XXI
Miré a un lado, hacia el paso a nivel. El tintineo, las luces intermitentes: las barreras estaban todavía bajadas y, por tanto, Redig no podía venir a buscarme. Me puse a correr de nuevo, crucé el paso a nivel y regresé al aparcamiento corriendo en paralelo a la vía. No aminoré la marcha hasta que, para mi alivio, vi el coche de Redig.
—Arranca —le dije cuando subí dejándome caer en el asiento del copiloto—. Llévame hasta mi coche. Tranquilo, lo último que quiero es que nos detengan ahora. —Me miró sorprendido, pero no dijo nada. Cuando hube recuperado un poco el aliento, le comuniqué—: Sunardi está muerto. Le han arrojado delante de un tren. ¡Joder! —Di un fuerte golpe en el salpicadero con la mano abierta—. Cuando me di cuenta de lo que planeaban, ya era demasiado tarde.
—¿Que le han arrojado?
—Sí, le han arrojado. Yo he visto a dos y un tercero estaba probablemente esperándolos en un coche.
—¿Tienes la matrícula?
—No.
—¿No?
Redig no había estado allí, pero sonaba como si pensara que a él nunca le habría pasado.
—¿Y si el otro coche no nos proporciona nada? Si es robado, ¿qué hacemos? No tendrás nada.
De eso ya me había dado cuenta, pero no podía remediarlo. Ahora tenía mayores preocupaciones. Lo primero que debía hacer era minimizar los daños en la medida de mis posibilidades.
—¿Estás seguro de que los días pasados no se percató nadie de tu presencia?
En lugar de responder, Redig resopló.
—¡No hay respuesta! —le grité—. Tal vez sí que se dieron cuenta y ese fue el motivo de que haya pasado lo que ha pasado.
—No, nadie se percató de mi presencia. Nunca se han percatado y, si lo hubieran hecho, soy lo bastante profesional como para decírtelo.
—Muy bien, entonces quiero que te vayas a casa y te olvides de todo esto. ¿He sido claro?
La pregunta sobraba; al igual que me pasaba a mí, Redig no quería tener nada que ver con la policía, los judiciales o con quien fuera.
—Con mucho gusto y, pase lo que pase, quiero que me dejes fuera de todo. ¿He sido yo también claro?
Ya eran más de las doce de la noche cuando aparqué en el hotel Van der Valk, junto a la autopista A4, en el aeropuerto de Schiphol. Después de comprar una botella de agua y un café, y tras volver a instalarme en el coche, llamé a Kalman Teller. Cogió el teléfono en seguida y su voz sonaba tan clara como siempre.
—¿Todavía está trabajando? —pregunté.
—Sí, ¿usted también?
—Sí, y tengo malas noticias. Acabo de ser testigo de la ejecución de Sunardi.
En lugar de mostrar una incredulidad que persistiría hasta darse realmente cuenta de la situación, reaccionó con bastante tranquilidad. No me interrumpió ni una sola vez mientras le contaba toda la historia.
—¿Existe la posibilidad de que la policía lo considere un suicidio? —preguntó cuando hube terminado de hablar.
—No. Me resulta difícil imaginar que la mujer confirme que su esposo era propenso al suicidio, y, si no lo hace, investigarán de todas formas. Pero esa teoría de cualquier modo no saldría adelante: es imposible que el maquinista no lo haya visto. No creo que pueda distinguir los rostros, pero sí que eran dos personas. Eso significa que la policía judicial comenzará una investigación. No sé cuánto le habrá contado Sunardi a su esposa, pero seguro que consiguen averiguar que iba a testificar en un juicio, un paso más y llegarán hasta Mira y Frederik Roes. Y si Sunardi le contó a su esposa que yo había estado hablando con él, con toda seguridad les harán una visita para averiguarlo. Ahora hay dos vías abiertas y yo no puedo decidir al respecto. Una posibilidad es contarle a la policía judicial mi papel en el asunto, vendrán a buscarme y ya veré cómo me las arreglo para salir del lío, pero en ese caso mi colaboración habrá terminado, y la otra vía es que no digan nada de mí, con lo cual seguiré investigando igual que la policía judicial, pues también querrán saber quién asesinó a Sunardi. Usted es quien decide. Si ya ha tomado una decisión, quiero que lo discuta con Mira y Frederik Roes. Supongo que ellos le escucharán. Usted dirá.
—Me lo describe como una ejecución en toda regla. No han intentado hacerlo pasar por un suicidio o un accidente. Ha sido un asesino que mata a sangre fría y que se siente bastante seguro. ¿Corrobora mis conjeturas?
—Sí.
—Alguien que está convencido de que no le cogerán.
—Sí.
—Y si la policía judicial se pasa por su casa, tendrá usted que explicarles unas cuantas cosas. Puede incluso que le consideren sospechoso del asesinato.
—¿Qué motivos podría tener yo? Pero bueno, tiene usted razón, me convertiría de pronto en un sospechoso. Por lo demás, llegados a este punto, no tendré más remedio que dar su nombre. Si está insinuando que prefiero quedarme al margen, tiene usted razón.
—¿Y eso significaría que seguiría trabajando en el caso como si tal cosa?
—Sí.
—¿No lo abandonaría?
—No.
Había tenido tiempo para pensármelo desde Voorschoten hasta aquí y, en efecto, no se me había pasado por la imaginación. El asesinato de Sunardi confirmaba la teoría de la conspiración de Mira y Frederik Roes, y el hecho de que yo hubiera sido testigo de todo me había involucrado definitivamente.
Kalman Teller guardó silencio por un instante y luego dijo:
—Mira y Frederik, ciertamente, ya no tienen ninguna fe en nuestro Estado de Derecho. ¿Qué posibilidades considera usted que existen de que la policía pueda hacer algo por ellos?
—No tengo ni idea. Eso debe determinarlo usted.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Por fin, Kalman Teller respondió:
—Quiero que siga usted buscando. La policía y usted, así serán dos.
—¿Y podrá convencer a Mira y a Frederik Roes?
—A Mira, seguro; con Frederik costará más. Él pondrá más inconvenientes en la ocultación de información a la policía.
—Entonces, le deseo mucha suerte. Y una cosa más: tiene que llamarlos ahora. Quizá se asusten, pero cuando identifiquen a Sunardi, la policía irá en seguida a hacerle una visita a su mujer.