VI
Durante los últimos días de mis vacaciones, el tiempo fue empeorando cada vez más. A mí apenas me molestaba y daba largos paseos hasta que se hacía de noche. Casi nunca me encontraba con nadie. En cambio, vi muchos animales; manadas de jabalíes y, de vez en cuando, ciervos, solos o en grupos de dos o tres. Los ciervos estaban tan atentos a la presencia del hombre que solamente se dejaban observar a mucha distancia, pero con uno me encontré de sopetón cara a cara. Me detuve, me quedé completamente inmóvil e intenté estirar ese momento todo lo que me fue posible. Ni siquiera parpadeé. Por fin, el ciervo se apartó y desapareció entre los árboles. Ese ciervo y yo: pocas veces he tenido una sensación tan intensa de que existe más de un mundo.
De regreso a Ámsterdam, lo primero que hice fue encender la estufa de gas en las habitaciones delantera y trasera. Tras una semana de ausencia, la casa estaba fría. Un frío húmedo que se veía intensificado por la quietud de un espacio vacío en el que no se había vuelto a mover nada hasta el momento en que entré. Hacía algunos años que había renovado el piso de arriba abajo, pero ante la sorpresa del contratista decidí mantener las estufas de gas en lugar de optar por una calefacción central. Me gustaba tener que ir a buscar el calor de mis estufas. Cuando hacía demasiado frío, corría la mesa y las sillas para comer, leer y trabajar tan cerca de esa fuente de calor como me fuera posible, y a veces me quedaba sentado en la penumbra, mirando el resplandor de las llamitas de gas.
Hasta el final de la tarde no me tomé tiempo para llamar a Kalman Teller. Al principio parecía ausente, como si le hubiera molestado en el momento más inoportuno, pero, cuando comprendió por qué llamaba, cambió el tono de su voz. Me preguntó si podía pasarme por su casa esa noche y, después de pensármelo un poco, accedí.
Dick van Arnhem vivía en la planta decimoquinta de este rascacielos en Róterdam de estilo nada neerlandés, pero Kalman Teller se lo había montado aún mejor con uno de los dos apartamentos que había en la planta más elevada, la vigésima. Tras haberle dado mi nombre a un recepcionista, salí disparado hacia arriba en un ascensor que no hacía ningún ruido. En lugar de encontrarme a Kalman Teller esperándome en el vano de la puerta, hube de aguardar bastante tiempo a que me abriera. Por el rabillo del ojo vi una cámara dirigida a la entrada y supuse que se estaba tomando su tiempo para observarme. No era lo que podía llamarse un buen recibimiento. Cuando por fin se abrió la cerradura con un clic seco y la puerta giró despacio hacia dentro, seguía sin haber nadie allí.
—Entre, por favor —gritaron desde el fondo del pasillo. Recorrí un espacio mal iluminado hacia la puerta entornada por la que asomaba una clara luz blanca. Cuando abrí la puerta un poco más, me quedé mirando sorprendido por un instante. Aunque este debía de ser su hogar, a lo que más se parecía era a una oficina. Las paredes estaban repletas de archivadores y librerías que llegaban hasta el techo, y en el centro de la espaciosa sala en forma de ele había una enorme mesa alargada llena de ordenadores, libros y papeles. El cuarto estaba iluminado por la fría y clara luz de tubos fluorescentes empotrados en el techo. No se había hecho el más mínimo esfuerzo por emplear algo de iluminación ambiental para aportar una atmósfera más cálida al espacio. Alrededor de la mesa había sillas de oficina con altos respaldos, pero por lo demás no pude vislumbrar butacas, tresillos o lugar alguno donde se pudiera uno sentar cómodamente, y entre todos esos monitores se echaba también en falta un televisor normal y corriente. En una de las paredes se había colgado una enorme pantalla plana de un metro y medio por dos metros y medio. Reconocí la imagen de lejos: la Tierra, con todos sus continentes y océanos. En la parte posterior de la sala se extendía a todo lo ancho una pared de cristal, pero no podía verse nada de la vista panorámica que debía de haber desde allí sobre las miles de luces de la ciudad y quién sabe hasta cuántos kilómetros más allá. Empleando una luz amortiguada, la atención de cualquier visitante se vería atraída de inmediato por esa vista, pero ahora la luz fluorescente era tan intensa que tendrías que pegar la nariz contra el cristal para poder ver algo del exterior. Evocaba una imagen de ventanas encendidas de edificios de oficinas en noches oscuras, ventanas que ofrecían una mirada más bien hacia dentro que hacia fuera.
En el extremo de la mesa, un hombre anciano se levantó con dificultad de una de las sillas de oficina de cuero con ruedas. Primero se incorporó tan recto como pudo y, apoyando la palma de las manos en los anchos reposabrazos, fue levantándose despacio y con visible esfuerzo. Le temblaban los brazos y parecía que en cualquier momento podía volver a caerse.
