Capítulo X
EL CASTIGO
BURT y su cuadrilla habían permanecido casi inactivos durante el invierno. La vida por los montes y las praderas era durísima luchando contra la ley y los elementos, y Burt, tras un par de golpes que había dado después de su huida en la parte próxima al Platte del Norte, había llevado su cuadrilla a un buen refugio que poseía en las montañas Laramie.
Allí, en una pequeña cañada resguardada de los vientos, donde había un excelente pasto para sus caballos, tenían construidas unas chabolas con abundancia de conservas para el invierno. Era una medida de precaución que se vio obligado a tomar el año anterior al verse sorprendido por los temporales que le ponían en un grave apuro.
Y allí, entregados a pasar las horas al amor de las hogueras, jugándose a los naipes lo que habían ganado y hasta lo que podían ganar, se vieron obligados a dejar transcurrir los tres más duros meses del invierno.
Dan, de hecho, había pasado a formar parte de la cuadrilla. Burt hubiese necesitado aumentarla tras las bajas sufridas en Cheyenne y Dan se había ganado un puesto a su lado al ayudarle a defenderse por propio impulso.
Cierto era que Dan apenas si había tomado parte en algún atraco y que sus ganancias eran escasas, pero Burt le abrió un crédito a cuenta de sus futuras utilidades entregándole una cantidad.
Desde que Burt había sabido de su hermanastro a través de Dan, más de una vez le había interrogado pidiéndole detalles de Toby. En su alma se había levantado de nuevo el odio que sentía por él y hubiese dado la mitad de sus botines por enfrentarse de nuevo con Toby.
Había pedido detalles del lugar donde desapareciera y había comentado:
—Mal sitio aquel para escapar sin medios para ello.
Me pregunto si no andará por la región trabajando en algo.
—Pudiera ser, pero cualquiera lo sabe.
Pero un día, en fuerza de pedir informes, tuvo una inspiración e hizo una pregunta que fue para el corazón de Dan como un puñal al rojo vivo.
—Oye, Dan, por todo lo que me has dicho tengo la sospecha de que Toby se había enamorado de esa muchacha y a ella le gustaba. Me has dado la impresión de que te empezó a tratar con más despego desde que Toby fue recogido en la senda. ¿Es que no crees que así haya podido ser?
Dan apretó los dientes, diciendo:
—Sí, lo he pensado muchas veces y he de confesar que vi en él el rival que nunca había tenido. Fue esto lo que me movió a buscar al sheriff para que le detuviese.
—¿Sabes sí él conocía el lugar aproximado donde pensabais afincar?
—Pues presiento que ella le daría algún detalle. Ya habíamos acordado establecernos entre el Muddy y el Platte y por allí hay pocos poblados.
—Entonces, ¿no sospechas que si él estaba verdaderamente enamorado de la muchacha haya podido buscarla y encontrarse allí?
Dan saltó como un muelle al oírle. Las sospechas del bandido podían estar bien encaminadas y Toby podía haber buscado a Sully quedándose definitivamente a su lado.
Esta sospecha fue en su pecho como un volcán en plena erupción. Apretando los dientes bramó:
—Si supiese que eso ha sido así correría los peligros que hubiese que correr sólo para ir allí, buscarle y volarle la cabeza a tiros. Si Sully no puede ser para mí tampoco sería para él.
Y Burt, con un gesto de mano, repuso:
—No, Dan, eso es un asunto que no se lo cedo a nadie porque sobre el odio que tú puedas tenerle hay algo más hondo que nos separa a los dos y la vida de Toby me pertenece por encima de todos. Si tú correrías peligros por buscarle, si supieses que está allí, yo voy a correrlos sólo para comprobarlo. Cuando el tiempo amaine volveremos a empezar nuestras actividades y tomaremos esa ruta. Un día cuando menos lo sospechen pasaremos por Leo y haremos una requisa en él. Si mis sospechas fuesen ciertas no te preocupes que yo te dejaré bien vengado.
Lo dijo con un acento tan salvaje que Dan no pudo contenerse y preguntó:
—Jefe, ¿qué le hizo a usted Toby para que le odie con tanta fuerza?
—Algo que tú no comprenderías. Él fue la causa de que mi padre me odiase por quererle a él y quien terminó por arrojarme de mi hogar.
