miraba, sin moverse, a su madre y la visitante. Cuando entré no se escondió, como lo había hecho antes, ni salió corriendo. Lo único era que parecía haber adelgazado mucho y que tenía calentura. Estuve amable con Nina y cerré la puerta a la patrona, cosa que no había hecho en mucho tiempo, de lo que Nina quedó contentísima. Salimos juntos y no volví a la calle Gorohovaya en dos días. Aquello ya me aburría.

Determiné acabar con todo, dejar mis habitaciones y marcharme de Petersburgo. Pero cuando fui a dar aviso a la patrona la hallé alarmada y afligida. Hacía tres días que Matriosha estaba enferma, tenía fiebre por la noche y deliraba. Pregunté, por supuesto, qué decía en su delirio (hablábamos en voz baja en mi cuarto). Me susurró que su hija decía «cosas horribles»: «He matado a Dios». Propuse que se llamara a un médico a costa mía, pero ella no quiso: «Pasará, si Dios quiere. No está todo el tiempo en cama; sale durante el día. Y hace un momento volvió de la tienda». Resolví ver a Matriosha a solas, y como la patrona dijo que sobre las cinco tenía que ir a Petersburgo, decidí volver al atardecer.

Comí en una taberna. A las cinco y cuarto en punto volví. Abría siempre con mi propia llave. No había allí nadie más que Matriosha. Estaba acostada en la cama de la madre, detrás del biombo, y la vi asomarse, pero hice como si no lo notara. Todas las ventanas estaban abiertas. El aire de fuera era tibio, caluroso casi. Estuve yendo y viniendo por el cuarto y me senté en el sofá. Lo recuerdo todo hasta el último momento. Me causaba verdadera satisfacción no hablar con Matriosha. Estuve esperando, sentado allí, durante toda una hora, cuando de pronto salió de un brinco de detrás del biombo. Oí el impacto de sus pies en el suelo cuando saltó de la cama, luego pasos bastante rápidos, y ella apareció en el umbral de mi habitación. Me miró en silencio. En los cuatro o cinco días que no la había visto de cerca había, en efecto, adelgazado mucho. Su rostro parecía apergaminado y la cabeza probablemente le ardía. Los ojos se habían agrandado y estaban fijos en mí, sin pestañear, con curiosidad inerte, o así creía al principio. Me senté en un extremo del sofá y la miré sin moverme. Y de súbito volví a odiarla. Ahora bien, no tardé en darme cuenta de que no me tenía miedo alguno, aunque quizá seguía delirando. Pero no lo estaba en absoluto. De buenas a primeras empezó a menear la cabeza, como en señal de reproche, levantó su puño diminuto y me amenazó con él desde donde estaba. Al primer instante este movimiento me pareció ridículo, pero pronto no pude soportarlo más: me levanté y me acerqué a ella. Su rostro reflejaba una desesperación que resultaba intolerable en la cara de una niña. Seguía amenazándome con su pequeño puño y moviendo la cabeza en gesto de reproche. Me acerqué un poco más y empecé a hablarle cautelosamente, pero vi que no me entendía. Entonces se tapó de pronto la cara con las manos, impulsivamente, como lo había hecho antes, se apartó de mí y fue a la ventana, volviéndome la espalda. No acierto a comprender cómo no me fui entonces y por qué me quedé, como en espera de algo. Pronto oí de nuevo sus pasos ligeros. Salió al descansillo de la escalera. Yo fui corriendo a mi puerta y la entreabrí a tiempo para ver que la muchacha entraba en el exiguo cuarto de trastos, semejante a un gallinero, contiguo al retrete. Por mi mente cruzó un pensamiento extraño. Dejé la puerta entreabierta y volví a la ventana. Por supuesto, aún era imposible creer en ese fugaz pensamiento; «y sin embargo…». (Lo recuerdo absolutamente todo).

Un momento después miré el reloj y tomé nota mental del tiempo. Anochecía. Por encima de mí zumbaba una mosca que vino a posarse en mi cara varias veces. La atrapé, la tuve cogida entre los dedos y la arrojé por la ventana. Allá abajo entró con gran estrépito un carro en el patio; y con voz de trueno (y desde hacía tiempo) un sastre, sentado a su ventana en un rincón del patio, cantaba una canción. Estaba trabajando y yo podía verlo desde donde estaba. Se me ocurrió que, puesto que nadie me había visto entrar en el portal y subir la escalera, era, por tanto, necesario que nadie me viera cuando bajase, y aparté a ese fin la silla de la ventana. Cogí un libro, pero lo tiré; me puse a mirar una araña minúscula de color rojizo en una hoja de geranio y perdí la noción del tiempo. Lo recuerdo todo hasta el último instante.

