CAPÍTULO XI
ÚLTIMA CRUZ
QUELLA mujer que vivía junto a la casa de Henreid fue la primera en descubrir la cruz en la puerta del cabecilla, apresurándose a contárselo a la vecina más próxima; ésta corrió la voz a otra más cercana, y así, en menos de una hora, la noticia dio la vuelta al pueblo y todos estuvieron enterados de que alguien había amenazado a uno de los cabecillas, y quien así lo había hecho sólo podía ser su rival.
Pero ¿quién iba a ejecutar la sentencia? Los hombres, asustados, aisladamente no se atrevían a dejar sus escondites, y en el fondo ya estaban cansados y pesarosos de aquella rivalidad en la que nadie había ganado nada y algunos lo habían perdido todo. Una nueva lucha en masa enfrentándose ambos bandos sería otra catástrofe y el que más y el que menos temía por su propia vida.
A esto había que añadir la presión de las mujeres. Todas temían también por la vida de sus hombres y no estaban dispuestas a permitirles volver a sumarse a una pelea.
Quien tuviese interés que se jugase la vida por su cuenta; ellas no consentirían verse viudas o ver a sus hijos huérfanos y en la mayor miseria, porque ahora las familias de los que habían caído estaban al borde del hambre y ninguno de ambos cabecillas había salido al paso de esta situación ofreciéndoles ningún apoyo económico.
La luz de la razón unida al egoísmo empezaba a hacer abrir los ojos a algunos y el que más y el que menos sólo ansiaba que se encontrase alguna fórmula viable que acabase con aquel estado de cosas que iba a ser su ruina.
Fue muy avanzada la mañana cuando Henreid se enteró del macabro aviso y su cólera fue terrible. Nadie, de no ser Cranston, se podía haber atrevido a lanzarle semejante reto y él no estaba dispuesto a dejarse cazar como un conejo porque su rival estimase que había llegado la hora de forzar los acontecimientos y librarse de él. Y lo que más le encorajinaba era que su rival se había adelantado a su propia idea, pues ésta la llevaba él acariciando hacia dos días y se disponía a ponerla en práctica.
Y ahora ya era tarde. Murray había madrugado y la muerte le amenazaba sin saber cómo.
¿Se atrevería a enfrentarse con él personalmente o tendría preparados algunos hombres dispuestos a cazarle en cuanto saliese a la calle? Aquélla era la incógnita que necesitaba aclarar.
Y ante el temor de que le tumbasen a tiros apenas se diese a ver, envió a la mujer que le cuidaba en busca de Parker. Ya tenía noticias de la llegada del joven y de su posesión de la estrella y necesitaba hablar con él.
Parker sonrió divertido cuando se vio llamado. Adivinaba algo de lo que estaba acuciando al cabecilla y sentía curiosidad por saber qué querría de él.
Y se presentó en su casa.
Henreid le recibió muy afectuoso, diciendo:
—Parker, me alegro mucho de su regreso y de que haya llegado a tiempo de sustituir a Jack. Esto se está poniendo insoportable y es necesario que alguien ponga orden y paz en este manicomio suelto.
—Muy plausible la idea. Lo que no he visto es cooperación en nadie para ello.
—Es cierto, pero usted apreciará la situación. Unos y otros se amenazan, unos y otros se temen y nadie es dueño de sus nervios ni de su raciocinio.
—¿Qué hacen ustedes que no imponen esos elementos?
—¿Puede hacerse? Ahora mismo la situación se ha complicado. Murray ha perdido el control de sus nervios y, en lugar de ayudar, complica más las cosas. Supongo que habrá visto esa negra cruz que esta mañana apareció pintada en mi puerta.
—Sí, ya he observado que les está llegando a ustedes el turno.
—A «ustedes» no.… a mí por lo que veo y, como supondrá, no estoy dispuesto a que me acogoten como a un conejo.
—Eso es cosa de usted.