—Entonces, ¿es que… es su hermano?
—No, pero, aunque lo fuese no le perdonaría. Es hijo de la mujer con quien se casó mi padre después de enviudar. Él fue en el nuevo hogar el niño mimado y yo el indeseable. Mi padre me echó de allí por su culpa y desde entonces le odio a muerte.
—Siendo así, ¿por qué andaba por este lado de Wyoming y por qué tenía que huir del sheriff?
—Oh, eso fue un poco de mi venganza. Le hice una faena el día que marché de mi casa robándole tres mil dólares que acababa de cobrar por cuenta de su patrón. Presumo que cuando los echó de menos se lanzó tras de mí buscándome y que aún no ha perdido la esperanza de dar conmigo.
Dan quedó con la boca abierta. No podía sospechar que aquellas fuesen las causas que enfrentaban a los dos hermanastros.
Ahora sabía la verdad y comprendía que no podría disputarle la presa, pero si eran ciertas sus sospechas y encontraban a Toby, tanto le daba matarle él como que le matase su sanguinario jefe. Su venganza se vería consumada y Sully sufriría las penas del infierno al ver truncado su amor por la muerte.
Por fin el mal tiempo cedió; la nieve empezó a fundirse y el cielo a clarear mostrando un sol amarillento, pero agradable. Había llegado el momento de poner fin a la inactividad y volver a lanzarse a la aventura.
Confiaban en que después de más de tres meses de eclipse su nombre se hubiese olvidado y de momento podrían operar con más facilidad y menos peligro, hasta que de nuevo se intensificase la persecución.
Y un día de mediados de marzo la cuadrilla abandonaba su refugio y se lanzaba al llano dispuesta a iniciar sus trágicas actividades.
Fue al pasar por un poblado llamado Freelad, cuando a Burt se le ocurrió asaltar el pequeño banco de la localidad. Ésta era pequeña, mal nutrida de vecindario y aunque supuso que el golpe no sería muy productivo, siempre sacarían de él una utilidad con poco peligro.
Y una mañana, después de distribuir sus hombres para no llamar la atención, se presentó en el banco con Dan y otro de sus hombres y conminó al cajero a entregarle el dinero. El cajero, sorprendido, tuvo que ceder ante la amenaza de los revólveres y entregar el dinero que tenía en caja.
Pero cuando los bandidos, confiados en el pánico que habían producido, se disponían a emprender la huida, el cajero, tomando un revólver que tenía bajo la repisa de la ventanilla, corrió tras ellos disparando y dando gritos de ¡ladrones!, ¡ladrones!
Burt, sorprendido, se volvió disparando sobre el cajero que cayó gravemente herido, pero dos comerciantes de la plaza salieron de sus tiendas armados de revólveres y dispararon sobre los bandidos lesionando a uno, no sin que a cambio los dos encajasen plomo.
Se despertó la alarma, algunos voluntarios que vivían alerta desde que se hablaba de la presencia de la cuadrilla en aquel lado de Wyoming montaron a caballo dispuestos a perseguirles y se inició la loca carrera cuyas consecuencias jamás pudo sospechar Burt.
Perseguidos de cerca huyeron para cruzar el Platte con objeto de borrar sus huellas y cuando se hallaban próximos a un lugar llamado Alcova, frente a unas depresiones bastante violentas, al intentar internarse por ellas, el caballo de Burt se escurrió rodando de mala manera.
El bandido no tuvo tiempo a desmontar y cayó con el animal, pero éste le cogió debajo y cuando acudieron en su auxilio, Burt bramaba de fieros dolores. Se había partido una pierna y no podía cabalgar.
Aquel contratiempo trastornó a los bandidos. Creían haber despistado a sus perseguidores al cruzar el río, pero aquello les inmovilizaba para alejarse más de allí con grave peligro de ser capturados.
Buscaron una cueva donde depositar al herido que berreaba fieramente. El dolor era insoportable y reclamaba un médico que arreglase su pierna.
Y sin medir el peligro que suponía aquello ordenó a su segundo:
—Id al poblado más próximo, buscad al médico, obligadle a que tome sus instrumentos y traedlo aquí. Que nadie se entere de nada.