De pronto saqué el reloj. Habían pasado veinte minutos desde que ella salió. La conjetura tomaba visos de probabilidad. No obstante, decidí esperar un cuarto de hora más. Pensé que quizás habría vuelto sin que yo la oyera, pero era imposible. Reinaba un silencio mortal y se podía oír el vuelo de una mosca. El corazón empezó a palpitarme de nuevo con fuerza. Miré el reloj: faltaban tres minutos para el cuarto de hora, y durante ellos permanecí sentado, aunque el corazón me martilleaba dolorosamente. Entonces me levanté, me puse el sombrero, me abroché el gabán y miré en torno para ver si todo quedaba en el sitio de antes, a fin de no dejar indicios de mi visita. Acerqué la silla un poco más a la ventana, como antes había estado. Por último, abrí la puerta sin hacer ruido, la cerré con llave y fui al cuarto de trastos. Estaba cerrado, pero no con llave; sabía que no se cerraba con llave, pero no quise abrir la puerta. Así, pues, me puse de puntillas y miré por una rendija. En ese preciso instante, cuando estaba de puntillas recordé que cuando estaba sentado junto a la ventana mirando la araña rojiza y olvidado de todo, había pensado que me pondría de puntillas y miraría por esa misma rendija. Con la mención de este detalle quiero demostrar taxativamente hasta qué punto estaba en pleno dominio de mis facultades mentales. Estuve mirando largo rato por la rendija; dentro estaba oscuro, pero no del todo. Por fin vi lo que quería ver para cerciorarme por completo.

Decidí al cabo que podía irme y bajé la escalera. No tropecé con nadie. Tres horas después estábamos todos tomando té en nuestras habitaciones, en mangas de camisa y jugando a las cartas con una baraja vieja. Lebiadkin recitaba versos. Se contaban muchas historietas y, como de propósito, todas ellas eran divertidas y jocosas, no necias como lo eran por lo común.

También andaba por allí Kirillov. Nadie estaba bebido, aunque había una botella de ron, pero sólo Lebiadkin se echaba un trago de vez en cuando. Prohor Malov hizo notar que «cuando Nikolai Vsevolodovich está contento y no abatido, todos nosotros nos ponemos alegres y damos muestras de agudeza». Recordé eso entonces.

Ya estaban para dar las once cuando entró corriendo la hijita del portero con un recado para mí de la calle Gorohovaya: Matriosha se había ahorcado. Fui con la muchacha y vi que la patrona misma no sabía a santo de qué había mandado por mí. Gemía y se aporreaba la cabeza, todo allí andaba manga por hombro, se agolpaba la gente y había llegado la policía. Estuve un rato en el zaguán y me fui.

Apenas me importunaron, aunque, por supuesto, me hicieron las preguntas de rigor. Pero aparte de que la muchacha estaba enferma y deliraba en los últimos días y de que yo había ofrecido llamar a un médico a mi costa, no pude declarar nada. Me preguntaron asimismo acerca del cortaplumas y dije que la patrona había pegado a la chica, pero que ello no había sido cosa mayor. Nadie sabía que yo había estado allí esa tarde. Del resultado de la autopsia nunca supe nada.

No volví por allá en ocho días. (Fui a dar aviso a la patrona de que dejaba la habitación, pero eso fue bastante tiempo después del entierro). La patrona seguía llorando, aunque ya había vuelto a trajinar con sus guiñapos y su costura habitual. «La ofendí por lo del cortaplumas de usted», me dijo, pero sin especial reproche. Liquidé mi cuenta y di como pretexto de mi partida que no podía recibir allí a Nina Savelievna después de lo ocurrido. Cuando nos despedimos, volvió a colmar de alabanzas a Nina Savelievna. Y al salir le di cinco rublos más de los que le debía por el alquiler de la habitación.

Lo más notable era que también entonces sentía hastío de vivir, un hastío mortal. El incidente de la calle Gorohovaya, una vez sorteado el peligro, lo habría olvidado del todo, como lo demás que sucedió a la sazón, si no hubiera recordado con ira durante algún tiempo lo cobarde que había sido. Desahogaba mi cólera en el primero que se presentaba. Por esos días, y sin motivo alguno, se me ocurrió la idea de arruinar mi vida, pero sólo del modo más repugnante posible.

Una vez, cuando observaba a la coja María Timofeyevna Lebiadkina, que a veces me limpiaba las habitaciones y aún no había perdido el juicio, sino que sólo era retrasada mental, enamorada secretamente de mí (de lo que se habían enterado mis amigos), resolví de buenas a primeras casarme con ella. La idea de que Stavrogin se casase con una criatura tan ínfima me excitaba los nervios. Nada más monstruoso cabía imaginar. Ahora bien, no alcanzo a poner en claro si en esa decisión mía entraba inconscientemente (¡claro que inconscientemente!) la cólera que me dominaba por la ruin cobardía que había mostrado después de lo de Matriosha. Francamente, no lo creo. Sea como fuere, no me casé con ella «por una apuesta de una botella de vino tras una comida en que todos nos emborrachamos». Los testigos de la boda fueron Kirillov y Piotr Verhovenski, que se hallaban casualmente en Petersburgo, además del propio Lebiadkin y Prohor Malov (que ya ha muerto). Nadie más lo supo y éstos dieron palabras de no divulgarlo. El silencio siempre me ha parecido una vileza, pero hasta aquí nadie lo ha violado. Ahora tengo intención de hacer público mi matrimonio, junto con todo lo demás.