Una vez estuvo en pie, me percaté de que debía de medir unos dos metros, era casi media cabeza más alto que yo. A pesar de lo avanzado de la hora y del hecho de que me recibiera en su casa, llevaba puesto un perfecto traje de raya diplomática color azul oscuro hecho a medida, una camisa con gemelos plateados que mantenían unidos los puños impecablemente planchados y, en la parte de abajo, unos lustrosos zapatos negros que resplandecían en mi dirección. ¿Se lo habría puesto para recibirme? Era de una delgadez llamativa, con un fino cuello del que le caía el pellejo. En contraste con esa marca de ancianidad, poseía una buena mata de cabello plateado, peinado con precisa raya, y un rostro vigoroso y atractivo. Un hombre guapo y con ese empaque…, no habíamos intercambiado ni una palabra, pero podía imaginarme sin problemas que, si bien ahora ya viejo y envarado, irradiaba sobre los demás una superioridad natural. Sentía curiosidad por el uso que hacía de ella y si los demás se la atribuirían con razón.
Cuando estuve a su lado y me presenté, me cuidé de no tenderle la mano.
—Kalman Teller —dijo con una ligera inclinación de cabeza y los largos brazos y manos estirados y pegados al cuerpo. Esbozó una sonrisa y continuó—: En efecto, yo no estrecho las manos, el señor Van Arnhem le ha informado bien. Gracias por haber venido tan pronto. Pero, siéntese, por favor.
Con la misma concentración con la que se había puesto en pie, volvió a sentarse y, ahora que estaba tan cerca de él, podía oír lo difícil que le resultaba respirar.
Aguardó un instante hasta que volvió a calmársele la respiración y luego me señaló con un gesto de su cabeza una bandeja sobre la que había un termo de aluminio, tazas, platos, azúcar y crema para el café en un servicio de plata, mientras decía:
—Si se sirve un café, termino una cosa y en seguida estoy con usted.
Acepté su ofrecimiento y me serví un café. Para evitar que se volcara hacia atrás y se hundiera la lujosa silla de oficina, me senté a continuación en el borde del asiento, y así pude ver las manos de las que Dick van Arnhem me había prevenido.
De la izquierda le faltaban el pulgar y el meñique bajo los nudillos; de la derecha, el meñique y, en la prolongación de este, un buen trozo de la palma de la mano incluso. Ya había visto otras veces manos deformadas, pero los dedos que faltaban, el pedazo de sus palmas y el tejido cicatrizado burdamente resultaba muy desagradable para la vista. Los demás dedos de ambas manos estaban ligeramente arqueados, como si estuvieran en tensión. A muchos les faltaban las uñas y, en su lugar, había crecido una piel lisa y lampiña, con un color un poco más claro que el del resto de la mano. Esa imagen dañada y caótica era reforzada aún más por las abultadas venas amoratadas, justo bajo la piel, en el dorso.
No resultaba un espectáculo agradable, pero lo más impactante era el contraste entre esas manos tremendamente deformes y el estupendo y solemne aspecto exterior del hombre. Apenas podían conciliarse ambas cosas, y cualquiera que le mirara debía de sentirse muy incómodo.
A pesar de la malformación de esas manos, resultó ser capaz de manejar bien el ordenador, aunque tecleara más despacio y con más esmero. Debió de percatarse de que se las estaba mirando y, para quitármelo de la cabeza, me levanté y me dirigí a la pantalla de la pared. Comprobé que la imagen cambiaba cada pocos segundos. En el mapamundi aparecían indicados cientos de puntos de diferente tamaño y con diferentes colores. En el momento en que la imagen se renovaba, aparecía allí arbitrariamente, en uno de esos puntos muy brevemente, una pequeña lista con números y un gráfico cuyas cifras y líneas cambiaban a toda velocidad, para volver a desaparecer al instante siguiente. Así se «iluminaban» continuamente esos puntos, al parecer en un orden por completo arbitrario. Pasó algún tiempo antes de que pudiera encontrarles algún significado. Considerando también los antecedentes de Kalman Teller, debía de tener algo que ver con pozos de petróleo: Irak, Irán, Arabia Saudí y otros Estados del golfo Pérsico, Rusia y unos cuantos Estados limítrofes que en el pasado habían conformado la Unión Soviética, Venezuela, Alaska, el mar del Norte. Pero ¿qué significaban esa continua iluminación de los puntos y las pequeñas listas y gráficos que aparecían debajo?
Recorrí con la mirada los armarios llenos de libros. En realidad, no había ni un lugar sin aprovechar, y todo parecía guardar relación con su trabajo, con títulos como: Characteristics of North Sea Oil Reserve Appreciation, Technology and Petroleum Exhaustion: Evidence from Two Mega-Oilfields, The Oil Depletion Protocol, A New Reserve Growth Model for United States Oil Fields. Petróleo, petróleo y aún más petróleo. Ninguna novela, antologías poéticas, novelas policiacas o lo que fuera, para leer sin más.