Había que obedecer y aquella noche el segundo y otro compañero se presentaron en el poblado.
Allí habían llegado ya las noticias de lo ocurrido en el poblado inmediato y lo alarma embargaba a todos.
Esto fue peligroso para los bandidos, pues cuando aquella noche entraron en el pueblo preguntando dónde vivía el médico, alguien se sobresaltó y tras darles la dirección corrió a las oficinas del sheriff a darle cuenta de la presencia de los dos extraños y de sus preguntas.
El sheriff, hombre enérgico, no perdió tiempo, buscó unos cuantos peones decididos que se encontraban en las tabernas del pueblo y reunió una docena de voluntarios con los que se presentó en la casa del doctor,
Pero había llegado tarde por muy poco. Los dos desconocidos habían obligado al médico a seguirles con su cartera de instrumental y se habían marchado ya.
Entonces, excitados, se lanzaron a la senda dispuestos a alcanzar a los extraños forasteros.
Tuvieron suerte de que hubiese luna, pues apenas habían galopado dos millas descubrieron a lo lejos dos bultos o tres que se movían bastante rápidos en dirección al río.
El sheriff ordenó:
—Cuidado, no adelantarse mucho y caminar por la parte de los sembrados. No es esa pareja lo que nos importa sino dónde van. Es indudable que tienen algún herido y esto les ha obligado a exponerse viniendo en busca del médico. Hay que sospechar que se trata de la cuadrilla de Burt y si son ellos la componen lo menos media docena. Tendremos que sorprenderlos y tratar de que no escape ninguno.
Continuaron galopando manteniendo las distancias hasta que al alcanzar el terreno quebrado les vieron desaparecer por las fisuras.
—Bien—comentó el sheriff—, ya sabemos que están ahí. Ahora lo que importa es saber el sitio exacto para rodearlos. Mucha prudencia y cuando nos acerquemos allí dejadme a mí que trate de filtrarme por las quebradas a ver qué descubro. Si fuésemos todos y han montado vigilancia nos descubrirían en seguida.
Dejó a sus voluntarios ayudantes bajo un conglomerado de árboles que les ocultaban a miradas vigilantes y cautelosamente, buscando los lugares que podían protegerle de ser descubierto, se, medio arrastró hacia las cortadas, penetrando por el mismo sitio que había visto emplear a los dos bandidos.
Éstos, con el médico por delante, habían llegado ya a la cueva donde yacía Burt atormentado por los dolores de su tronchada pierna. El segundo de la cuadrilla señaló al lesionado diciendo:
—Véale esa pierna, doctor, y déjesela como nueva si estima en algo su vida. Se le ha roto.
A la luz de unas llamas resinosas que producían un humo terrible, el médico le examinó y advirtió:
—Mala cosa. Se ha tronchado totalmente el hueso y habrá que colocárselo en su sitio y después entablillárselo con algunas maderas y cuerdas.
—Está bien, haga lo que sea, pero pronto.
—Ayúdenme y que el enfermo haga acopio de energía porque no se va a divertir precisamente.
Tirando entre varios del miembro lesionado unos hacia un lado y otros hacia otro, consiguieron encajar el hueso.
Burt bramaba como un toro herido y amenazaba con matar a tiros a todos. Por fin, colocado el hueso con ramas desgajadas de los árboles y cuerdas, pudieron entablillar la pierna. Tras el agudo dolor de la ensambladura Burt se sintió menos molesto.
El médico, una vez concluido su trabajo, se dispuso a abandonar la cueva.
—Yo no puedo hacer más—dijo—. Ahora todo es cuestión de reposo. No podrá moverse de ahí en muchos días.
Pero los bandidos le retuvieron mientras el segundo de la cuadrilla advertía:
—Lo siento por usted, pero no puede irse. Tendrá que ser nuestro huésped mientras estemos aquí.
—¿Están ustedes locos? Yo no puedo hacer ya más y eso tardará mucho en consolidar.
—Lo que tarde. Se queda aquí si no quiere quedarse de otra manera. A ver, cuidad de este caballero para que no sienta impaciencia por irse.
Y se lo llevaron para vigilarle durante la noche.