—Y de usted. Le he llamado para darle cuenta de esta amenaza y preguntarle qué cree que puede hacer para evitarlo.
—Yo…, pues sólo veo una solución. Puedo acompañarle hasta la salida del pueblo para que se aleje usted de aquí tantas millas como pueda.
—Ésa no es solución. Yo no tengo por qué abandonar mis intereses y, además, huir así, dando la sensación de ser un cobarde.
—Entonces… espere a que se desarrollen los acontecimientos.
—Que es tanto como dejarme asesinar impunemente.
—Entonces ¿qué quiere?
—Yo no tengo miedo personalmente a Cranston, pero a él solo. Si le estorbo, estoy dispuesto a medirme con él de hombre a hombre, pero sin que nadie intervenga en nuestro duelo. Esto es lo que pretendo y para lo que invoco su ayuda.
Parker, tras meditar un momento, preguntó:
—¿Está dispuesto a medirse con él siempre que le garanticen que nadie más intervendrá?
—Estoy dispuesto en cualquier momento.
—Bien, en ese caso venga conmigo a mis oficinas. Yo lo arreglaré todo.
—¿Usted me garantiza que… llegaré vivo?
—O llegamos los dos, o no llegará ninguno.
Ante aquella afirmación, Henreid, cuya rabia estallaba en sus venas, clamó:
—Adelante, para luego es tarde.
Y acompañado de Parker se dirigió a las oficinas, llegando a ellas sin novedad.
Parker, muy divertido, le dejó encerrado y se encaminó al domicilio de Cranston, el cual, al serle anunciada la presencia del «sheriff», no pudo negarse a recibirle.
—¿Qué desea usted? —preguntó con acritud.
—Traigo una comisión. Esta mañana apareció en la puerta de su rival una cruz negra, y Henreid le denuncia a usted como autor de ese macabro aviso.
—Henreid es un cochino embustero —bramó—. Yo no he pintado esa cruz.
—No lo sé; pero tengo esa denuncia contra usted y mi deber es aclarar el asunto. De momento, me acompañará a mis oficinas.
—Yo no tengo que acompañarle a ningún sitio. Que averigüen primero quién pintó esa cruz.
—De todas formas, Henreid cree que es usted y como entiende que esto no se puede prolongar, exige una de estas dos cosas: o que se le detenga a usted acusado de amenaza de asesinato, o que tenga usted la valentía de enfrentarse con él cara a cara con un «Colt» en la mano.
—¿Dice eso? Si está dispuesto a que así sea y me garantizan que nos hemos de ver los dos a solas sin ayuda de nadie, estoy dispuesto a hacerle tragar a balazos esa cochina afirmación.
—Muy bien. Henreid está en mis oficinas esperando su contestación. Si mantienen ustedes su reto, yo les llevaré a ustedes donde nadie intervenga más que yo y el duelo se celebrará con toda la legalidad exigible. Usted tiene la palabra.
—Mi palabra es palabra de rey. Estoy dispuesto a acabar con ese cerdo y con sus amenazas. Esto de las cruces lo inventó él como otras cosas que me guardo.
—Si es así, sígame.
—¿Usted me garantiza que no me sucederá nada en el camino?
—Tendría que sucederme a mí. No tema, porque todo el mundo está encerrado en sus guaridas. Todos son muy valientes a la hora de matar, pero muy cobardes a la hora de exponer la vida. No se atreverá nadie a salir de sus oseras.
Cranston, furioso, salió en compañía del «sheriff» y éste le trasladó a sus oficinas, donde esperaba su enemigo.
En la puerta, Parker exigió a Cranston el revólver y entró por delante pidiendo a Henreid el suyo. Luego los enfrentó a los dos.
