CAPÍTULO PRIMERO
LA MUERTE DE UN «SHERIFF»
E hacer un examen de la capacidad cívica de los vecinos de Pedro, un poblado de Dakota del Sur, situado en las márgenes del rio Cheyenne, a no muchas millas de las reservas indias, hubiese dado por resultado la afirmación rotunda de que dicha capacidad cívica, así como su nivel cultural y social, era altamente pobre. La casi totalidad de los vecinos eran pequeños agricultores, leñadores o cazadores, y su comunicación con el exterior muy poco frecuentada y de una manera tosca. Lo más avanzado del poder del Estado que había llegado a Pedro era un «sheriff» impuesto por el «sheriff» general de la cuenca, cuya sede radicaba en Rapid City, a más de setenta millas del poblado.
Un día, el citado «sheriff» general, luciendo orgullosamente su estrella plateada al pecho y seguido de dos comisarios con iguales atributos en la solapa, se presentó en el poblado, reunió a los vecinos, les asustó un poco leyéndoles determinados artículos de un Código que todos desconocían y les impuso en la necesidad exigida por el Gobierno de nombrar un «sheriff» que le representaría y cuya autoridad nadie podría discutir ni vejar porque se expondrían, según los casos, desde ir a la cárcel por una quincena a ser colgados de una cuerda en la rama más sólida de una encina.
El elegido fue Jeff Sneider, el cual disfrutaría la estrella de allí en adelante y su sustitución sólo se podría realizar por muerte del nombrado, por renuncia expresa del mismo o por caducidad del período normal de tres años por que quedaba nombrado.
Jeff resolvería por sí cuantos conflictos surgiesen en el poblado, tenía autoridad para usar el revólver contra quien intentase imponerse por la violencia contra él y podría encarcelar y someter a juicio a cuantos faltasen a la Ley en cualquier aspecto que ésta determinaba.
El pequeño Ayuntamiento del poblado se obligaba a pasar al «sheriff» un sueldo de sesenta dólares mensuales, a pagar por derrama entre el vecindario, y a facilitarle casa para las oficinas. Si el «sheriff» aportaba para tales menesteres su casa propia, en tal caso se aumentaría el sueldo a setenta y cinco dólares, estos quince como indemnización de habitabilidad.
El pueblo se sobrecogió un poco ante tales amenazas e imposiciones, pero no osó rebelarse contra ellas. El «sheriff» general amenazaba con severas represalias y nadie quería verse sometido a proceso o en algún caso colgado de una buena cuerda de cáñamo.
Jeff Sneider aceptó la estrella, porque así se lo habían impuesto; pero, considerándose un poco viejo para tales jaleos, decidió esperar a que su hijo Parker regresase algún día al hogar para cedérsela en seguida.
Parker era un hombre joven, enérgico, duro, curtido en la vida y siempre tendría una autoridad personal más efectiva que él.
Pero Parker no parecía tener mucha prisa en volver a Pedro. Se habían enrolado con una caravana de cazadores y tramperos para dedicarse a este deporte fructífero y emocionante, pues Parker amaba la caza —sobre todo la caza mayor— y prefería dedicarse a ella mejor que doblar la cintura sobre un campo de alfalfa o trébol. De, vez en vez Jeff recibía alguna noticia de él. Andaba perdido por los bosques del Estado, cuando no por los de la otra Dakota y sólo cuando visitaban algún poblado donde vender sus pieles le ponía cuatro letras comunicándole encontrarse más fuerte y vigoroso que nunca debido a la vida activa que llevaba y anunciando para algún día aún lejano su regreso, pero no para quedarse, sino para tomarse un descanso de un mes y después volver a la vida activa de los bosques.
Jeff confiaba que esto sucediese pronto para tratar de convencerle de que se quedase en Pedro y le sustituyese en el cargo de «sheriff». Acaso le deslumbrase la estrella plateada y, por lucirla, renunciase a sus correrías por los bosques y afincaría allí de nuevo y para siempre.
Pero los acontecimientos iban a disponer las cosas de una manera muy contraria a como se las prometía Jeff y éste no habría de ver nunca la estrella de cinco puntas sobre la camisa a cuadros de su hijo.
Durante los primeros meses, Jeff pareció ser el hombre respetado por todos. En justicia, así debía ser, porque su carácter era afable y porque, además, con un hondo sentido de la justicia, no se dejaba influenciar por nadie resolviendo pequeños o grandes pleitos. La razón sólo era una y quien la tenía debía gozarla.
Y esto empezó a no gustar a ciertos elementos del poblado, sobre todo cuando en alguna ocasión la autoridad del «sheriff» contrarió los deseos o la imposición de aquellos determinados elementos.
Como sucede en muchos órdenes de la vida, en el poblado había tipos que sabían destacarse por su decisión, su simpatía, por su manera especial de captarse la voluntad de tipos afines a su carácter, o por otras circunstancias muy complejas que tenían su influencia en esta atracción.