Entre tanto el sheriff, que había estado registrando el áspero paisaje, se encontró resuelta la búsqueda al captar el resplandor de las ramas resinosas ardiendo. Esto le bastó para localizar la guarida y hasta poder apreciar el número de bandidos que formaban la partida.
Como un lagarto se retiró de allí y poco después se unía a sus hombres indicándoles lo que debían hacer.
Arrastrándose por entre los peñascos fueron avanzando hasta situarse en lugares que formaban un cerco en torno a la cueva y cuando todos encontraron acomodo se dispusieron a esperar el nuevo día.
El sheriff había dado orden de no dar señales de vida durante la noche, porque esto podía favorecer la fuga de parte de los bandidos.
Al salir el sol, éstos, que medio habían dormitado entre los peñascales renegando del accidente sufrido por su jefe, se dispusieron a preparar algo para desayunar. Se sentían nerviosos en aquel lugar, inmovilizados nadie sabía por cuánto tiempo y expuestos a ser descubiertos.
Habían amontonado leña para la hoguera y se agrupaban en torno a ella, cuando de lo alto de unos peñascos salió una orden conminatoria:
—¡Arriba las manos todos! ¡Pronto o disparamos!
La reacción de los bandidos fue veloz. Todos llevaron las manos a los colts dispuestos a defenderse.
Como pudieron saltaron buscando las protecciones naturales del terreno mientras que en derredor de ellos se producía un fuego graneado que los buscaba fieramente.
El terreno recogía los estampidos multiplicándoles en sonoros ecos y pronto aquello dio la sensación de una terrible batalla, aunque en realidad sólo peleaban poco más de una docena de hombres.
Un bandido cayó con la cabeza atravesada al asomarse buscando a algún enemigo, pero un vaquero volteó de lo alto de una peña y cayó vertical estrellándose al chocar de cabeza contra una roca.
Más la situación de los bandidos se hacía insostenible. Por todas partes silbaban las balas amenazando acabar con ellos, mientras Burt, con su pierna tronchada se había arrastrado hasta la salida de la cueva y trataba de ayudar a sus hombres a defenderse.
Otro de los bandidos cayó certeramente tocado y los cuatro restantes, deslizándose como podían por entre las peñas, trataban de alejarse rehuyendo el encuentro con sus perseguidores.
Sus caballos estaban escondidos no lejos y si llegaban a tiempo de rescatarlos, aún podían confiar en salvarse apelando a la huida.
Disparando con fiereza retrocedían, en tanto sus contrarios, desde las alturas, trataban de buscarlos para impedir la fuga, pero sabiendo la clase de gente con que tenían que enfrentarse, no se atrevían a cometer imprudencias que podía costarles la vida.
Apelando a esta maniobra, tres de ellos pudieron escapar cubriéndose con los peñascales. Cuando llegaron al refugio de sus monturas y saltaron a las sillas, algunos de los vaqueros se apresuraron a correr en busca de sus caballos para iniciar la persecución.
El sheriff retuvo a dos de sus compañeros no dejándoles perseguir a los fugitivos. En la cueva se hallaba el bandido herido y tenían que apresarle.
Pero Burt, sabiendo el fin que le esperaba, estaba dispuesto a defender su vida hasta caer matando. Entre ser colgado o morir con las armas en la mano, esto último era más honroso.
Pero mientras descargaba y cargaba su revólver para defender la entrada a la cueva, maldecía fieramente a sus compañeros. El peligro les había obligado a olvidar la camaradería y le abandonaban como a un perro entregado a sus pobres fuerzas.
Ya nadie disparaba contra el sheriff y sus compañeros más que el temible bandido y el sheriff ordenó una maniobra que les permitiese poder enfocar mejor la entrada de la cueva para cazar al que se defendía tan desesperadamente en ella.
Ignoraba quién era y no se imaginaba que fuese precisamente el jefe de la terrible cuadrilla.
Al variar de posición consiguieron situarse mejor para batir la boca de la cueva. Burt se dio cuenta cuando los dos primeros disparos se clavaron en la tierra a su lado no alcanzándole por milagro.
Ante el peligro intentó retroceder, pero su pierna tronchada se resintió al esfuerzo y con un bramido de dolor no pudo evitar el dar la vuelta retorciéndose convulsamente.
