XIX
A eso de las doce volví de nuevo a Róterdam. Aunque era de día, el cuarto de Kalman Teller seguía igual de iluminado que la noche en que hablé con él por primera vez. Los ordenadores estaban encendidos y en la gran pantalla de la pared continuaban renovándose los datos sin cesar. El negocio del petróleo no conocía descanso y se perpetuaba las veinticuatro horas; cuando un continente cerraba el día laboral, uno nuevo comenzaba en otra parte del mundo. Este hombre tal vez ni siquiera dormía, pero, si ese era el caso, su aspecto no le delataba. De nuevo iba impecablemente vestido y, al igual que la vez anterior, tuve que hacer un esfuerzo para no mirarle las manos. Los puños de la camisa, esta vez unidos por gemelos oscuros, le salían por debajo de la americana. Así pues, en uno de esos brazos debería de haber un número tatuado. ¿Qué pensaría este hombre de los feos tatuajes que lleva hoy en día casi todo el mundo?
Llegué poco antes de la apertura de la New York Mercantile Exchange. Las cotizaciones de los futuros a tres y seis meses para la West Texas Intermediate y la Brent Crude Oil abrieron justo como pronosticó. Era imposible leerle en el rostro la importancia que podía tener para él. Sin ningún triunfalismo, dijo:
—Así me gano la vida.
—Y sin tener que salir de casa.
—Estoy agradecido a la tecnología moderna.
—¿Sale usted alguna vez a la calle?
—Muy raras veces, pero está bien así. Ya he visto bastante. —Señaló los papeles que yo llevaba en la mano y preguntó—: ¿Ha traído el contrato? Si se sirve café, iré echándole un vistazo. Supongo que no será demasiado complicado, ¿no?
Terminamos rápido. Yo no tenía ni idea de la cantidad de trabajo que podría llegar a suponer y quería un adelanto por los gastos que esperaba. No se extrañó de la cantidad y llamaría a su contable para que quedara conmigo más adelante. Lo que sí quería saber era en qué me basaba para pedirle la cantidad que quería recibir si el trabajo se llevaba a cabo con éxito. Más por interés, porque tampoco eso suponía ningún problema. No duró mucho la conversación; ninguno de los dos teníamos la necesidad de especular sobre lo que podría pasar.
Sin embargo, quise decir una cosa más:
—Le aseguro que me entregaré al caso en cuerpo y alma. Eso era lo más importante para usted, ¿no?
—Sí, en efecto.
Cuando nos levantamos para despedirnos, volvió a llamarme la atención lo imponente que seguía siendo su figura a pesar de estar tan delgado. De manera totalmente inesperada, me tendió la mano derecha. Me sorprendió tanto que la dejé esperando un momento en el aire antes de estrechársela.
—Ahora nuestro acuerdo es firme —dijo.
Por primera vez observé en su rostro algo parecido a una sonrisa. Era una sonrisa sin alegría, a lo sumo pensada para animarme.
Aunque al parecer nunca le daba la mano a nadie, no fue ningún apretón precipitado y fui yo el primero que, algo incómodo, retiró la mano. Para disimular mi inseguridad, señalé hacia uno de los ordenadores y dije:
—Quizá le pida alguna vez que me deje participar en una de esas transacciones.
—Si se atreve…
De camino a Ámsterdam, iba absorto en mis pensamientos. No comprendía por qué me había dado la mano. Si era para sellar nuestro acuerdo, tenía algo de exagerado que no me cuadraba con este hombre. Me miré la mano derecha, la aparté incluso del volante y la mantuve un rato en el aire mientras la observaba. En ese momento se apoderó de mí una sensación que no podía explicar por mucho que me esforzara. Aunque a esa mano derecha mutilada le faltaban el dedo meñique y, en su prolongación, un pedazo de la palma, tenía la seguridad de que la había sentido toda. Completa, íntegra: cinco dedos que rodearon los míos y una palma que apretaba la mía. Había sido su intención que tomara conciencia de ello y de ahí que me la hubiera retenido durante tanto tiempo. Sin prisa, sin vergüenza o incomodidad.
—Esto es una absoluta locura —me dije a mí mismo en voz alta.