Y así, de un modo insensible, se habían ido formando dos bandos, que, si bien no pasaban de sentirse antagónicos en sus simpatías entre sí, dado el carácter hosco de la gente y de su temperamento bastante salvaje, algún día podía derivar en actos que rebasasen el orden moral para entrar en el campo del material.
Los dos elementos que polarizaban y canalizaban hacia ellos, la simpatía de cada grupo, eran Murray Cranston, un pequeño terrateniente egoísta y ambicioso que ansiaba un mayor dominio territorial que el que poseía, pero no por cauces muy legales y justos, sino buscando revueltas turbias que pusiesen en sus manos ciertos terrenos que anhelaba y que no le serían cedidos por una miseria y algunos, ni pagándolos bien.
El otro antagonista de Cranston era un ex peón de granja que se había emancipado de las huertas, Instalando un pequeño corral, en el que, además de guardar ganado o vehículos de otros, tenía dos carretas dedicadas al acarreo en general. Allí donde no había líneas férreas y donde las diligencias no transportaban más que correo o equipajes, la salida de los productos vendidos debía ponerse a rueda de tren en las más próximas estaciones que no estaban próximas precisamente y había que llevarlas en carretas.
Este ex peón se llamaba Mike Henreid y ocultamente acariciaba el proyecto ambicioso de monopolizar el acarreo de la cuenca, eliminando pequeños competidores que no sólo le restaban utilidad, sino que le impedían establecer una tarifa a capricho de haber sido el único que podía ofrecer vehículos para el transporte.
Estos elementos hábiles en el trato habían conseguido levantar tras ellos una masa de vecinos que les seguían en simpatías. Los dos sabían halagar a la gente gastándose algunas cantidades en momentos estudiados para invitar a los que parecían formar su corte de honor.
Pero sucedió que en dos ocasiones en que tanto Cranston como Henreid trataron de salirse de una legalidad estricta en sus manejos, tropezaron con la ecuanimidad severa de Sneider, quien se puso de parte de los reclamantes y en contra de los dos gallitos del poblado, lo que constituyó una hostilidad de ambos hacia el «sheriff», hostilidad que intentaron llevar al ánimo de la opinión del vecindario apelando a rumores hábiles y a insinuaciones veladas que luego adquirían volumen y eran interpretadas como la gente quería.
Y tanto Cranston como Henreid empezaron a sopesar el estorbo que significaba para ellos la autoridad recta del actual «sheriff». Mientras éste luciese la estrella, no era cosa fácil desviarse por caminos poco rectos y esto perjudicaba el logro de sus ambiciones. Pero ambos se guardaron mucho de comunicarse entre si sus impresiones, ni siquiera iniciar una alianza mutua. Aliarse era la obligación de hacerse recíprocas concesiones y los dos se odiaban en silencio lo suficiente para no hacerse la más mínima concesión ni ligarse al rival en algo que atase sus libres movimientos personales.
Pero esto no evitaba que coincidiesen en que Jeff era un estorbo y en que un «sheriff» más de acuerdo con sus planes les serviría de mucho y les apoyaría en sus pretensiones sin mostrarse tan legalista.
Pero tampoco quería ninguno de los dos dar la cara descubriendo su juego. Aspirar a la estrella y usufructuarla sería tanto como tener en frente al bloque contrario con todo descaro. Lo hábil era conseguir el nombramiento de un amigo o simpatizante al cual poner como pantalla y manejarle en la sombra a su capricho.
Tampoco esto era muy fácil. El «sheriff» tenía que ser nombrado por votación del vecindario y ninguno sabía hasta qué punto podía contar con una mayoría de votos, mucho más cuando los votos en apariencia no debían ser para ellos, sino para sus candidatos y la atracción de éstos en el terreno personal también influiría.
Pero aún había más: para presentar un candidato era preciso que Jeff renunciase a la estrella, y Jeff no parecía dispuesto a ello, porque abrigaba la esperanza de traspasársela a su hijo. Ya le había escrito dándole cuenta de su nombramiento y haciéndole reflexiones para que abandonase la caza, regresase al poblado y se hiciese cargo de la estrella como sustituto suyo.
Si esto iba a ser posible o no, el tiempo y los acontecimientos futuros tendrían que decirlo.
Hasta que un día sucedió algo que nadie parecía esperar. Por los alrededores del poblado y las cabañas diseminadas a alguna distancia había dado señales de rapacería un indio ladrón perteneciente a las reservas. Ciertos latrocinios habían coincidido con la presencia más o menos velada de un indio que algunos habían visto aparecer a caballo a distancia y se le achacaban tales actos de pillaje.
Jeff entendió que era su obligación comprobar si el misterioso indio era el autor de los hurtos y decidió acecharle y capturarle, aunque los indios por escurridizos y hábiles eran una presa nada fácil.