Y en aquel momento un certero disparo se le clavó en el hombro derecho atravesándole la clavícula e inmovilizando su brazo. Ahora no podría disparar más que con la mano izquierda y sólo los proyectiles que le quedaban en el tambor, pues su brazo atravesado no le permitía movimiento alguno.
Doblemente dolorido por el balazo atenazó el arma con la mano izquierda y esperó. Si alguno era tan osado que se atrevía a avanzar se lo llevaría por delante con él.
Algo se movió cerca. Burt disparó errando el tiro y de nuevo le llovieron balas próximas a él. Alguien debía arrastrarse cerca porque un nuevo disparo penetró en la cueva a ras de tierra. Rabioso, disparó por dos veces y al tercero falló el percusor sonando en falso.
Al aullido de desesperación del bandido respondió un grito de triunfo del sheriff. Se había dado cuenta del fallo del revólver y no le permitió recargarlo.
Intrépidamente saltó a la cueva bramando:
—¡Quieto, maldito descastado!
Ya todo era inútil. Burt trató de moverse con violencia, el hueso de la pierna se salió de su sitio y el terrible dolor le privó de conocimiento.
El sheriff emitió un aullido de triunfo y llamó a sus compañeros. Éstos acudieron presurosos contemplando al bandido inmóvil y con una feroz mueca contrayendo su rostro.
—Bien, sheriff—dijo uno—, buena presa. Éste es el célebre Burt y ha sido suerte que fuese él quien quedase aquí encerrado, porque ahora su cuadrilla está deshecha y nadie podrá reorganizarla.
—¿Estás seguro? —preguntó el sheriff con emoción.
—Sí, le vi un día en Fort Laramie durante una lucha en un garito donde por poco me abrasan a tiros y no se me podía despistar.
—Magnífico. Hay un premio de cinco mil dólares por su captura que nos repartiremos buenamente. Ahora sólo falta saber qué ha sucedido con los dos o tres que consiguieron escapar. Vamos, muchachos, atravesemos a este tipo sobre un caballo y al poblado con él.
Pero uno de los ayudantes del sheriff exclamó:
—¿Y el doctor? No le hemos visto.
Le buscaron ansiosamente hasta descubrirle privado de sentido tras unas peñas. Los bandidos, al verse atacados, le habían aplicado un golpe en la cabeza haciéndole caer desvanecido.
Tuvieron que cargar también con él y abandonaron el terreno de la tragedia llevándose a Burt, al médico y el cadáver del desgraciado vaquero.
* * *
Entre tanto, los decididos vaqueros se habían lanzado en persecución de los tres fugitivos. Hombres duchos en el manejo de los caballos, dominaban éstos con tal maestría que para ellos no existían obstáculos, y así, a todo el galope que el terreno permitía, continuaban acosando a los tres bandidos, uno de los cuales era Dan.
Los tres huían casi en grupo tratando de sacar ventaja para perderse en el paisaje y regresar a su refugio donde podrían serenarse y más tarde emprender nuevas rutas, pero aquellos malditos vaqueros eran jinetes excelentes y no había forma de despegarse de ellos.
Dan, que por suerte se había apropiado de un buen caballo, caminaba un poco adelantado a sus compañeros. A su espalda vibraron secos los disparos de sus perseguidores.
De repente, un rugido impresionante brotó a su zaga. Asustado volvió la cabeza y observó que ahora uno de los caballos galopaba sin jinete. Otro había caído y los dos que restaban se veían amenazados de la misma suerte. Pero el compañero de Dan, en lugar de seguir a éste, derivó a la derecha por unas grietas. Los perseguidores se vieron obligados a dividirse para perseguir a los dos y Dan observó que el número de enemigos había disminuido quedando reducido a tres.
No eran muchos, pero sí una fuerza superior contra la que tendría que luchar con desventaja.
El acoso se hacía tenaz, a veces por dificultades del terreno Dan perdía ventaja. Lo notaba cuando oía restallar a su espalda los disparos de sus enemigos y captaba el silbido de las balas buscándole trágicamente.
Pero los caballos no eran de bronce. Ni el suyo ni el de sus enemigos podían soportar aquel tren endiablado y poco a poco iban cediendo. De un momento a otro alguno se negaría a caminar si no caía reventado.
