XI. En la tienda
El hombre que guiaba a Salambó la hizo subir más allá del faro, hacia las Catacumbas, y bajar luego a lo largo del arrabal Moluya, atestado de callejuelas escarpadas. Empezaba a clarear. De cuando en cuando, las vigas de palmera que sobresalían de las paredes les obligaban a inclinar la cabeza. Los dos caballos, que iban al paso resbalaban, y así llegaron a la puerta de Teveste[117].
Sus pesadas hojas estaban entreabiertas, pasaron, se cerraron detrás de ellos.
Siguieron primero, durante algún tiempo, la línea de los baluartes y a la altura de las Cisternas tomaron por la Taenia, estrecha cinta de tierra amarilla, que, entre el golfo y el lago, se prolonga hasta Rhades.
No se veía aparecer a nadie alrededor de Cartago, ni en el mar ni en la campiña. Las olas de color de pizarra chapoteaban suavemente y un viento ligero que arrastraba su espuma de acá para allá, las tachonaba de ráfagas blanquecinas. A pesar de todos sus velos, Salambó tiritaba al sentir el fresco de la mañana; el movimiento y el aire libre la aturdían. Luego salió el sol; le quemaba detrás de la cabeza, e involuntariamente se amodorraba un poco. Los dos animales, uno al lado del otro, trotaban al unísono, hundiendo sus pies en el silencioso arenal.
Cuando dejaron atrás la montaña de las Aguas Calientes, los caballos aceleraron el paso, pues el suelo era más firme.
Pero los campos, aunque era el tiempo de la siembra y de la labranza, en toda la extensión que se abarcaba con la vista, estaban tan solitarios como el desierto. De trecho en trecho había montones de trigo diseminados; en otras partes se desgranaba la cebada seca. En el claro horizonte los pueblos se destacaban como manchas negras, con formas incoherentes y recortadas.
A trechos, un trozo de pared medio calcinado se levantaba a la orilla del camino. Los techos de las cabañas estaban hundidos y en el interior se veían vasijas rotas, telas desgarradas, toda clase de utensilios y de objetos irreconocibles. A menudo un ser cubierto de harapos, de cara terrosa y pupilas ardientes, salía de aquellas ruinas. Pero enseguida echaba a correr o desaparecía en un agujero. Salambó y su guía no se detenían.
Se iban sucediendo las llanuras abandonadas. Sobre grandes espacios de tierra completamente amarilla se extendía, en rastros desiguales, un polvo de carbón que sus cabalgaduras levantaban al pasar. A veces encontraban rincones apacibles, un arroyo que corría entre altas hierbas y, remontándolo hasta la otra orilla, Salambó, para refrescarse las manos, arrancaba hojas húmedas. En la linde de un bosque de adelfas, su caballo dio un respingo delante del cadáver de un hombre tendido en el suelo.
El esclavo, inmediatamente, la volvió a acomodar sobre los cojines. Era uno de los servidores del templo, un hombre a quien Schahabarim empleaba en misiones peligrosas.
Por exceso de precaución iba a pie ahora, junto a ella, entre los dos caballos; los fustigaba con la punta de un pequeño látigo de cuero atado a su muñeca, o bien sacaba de un zurrón que colgaba de su pecho unas bolas de harina de trigo, de dátiles y de yemas de huevo, envueltas en hojas de loto y se las ofrecía a Salambó, en silencio y sin dejar su paso ligero.
A mediodía tres bárbaros, vestidos con pieles de animales, se cruzaron en su camino. Poco a poco fueron apareciendo más, que merodeaban en grupos de diez, doce y veinticinco hombres; muchos de ellos arreaban cabras o alguna vaca que cojeaba. Sus gruesos garrotes estaban erizados de puntas de bronce, brillaban los cuchillos sobre sus vestidos, horriblemente sucios, y los miraban, con los ojos muy abiertos, entre amenazadores y asombrados. A su paso algunos les enviaban una trivial bendición; otros, bromas obscenas, y el hombre de Schahabarim respondía a cada uno en su propio idioma. Les decía que era un mozo enfermo al que llevaba a curarse a un templo lejano.