Después de casarme visité a mi madre en provincias. Fui allí para distraerme, porque aquello me resultaba intolerable. Tras de mí quedó en nuestra ciudad la noción de que estaba loco, noción que aún persiste y, sin duda, me perjudica, como explicaré más adelante. Luego me fui al extranjero, donde pasé cuatro años.

Estuve en Oriente, en el monasterio del monte Atos, donde asistí a oficios nocturnos que duraban ocho horas, estuve en Egipto, viví en Suiza y hasta visité Islandia. Pasé un año estudiando en la universidad de Göttingen. Durante el último año trabé amistad en París con una distinguida familia rusa y con dos muchachas también rusas en Suiza. Hará un par de años, en Francfort, pasando por delante de una papelería, vi entre las fotografías que estaban a la venta el retrato de una muchacha pequeña, con un elegante vestido infantil, pero muy parecida a Matriosha. Compré el retrato al momento y, al llegar al hotel, lo puse en la repisa de la chimenea; allí permaneció intacto una semana y no lo miré una sola vez. Y no me lo llevé cuando me marché de Francfort.

Traigo esto a colación para mostrar hasta dónde podía sobreponerme a mis recuerdos y la indiferencia con que llegué a mirarlos. Me deshice de todos, en bloque y de una vez, y el bloque entero desaparecía sumisamente cada vez que lo deseaba. Siempre me ha aburrido recordar el pasado y jamás he podido hablar de él como lo hace la mayoría. En cuanto a Matriosha, hasta su retrato lo dejé olvidado en la chimenea. Hace un año, poco más o menos, en la primavera, viajando por Alemania, iba tan distraído que no me bajé en la estación en que debía trasbordar y me equivoqué de línea. Tuve que apearme en la estación siguiente. Eran algo más de las dos de la tarde de un día claro y hermoso. Me hallaba en un minúsculo pueblo alemán. Me enseñaron dónde estaba el hotel. Tenía que esperar, ya que el tren siguiente no pasaba hasta las once de la noche. La aventura no dejaba de agradarme, pues no tenía prisa por llegar a ninguna parte. El hotel resultó pequeño y malo, pero estaba cubierto de verdura y rodeado de macizos de flores. Me dieron un cuarto exiguo. Comí opíparamente y, como había pasado la noche entera en el tren, me quedé profundamente dormido después de la comida, a eso de las cuatro de la tarde.

Tuve un sueño extraordinario, un sueño como nunca lo había tenido antes. En la pinacoteca de Dresde hay un cuadro de Claude Lorrain que en el catálogo lleva el título de Acisy Calatea, pero que yo siempre, no sé por qué, he llamado La Edad de Oro. Ya lo había visto tiempo atrás, pero en esta ocasión, tres días antes, le había echado un vistazo de nuevo al pasar por Dresde. Éste fue el cuadro con que soñé, pero no como tal cuadro, sino como escena real.

Un rincón del archipiélago griego: olas azules y acariciantes, islas y rocas, ribera frondosa, mágico trasfondo, la fascinación del sol poniente —las palabras no bastan para describirlo—. Ahí estuvo la cuna del hombre europeo, ahí se situaron las primeras escenas de la mitología, ahí emplazó su paraíso terrenal… ¡Ahí vivió una bella raza! Se levantaban y acostaban inocentes y felices; llenaban sus florestas de alegres canciones; la gran profusión de sus energías intactas se derramaba en amor y en sencillo gozo; el sol bañaba con sus rayos estas islas y este mar, regocijándose en sus bellos hijos. ¡Sueño maravilloso, espléndida ilusión! El sueño más inverosímil de todos, pero al que la humanidad entera ha consagrado todas sus energías en el curso de la historia, al que lo ha sacrificado todo, por el que han muerto hombres en la cruz y han pagado con la vida sus profetas, sin el cual los pueblos no quieren vivir y ni siquiera pueden morir. Me pareció que vivía todas esas sensaciones en mi sueño. No sé con qué soñé exactamente, pero las rocas, el mar y los rayos oblicuos del sol poniente todo eso se me antojaba verlo todavía cuando desperté y abrí los ojos, y, por primera vez en mi vida, los hallé arrasados de lágrimas. Una sensación de felicidad, desconocida por mí hasta entonces, me traspasó el corazón hasta causarme dolor. Era ya noche cerrada; en la ventana de mi cuartito, por entre las hojas verdes de las flores que había en el alféizar, penetraba todo un haz de rayos oblicuos del sol poniente que me bañaban en su luz. Volví a cerrar los ojos, como ansioso de hacer volver el disipado sueño, pero de improviso, en medio de aquella luz tan radiante, vi un punto minúsculo. Fue poco a poco tomando forma definida y de pronto divisé en él con toda la claridad una arañita roja. Me recordó al momento la que había visto en la hoja del geranio cuando también la envolvían los rayos oblicuos del sol poniente. Algo pareció traspasarme el cuerpo; me incorporé y me senté en la cama… (Así fue como ocurrió todo ello entonces).