Lleno de desesperación, antes de que el animal cayese desfondado, buscó un lugar asequible a la defensa y se introdujo por unas fisuras alcanzando un terreno alto sembrado de peñascales. Dejó el animal donde ya no pudo subir con él y escaló las peñas dispuesto a defenderse desde ellas hasta agotar el último cartucho.
Pero sus perseguidores debían haber sufrido el mismo contratiempo que él, porque transcurrió el tiempo y no dieron señales de vida. Unos y otros debían descansar para reanudar la trágica partida.
Los vaqueros sabían que su perseguido no podía caminar por delante de ellos a causa de la fatiga del caballo y podían descansar unas horas confiados de no perder su rastro.
Era más de medio día cuando se interrumpió la caza. Dan, agotado y colérico, tuvo que conformarse con el descanso. Tenía una sed de infierno, pero no sabía que hubiese agua en derredor de él.
Casi al final de la tarde, temiendo ver aparecer a sus enemigos, decidió seguir avanzando. El caballo se había repuesto un poco y por lo menos un par de horas más, hasta que se hiciese de noche, podría caminar.
Con recelo abandonó su posición y volvió al camino más fácil. El caballo, aunque no al mismo trote inicial, emprendió la marcha y Dan se fue alejando al albur, pues no tenía idea del lugar donde se encontraba.
Al anochecer, cuando ya no veía, tuvo que hacer alto de nuevo. Ahora la noche sería un mayor tormento, ya que tampoco había conseguido descubrir agua durante toda la jornada.
Pasó una noche alucinante. Chascaba la lengua con furor, sentía como si tuviese ortigas en la garganta y la fiebre empezaba a hacer presa en él.
Nunca se le antojó una noche más larga que aquélla y cuando por fin amaneció, montó a caballo y se lanzó por las sendas en cuesta buscando el llano.
Tenía que encontrar agua, esto era lo elemental y lo demás la suerte decidiría.
Por fin, mediado el día, salió a terreno llano y al tender la mirada ansiosamente en derredor, emitió un bramido de salvaje alegría. No muy lejos descubría la confluencia de dos ríos. Era el Sweetwater en su desagüe sobre el Platte del Norte.
Galopó hasta él. No necesitó estimular al caballo, porque el pobre animal, tan sediento como él, había olfateado el agua y galopaba hacia el río.
Se detuvieron ante el primero que llevaba menos caudal. Dan metió la cabeza hasta el cuello en el agua, no sólo para saciar su sed, sino para refrescar sus sienes que le ardían como si tuviese en ellas un volcán.
Cuando quedaron ahítos del vivificante líquido, jinete y caballo, aplanados, se dejaron caer sobre la fresca hierba. Dan sentía un sueño abrumador y de buena gana se hubiese dejado vencer por él allí mismo cara al sol y junto al río.
Pero no podía ser. Había perdido de vista a sus perseguidores, pero no podía considerarse salvado. No andarían muy lejos y en cualquier momento podía volver a encontrarlos.
Esta posibilidad se vio cumplida antes de que lo pensara, pues al obligar al caballo a levantarse para continuar, al echar un vistazo a los lugares abandonados, descubrió a los tres jinetes desembocando en la llanura. Rabioso, saltó a la silla y volvió a emprender la fuga.
Los tres vaqueros, tenaces, se lanzaron tras él y al llegar al río se detuvieron un momento para saciar su sed y la de sus monturas como Dan había hecho.
Éste, en un intento desesperado, lanzó el caballo al Platte para cruzarlo creyendo que así haría perder mejor su pista, pero algo más tarde, al volver la cabeza descubrió a lo lejos al tozudo grupo. Estaba visto que no podría despegarse de él y que el final sólo podía ser una lucha trágica en la que toda la ventaja estaría de parte de sus enemigos.
Y como loco empezó a espolear al caballo. Éste tenía que perderlos de vista, aunque cayese reventado y después la suerte decidiría.
Pero a pesar de todo llegó la noche manteniendo la distancia y al tender su manto las sombras, se abrió un paréntesis en la lucha. Ni uno ni otros podían hacer nada durante la noche.
