XLV

No me sentí mucho mejor cuando Elzeline me llamó al día siguiente.

—¿Ya le han operado?

Fue una sorpresa desagradable. Me asaltó una sensación de culpabilidad por haberle pedido ayuda mientras volvía a verse enfrentado a otra operación. ¿Estaba despierto todavía cuando le llamé porque la idea le impedía dormir? Pero había algo más. No me cabía en la cabeza que Jaap no me hubiera pedido opinión y, aunque también era el deseo de su padre y Elzeline, se había hecho lo que él quería. Pero ¿por qué no me había enterado de nada? A la hora de la verdad, ¿yo era solo un extraño?

—Si lo hubiera sabido, habría ido, por supuesto.

—Te llamé unas cuantas veces, pero el teléfono estaba apagado. ¿Escuchas alguna vez el buzón de voz?

Su voz transmitía enfado, cansancio y fragilidad. Debía de estar extenuada.

—Perdón —me disculpé—, no era mi intención. ¿Qué tal ha salido?

—Bueno, bien. Han conseguido anular el aneurisma. —Se calló por un momento y empezó a llorar—: Ahora le queda un agujero en la cabeza. Tiene un aspecto horrible.

No supe cómo reaccionar. No le podía decir que debíamos estar contentos con que la operación hubiera sido un éxito.

—¿Podrás llevarlo sola? ¿Tienes a alguien con quien poder hablar? —lo intenté.

—Sí, hablo mucho de ello. Con una amiga. —Había dejado de llorar y respiró un par de veces profundamente—. Y mis padres, naturalmente, están preocupados. Mi madre me pregunta casi cada día qué tal estoy. Es terrible, una vez me enfadé y le dije que también podría interesarse alguna vez sinceramente por Jaap. Mi madre sigue guardándole rencor por haberme dejado.

»¡Madres! —continuó, en un intento de sonar más animada.

»¿Y con quién puedes hablar tú, Jager?

La pregunta me cogió por sorpresa. Eileen estaba muerta, mis padres estaban muertos. Y Jaap era mi mejor amigo.

—No tengo tanta necesidad de hablarlo.

—Es bueno poder hablarlo con alguien.

¿Era cierto? ¿Cómo sería en mi caso? De repente tenía la imagen ante mí de Kalman Teller, en cuclillas junto al muchacho autista. Sin hacer nada, sin decir nada, con toda la paciencia del mundo, esperando a lo que sabía que tendría que llegar, todo el tiempo que hiciera falta hasta que el muchacho dijera: «Hola, Kalman».

—¿Cuándo puedo ir a visitarle? —pregunté para cortar por lo sano.

De los contactos con los familiares que había estado visitando, el que mejor iba era el del segundo esposo de la señora mayor. Como me hice pasar por un compañero de desgracias, con la única diferencia de que mi mujer, aunque se había quedado como una cabra, no se había suicidado, tenía que ser precavido y no hacerle demasiadas preguntas. Fue el único al que me atreví a visitar una segunda vez para seguir sonsacándole.

Lo que también me llevó a pensar que no tenía ni idea de quién era fue el hecho de que me llamara él mismo para charlar. Le atendí lo mejor posible, pero mis pensamientos estaban todavía en la conversación con Elzeline. Cuando hizo un comentario sobre el próximo juicio, no pude evitar expresar mi enfado:

—Su esposa dejó de tomar el Seroxat, ¿no? La parte contraria seguro que lo alegará.

—¿Que dejó de tomarlo? —reaccionó sorprendido—. ¿Quién le ha dicho eso?

Me di cuenta de que había metido la pata, ya que no tendría por qué saberlo. Saldría pitando si supiera que había visto el historial médico y el informe de la autopsia de su esposa.

—¿Estoy confundido? —intenté reparar los daños—. Creía que usted me lo había dicho, pero por lo visto me he equivocado.

—Debe de ser. Mi mujer tomaba religiosamente sus medicamentos, siempre con el desayuno. Era una costumbre que tenía tan arraigada que nunca se olvidaba. Era muy puntillosa con ese tipo de cosas.

Mucho tiempo después de que hubiera terminado la conversación, estaba todavía con el teléfono en la mano. No por la metedura de pata, que por suerte había conseguido corregir a tiempo. Algo estaba pasando, pero no había podido seguir preguntando. ¿Había visto de verdad que se tomaba las pastillas o solo lo creía? ¿Por qué tendría que haberle ocultado que había dejado de tomar los medicamentos? ¿Tenía miedo de su reacción, que le dijera que era una insensata, que debía hablar primero con el médico de cabecera, o le parecería que no era asunto suyo?

Repasé de nuevo lo que le había oído a Oosting. Los datos presentados por un científico. No pude descubrir ningún punto débil en su exposición. Sin embargo, no aclaraba por qué Vandersloot estaba tan interesado en estas personas como para ir a visitar a sus familiares.

Por mucho esfuerzo que me costara, decidí distanciarme. Si había aprendido una cosa al cabo de tantos años de trabajar en casos difíciles la mayoría de las veces, era lo conveniente que resultaba dejar aparcados asuntos en los que te habías obcecado en vano. Era un fenómeno extraño, una reacción casi contra natura, pero dejándolos aparcados, sin obsesionarme con ellos ni seguir cavilando, a menudo regresaban resueltos solitos en el momento más inesperado.