Vi delante de mí (¡oh, no en carne y hueso!, ¡ojalá hubiera sido un fantasma real!), vi a Matriosha, enflaquecida, con ojos febriles, exactamente igual que entonces, cuando estaba en el umbral de mi cuarto y, meneando la cabeza, me amenazaba con su puño diminuto. ¡Y nada me ha sido tan doloroso como aquello! La desesperación patética de una criatura indefensa de diez años, de mente aún informe, que me amenazaba (¿con qué? ¿Qué podía hacerme a mí?), pero que, por supuesto, se culpaba sólo a sí misma. Nunca me había sucedido nada semejante. Estuve sentado, sin moverme, hasta que llegó la noche y perdí la noción del tiempo. ¿Es eso lo que llaman remordimiento de conciencia o arrepentimiento? No lo sé, ni ahora puedo decirlo. Quizás incluso ahora el recuerdo del hecho mismo no me parezca abominable. Quizás ese recuerdo encierre incluso ahora algo que da sabor a mis pasiones. No. Pero lo insoportable para mí era sólo esa imagen, allí en el umbral, con el puño en alto en ademán de amenaza, sólo el aspecto que tenía entonces, sólo aquel momento en que movía la cabeza. Eso es lo que no puedo soportar, porque desde entonces se me aparece casi todos los días. No viene por sí misma, sino que yo mismo la llamo y no puedo dejar de llamarla, aunque no puedo vivir con ella. ¡Oh, si pudiera verla alguna vez en carne y hueso, aunque fuese una alucinación!

Tengo otros viejos recuerdos quizá peores que ése. Traté muy mal a una mujer, que murió a resultas de ello. Maté en duelo a dos hombres que no me habían hecho daño alguno. En cierta ocasión sufrí un agravio mortal y no me vengué. En mi haber figura también un envenenamiento, llevado a cabo con deliberación y buen éxito y de nadie conocido. (De ser necesario, lo confesaré todo).

Entonces, ¿por qué ningún otro recuerdo me solivianta tanto como ése? Quizá sea sólo por el aborrecimiento con que veo mi situación de entonces, ya que antes me habría desentendido y olvidado de ello con entera sangre fría.

Después de aquello estuve vagando casi todo un año y tratando de ocuparme en algo. Sé que, aun hoy, puedo apartar de mi mente a la muchacha cuando me venga en gana. Soy tan dueño absoluto de mi voluntad como antes. Pero la cuestión es que no he querido nunca hacerlo, que no lo quiero ni nunca lo querré. De eso estoy absolutamente seguro. Y así seguirán las cosas hasta que me vuelva loco.

En Suiza, dos meses después, me enamoré de una muchacha, o, mejor dicho, sentí un ataque de la misma pasión y los mismos impulsos furiosos que solía tener antes. Tuve la tentación terrible de cometer un nuevo delito, a saber, el de bigamia (puesto que ya estaba casado), pero huí de ella por consejo de otra muchacha a quien había confesado casi todo. Por otra parte, ese nuevo delito no me habría desembarazado de Matriosha.

Así, pues, resolví hacer imprimir estas hojas y llevar a Rusia trescientos ejemplares. Cuando llegue la hora las enviaré a la policía y a las autoridades locales; simultáneamente las mandaré a las redacciones de todos los periódicos con el ruego de que se publiquen, como también a muchas personas de Petersburgo y de Rusia que me conocen. En traducción, se publicarán también en el extranjero. Sé que, legalmente, lo probable es que no se me importune, al menos demasiado; soy yo quien declara contra mí mismo y no tengo acusador; además, no hay pruebas y las que hay son insignificantes. Por último, la tan arraigada idea de mi desequilibrio mental y, sin duda, los esfuerzos de mi familia, que hará uso de esa idea, ahogarán cualquier tentativa peligrosa de procesamiento criminal. A propósito, declaro lo que precede para demostrar que estoy en pleno dominio de mis facultades y que comprendo mi situación. Siempre quedarán aquéllos que lo sabrán todo, que me mirarán y a quienes miraré. Y cuantos más haya, mejor. Si esto me servirá de alivio, no lo sé. Recurro a ello en última instancia.

Una vez más: si la policía de Petersburgo hace indagaciones minuciosas quizá averigüe algo. La patrona y su marido puede que vivan ahora en Petersburgo. Se recordará, por supuesto, la casa. Estaba pintada de azul claro. En cuanto a mí, no iré a ninguna parte y durante algún tiempo (uno o dos años) se me podrá encontrar en Skvoreshniki, en la finca de mi madre. Si se me convoca, me presentaré donde sea.