Dan respiró con alivio. Un día más a su favor, pero, ¿hasta cuándo? El terreno que ahora tenía delante era llano, pradera sin ondulaciones y sin refugios donde guarecerse para intentar la defensa.
Apenas empezó a clarear, obligó al caballo a levantarse. El animal ya no podía con su cuerpo y seguramente aquella sería su última jornada.
Cuando la luz del sol empezó a lucir y Dan volvió la cabeza, emitió una terrible maldición. A su zaga seguía llevando a los tres malditos vaqueros dispuestos a no permitir su huida.
Y de nuevo se lanzó a galope tendido ciegamente al albur sin saber dónde iba, sólo buscando un sitio apto para librar la batalla decisiva.
Y llegó un momento en que descubrió ante su vista sembrados, casitas y cabañas o chozas, bueyes y mulas trabajando la tierra, y de una manera vaga le pareció que aquello lo conocía, que no era una visión nueva para él, aunque atormentado por la fiebre nada podía precisar. Su montura había flaqueado tanto que ahora su galope era pobre y desigual. Tras él los vaqueros ganaban terreno y ya avanzaban tanto que a cada paso los descubría con más precisión.
Y de repente, los revólveres empezaron a tronar. Sus ecos sembraron la alarma entre los colonos, todos dejaban su trabajo para seguir con ojos atónitos la emocionante caza y se preguntaban quién sería el perseguido y quiénes los perseguidores.
Las mujeres abandonaban sus chozas para salir a contemplar el terrible espectáculo y los hombres, apoyados en los mangos de las palas, seguían con vivo interés la evolución de los jinetes.
Dan, aplanado, seguía adelante. Ahora, de repente, había reconocido el lugar. La suerte, caprichosa, le había llevado de nuevo a Leo, aquellos eran los sembrados que él conocía, a su derecha había dejado la cabaña de Jacob y Sully y no muy lejos, enfrente, estaría la suya.
El destino era cruel con él. Había ido a morir o ser apresado precisamente allí donde le esperaban para ahorcarle y donde Sully gozaría del espectáculo de saberle en manos de la justicia.
De repente, el caballo hocicó, dio una vuelta y quedó en tierra babeante. Aquello había concluido y ya sólo le quedaba el último instante de pelea.
Echó a correr con desesperación. Frente a él descubrió su antigua cabaña; en su ceguera, no se dio cuenta de lo bien cuidada que estaba, de que la tierra había sido sembrada y estaba floreciendo, sólo vio que era su cabaña y que si se hacía fuerte en ella podría defenderse y matar antes de morir.
Y como loco corrió hacia ella ansioso de ganarla antes de que le tumbasen de un tiro.
Y de repente, cuando creía alcanzarla, alguien surgió de ella. Era Toby, quien alarmado por los cercanos disparos salía a enterarse del motivo.
Y de pronto, ambos rivales se enfrentaron a escasa distancia. Dan, al reconocer a Toby, sintió un velo rojo cubriendo sus ojos. No sólo Toby había vuelto en busca de Sully sino que además se había apropiado de lo suyo.
Y enfilándole con el revólver rugió:
—¡Tú, ladrón!
Disparó colérico. Toby tuvo tiempo de tirarse al suelo cuando los disparos le buscaban y desde tierra tiró de revólver y disparó. Dan recibió en pleno pecho el plomo de su contrario y cayó sobre el verde cuando ya los vaqueros, extenuados, cubiertos de polvo y acusando las huellas del cansancio, daban alcance al fugitivo.
Pero llegaron tarde. Toby le había acertado mortalmente y Dan se retorcía en las ansias de la muerte.
De todas partes corrían los colonos al lugar de la tragedia. Los vaqueros, acercándose a Toby que estaba pálido de la terrible emoción, le saludaron efusivos en tanto uno comentaba:
—Buena faena, amigo. Creímos que se lo llevaba por delante. Nos ha quitado usted una presa que era nuestra, pero es igual. La cuestión es que éste también ha caído.
Toby, nervioso, preguntó:
—¿Por qué le perseguían?
—¿Por qué? Hemos descubierto la cuadrilla de Burt y la hemos aniquilado. Este buharro formaba parte de ella y consiguió escapar con otro, pero le hemos perseguido durante dos días y tres noches. Creemos que ya no queda ni uno solo.