Ambos se colmaron de improperios. Se acusaban mutuamente de pretender eliminarse apelando a manos mercenarias porque se estorbaban; pero Parker, interviniendo, dijo:
—Basta de discusiones tontas, señores. Ustedes han afirmado que no se temen personalmente y que están dispuestos a medirse cara a cara en duelo legal. Yo estoy dispuesto a dos decisiones: a encerrarles en mis jaulas acusándoles de muchas cosas muy graves, o a ayudarles a dirimir sus diferencias y que uno de los dos, deje de ser una amenaza. Cuando desaparezca esa rivalidad, yo me encargaré de que desaparezca entre los demás elementos del poblado, pero entre tanto ambos alientan a unos y a otros, no habrá paz y yo estoy decidido a acabar con la guerra y con ustedes dos si me obligan a ello.
»Así es que síganme. Yo les llevaré a un lugar donde nadie interrumpirá el duelo y allí, en igualdad de condiciones, se medirán ustedes. El más rápido o con mejor puntería será el que decida la situación.
El caso no tenía opción. Los dos habían aceptado el reto y estaban obligados a mantenerlo.
—Vamos —dijo Henreid furioso—. Cuanto antes acabemos mejor.
—Pues, adelante.
Escoltados por Parker, quien llevaba los revólveres de ambos en los bolsillos, abandonaron el poblado para dirigirse a una hondonada a media milla de distancia. El flamante «sheriff» hacia esfuerzos para ocultar la sonrisa que intentaba florecer en sus labios. La añagaza había empezado a surtir efecto y estaba seguro de que uno de los dos dejaría de ser un obstáculo no tardando mucho.
Pero si el vencedor creía que con aquello iba a solucionar la situación y se iba a librar de su rival y además a hacerse dueño del poblado, su desilusión iba a ser muy dura después, porque una vez eliminado uno de los dos obstáculos, la tarea de eliminar el otro iba a ser cosa suya.
Sólo acabando con aquel par de granujas se podía imponer la cordura en el resto del vecindario, porque una vez eliminados los reyezuelos, no había motivo alguno para que las luchas continuasen.
Cuando llegaron al lugar destinado al duelo, Parker colocó una piedra en tierra y, a partir de allí, contó quince pasos y luego otros quince en dirección contraria. El término de esta medida lo señaló con otra piedra.
—Treinta pasos es una buena distancia, pero si les parece excesiva lo acortamos.
—Es igual —dijo Henreid—. El que crea que es demasiado que la acorte por su cuenta y dispare cuando crea más conveniente.
—¿De acuerdo? —preguntó Parker a Murray.
—Completamente.
Colocó a cada uno de espaldas al pie de una de las piedras que marcaban el límite de la distancia y cuando estuvieron colocados, advirtió:
—Voy a entregarles sus revólveres. Espero que ninguno cometa la estupidez de emplearlo antes de que yo dé la voz de fuego. He dicho que el duelo habrá de ser legal y yo no amparo traiciones.
Entregó primero el arma a Henreid y luego a su contrario. Los dos, tensos con el «Colt» reciamente aferrado, esperaban la orden.
—¿Están ustedes preparados? —preguntó.
—Cuando quiera.
—Muy bien. La primera palmada será de atención y la segunda para que cada cual proceda como quiera. Cuidado que voy a dar la orden.
Se colocó en medio, pero fuera de la trayectoria de los disparos y tomando su revólver con los dientes, pues no se fiaba de ninguno de los dos, dio una palmada.
Ambos rivales se tensionaron con los brazos rígidos y de modo inmediato volvió a batir palmas.
Cranston y Henreid se volvieron simultáneamente y dispararon, pero la precipitación les hizo fallar el tiro. Sin embargo, Cranston estuvo muy próximo a llevarse por delante a su enemigo.
Ya no era preciso darles órdenes para disparar. Era cosa suya hacerlo a discreción y ambos repitieron el disparo, esta vez tratando de afinar mejor la puntería.
Henreid logró rozar el costado de su rival, quien emitió un aullido de dolor y disparó furioso por dos veces.
Henreid se dobló y cayó clavando una rodilla en tierra para disparar de nuevo, aunque sin fijeza, y Cranston repitió un nuevo disparo que acertó a su enemigo y le hizo caer de costado para no poder continuar el duelo.