Hizo descubiertas, registró ciertos lugares propicios a servirle de guarida y hasta algunas noches vagó por la pradera dispuesto a darle caza. Su orgullo de fiel guardador de la ley le obligaba a ello.
Y sucedió lo inesperado.
Una noche salió de su oficina dispuesto a vigilar como otras noches y ya no regresó. Fue al siguiente día, ya muy tarde, cuando descubrieron su cadáver con un cuchillo clavado a la espalda y su caballo próximo a él.
El cuchillo de mango de asta tenía grabado en ésta ciertos arabescos extraños y todos coincidieron en afirmar que era un arma india, cuyo dueño había grabado aquellos signos extraños en el mango.
El hallazgo conmocionó al vecindario; algunos hombres decididos salieron en descubierta en busca de las huellas del presunto asesino, pero todos los esfuerzos fueron estériles. Nada descubrieron y ninguno se atrevió a presentarse en las reservas reclamando al criminal, mucho más cuando ignoraban quién era y hasta si en realidad se trataba de un indio.
La vecindad de éstos hacía mucho tiempo que no era peligrosa. Se habían domeñado, vivían su extraña vida sin que nadie se mezclase en sus ritos y costumbres y ellos respetaban a los blancos próximos, incluso comerciando con ellos en lo que buenamente podía interesar a unos y a otros.
Pero todos entendían que algo había que hacer, la muerte de Jeff no podía quedar impune si había algún modo de descubrir al asesino y hubo alguien que propuso su plan. Consistía en presentarse con el cuchillo en las reservas, hablar con el jefe de las tribus allí acampadas y presentarle el arma para que él la reconociese a ver si por ella se podía llegar hasta el criminal.
El jefe de la tribu, un viejo de faz arrugada, nariz ganchuda, fuerte y de ojos brillantes, escuchó el relato de los comisionados y exigió el cuchillo.
Tras examinarlo, repuso con acento solemne:
—Yo asegurar a hermanos blancos que este cuchillo no pertenecer a hombre rojo. Estos signos aquí grabados nada dicen porque no fueron trazados por mano india. Quieren imitar dibujos nuestros, pero sin sentido alguno. Indios dar a dibujos expresiones fáciles de traducir por hermanos de raza. Yo invoco a Manitú para que me fulmine por embustero si no digo verdad a hombres pálidos con los que deseamos vivir en paz. Cuchillo que presentan no perteneció jamás a hombre rojo y quien grabó aquí dibujos lo hizo a su capricho, quizá con ánimo perjudicar indios. Yo prometer que, de haber sido propiedad de piel roja, buscaría a criminal y ataríale al palo de la tortura. Alguien quiso perjudicar a indios matando a hombre blanco con este cuchillo y eludiendo responsabilidad. Vuelvo a jurar por Manitú que cuchillo no perteneció jamás a hombre de mi raza.
Los visitantes, impresionados por las firmes declaraciones del jefe piel roja, volvieron al poblado a dar cuenta de su gestión y esto dio más misterio al asesinato de Jeff y muchos se preguntaron quién habría tenido tanto interés en deshacerse del «sheriff», que había estudiado aquel truco para canalizar las responsabilidades hacia sectores que les librasen de toda sospecha.
Podía suceder que el indio por salvar a uno de sus súbditos hubiese mentido, pero esto nadie podía asegurarlo. El hecho fehaciente era que habían matado a Jeff y que no se sabía ni quizá se llegase a saber nunca cuál había sido la mano homicida.
¿Pudo haber sido alguno de los dos cabecillas a quienes estorbaba Jeff? Era posible y a los dos se les miraba con recelo, pero ninguno podía acusar al otro de tal hazaña. Durante las primeras cuarenta y ocho horas debido a la consternación, nadie se paró a mirar el porvenir en aquel sentido, sino el presente.
El cadáver de Jeff estuvo un día expuesto en su despacho a la vista de todos y por allí desfiló el poblado en pleno y no se podía asegurar si todos sin excepción sentían simpatías por él, o si había sido para no destacarse y dar a demostrar cierta hostilidad hacia el muerto.
Los que más se destacaron en estas visitas fueron Cranston y Henreid, los cuales parecían muy afectados por el suceso, e incluso hablaban de hacer averiguaciones para localizar a su hijo y darle cuenta de la terrible desgracia.
Al sepelio acudió también todo el poblado en masa, y Jeff recibió sepultura en medio de manifestaciones de dolor e indignación.
Pero cuando el cadáver quedó bajo la losa y la casa del muerto cerrada, pues, a falta de su hijo, no quedaba nadie en ella, fue cuando la gente empezó a pensar en quién habría de ser el sustituto del muerto. Se imponía el nombramiento de uno nuevo y todos empezaron a dejar volar su fantasía sobre el nombre de la persona más destacada para lucir la estrella.
Y aquí había de nacer el estado psicológico de alarma, angustia, desesperación y pánico que más tarde, día a día y hora a hora, habría de sacudir a todos los habitantes del poblado hasta llevarles al borde de la locura.