APÉNDICE III: El Koh-i-noor

El Koh-i-noor tiene una historia más larga y exótica que cualquier otra joya existente y, hasta el descubrimiento del diamante Cullinan en 1905, era la piedra preciosa más grande del mundo. Se cree que la encontraron en una mina de Golconda, Hyderabad, antes del siglo XII, y posteriormente pasó por las manos del sultán Ala-ed-din, los emperadores mogoles, el conquistador persa Nadir Shah (que se dice le puso el nombre de «Montaña de Luz» en 1730), los gobernantes del Punjab y la reina Victoria, antes de ir a descansar entre las joyas de la corona británica en el presente siglo. Muerte, tortura, prisión, ruina y exilio cayeron sobre muchos de sus propietarios orientales, así que su mala suerte (para los hombres) se hizo proverbial; en su época fue escondida, sin éxito, en el turbante de un monarca derrotado, en el muro de adobe de la celda de una prisión y durante un tiempo estuvo olvidada en el bolsillo de John Lawrence, el hermano de Henry.

A pesar de su fama, al Koh-i-noor nunca se le ha considerado una piedra especialmente buena. Originalmente tenía casi ochocientos quilates (el Cullinan tiene 3.106, unos 620 gramos) pero después fue tallada más de una vez para incrementar su brillo. En 1852, un tallador holandés empezó el trabajo en presencia del príncipe Alberto y el duque de Wellington, y la talló hasta los 108 quilates; el resultado fue una piedra de alrededor de 3,8 por 3 centímetros, muy mejorada pero aun así demasiado débil.

Sólo los miembros femeninos de la familia real británica han llevado el Koh-i-noor. La reina Victoria la llevó como broche en la exhibición del Crystal Palace en 1851, en París, y fue engarzada en las coronas de la reina Alexandra, Mary y Elizabeth (la reina madre), que la llevó en la coronación de su marido, Jorge VI. Ahora está en su corona de platino en la Torre.

El último hombre en llevar el Koh-i-noor, el pequeño maharajá Dalip Singh, tuvo su propia cuota de desgracia. Depuesto y exiliado, vio el gran diamante de nuevo cuando se lo mostró la reina Victoria a su llegada a Inglaterra, y expresó su placer de que ella pudiera llevarlo. A la sazón él tenía dieciséis años, era muy guapo y la reina (sin duda ignorante de que uno de sus parientes se refería a ella como «la señora Fagin») se sintió muy atraída por él; desgraciadamente, su belleza no fue el único legado que le transmitió Jeendan, porque se convirtió en un notorio libertino, para disgusto de la reina, y murió «pobre, gordo y promiscuo» en 1893. Está enterrado en los terrenos de su hogar, Elveden Hall, en Suffolk.

(Véase Las joyas de la reina, de Leslie Field, 1987; Weintraub.)