XLVIII
Tenía los nervios de punta cuando fui al hospital, inseguro como estaba de lo que podía encontrarme. Tomé el tren y llegué a la estación de Leiden pasando por delante de La Place. No solo parecía que había transcurrido una eternidad desde mi última cita allí con Redig, sino que también daba la impresión de que fuera algo de otra vida, como si el yo que ahora iba a ver a Jaap y el yo que se había reunido con Redig fueran dos personas distintas.
Elzeline había llorado porque Jaap tenía muy mal aspecto. Eso había sido poco después de la operación, pero las veinte horas que habían transcurrido más o menos desde entonces no le habían hecho ningún bien. Me asusté cuando le vi y solo esperaba que no se me hubiera notado. La operación le había propinado tal bofetón que por primera vez parecía realmente demacrado, como si desde dentro le estuviera corroyendo algo tan agresivo que le destrozaba todo el cuerpo. Tenía los ojos hundidos en las cuencas y las mejillas tan caídas que no solo podía apreciarse bajo la piel el contorno de la mandíbula, sino también todo el hueso maxilar. Por primera vez en todos esos años que le conocía no me recibió con una sonrisa.
Sus padres y Elzeline estaban sentados alrededor de la cama y, con la excusa de que querían ir un momento a beber algo, me dejaron solo con él al cabo de un cuarto de hora. Apenas me había inmiscuido en su conversación, pero escuchando y mirando a Jaap comprendí lo grave que era. Había venido para preguntarle qué tal le iba, para charlar un rato, por estúpida que fuera la conversación, pero ahora que estaba sentado junto a su cama cualquier pregunta parecía inútil.
—¿Cuánto tiempo tienes que quedarte?
—Hasta el final. Ya no saldré de aquí, Jager.
Lo dijo sin amargura, pero en un tono que pretendía excluir cualquier tipo de duda y hacía innecesaria la especulación.
Se quedó mirándome un momento y dijo:
—Qué aspecto más sombrío. No hace falta que me hagas reír, pero tú no eres quien está aquí postrado. Esto es como es. Lo sé y puedes hablar de ello sin ningún tipo de trabas.
—¿Qué dicen los médicos?
—Unas pocas semanas, a lo sumo un mes. A todo esto, ¿qué día es hoy?
—Martes, 25 de abril.
—Llegaré a celebrar una vez más el Día de la Reina, pero aquí no habrá una fiesta de verdad. Prefiero un cigarrillo a unas milhojas naranja.
—¿Te dejan fumar?
—Cuando pueda volver a caminar o sentarme en una silla de ruedas, es lo primero que pienso hacer. ¿Sabes qué acaba de contarme mi padre? Todo ese movimiento que ha surgido con personas que quieren que se pueda volver a fumar en los cafés pequeños está patrocinado por la industria tabaquera; abogados, «procesos modelo», estrategas que se están pensando las tácticas de lobby adecuadas. Todo gira en torno al dinero. Eso era algo que ya sabíamos, aunque este sea de nuevo un ejemplo vergonzante. Pero bueno, ya hice la llamada que me pediste. Por lo demás, no he oído nada nuevo. ¿Crees que te siguen?
—No tengo ni idea. Supongo que sí, pero no me entero. En cualquier caso, no me resulta un plato de buen gusto. Procuro de todas formas, en la medida de lo posible, no meterme en situaciones confusas.
—Bien. ¿Todavía sigues sin querer hablar nada del asunto?
—No, prefiero no decir nada. Y tú también tienes otras cosas en la cabeza.
En seguida me di cuenta de lo desafortunado de la expresión, pero Jaap pareció no molestarse en absoluto.
Cuando sus padres y Elzeline volvieron a entrar, me levanté y dije que regresaría al día siguiente. Ese era justo mi propósito. Tal vez pudiéramos hablar de algo, tal vez no, pero de todas formas me pasaría a verle todos los días. Cuando llegué a la estación, entré en La Place para tomarme un vaso de zumo de frutas frescas, pero al oír que alguien pedía una pizza recién hecha, decidí pedir lo mismo. Busqué una mesa al fondo, junto a la pared, para que no me distrajera el ajetreo alrededor de los autobuses y toda esa gente que salía y entraba a toda prisa del vestíbulo de la estación y solo Dios sabía adónde se dirigía. La tristeza por la muerte inminente de Jaap me acompañaría durante toda mi vida. Podría llegar a comer aquí mil pizzas, pero la idea de estar en este lugar sentado después de que hubiera muerto me parecía insoportable.
Mientras estaba esperando el tren en el andén, me fijé en el LUMC. No era un edificio bonito, pero el cielo contra el que se dibujaba era fabuloso. Dentro de nada empezaría a anochecer, pero los grandes cúmulos inmaculadamente blancos pendían todavía inmóviles en el cielo y muy a lo lejos, en el horizonte, podía verse aún algo de naranja. Sobre la vacía superficie que había delante del hospital, una bandada de golondrinas perseguía insectos volando en todas direcciones.
Dentro de poco el tren atravesaría campos de flores con los colores más fabulosos y en los carriles de bicicletas y los caminos que cruzaban esos campos habría mucho trajín con paseantes y ciclistas que disfrutaban del espectáculo. No todo era conciliador y, sin embargo, eso era lo que ocurría todos los días: alegría y vida, muerte y putrefacción; un caos demencial, y entenderlo no estaba a nuestro alcance.