Nikolai Stavrogin.

La lectura duró cerca de una hora. Tihon leía despacio y posiblemente algunos pasajes por segunda vez. Durante todo ese tiempo Stavrogin permaneció sentado, inmóvil y en silencio. Era extraño que el amago de impaciencia, aturdimiento y aun delirio evidente en su rostro toda esa mañana hubiera desaparecido; había sido reemplazado por una expresión de sosiego y de algo así como franqueza, que daba a su semblante casi un aire de dignidad. Tihon se quitó las gafas y fue el primero en hablar, al principio con alguna cautela.

—¿No se pueden hacer algunas correcciones en este documento?

—¿Por qué? —respondió Stavrogin—. Lo escribí sinceramente.

—¿Quizá algunas en el estilo?

—Olvidé advertirle que todo lo que diga será en vano. No desisto de mi intención. No intente disuadirme.

—No olvidó advertírmelo antes de empezar la lectura.

—Es igual. Lo repito ahora. Por fuertes que sean sus objeciones, no desisto de mi intención. Y observe que con tal frase feliz o infeliz (júzguela como quiera) no pretendo que empiece usted a contradecirme o engatusarme —agregó como incapaz de contenerse y volviendo por un momento a adoptar el tono de antes, pero sonriéndose seguidamente de sus propias palabras.

—No le contradiré ni, desde luego, le engatusaré para que desista de su intención; ni, por otra parte, podría hacerlo. La idea de usted es una gran idea; sería imposible que la idea cristiana se expresase de un modo más perfecto. El arrepentimiento no puede ir más lejos que la maravillosa hazaña que ha concebido usted, siempre y cuando…

—Siempre y cuando ¿qué…?

—Siempre y cuando sea efectivamente arrepentimiento y sea efectivamente una idea cristiana.

—Eso me parece un sofisma. No es igual. Lo escribí sinceramente.

—Usted quiere, a propósito, retratarse a sí mismo con peor catadura de lo que su corazón desearía… —Tihon se iba envalentonando poco a poco. Era obvio que el «documento» le había causado honda impresión.

—«¿Retratarme?». Le repito que no me «retrato» como dice y que, desde luego, no he intentado «tomar postura».

Tihon bajó los ojos inmediatamente.

—Este documento emana directamente de la exigencia de un corazón mortalmente herido. ¿Lo entiendo bien o no? —prosiguió con insistencia y ardor insólitos—. Sí, el arrepentimiento y la necesidad natural de arrepentirse le han sojuzgado. Ha entrado usted por el gran camino, por el camino más inusitado de todos. Pero usted parece aborrecer ya de antemano a quienes lean lo que aquí está escrito y les lanza un reto. Si no se avergüenza de confesar sus delitos, ¿por qué se avergüenza de arrepentirse de ellos? ¡Que me miren!, dice usted; pero y usted ¿cómo los va a mirar a ellos? Algunos pasajes de su declaración parecen como subrayados. Se diría que se deleita usted con su propia psicología y echa mano de cualquier detalle para asombrar al lector, con una insensibilidad de que usted carece. ¿Qué es eso, sino un desafío orgulloso que lanza el reo al juez?

—¿Dónde está el desafío? He eliminado todo razonamiento personal.

Tihon calló. Sus mejillas pálidas se colorearon un poco.

—Dejemos eso —dijo Stavrogin en tono perentorio—. Permítame hacerle una pregunta por mi parte. Llevamos ya cinco minutos hablando desde que leyó usted eso —e indicó las hojas con un movimiento de cabeza— y no percibo en usted expresión alguna de repugnancia o vergüenza… ¡Usted, por lo visto, no es aprensivo! —no terminó la frase y se sonrió.

—Es decir, que usted quería que le manifestara inmediatamente mi desprecio —dijo Tihon con firmeza—. No le ocultaré que me horroriza esa enorme fuerza inútil malgastada adrede en cosas abominables. En cuanto al delito mismo, muchos pecan del mismo modo que usted, pero viven con su conciencia en paz y tranquilidad, incluso juzgándolo como un desacato inevitable en la edad juvenil… También hay viejos que pecan de la misma manera, con ligereza y jovialidad. El mundo entero está lleno de horrores semejantes. Usted, sin embargo, ha sentido toda la hondura de su degradación; y eso sucede muy raras veces.

—¿Es que empieza a respetarme después de leer esas hojas? —Stavrogin preguntó con amarga sonrisa.

—A eso no contestaré directamente. Pero, desde luego, no hay ni puede haber mayor crimen que el que cometió usted con esa muchacha.

—Dejemos de juzgar a la gente según ese patrón. Me sorprende un tanto su opinión de otras personas y eso que dice de lo corriente que es un crimen como ése. Quizá no sufra tanto como he escrito ahí y quizá también haya dicho muchas mentiras contra mí mismo —añadió de improviso.