Cranston, enfundando el arma, bramó:
—Se acabó, «sheriff». Espero que ese sapo no vuelva a acariciarme de nuevo con otra onza de plomo. ¿Me permite que me retire para atender mi herida? Aunque no es cosa grave, me duele y sangra bastante.
—Puede retirarse —dijo tenso Parker—. Ya nos veremos después.
Cranston se apresuró a volver al poblado tras apretarse un pañuelo en la herida para contener la hemorragia. De momento, uno de los dos estaba fuera de combate, y en cuanto al otro ya se ocuparía Parker de él.
El «sheriff» se acercó al caído, quien, con tres heridas, en su cuerpo, denunciaba que su vida estaba próxima a acabar.
Henreid, haciendo un supremo esfuerzo, murmuró:
—Esto… se acabó…, Parker…; pero… no quiero morir sin… decirle algo… Busque a Thompson, «el Zurdo» y… oblíguele a declarar quién… mató… a… a… su padre…
—¿Cómo? —bramó Parker envarado—. ¿Usted sabe quién lo hizo?
—«El Zurdo»; me… pidió… doscientos dólares… por… por matar a su padre…; yo… yo no quise…, pero le mataron y… supongo que… Cranston… se… se… los… dio… Yo… yo…
No pudo decir más. Le acometió un ataque de hipo y quedó rígido.
Parker, con los ojos inflamados en sangre, tiró del cadáver de Henreid, le dejó junto a un seto y, alocado, corrió al pueblo en busca de «el Zurdo».
Era éste un tipo haragán y borracho que gozaba de pocas simpatías en el poblado. Vivía a salto de mata y su mejor ingreso lo sacaba de la caza a la que era muy aficionado.
Vivía en una choza en las afueras del poblado y, como todos los habitantes de Pedro, se había recluido en su guarida a la espera de mejores momentos para abandonar su refugio.
Parker, tratando de contener sus nervios, llegó ante la choza y llamó.
—¿Quién va? —preguntó la ronca voz de «el Zurdo»—. Lárguese quien sea si no quiere que le eche de aquí a tiros.
—Abra, Thompson —dijo Parker—. Soy yo, Parker. Necesito alguien que me ayude. Cranston y Henreid se han peleado a tiros a media milla de aquí y se han matado los dos. Necesito que alguien me ayude a trasladar los cadáveres.
La noticia debió agradar a «el Zurdo», pues abrió la puerta y salió al exterior, diciendo:
—Bueno, no se ha perdido nada con…
No terminó la frase. El revólver de Parker se había clavado en su pecho al tiempo que su mano izquierda tiraba del arma que le colgaba a la cintura.
—Oiga, ¿qué trampa es ésta? —bramó el cazador.
—Una sola, Thompson. Usted se ofreció a Henreid para matar a mi padre si le daba doscientos dólares. Henreid se negó, pero mi padre fue muerto porque Cranston fue menos escrupuloso y le estorbaba mi padre. Hable y confiese que Cranston le dio esa cantidad.
—Eso es una calumnia —bramó «el Zurdo» rechinando los dientes—. Henreid es un embustero.
—Henreid me lo ha confesado antes de morir, pero Cranston no ha muerto porque fue quien mató a su rival. Yo le voy a colgar a usted y de eso no le librará nadie, pero, si no confiesa, dejará usted aquí a su cómplice para que se ría de su idiotez dejándose colgar sin decir la verdad. Hable, porque le quedan pocos minutos de vida.
Thompson, en un intento desesperado, trató de librarse de la presión de Parker arrojándose sobre él, pero el joven le aplicó un terrible golpe en el mentón con el mango del arma destrozándole la boca.
Luego, furioso, empezó a golpearle con saña indescriptible rugiendo:
—Habla o te desharé a golpes, serpiente venenosa.