Mientras tanto moría el día. Se oyeron unos ladridos; se fueron aproximando hacia allí.
Luego, a la claridad del crepúsculo, vieron una cerca de piedras que rodeaba a una vaga construcción. Un perro saltó sobre la tapia. El esclavo le arrojó unos cantos y entraron en una sala de alta bóveda.
En el centro una mujer en cuclillas se calentaba ante una hoguera de zarzas, cuyo humo salía por los agujeros del techo. Sus cabellos blancos, que le caían hasta las rodillas, medio la ocultaban, y sin querer responder, con expresión de idiota, mascullaba palabras de venganza contra los bárbaros y contra los cartagineses.
El guía huroneaba a derecha e izquierda. Luego volvió junto a la mujer y le pidió de comer. La vieja movía la cabeza y murmuraba:
—Yo era la mano. Los diez dedos están cortados. La boca ya no come.
El esclavo le mostró un puñado de monedas de oro. La vieja se lanzó encima, pero enseguida volvió a su inmovilidad.
Al fin le puso en la garganta un puñal que llevaba en su cintura. Entonces, temblorosa, fue a levantar una ancha losa y trajo un ánfora de vino con pescados de Hippo-Zarita conservados con miel.
Salambó rechazó aquel alimento inmundo y se durmió sobre las mantas de los caballos, tendidas en un rincón de la sala.
Antes de ser de día, el guía la despertó.
El perro aullaba. El esclavo se acercó a él cautelosamente y, de una sola cuchillada, le cortó la cabeza. Luego frotó con la sangre el morro de los caballos para reanimarlos. La vieja le echó a sus espaldas una maldición. Salambó se dio cuenta y apretó el amuleto que llevaba sobre su corazón.
Prosiguieron su marcha.
De cuando en cuando preguntaba ella si llegarían pronto. El camino hacía ondulaciones al subir y bajar pequeñas colinas. No se oía más que el chirriar de las cigarras. El sol recalentaba la hierba amarillenta; la tierra estaba completamente hendida por grietas que formaban, al dividirla, como baldosas monstruosas. En algunas ocasiones pasaba una víbora, volaban las águilas; el esclavo seguía corriendo. Salambó soñaba envuelta en sus velos, y a pesar del calor no los apartaba por temor a manchar sus hermosos vestidos.
A distancias regulares se levantaban torres, construidas por los cartagineses para vigilar las tribus. Entraban en ellas para ponerse a la sombra y luego seguían su camino.
La víspera, por prudencia, habían dado un gran rodeo. Pero ahora no encontraban a nadie; como la región era estéril, los bárbaros no habían pasado por allí.
Poco a poco aparecieron de nuevo huellas de devastación. A veces, en pleno campo, surgía un mosaico como único resto de una quinta desaparecida, y los olivos, sin hojas, parecían desde lejos enormes matorrales de espinos. Atravesaron por una aldea cuyas casas estaban quemadas hasta ras del suelo. A lo largo de las paredes se veían esqueletos humanos. También había dromedarios y mulos. Carroñas a medio devorar obstruían las calles.
Caía la noche. El cielo estaba bajo y cubierto de nubes.
Subieron aún durante dos horas en dirección al occidente y, de pronto, apareció ante ellos una gran cantidad de llamitas.
Brillaban en el fondo de un anfiteatro. Aquí y allí espejeaban placas doradas que se movían de un lado para otro. Eran las corazas de los clinabaros, el campamento púnico; luego distinguieron en los contornos otros resplandores más numerosos, pues los ejércitos de los mercenarios, ahora reunidos, se extendían sobre un gran espacio de terreno.
Salambó hizo un movimiento para adelantarse. Pero el hombre de Schahabarim la llevó más lejos, y bordearon la meseta que cerraba el campamento de los bárbaros. Allí se abría una brecha y el esclavo desapareció.
En lo alto del reducto se paseaba un centinela con un arco al brazo y una pica al hombro.