Tihon volvió a guardar silencio. Stavrogin ya no pensaba en marcharse; al contrario, empezó una vez más a ensimismarse durante varios minutos.

—Y esa señorita —comenzó de nuevo Tihon con gran timidez— con quien rompió en Suiza, ¿dónde está en este momento, si me permite la pregunta?

—Aquí.

Nuevo silencio.

—Quizá le haya dicho muchas mentiras de mí mismo —insistió Stavrogin de nuevo—. Pero ¿qué más da, si las desafío con la crudeza de mi confesión? ¿O es que no ha notado usted el desafío? Haré que todos me odien aún más, eso es todo. De ese modo debiera sentir alivio.

—O, en otros términos, que el odio de ellos provocará en usted. Y, aborreciéndolos, sentirá más alivio que si aceptara su compasión.

—Tiene usted razón —dijo Stavrogin riendo de pronto—. ¿Sabe? Puede que me llamen jesuita y mojigato hipócrita. ¡Ja, ja, ja! ¿No le parece?

—En efecto, sin duda habrá esa opinión. ¿Y piensa llevar pronto a cabo su propósito?

—Hoy, mañana, pasado, ¡qué sé yo! En todo caso, muy pronto. Tiene razón; creo que lo que pasará en definitiva es que lo publicaré repentinamente; y sí, en un momento de odio y venganza, cuando los aborrezca más.

—Contésteme a una pregunta, pero sinceramente, a mí solo, sólo a mí: si alguien le perdonase por esto —Tihon señaló las hojas—, y no fuera uno de esos a quienes respeta o teme, sino un extraño, alguien a quien no conocerá nunca, que al leer su terrible confesión le perdonase en su fuero interno, ¿sentiría usted alivio o sólo indiferencia?

—Sentiría alivio —respondió Stavrogin a media voz y bajando los ojos—. Si me perdonase usted, me sentiría mucho mejor.

—Siempre y cuando usted también me perdonase a mí —murmuró Tihon con voz penetrante.

—¿Por qué? ¿Qué me ha hecho usted a mí? ¡Ah, ya caigo, es la fórmula monástica!

—Por el pecado voluntario e involuntario. Todo hombre que comete un pecado peca contra todos los hombres, y todo hombre es en cierto modo culpable de los pecados ajenos. El pecado único no existe. Yo también soy un gran pecador, quizá mayor que usted.

—Le diré toda la verdad: deseo que me perdone usted; y quizás una, dos o tres personas más. Pero en cuanto a los demás, ¡prefiero que me odien! Y lo quiero para poder sobrellevarlo con humildad.

—¿Y la compasión general por usted? ¿No podría sobrellevarla con humildad?

—Puede que no pudiera. Usted las coge al vuelo… Pero… ¿por qué hace eso?

—Comprendo el alcance de su sinceridad y, por supuesto, me culpo de no saber acercarme a la gente. Siempre he creído que ése es mi mayor defecto —dijo Tihon sincera y cordialmente, clavando sus ojos en los de Stavrogin—. Lo digo sólo porque temo mucho por usted —agregó—. Tiene delante un abismo casi infranqueable.

—¿Que no podré aguantar? ¿Que no podré sobrellevar con humildad el odio de los demás?

—No sólo el odio.

—¿Qué otra cosa?

—La risa —dijo Tihon casi a la fuerza, en un murmullo apenas perceptible.

Stavrogin se turbó y su rostro expresó alarma.

—Ya lo había previsto —replicó—. Así, pues, después de leer mi «documento» le habré parecido un personaje cómico a pesar de toda la tragedia. No se preocupe ni se azore…, ya le digo que lo había previsto.

—El horror será general y, por descontado, más falso que sincero. Las gentes sólo temen aquello que amenaza directamente sus intereses particulares. No hablo de las almas puras; ésas se horrorizarán interiormente y se culparán a sí mismas, pero pasarán inadvertidas. La risa, sin embargo, será general.

—Añada a eso aquella observación del filósofo de que en la desgracia ajena siempre hallamos algo que nos agrada.

—Es una observación justa.

—Sin embargo, usted…, usted mismo… Me sorprende la pésima opinión que tiene de la gente y la repugnancia que le causa —dijo Stavrogin con un asomo de ira.

—Créame que juzgaba más por mí mismo que por otros —exclamó Tihon.

—¿De veras? ¿Pero no hay algo en su alma que lo hace regocijarse de mi desgracia?

—¡Quién sabe! ¡Puede que lo haya! ¡Oh, sí, puede que lo haya!

—Basta. Muéstreme dónde precisamente le parezco ridículo en mi declaración. Yo sé dónde, pero quiero que usted me lo muestre con su propio dedo.

»Y dígalo lo más cínicamente posible, con toda la sinceridad de que es capaz.

»Y le repito una vez más que es usted un tipo raro.