«El Zurdo», medio deshecho, cayó al suelo y, con acento entrecortado, murmuró:
—Es cierto… Cranston me ofreció doscientos dólares por hacerlo, pero me dijo que pidiese la misma cantidad a Henreid a ver si me la daba para comprometerle y complicarle en la muerte de su padre. Henreid no quiso…
Parker no aguantó más. De un terrible patadón le dejó sin sentido y después, cargándoselo al hombro, se lo llevó a sus oficinas dejándole encerrado en una de las jaulas.
Los acontecimientos se habían atropellado trágicamente y su añagaza había dado más frutos que él pensara.
Las sospechas de su amigo Jack estaban bien fundamentadas, pero de no ser por aquel truco que había empleado y por sus trágicas consecuencias, jamás hubiese llegado a encontrar al matador y a la mano que ejecutara el crimen.
Ya seguro «el Zurdo», quien ahora le preocupaba era el inspirador del crimen. Éste podía desaparecer o rodearse de gente que hiciese más difícil y peligrosa su captura y tenía que obrar con rapidez para jugar sus cartas antes de que Cranston se diese cuenta del peligro que corría.
Tomando de nuevo la caja de betún que le sirviera para marcar la trágica cruz en la puerta de la casa de Henreid, se encaminó a la de Cranston. Iba a signarle con sus propios símbolos para que supiese que también él estaba marcado por la muerte.
Y cuando se dirigía a ella, se encontró con Moira. Ésta se detuvo mirándole y preguntó asustada:
—¿Qué te sucede, Parker? Estás desencajado.
—Me sucede algo que… Escucha, Moira, tú eres valiente… ¿Quieres hacerme un favor a cambio del que me has pedido?
—¿Por qué no? ¿De qué se trata?
—Acompáñame y lo sabrás. Necesito una persona que dé un aviso simplemente y nadie mejor que tú.
Alcanzaron la casa de Cranston, la calle estaba desierta y la puerta cerrada.
Parker indicó a Moira con un ademán que esperase y, avanzando hasta la puerta, trazó una larga y negra cruz con el betún diluido.
Moira, espantada, se lanzó sobre él, clamando:
—Parker, ¿qué haces?
—Déjame, Moira. Este tipo fue el asesino de mi padre; si no el asesino material, sí el que pagó a Thompson, «el Zurdo», para que asestase la puñalada. Tengo a Thompson encerrado en una jaula convicto del asesinato y voy a pasar la factura a Cranston… Por eso he pintado esa cruz, para que la vea, para que sienta la angustia y el terror que sintieron otros amenazados por él o por los que le seguían y para pagarle en plomo la muerte de mi padre.
—Pero tú no puedes hacer eso, Parker… Tú eres el «sheriff».
—Yo soy el hijo del asesinado, Moira; nada más.
Y se arrancó la estrella del pecho, diciendo:
—¿Quieres llamar a Cranston y decirle que salga a ver la cruz que han pintado en su puerta?
La muchacha dudó, pero, reaccionando, dijo:
—Sí, Parker, lo haré. Quien procede de esa manera debe pagar su crimen…
Y avanzando, llamó reciamente a la puerta.
La voz de Cranston preguntó:
—¿Quién llama?
—Soy yo: Moira —repuso la joven—. Creo que le conviene asomarse un momento y ver lo que han dibujado en su puerta.
Cranston, emitiendo un rotundo juramento, abrió la puerta con violencia y miró ansiosamente el tablero. La cruz recién pintada brillaba al sol de la tarde.
—¡Campanas del infierno! —bramó—. ¿Quién lo hizo? ¿Quién ha sido el canalla que pintó esta maldita cruz?
Moira se había retirado de la puerta y Cranston, que no había visto al «sheriff», al descubrirle frente a la casa, bramó:
—Parker…, ¿lo está viendo? Usted debe averiguar quién lo hizo.
—Ya lo averigüé, Cranston…: la he pintado yo.
—¿Usted?