—Y ¿ya lo ha descubierto?
Kalman Teller llegó despacio a mi lado sentado en su silla de despacho, impulsándose con los tacones sobre el suelo de madera.
—Campos petrolíferos, supongo, pero no tengo ni idea de lo que pueden significar los diferentes tipos de puntos y por qué la pantalla se renueva continuamente.
—Los puntos rojos indican los Big Cats: campos petrolíferos con más de cien millones de barriles. Todo lo que está por debajo son los puntitos azules. Los puntos morados son los campos realmente grandes, con más de mil millones de barriles. —Señaló un punto en algún lugar de Arabia Saudí y dijo—: Ghawar, el campo petrolífero más grande del mundo, con unas reservas de aproximadamente ochenta mil millones de barriles. Luego viene Burgan, en Kuwait, con unos setenta mil millones de barriles. Después no hay nada durante un tiempo y entonces llega Irán con treinta mil millones de barriles.
—¿Usted calcula las reservas?
—No, eso ya lo sabemos. Tampoco se ha descubierto apenas nada de gran importancia y, si se descubre, las circunstancias son tan complicadas que solo podrá sacarse ganancia de una parte. Ya desde 1984 se consume más petróleo del que se descubre, y el año pasado por cada cuatro barriles producidos solo se descubrió uno. De los sesenta y cinco países mayores productores de petróleo, cincuenta y cuatro ya han superado su pico en la producción petrolífera. Los Estados Unidos en 1971, Indonesia en 1997, Australia en 2000, México en 2004, y sigue así. Todos los datos que calculan aquí en línea los ordenadores que usted ve guardan relación con una sola cosa: la producción petrolífera.
—Lo dice de una manera como si fuera una diferencia importante.
Se retrepó en la silla y me miró un momento con atención.
—Siempre me ha sorprendido que la mayoría de las personas que no están en la industria del petróleo sepan tan poco de algo que es tan determinante para nuestro modo de vida. El petróleo no es solo una fuente de energía, sino también el componente principal de innumerables productos. Tome por ejemplo los fertilizantes y en seguida tendrá un vínculo con la producción alimenticia. ¿Ha oído hablar alguna vez del concepto pico petrolero?
—No, lo cierto es que no.
—¿La Hubbert Curve?
—No, tampoco. Debo decepcionarle de nuevo.
—Tal como le decía, usted no es el único. En resumen, quiere decir que, durante la explotación de un campo petrolífero, la extracción sigue un ciclo vital determinado. En algún momento de ese ciclo vital aparecerá una producción máxima por unidad de tiempo. Primero va aumentando la producción paulatinamente, luego esta se acelera para volver a hacerse más lenta poco antes de la cúspide. Tras esa cúspide, la extracción primero desciende despacio, a continuación rápido de nuevo y al final vuelve a disminuir hasta que se agota el campo. En el momento en que la producción está en la cima, se ha sacado aproximadamente la mitad del petróleo extraíble. Reproducida gráficamente, surge así una curva simétrica en forma de campana. Todo esto se basa en un modelo matemático de 1956, desarrollado por King Hubbert, un geofísico que, por lo demás, también trabajó para la Shell. El problema es que lo que sirve para un campo petrolífero concreto, sirve también para todos los campos juntos. Todos esos campos que aparecen aquí en la pantalla. Ese momento, cuando el mundo alcance el punto más elevado en la producción de petróleo, se llama el pico petrolero o la Hubbert Peak. Yo soy una de las miles de personas en el mundo entero que intentan predecir ese momento.
—Entiendo que es un momento importante.
—Sí, un momento histórico de gran relevancia. En opinión de algunos, ya hemos llegado a la cúspide, para ser exactos el 15 de diciembre de 2005, pero mi antiguo patrono y los demás super majors y majors afirman que alcanzaremos la cúspide en algún momento entre el 2020 y el 2030. Pero no se trata solo del momento cúspide en sí, sino también de cómo continúa la curva. En qué porcentaje descenderá luego la producción en las diferentes partes de la curva. Y no de manera aproximada —eso puede llegar a saberlo un montón de personas—, sino con exactitud. Con exactitud y hasta el más mínimo de los porcentajes. Puede hacerse una idea de que semejante información es de enorme interés para poder hacer predicciones sobre la evolución del precio del petróleo. Y eso es solo uno de los elementos. Usted y yo somos de la era del petróleo, pero ¿qué será del mundo cuando se acabe el petróleo?
—Y, en su opinión, ¿cuándo alcanzaremos esa cúspide?
Mientras hablaba, había estado mirando la pantalla, pero ahora volvía a mirarme a mí. De los negros iris, tan negros como el petróleo con el que estaba fascinado, no pude deducir lo que estaba pensando. En cualquier caso, no hubo respuesta a mi pregunta.
Giró el asiento de su silla y volvió a propulsarse en dirección a la mesa de trabajo.
—Venga, sentémonos. Quiero pedirle algo.