—¿Qué dice? ¿Está usted seguro de que este tipo pertenecía a la cuadrilla?
—Claro, como que la hemos batido toda entera cerca de Alcova, a treinta millas de aquí.
—Entonces… Burt, ¿ha muerto?
—No lo sabemos. Quedaba en las cortadas acorralado por el sheriff y unos compañeros. Hemos liquidado a cuatro y él quedó allí bloqueando al jefe que debía estar herido y se había refugiado en una cueva. Aún no sabemos cuál habrá sido su final.
En aquel momento llegaban junto al caído Jacob y Amherst, quienes se sintieron asombrados al descubrir que el muerto era Dan y mucho más al saberle unido a la cuadrilla de Burt.
Toby, nervioso, sólo anhelaba saber qué había sido de Burt, pues si éste había sido apresado con vida, necesitaba que le obligasen a declarar la verdad de lo sucedido con el dinero robado.
Poco más tarde, cuando el sheriff de Leo se hacía cargo del cadáver, Toby habló con Jacob y su hija. Necesitaba ir a Alcova, saber qué había sido de Burt y si éste estaba vivo, presentar la denuncia contra él para que le obligasen a confesar lo del robo.
* * *
Dos días más tarde el animoso joven regresaba a Leo henchido de gozo. Apenas le vieron llegar, Jacob y su hija adivinaron que portaba buenas noticias.
—¿Qué tiene que decirnos, Toby? —preguntó el colono.
—No mucho, pero sí bueno. Escuchen lo que me contó el sheriff de Alcova.
Toby les hizo un relato detallado de lo sucedido a la cuadrilla a raíz del asalto al banco.
«Burt se había caído del caballo tronchándose una pierna y al requerir el médico de Alcova para que le atendiese, fueron descubiertos y seguidos copando a la cuadrilla.
»Entre ella figuraba Dan. No sabían cómo había ido a parar bajo las órdenes del bandido, pero el hecho era que figuraba en la partida y al huir le habían perseguido hasta obligarle a entrar en los sembrados, sin duda por imperativo de las circunstancias y no por su gusto.
»En cuanto a Burt, además de la pierna rota tenía dos balazos graves. No obstante, como no había muerto, el sheriff con no muy buenos modales le había obligado a declarar. Burt terminó por reconocer que había robado la cantidad aquella del bolsillo de la chaqueta de su hermanastro antes de huir.
»Con aquella declaración firmada por el sheriff, él quedaba exento de toda culpa. Ahora mandarían copia al poblado donde estaban sus padres y él quedaría rehabilitado a los ojos de todos.
»En cuanto a Burt no confiaban mucho en que se salvase, pero si así era, la cuerda le esperaba como recompensa a sus muchos crímenes.
Aquel asunto estaba concluido. Ya nada tenían que temer ni de Burt ni de Dan y de allí en adelante la vida se presentaría para el joven alegre, próspera y risueña. Había rehecho su existencia, poseía una buena tierra que cultivar y había una mujercita digna y cariñosa que sólo esperaba el momento adecuado para unirse a él. ¿Podía pedirse más al destino?
Jacob, gravemente, comentó:
—¿Has visto, Toby? Dios siempre es justo y premia al bueno y castiga al malo. Tanto Burt como Dan se salieron de la ley y emprendieron un camino que creían fácil y ya has visto el final. La vida se ha hecho para vivirla honradamente, esforzándose uno en hacerse digno de ella y viviendo de lo que el propio esfuerzo puede rendirnos. Tú has pasado tus fatigas como todos, pero tu premio es glorioso, mientras el de esos tipos no ha podido ser más trágico. Que el cielo siga inspirándonos a todos para seguir siendo buenos sin ambicionar más que lo que podamos ganar con nuestro sudor.
Toby se acercó a Sully preguntando:
—¿Tú qué dices, querida?
—¿Yo? Que ahora ya no hay obstáculos para acelerar lo que ambos deseábamos. Todo mi temor estribaba en esos dos hombres, pero desaparecidos, ya nada hay que temer. Podemos casarnos cuando quieras, Toby.
—Por mi parte mañana mejor que pasado—afirmó él vehemente.