Capítulo I
ASI todos los hombres
que componían la compañía de policías de la División N, salvo que
se encontraban en comisión de servicio, hallábanse reunidos
rígidamente en el patio del cuartelillo de Dawson, esperando ser
forzosos testigos de uno de los actos más trascendentales entre los
muchos que se habían desarrollado en aquel mismo lugar, de la
División recordaban muchas análogas en aquel desnudo patio, casi
todas dolorosas, algunas alegres y conmovedoras. Por regla general,
una orden de formación rígida en aquel vasto cuadrado de alta
empalizada era para rendir honores póstumos a algún heroico
compañero caído en un servicio difícil y dramático o para asistir a
la imposición de un merecido premio, si el agraciado había
conseguido regresar con vida de su peligrosa misión.
Pero esta vez, la orden del capitán O’Brien no aludía a ningún homenaje póstumo ni hablaba de recompensa alguna. Solamente se había dado orden de reunirse para un asunto de servicio y eran muchos los que relacionaban la orden con la situación extraña y misteriosa del sargento MC Lean, uno de los más antiguos y bravos de la División.
El sargento había regresado días atrás de una incursión hacia el Norte. Durante dos meses, se le supo persiguiendo, en unión de dos miembros de la Policía Montada, a un terrible forajido que había cometido algunas tropelías verdaderamente repugnantes con los traficantes en pieles y pescadores de la parte alta del Klondike hasta conseguir su captura en condiciones dramáticas, pero más tarde, no se sabía qué había sucedido que el sargento MC Lean regresó a Dawson sin el prisionero de cuya custodia se había encargado personalmente.
Después de su entrevista con el capitán, MC Lean salió del despacho con dirección al calabozo, donde permanecía encerrado sin hablar con nadie, y todos relacionaban este castigo del sargento con aquella formación ordenada por el jefe del destacamento.
El suceso había conmovido hondamente a todos los componentes de la Policía Montada de aquel sector del Canadá. MC Lean era el sargento más querido y apreciado por sus hombres, por considerársele no solamente el más bravo y capacitado de todos, sino por ser un hombre amable, jovial, duro para las misiones que se le confiaran y un verdadero hermano de todos cuantos a sus órdenes salían a realizar algún servicio.
Cualquier peligro a correr era el primero en arrostrarlo si con ello podía evitar algún percance dramático a sus hombres. Había salvado la vida de muchos con exposición de la suya propia y su hoja de servicios era una de las más brillantes de todo el cuerpo. Llevaba diez años en la División. Había ingresado en ella cuando solamente contaba veintiuno y sus ascensos nadie podía discutirlos. El capitán O’Brien, que llevaba veinte años en el cuerpo y que llegó a capitán desde la escala más inferior, le tenía en gran estima, considerándole más que como a un subordinado como a un verdadero hijo, y precisamente el caso adquiría tintes más sombríos, dado que el jefe, despojándose de todo favoritismo hacia el sargento, no había dudado en arrestarle por primera y única vez en su carrera, echando sobre su brillante historial aquella negra mancha, que quizá ya no pudiese borrar nunca.
La tarde se mostraba fría y desapacible. El cielo encapotado amenazaba con desencadenar una tormenta de nieve de las que solamente por aquella región solían estallar para martirio de los que se veían obligados a recorrer a caballo los bosques tupidos o las pistas heladas de los ríos bajo temperaturas glaciales, y los soldados, con sus gorros de astrakán, sus rojas guerreras bien ajustadas a las flexibles cinturas y los rostros curtidos por aquellos aires y aquellos soles, manteníanse erguidos, en posición de firmes, con los rifles apoyados en tierra y los negros cañones aferrados por sus enguantadas manos.
Por fin hizo su aparición en el patio el capitán O’Brien, seguido del teniente Hara y un cabo.
El capitán O’Brien era un hombre que frisaba en los cincuenta años. Cabeza grande y casi cuadrada, ojos grises y penetrantes, nariz fina y alargada, labios gruesos que se disimulaban por el espeso y blanco bigote que los cubría y una cabellera alba, pero fuerte y un poco rizada, denunciadora de que, en realidad, era menos viejo que aparentaba.
Era alto y fuerte, metido en carnes y ágil de andar, pero caminaba siempre un poco encorvado, como si le agobiase alguna pena interior, de la que no pudiese desprenderse.
De su vida privada no se sabía apenas nada. Llegó a Dawson doce años atrás, luciendo ya los galones de sargento, y sus ascensos, bien merecidos, no pudieron moverle de aquella División, por ser el hombre que mejor conocía el Klondike y mejores servicios había prestado en la zona minera y en las riberas de los ríos, peleando con mestizos, indios, cazadores, tramperos y pescadores.