—Sí, yo…; también yo tengo derecho a avisar que vengo a matar al asesino de mi padre.
Cranston, al oírle, adivinó lo que le esperaba y, con un ademán desesperado, tiró del revólver, pero cuando lo sacaba de la funda, el de Parker ladró primeramente y todo el contenido del arma, sin dejar un solo proyectil en el tambor, se fue a clavar en el cuerpo de Murray.
Éste cayó de modo fulminante y Parker, empuñando el arma, recogió la estrella, se la prendió y dijo:
—Parker Sneider, como hombre, ha saldado su deuda. Ahora el «sheriff» seguirá cumpliendo su deber. Me falta colgar de una encina a Thompson, para que todo el pueblo sepa quiénes eran estos sapos y por quiénes se han jugado la vida estúpidamente.
Y una hora más tarde el cuerpo del cazador se balanceaba en un árbol de la plaza, con un cartel al pecho similar al que Jack clavara en el pecho de Carl Irwing.
* * *
Cuando en el poblado se tuvo conocimiento del trágico desenlace de aquella pugna y de la muerte de los dos cabecillas, un enorme desconcierto se apoderó de todos. Se había acabado con la hidra de la rivalidad y ahora no había motivo ni fundamento para continuar la pugna, ya que carecían de jefecillos que los inspirasen.
Se imponía la cordura y el deponer las armas. Ésta era una tarea que Parker iba a emprender velozmente, empezando por exigir la entrega de todas en depósito, hasta que los ánimos se serenasen y la normalidad volviese a imperar.
Ansioso de informar a su amigo Jack del resultado de su audaz truco, fue a visitarle poniéndole en antecedentes de todo. Jack, emocionado, repuso:
—Te felicito, Parker; por algo estaba yo ansioso de que regresases. Sólo tú podías llegar tan lejos.
—No me digas. Tú me has dado medio camino recorrido y lo demás… ha sido un poco obra de la casualidad. De todas formas, se pintó la última cruz y la recibió el que más la merecía. Espero que, de aquí en adelante, estos bárbaros se tranquilicen, pero si no lo hacen… creo que, colgando a dos o tres más, calmaré los nervios al resto.
—Opino como tú, Parker… Ahora… ¿qué harás?
—Pues quedarme, Jack. El alcalde me ha prometido un suplemento de sueldo por lo que he hecho y por lo que pueda hacer. Me darán cien dólares al mes y con eso, lo poco que yo he ahorrado, mi casa y mi huerta…, puedo defender mi vida dignamente.
—¿Solo?
—Pues… en verdad que solo, no. Es muy triste vivir sin afectos y tú lo sabes bien, aparte de que se las baldea uno muy mal. Tengo veintiocho años y ya es hora que me dé cuenta de ello.
—Aquí no te faltarán muchachas dispuestas a casarse con un hombre tan importante como tú.
—No sé… Estoy pensando…
—¿En quién?
—Quizá te extrañe, pero no es cosa de hoy: me refiero a Moira. El otro día, cuando me contó su caso, juró que no estuvo nunca enamorada de ti, sino que había sido una pugna de amor propio entre ella y Missi. De ser esto cierto, elimina muchos obstáculos y ya has visto; está arrepentida de lo que hizo y te ha pedido perdón. ¿Tú qué opinas?
—Yo no guardo rencor a Moira y si ha tenido esa nobleza de confesar su pecado, la exime de toda crítica. En el fondo, era una buena muchacha, aunque un poco vanidosa.
—Lo pensaré, Jack; y si me decido… hablaremos clarito… No la pondré un puñal al pecho para que decida, pero si me acepta… le advertiré que aún me queda betún para pintar una cruz en la puerta de nuestra choza.
—Bueno…, puedes pintarla en seguida; pero para ti, porque a final de cuentas… dicen que el matrimonio es una cruz, y bueno es irlo sabiendo antes de tener que cargársela uno al hombro.
Y los dos rieron la broma del herido.