Salambó avanzaba resueltamente; el bárbaro se arrodilló y una larga flecha atravesó los vuelos de su manto. Luego, como ella permanecía inmóvil, gritando, el soldado le preguntó qué quería.
—Hablar con Matho —respondió—. Yo soy un tránsfuga de Cartago.
El centinela dio un silbido que se repitió de tarde en tarde.
Salambó esperó; su caballo, asustado, se encabritaba relinchando.
Cuando llegó Matho, la luna asomaba detrás de ella. Pero tenía sobre el rostro un velo amarillo de flores negras y tantos ropajes en torno a su cuerpo que era imposible ver nada. Desde lo alto de la meseta, Matho contemplaba aquella forma vaga que surgía como un fantasma en la penumbra de la noche.
Por fin ella le dijo:
—¡Llévame a tu tienda! ¡Yo lo quiero!
Un recuerdo que no podía precisar pasó por su memoria. Sentía latir su corazón. Aquel tono de mando lo intimidaba.
—¡Sígueme! —dijo.
Se bajó la barrera; inmediatamente Salambó entró en el campamento de los bárbaros.
Una gran agitación y una gran muchedumbre hervían en el mismo. Fuegos brillantes ardían bajo las marmitas colgadas y sus purpúreos reflejos, iluminando ciertos lugares, dejaban otros completamente en las tinieblas. Gritaban, se llamaban; los caballos, trabados, formaban largas hileras en medio de las tiendas; éstas eran redondas, cuadradas, de cuero o de tela; había chozas de caña y agujeros en la arena, como los que hacen los perros. Los soldados portaban hacecillos, se acomodaban en el suelo o envolviéndose en una manta se disponían a dormir, y el caballo de Salambó, para pasar por encima, a veces alargaba una pata y daba un salto.
Recordaba haberlos visto ya, pero ahora aún tenían sus barbas más largas, sus caras estaban más negras, sus voces más roncas. Matho, al caminar delante de ella, los iba apartando con un ademán de su brazo que hacía levantar su manto rojo. Algunos besaban sus manos; otros, doblando la cerviz, se le acercaban para pedirle órdenes; pues él era ahora el verdadero, el único jefe de los bárbaros. Spendius, Autharita y Narr-Havas estaban desalentados, y él había mostrado tanta audacia y obstinación que todos lo obedecían.
Salambó, caminando detrás de él, atravesó todo el campamento. Su tienda estaba al extremo, a trescientos pasos del atrincheramiento de Amílcar.
Observó a la derecha un ancho foso y le pareció que unas caras se asomaban contra el borde, a ras del suelo, como si fuesen cabezas cercenadas. Sin embargo, sus ojos se movían y de sus bocas entreabiertas se escapaban gemidos en lengua púnica.
Dos negros que sostenían fanales de resina estaban a ambos lados de la puerta. Matho apartó la tela bruscamente. Ella lo siguió.
Era una tienda espaciosa, con un mástil en medio. La alumbraba un gran lampadario en forma de loto, completamente lleno de un aceite amarillo, en el que flotaban puñados de estopas; en la sombra se distinguían arreos militares relucientes. Una espada desenvainada se apoyaba en un escabel, cerca de un escudo; látigos de cuero de hipopótamo, címbalos, cascabeles y collares aparecían entremezclados en cestas de esparto; las migas de un pan negro manchaban una manta de fieltro; en un rincón, sobre una piedra redonda, había un montón de monedas de cobre descuidadamente amontonadas, y por entre los desgarrones de la tela, el viento traía el polvo de fuera junto con el olor de los elefantes, a los que se les oía comer sacudiendo sus cadenas.
—¿Quién eres? —preguntó Matho.
Sin responder, miraba a su alrededor, lentamente; luego sus miradas se detuvieron allá, en el fondo, sobre un lecho de ramas de palmera, colgaba algo azulado y centelleante.
Se adelantó con viveza. Se le escapó un grito. Matho, detrás de ella, se sentía impaciente.
—¿Quién te trae? ¿A qué vienes?