XXIV

A la mañana siguiente llegué temprano y vi cómo iban llenándose las oficinas. Vandersloot se presentó, un poco antes de las nueve y media, en un Volkswagen poco llamativo de color azul oscuro que aparcó en una de las plazas reservadas delante del edificio. En efecto, estaba metido en carnes, lo que en parte compensaba con la altura. Tenía una complexión parecida a la mía, pero con bastantes más kilos de peso. Durante las horas que siguieron entró y salió un montón de gente, pero me resultó imposible distinguir si eran clientes de la clínica o de una de las otras empresas: jóvenes y viejos, guapos y feos, hombres y mujeres. La única vez que pude suponer con cierta seguridad que se trataba de un cliente de Vandersloot fue cuando salió una mujer de mediana edad que mantenía una bolsa de hielo pegada contra la nariz. A la hora del almuerzo, la puerta giratoria iba expulsando personas que había visto entrar por la mañana, pero Vandersloot no apareció. Fue un día largo y gris. De vez en cuando miraba el reloj, viendo cómo pasaba el tiempo, que resbalaba sin poder rellenarlo con sensatez. Caían de continuo violentos chaparrones, y hacía tanto frío que a intervalos tenía que poner en marcha el coche para calentar el interior. Cada hora y media aproximadamente me daba un breve paseo entre chaparrón y chaparrón, sin perder de vista la entrada. Me había traído algo para leer, pero me resultaba difícil concentrarme. En su lugar, repasaba emisoras de radio buscando interesantes programas. Cuando llovía, las gotas redoblaban tan fuerte en el techo que debía subir el volumen para poder seguir oyendo algo. En un programa sobre libros había un invitado que hablaba con entusiasmo de un escritor japonés: Haruki Murakami, un nombre que nunca había oído antes. Leía fragmentos de unos cuantos libros de este autor japonés e iba comentándolos. Los comentarios no me aportaron mucho, pero los textos citados, en cambio, sí. Apunté el nombre del escritor y, de repente, me sentí animado ahora que veía que este día me había aportado algo positivo.

Poco antes de las seis, salió por fin Vandersloot. Condujo en dirección a Ámsterdam y, a medida que íbamos acercándonos al centro, el tráfico iba aumentando cada vez más. Mientras tanto, ya se había hecho de noche, lo que, combinado con la lluvia y su coche tan poco llamativo, hizo que me supusiera un gran esfuerzo seguirle. Temeroso de perderlo de vista, decidí al final ponerme detrás y no dejar que ningún otro coche se interpusiera entre nosotros. Para mi gran alivio, entró en un aparcamiento junto al hotel Marriot tras más de media hora de un casi continuo desplazamiento en caravana. Aguardé un instante y luego entré también yo. Estaba agradablemente iluminado y tranquilo y volví a tenerlo de inmediato a la vista. Aparcamos los dos y yo me bajé cuando él hubo llegado a la escalera. Una vez en la calle, cruzó el Stadhouderskade, pasó por el puente en dirección a la plaza Max Euwe y entró en el Holland Casino.

Ya dentro, me resultó difícil encontrarle. Busqué en vano en las salas donde estaban jugando y por fin le encontré en la cafetería. Un menú por once euros desde las cinco hasta las siete de la tarde; habíamos llegado justo a tiempo y fue lo que oí pedir a Vandersloot. Un hombre que ponía inyecciones a partir de ciento cincuenta euros estaba pensando en regalarse aquí con una comida barata. Leí que a los clientes con una Favorites Card se les quedaba en ocho euros. Me senté a cierta distancia dándole la espalda y pedí también el menú del día. Estaba tan congelado y sentía tantos escalofríos que le encargué al camarero que me trajera del bar un aguardiente de hierbas.