De vez en cuando echaba una mirada alrededor, pero no había nada que llamara mi atención. Si me estaban siguiendo todavía, lo hacían de manera muy profesional. Una idea que desde luego no me tranquilizaba. ¿Hasta qué punto podía creerme entonces seguro? Había mucha gente en el andén y, cuando el tren hizo su entrada en la estación, junto a las puertas se formaron grupos de personas esperando. Después de que los pasajeros que llegaban hubieran salido, empezaron a entrar los que partían. Esperé lo máximo posible, pero no vi entrar a nadie. Cuando el revisor pitó y metió la cabeza, me subí al tren. En el momento en que subí, reaccioné a un reflejo y, sin haberlo planeado con antelación, volví a salir. Miré rápido a izquierda y derecha del andén vacío y ahora sí vi algo.
El hombre que ya me había estado siguiendo antes salió con un rápido movimiento por las puertas de la parte delantera de mi vagón. En ese mismo instante, otro hombre apareció dando un salto por las primeras puertas del siguiente convoy. Estaban apenas separados tres metros el uno del otro. El hombre a quien había reconocido como uno de los asesinos de Sunardi debió de haber notado algo, porque una fracción de segundo después se dio la vuelta y vio al hombre que le estaba siguiendo a él. Durante un instante estuvimos los tres quietos en un andén vacío mientras el tren iba aumentando la velocidad y, por fin, el último convoy me pasó. Apenas un par de segundos después, el hombre que me había estado siguiendo saltó del andén nada más pasar el tren que se alejaba, de la misma manera ágil en que había saltado tras el asesinato de Sunardi; cruzó la vía y se encaramó al andén de enfrente. Solo había una diferencia con lo que le había visto hacer antes: ahora se daba mucha más prisa. El otro hombre dudó un momento, me miró por un instante y luego saltó también a la vía.
—¡Detengan a ese hombre! —gritó a los viajeros del andén. Todo el mundo estaba como clavado al suelo y su llamamiento solo consiguió miradas sorprendidas y asustadas. El hombre al que seguía, entre tanto, había alcanzado la escalera y ahora desaparecía de mi campo de visión dando un gran salto. Yo también corría ahora por el andén y hacia la escalera. Tenía una gran desventaja con los dos y, cuando llegué al vestíbulo en la parte inferior, oí gritar a alguien y empezó a producirse una aglomeración de personas.
Me abrí paso hacia delante y vi cómo un revisor estaba de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo y con la cara llena de sangre. Era un hombre bajo y gordo, y resultaba difícil de entender que fuera él quien interviniera mientras que los demás no hacían nada. El colega de Jaap estaba sobre la espalda del hombre al que había perseguido e intentaba esposarle las muñecas. No parecía fácil, pues el hombre que tenía debajo intentaba con todas sus fuerzas escapar a su presa. El policía judicial le golpeaba fuerte con el codo entre los hombros y apremiaba con dureza a uno de los circunstantes para que se sentara también encima del hombre caído. Solamente entonces se tranquilizó este un poco. Estaba tumbado con la cara raspada vuelta hacia mí y así pude observarle bien por fin. Llevaba el pelo tan corto que se le podían ver claramente los contornos del cráneo. Sus facciones eran toscas y duras, y aunque no podía decirlo con seguridad, probablemente fuera de la Europa del Este. Aceptaba su suerte con una mirada estoica y no le oí decir ni una palabra. Cuanto más miraba a este rudo criminal, tanto más seguro estaba de que había tomado la decisión correcta. Solo podía confiar en mí. Con alguien siguiéndome los pasos había podido ocurrirme cualquier cosa y habría que preguntarse si los colegas de Jaap hubieran podido intervenir a tiempo.
Me eché despacio hacia atrás cuando vi cómo las personas que tenía enfrente se movían para dejar pasar a una pareja de policías.
No había llegado todavía a casa cuando la policía judicial estaba ya esperándome en la puerta. Me estuvieron interrogando hasta muy avanzada la madrugada. Todo lo que quise decir era cierto, plausible y, además, también verificable. No me sacaron mucho más, y yo a ellos, nada en absoluto.
Jaap tenía al día siguiente más noticias. Además del hombre que había visto ayer en la estación, por la noche detuvieron a otros dos que se alojaban en el Novotel.
—Mis felicitaciones para tus colegas —le dije.
No disimulé mi alivio y Jaap me preguntó:
—Querías librarte de tu perseguidor, ¿verdadero o falso?
—Sí, así estaba corriendo demasiado peligro.
—Pero no podremos seguir reteniéndolos. Si no encontramos pronto pruebas de que tuvieron algo que ver con el asesinato de Sunardi, tendremos que dejarlos marchar de nuevo. Eso lo sabes ya, ¿no?
—Sí, pero entonces no creo que haya muchas posibilidades de que vuelvan a vigilarme. Me parece que quien los ha contratado ya lo ha comprendido. Y si buscáis bien, seguro que encontraréis algo.
—Mis colegas saben que nos conocemos. Se preguntan quién me dio el soplo. Ahora no se atreven a molestarme mucho, pero por supuesto que se huelen algo.
—¿Y bien?
—Tú no dices nada, yo no digo nada. —Y añadió con amargura—: Tampoco me queda mucho tiempo para mantener el secreto.