—Hasta en la forma misma de esta gran penitencia hay algo ridículo. ¡Oh, no crea que no saldrá triunfante a la postre! —exclamó casi extático—. Incluso esta forma triunfará (y señaló las hojas) con tal de que acepte sinceramente las bofetadas y los escupitajos. Siempre ha ocurrido que, a la larga, la cruz más ignominiosa se convierte en una gloria excelsa y una fuerza pujante si la humildad del hecho ha sido sincera. ¡Quizá halle usted consuelo durante su vida!…

—¿Conque se halla algo ridículo en la forma misma, en el estilo? —insistió Stavrogin.

—Y también en el fondo. La fealdad lo anulará —murmuró Tihon bajando de nuevo los ojos.

—¿Fealdad? ¿Qué fealdad?

—La de sus delitos. Hay delitos verdaderamente feos. En los delitos, cualesquiera que sean, cuanta más sangre, cuanto más horror haya, tanto más impresionantes y, por así decirlo, más pintorescos son. Pero hay delitos vergonzosos, infames, con independencia de todo horror; hasta un poco inelegantes, cabría decir… —Tihon no acabó la frase.

—En fin —interrumpió Stavrogin agitado—, que usted encuentra sumamente ridículo que besase las piernas de una muchacha mugrienta…, sin omitir cuanto dije de mi temperamento y…, bueno, todo lo demás. Comprendo. Lo comprendo perfectamente. Y por eso precisamente es por lo que pierde usted toda esperanza en mí: porque eso es feo, repugnante…, repugnante no, más bien vergonzoso, ridículo. Y usted cree que eso es lo que menos podré sobrellevar.

Tihon guardó silencio.

—Sí, conoce usted bien a la gente. Sabe que no lo sobrellevaré… Comprendo ahora por qué me preguntó si la señorita de Suiza estaba aquí.

—No está usted preparado, no está lo bastante endurecido —Tihon susurró tímidamente bajando la vista.

—Escuche, padre Tihon. Yo quiero perdonarme a mí mismo. ¡Ése es mi objeto principal, todo mi objeto! —dijo de pronto Stavrogin, con una exaltación sombría en los ojos—. Sé que sólo entonces desaparecerá la visión. He ahí por qué busco el mayor sufrimiento posible, y por qué lo busco yo mismo. No me asuste.

—Si cree que puede perdonarse a sí mismo y obtener ese perdón en este mundo, ¡entonces ya cree usted absolutamente en todo! —Tihon exclamó extático—. ¿Por qué dijo que no creía en Dios?

Stavrogin no contestó.

—Dios le perdonará por su incredulidad, porque usted respeta al Espíritu Santo sin conocerlo.

—A propósito, Cristo perdonará también, ¿verdad? —preguntó Stavrogin; en el tono de la pregunta se notaba un dejo de ironía—. Porque en el Libro se dice: «Y cualquiera que escandalizare a uno de estos pequeños…» ¿recuerda? Según el evangelio no hay mayor crimen que ése. ¡Ahí está, en este libro! —agregó señalando el Nuevo Testamento.

—En cuanto a eso le daré una nueva gozosa —contestó Tihon conmovido—. También Cristo lo perdonará con tal que consiga usted perdonarse a sí mismo ¡Oh, no, no! ¡No crea que blasfemo! Aun si no consigue reconciliarse consigo mismo y perdonarse a sí mismo, Él también le perdonará por su buena intención y su gran sufrimiento. Pues no hay palabras en el lenguaje humano ni pensamiento en la mente para expresar todos los caminos y designios del Cordero «hasta que sus propósitos nos sean revelados». ¿Quién puede abarcar al Inabarcable? ¿Quién puede comprender al Incomprensible?

Una vez más le temblaron las comisuras de los labios y un leve espasmo le cruzó el rostro. Tras un instante de energía desfalleció de nuevo y bajó los ojos.

Stavrogin se levantó y tomó el sombrero.

—Volveré alguna vez —dijo con cara de extremo cansancio—. Aprecio mucho la conversación que hemos tenido y el honor de… y sus sentimientos. Créame que ahora comprendo por qué otros lo estiman tanto. Le pido que me encomiende en sus oraciones a Aquél a quien tanto ama…

—¿Se va usted ya? —Tihon se puso rápidamente de pie como si no hubiera esperado tan presurosa despedida—. Y yo que… —pareció perder el hilo— iba a pedirle algo por mi parte, pero… ahora no sé…, ahora no me atrevo.

—¡Ah, pida, por favor! —Stavrogin volvió a sentarse en el acto, con el sombrero en la mano. Tihon miró ese sombrero, esa postura, la postura de un hombre enardecido y medio loco, convertido de pronto en hombre de mundo que le daba cinco minutos para el asunto que le concernía. Se turbó doblemente.

—Toda mi petición se reduce a que usted… Usted se hace cargo, Nikolai Vsevolodovich (tales son, según creo, su nombre y patronímico), de que con la publicación de esas hojas echa a perder sus posibilidades en cuanto a una carrera, por ejemplo, y… en cuanto a todo lo demás.