Lo que nos sirvieron fue unos cuantos ingredientes desangelados sobre modernos platos cuadrados que no sabían a nada. Quizá se esforzaran más a partir de las siete, cuando solo se podía comer a la carta y los precios eran mucho más elevados. Probablemente tampoco les importara tanto a los clientes, que venían aquí sobre todo a jugar. Vandersloot me llevaba un plato de ventaja y le oí pedir la cuenta mientras yo estaba esperando todavía el postre. Pasó por delante de mí hacia el casino y decidí seguir sentado un rato tranquilo. Al final resultó ser una buena decisión, porque el postre estaba exquisito: «Dulce invernal» consistía en una especie de torrija caliente de pan de azúcar frisón con helado de caramelo, pasas empapadas en aguardiente y cuajada de suero de leche. Cuando terminé yo también de comer, me encaminé en la misma dirección por donde se había ido Vandersloot. Eché un vistazo alrededor de la sala, que a tan temprana hora solo se hallaba moderadamente llena, y le vi sentado a una de las mesas donde estaban jugando al black-jack. Era el único que ocupaba uno de los siete asientos. A pesar de todo el espacio que tenía a su entera disposición, se había sentado a la izquierda del todo. Busqué con la mirada el lugar más apropiado para vigilarle pasando lo más inadvertido posible y decidí que lo mejor que podía hacer era ir a la barra del bar. Durante las horas que siguieron, se quedó en la misma mesa. Solamente pidió una vez una copa y, por lo demás, estuvo concentrado por completo en el juego. Apenas miraba a su alrededor y tampoco hablaba con el resto de jugadores. De vez en cuando ganaba algo, pero al final los montoncitos de fichas iban haciéndose cada vez más pequeños. Calculé que había comprado fichas por valor de unos setecientos euros y, cuando se levantó después de más de dos horas sin dejar de jugar, solo le quedaban un par de fichas. Se las dejó al crupier, que las depositó en el bote de las propinas tras dedicarle una ligera inclinación de cabeza.

Eran un poco más de las nueve y media cuando salí detrás de él. Entre tanto, ya había dejado de llover, y también había menos tráfico. En menos de un cuarto de hora llegamos a Buitenveldert, donde aparcó el coche en una calle lateral de la De Boelelaan. Era una calle tranquila que a un lado tenía los campos de fútbol de un complejo deportivo. Las viviendas del otro lado eran nuevas, con un garaje en la planta baja y encima dos plantas más. La casa donde Vandersloot había dejado el coche estaba envuelta en la oscuridad, y un par de segundos después de que hubiera desaparecido dentro se encendieron las luces en la primera planta. Esperé un par de minutos y luego pasé caminando por delante de la casa. En el buzón que había al principio de la rampa del garaje solo podía leerse: «L. Vandersloot», nada de «Familia Vandersloot» ni ningún nombre de una posible esposa.

Los dos días que siguieron transcurrieron de igual manera. Tranquilos, según un patrón determinado y casi sin contactos sociales. Los camareros de la cafetería y los crupieres del casino le saludaban educadamente, pero, aparte de alguna observación casual, no le vi conversar con nadie en ningún momento. La única vez que mostró cierta conducta anómala fue cuando se encontró ocupado el lugar de la izquierda en la mesa de black-jack. Aunque en la misma mesa quedaban aún algunas plazas libres, esperó hasta que pudo sentarse en su sitio habitual. Por las noches entraba en una casa oscura y deshabitada. Tenía algo de triste y desolado, pero no me daba ninguna pena. La situación se asemejaba a la de aquella primera vez que estuve observando a Sunardi mientras les daba de comer a los patos: resultaba difícil imaginarse que estuvieran implicados en algo que les había causado tanto daño a otras personas. Además, este hombre en un par de noches perdía jugando el mismo dinero que Mira y Frederik Roes tenían para sobrevivir durante todo un mes.

Cuando el cuarto día, a eso de las tres, salí a estirar un poco las piernas, pasé por delante de un coche en el que había dos personas que parecían vigilar como yo la entrada del inmueble de oficinas. Por un momento pensé que me estaba equivocando, pero al regresar al coche llegué a la conclusión de que no podía ser de otra forma. Eran un hombre y una mujer de mediana edad que no hacían más que mirar a las personas que salían por la puerta giratoria. Aunque el aspecto de la pareja era bastante inocente y no tenía ni idea de si también estaban esperando a Vandersloot como yo, me puse aún más alerta. No hacía tanto tiempo desde la última vez que había encargado a alguien que vigilara a Sunardi y esa vigilancia había terminado fatal.