O’Brien era respetado y temido por todos, y jamás en su demarcación habíase cometido delito alguno que no llevara aparejada la detención del autor y su severo castigo.
El capitán paseó su mirada severa y firme por la doble formación de hombres erguidos y marciales que ocupaban el fondo del patio, y, volviendo la cabeza hacia el teniente Hara, ordenó con voz un poco temblona.
—Teniente: haga usted venir al sargento MC Lean.
El teniente, acompañado del cabo, abandonó el patio, y cinco minutos más tarde regresaba con el arrestado sargento.
Éste era un tipo de hombre viril y guapo. De un metro ochenta de estatura, dominaba a sus compañeros orgullosamente con su mirada de halcón. Era rubio, con el pelo ensortijado y los ojos azules. Su rostro bronceado por el aire y el sol, contrastaba con el oro de sus cabellos, dándole el aspecto de un típico irlandés, de los que llevaba parte de sangre en las venas por haber sido su abuelo un emigrante de la Verde Erin.
Mc Lean aparecía correctamente vestido con su uniforme rojo, sus brillantes galones al brazo, su cicatriz junto a la oreja, producto de una lucha feroz con un mestizo asesino al que estuvo persiguiendo durante dos meses con tenacidad salvaje, su gorro de astrakán y su correaje limpio y bruñido.
Únicamente le faltaba en él el revólver, del que durante diez años no se había desprendido hasta ese momento.
No aparecía ni arrogante ni abatido. Avanzaba con la cabeza erguida, la frente alta y los ojos un poco turbios, dejando asomar a ellos el dolor que aquella escena le estaba causando.
Avanzó hasta el centro del patio, cuadrándose ante el capitán, al que saludó, quedando en actitud firme, y O’Brien, después de mirarle un momento con amargura, se adelantó hacia él, diciendo:
—Sargento Mc Lean: Bien sabe Dios que de los momentos duros y amargos que he pasado en mi dura vida de Policía Montado, éste es el más ácido que voy a sufrir, pero el deber me lo impone, y ante el deber los que nos juramentamos para servir a la Patria, a la Ley y al Orden en estas regiones inhóspitas y salvajes, ninguno puede retroceder ni dejarse influenciar por el sentimentalismo.
»Todos saben, y usted mejor que nadie, que durante muchos años ha sido usted el hombre favorito en esta División, no por concesiones caprichosas ni por favoritismo alguno, que aquí no se usan esas falsas prebendas, si no por méritos propios.
»Yo le ascendí a usted a cabo cuando heroicamente se jugó la vida en los bosques del Klondike persiguiendo entre llamas a los incendiarios, que brutalmente prendieron fuego al bosque para proteger su huida y envolver entre llamas a usted y siete hombres, y yo le coloqué por mi propia mano los galones de sargento, cuando dio muerte por sí solo al famoso trío de asesinos que huidos de la bahía del Hudson, convirtieron esta parte del Canadá en campo de sus latrocinios.
»Yo le he encomendado servicios difíciles y peligrosos, que usted llevó a término con sagacidad, valentía, lealtad y valor, y tan orgulloso estaba de usted, que esperaba una ocasión más en que poderle cambiar esos galones de sargento por las insignias inmediatas que culminasen su carrera.
»Tuvo usted esa ocasión en la mano, usted lo sabía, y sin embargo… no sólo me defraudó, sino que ha echado un borrón sobre su brillante carrera y su hoja de servicios, que creo ya no podrá borrarlo nunca.
»Yo le confié a usted la misión —nada fácil, lo sé— de dar caza a ese misterioso expoliador de cazadores, tramperos, traficantes y pescadores, que todos conocen por “el Renegado”. Era un ser audaz y misterioso, cuya procedencia se ignoraba, pero cuyos hechos delictivos conocía y padecía toda esta región y por dignidad del cuerpo se imponía acabar con él.
»Usted con dos hombres a sus órdenes recibió la honrosa misión de darle caza, y su tesón, su habilidad y su tenacidad consiguieron este objetivo. “El Renegado” fue cogido prisionero después de una pelea feroz en el Mackenzie, no sin que uno de sus hombres recibiera heridas graves en la lucha y el otro luzca ahora con orgullo una cicatriz en la frente producto de aquella terrible pugna.
»Hasta aquí se portó usted como lo que siempre ha sido. El forajido cayó en sus redes tras tenaz y larga persecución, y la pesadilla que su libertad suponía en estas regiones había dado fin con su captura.
»Y sin embargo, tras aquel esfuerzo brutal y peligroso, usted se hizo cargo del prisionero y… de la noche a la mañana, durante su conducción hacia este cuartelillo, lo dejó escapar de una forma absurda e injustificada, que nadie puede admitir, porque no encaja en hombres tan avisados y fieles cumplidores del deber como usted.