—¿Una carrera? —Nikolai Vsevolodovich arrugó el ceño con desagrado.

—¿Por qué destruirla? ¿Por qué ser tan inflexible? —Tihon concluyó casi suplicante, persuadido de su propia torpeza. El rostro de Nikolai Vsevolodovich tomó una expresión enfermiza.

—Ya le he dicho y le vuelvo a repetir que todo lo que diga es en vano. Y, además, esta conversación empieza a serme inaguantable —dijo revolviéndose significativamente en su asiento.

—No me comprende usted. Escuche y no se enoje. Ya conoce mi opinión: la hazaña de usted, si procede de la humildad, sería una hazaña cristiana de las más sublimes, si es que puede sobrellevarla. Aun si no puede, el Señor tomará en cuenta el sacrificio original de usted. Todo se tomará en cuenta: no se escapará una sola palabra, un solo acto espiritual, un solo pensamiento, aunque sea sólo pensamiento a medias. Pero en lugar de esa hazaña yo le propongo otra aún más grande, algo indudablemente más eximio…

Nikolai Vsevolodovich callaba.

—A usted lo domina el deseo de martirio y de autosacrificio. Sobrepóngase a ese deseo, deseche esas hojas y ese propósito, y entonces lo superará todo. ¡Humillará su orgullo, humillará a su demonio! Saldrá victorioso y alcanzará la libertad…

Le brillaban los ojos; juntó las manos en gesto implorante.

—O, dicho de modo más sencillo, usted no quiere escándalo y me tiende un lazo, mi buen padre Tihon —masculló Stavrogin con desdén y enojo tratando de levantarse—. En suma, lo que usted quiere es que siente la cabeza, que me case quizá, y acabe mis días como socio del club local y visitando este monasterio los días de fiesta. ¡Vaya penitencia! Aunque, si bien como conocedor del corazón humano, prevé usted sin duda que la cosa, en efecto, terminará de esa manera; que lo que se necesita es pedírmelo con buenos modos, ya que yo también lo estoy deseando, ¿no es eso? —dijo con sonrisa avinagrada.

—No. No es esa penitencia. ¡Es otra la que le propongo! —prosiguió Tihon ardorosamente, sin hacer el menor caso de la sonrisa y el comentario de Stavrogin—. Conozco a un anciano, ermitaño y asceta, no aquí, pero no muy lejos de aquí, de una sabiduría cristiana tan grande que sobrepasa el entendimiento de usted y el mío. Él atenderá mi requerimiento. Le hablaré de usted. Vaya a él y comparta su retiro en calidad de novicio, cinco años, siete años, los que juzgue necesarios. Haga votos, y con ese gran sacrificio conseguirá lo que ansía y aun lo que no espera, pues ahora no puede concebir siquiera lo que puede alcanzar.

Stavrogin escuchaba atentamente, muy atentamente, esta última propuesta.

—O dicho más sencillamente, usted me propone que me meta a monje en ese monasterio. No obstante lo mucho que le respeto, hubiera debido prever esto. Pues bien, le confieso que en momentos de cobardía se me ha ocurrido esa idea, a saber, una vez publicadas estas hojas, esconderme de la gente en un monasterio, aunque sea por poco tiempo. Cosa tan mezquina me causa, sin embargo, sonrojo. Pero recibir la tonsura, eso es algo que no se me ha pasado por la cabeza ni aun en mis momentos de mayor cobardía.

—No tendría que ingresar en el monasterio ni recibir la tonsura. Podría ser hermano lego, secreta, no abiertamente. Ello es posible hasta viviendo en el mundo.

—¡Alto ahí, padre Tihon! —interrumpió Stavrogin con repugnancia y levantándose de su asiento. Tihon también se levantó.

—¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? —gritó de pronto, mirando aterrado a Tihon. Éste estaba de pie delante de él, con las manos juntas; y un espasmo penoso, ostensiblemente causado por un grandísimo espanto, le contrajo momentáneamente el rostro.

—¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? —repitió Stavrogin corriendo a él para sostenerlo. Creía que estaba a punto de caer.

—Veo…, veo como si lo tuviera presente —exclamó Tihon con voz que partía el alma y expresión de la más intensa congoja— que usted, pobre joven descarriado, nunca ha estado más cerca que en este momento de cometer un crimen aún más terrible.

—¡Cálmese! —suplicó Stavrogin, verdaderamente inquieto por él—. Quizá lo aplace todavía… Tiene usted razón; quizá no tenga bastante aguante y en mi furia cometa otro crimen… Sí, cierto… Tiene razón, lo aplazaré.

—Pero no, no después de la publicación de las hojas, sino antes de ella, un día, una hora quizá, antes de dar el gran paso cometerá usted un nuevo crimen, como vía de escape, sólo para evitar la publicación de esas páginas.

Stavrogin se estremeció de cólera y casi de terror.

—¡Maldito psicólogo! —gritó rabioso y, sin mirar en torno, salió de la celda.

Los demonios
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