Al igual que los días anteriores, ya era de noche cuando salió Vandersloot. Si bien no llovía, el tiempo estaba alborotado, con un fuerte viento que expandía por todas partes las hojas caídas de los árboles. En el momento en que le vimos salir, la pareja se puso en marcha y yo, como no sabía lo que podía esperarme de ellos, hice lo mismo. Vandersloot llegó a su coche y, tan pronto como abrió la puerta, le abordaron los otros dos. Yo estaba demasiado lejos como para poder oír lo que decían y, además, tenía el viento en contra, pero por lo que se veía en el rostro y los gestos del hombre y la mujer, no era una conversación amistosa. Vandersloot intentó subirse al coche, pero el hombre cerró la puerta de un portazo y le empujó contra el lateral del automóvil. Dudé por un instante si sería conveniente intervenir, pero no parecía nada más que un acalorado intercambio de palabras. Vandersloot gesticulaba ahora también mucho, pero el único resultado que parecía obtener era el empeoramiento de la situación. De repente, el hombre echó el brazo hacia atrás y le golpeó el rostro con la mano abierta. No era la bofetada de alguien que se gana la vida repartiéndolas, y la patada que le dio la mujer también resultaba bastante patosa, más una manifestación de frustración que un deliberado intento de hacerle daño. Sin embargo, a Vandersloot le pareció suficiente como para ponerse a gritar. El hombre le espetó algo más y luego la pareja salió pitando. No tenía ni idea de a qué se debía esta pelea, pero en el momento en que la pareja cruzó la calle, se me aclaró de golpe. A la luz de una farola vi en la cara de ella bultos pequeños y duros alrededor de la boca y los ojos.

¿Había sido testigo de una disputa con un cliente descontento? Fuera lo que fuese, pareció haber alterado la rutina habitual de Vandersloot. No condujo en dirección a Ámsterdam, sino hacia el lado opuesto, para coger a la altura de Amstelveen la autopista que llevaba a Haarlem. Estaba tan fuera de sí que, al entrar por el carril de incorporación, casi provoca un accidente. Los primeros kilómetros iba como si el diablo estuviera pisándole los talones, para después reducir la velocidad y empezar a circular por el carril derecho. Yo conducía tranquilo detrás y, como tal vez estuviera mirando por el espejo retrovisor más de lo normal, temiendo que sus acosadores le estuvieran persiguiendo, mantuve una distancia más que suficiente y dejé que un par de coches se pusieran entre medias, lo que se hizo más difícil cuando salimos de la autopista y llegamos a las calles casi vacías de Heemstede-Aerdenhout. Para mi alivio, giró pronto por el camino de entrada de un edificio cuadrado de unas diez plantas de altura que se levantaba en medio de una gran superficie de césped sobre una ligera elevación del terreno. El conjunto estaba acordonado con una valla de aluminio con tela metálica y la entrada permanecía cerrada con una barrera que debía de abrirse mediante una tarjeta. Mientras pasaba por delante, leí en un cartel iluminado: «Résidence Villa Ami». Aparqué el coche unos metros más allá, esperé más de media hora y luego regresé paseando a la entrada. Era un complejo de apartamentos de lujo, con mucho cristal y amplias terrazas. No me habría extrañado que solo hubiera dos apartamentos por planta. Pasé por delante de la barrera, por el sendero de guijarros, y leí junto a los buzones de la entrada los nombres de los habitantes. En la sexta planta vivían H. Vandersloot y C. E Vandersloot-Asselbergs.

Meneé la cabeza, incrédulo. ¿Vivían aquí sus padres? Joder, ¿adónde había venido a parar? Vandersloot, desquiciado después de haber tenido un choque con una clienta descontenta, había corrido derechito a casa de sus padres. Apenas podía creérmelo. La extrañeza fue en aumento, porque cuando poco después de las once se apagaron las luces en los dos apartamentos de la sexta planta y Vandersloot no salió, comprendí que se quedaría a dormir con ellos.