»¿Qué sucedió para que “el Renegado” pudiese escapar de sus manos cuando usted le conducía desarmado, medio deshecho de la pelea, maniatado y sin armas, mientras ustedes libremente podían usar de las suyas? Por varias formas he tratado de hallar una justificación al hecho y sus explicaciones no sólo no me han convencido, sino que me han resultado absurdas y hasta delictivas para usted, si extremase las cosas al juzgar.
»Alegó usted en justificación, que teniendo heridos a los dos hombres que le acompañaban, tuvo que desprenderse de ellos y conducir solo al prisionero, que una noche hizo con él alto en el bosque y se durmió, dejándole bien amarrado, y que al despertar el prisionero había huido sin dejar rastro y sin saber cómo había podido efectuar la fuga… ¿No le parece absurdo todo eso, sargento MC Lean?
»Primeramente, es absurdo porque usted sabe amarrar muy bien a un preso y no hay uno capaz de aflojar unas ligaduras que usted amarre, y segundo, porque aun en el caso improbable de que esto hubiese podido suceder así, lo seguro era que el preso para evitar una nueva persecución, se hubiese aprovechado de su sueño para deshacerse de usted, huyendo en la impunidad, vengando la derrota sufrida y dejando de momento libre su camino de obstáculos a su espalda.
»Y, sin embargo, usted no sufrió la más leve molestia por su parte y se limitó a regresar a Dawson a comunicarme la fuga del prisionero, en lugar de rectificar su tremendo error y partir tras sus huellas para darle de nuevo alcance, como era su deber.
»Nada de cuanto me ha dicho —que ha sido muy poco— pudo convencerme, y yo, en este momento supremo en que me veo obligado por un imperativo del deber a tomar severas medidas con usted, le doy una última oportunidad para aclarar los hechos y justificarse, si es posible, aunque en cualquier caso dudo que pueda hacerlo.
»¿Tiene usted que alegar algo en su favor, sargento MC Lean?
El aludido, con voz que pretendió mantener firme, pero que encerraba temblores de emoción mal contenida, replicó:
—Mi capitán: nada tengo que oponer a sus razones, que no tienen réplica. Mis explicaciones del suceso tuve a bien dárselas en momento oportuno, y nada tengo que rectificar de ellas. Los hombres mantienen sus palabras y jamás deben volverse atrás de ellas.
—¿Aunque exista razón para ello?
—En este caso no existe. Me doy cuenta exacta de mi situación; comprendo que obré de un modo negligente y poco en consonancia con la situación, y no puedo quejarme de la mía. Es cuanto tengo que decir.
—¿Se ha dado usted cuenta entonces de las consecuencias que esto le va a acarrear?
—Creo que sí, mi capitán; pero, a pesar de eso, nada tengo que alegar.
—Bien, sargento MC Lean, le doy por última vez esta categoría, si no tuviera usted en su abono los hechos heroicos y los grandes servicios prestados al cuerpo, mi rigor debía ser tan extremado, que yo mismo me sentiría estremecido de pena por ello; pero en atención a todo eso, que es un atenuante para usted, me limitaré a despojarle de esos galones de sargento, a los que no ha sabido por una vez en la vida honrar como merecen.
Se acercó a él y con gesto brusco asió los galones y los arrancó de un recio tirón, arrojándoles a tierra.
Mc Lean se estremeció violentamente como si le hubiesen clavado un cuchillo en el corazón y quedó rígido y con la cabeza hundida en el pecho.
El capitán O’Brien, con voz temblona, añadió:
—Desde hoy será usted un número más del cuerpo… ¡Ojalá se le presente una ocasión propicia de volver a conquistar esos galones que se ganó con su sangre y que ha perdido con su apatía y negligencia!
Y volviéndose a los policías que habían seguido, con dolorosa emoción la degradación del sargento gritó:
—¡Policías Montados a mis órdenes!… Que esto os sirva a todos de ejemplo. Los honores cuestan muchos esfuerzos para conseguirlos, los castigos están al alcance de la mano de cualquiera… ¡Rompan filas!…
La compañía rompió la formación desapareciendo del patio en silencio y con la cabeza humillada. Aquellos hombres duros y valientes, que no tenían temor a nada y que se habían endurecido en las luchas, haciéndose insensibles al dolor, llevaban en sus ojos el brillo cristalino de una lágrima mal contenida en honor al compañero caído en desgracia. O’Brien, antes de retirarse, ordenó:
—Policía Mc Lean: Haga el favor de presentarse en mi despacho dentro de una hora.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —repuso el exsargento.