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He salido de viaje al servicio de mi país más veces de las que puedo contar, siempre a regañadientes, y a menudo en un estado de alarma, pero normalmente sabía lo que se suponía que tenía que hacer y por qué. El asunto del Punjab era diferente. Cuando inicié mi sofocante y polvoriento camino hacia Firozpur en la frontera, todo aquel asunto me pareció totalmente absurdo. Me dirigía hacia un país en plena revuelta, cuyo ejército amotinado podía invadirnos en cualquier momento. Iba a presentar un caso legal ante un tribunal de libertinos, asesinos e intrigantes en un lugar donde, con guerra o sin ella. También iba a espiar. Para estas tareas yo no había recibido preparación alguna, dijera lo que dijese el amigo Broadfoot. Me habían asegurado que el asunto era completamente seguro, y al mismo tiempo me apuntaron que si se desataban todas las furias del infierno, sólo tenía que gritar «¡Wisconsin!» y un hada madrina, o la abuelita de Broadfoot, o la Caballería Ligera saldrían de una botella y me sacarían del atolladero. No me creí ni una sola palabra de todo aquello.

Aunque yo era un aprendiz, conocía el servicio de inteligencia y el tipo de bromitas que podían organizar, como no decirle algo a un tipo hasta que era ya demasiado tarde. Dos espantosas posibilidades se habían abierto camino en mi desconfiada mente: o yo era un cebo para distraer al enemigo de otros agentes, o me iban a colocar en el campo enemigo para recibir instrucciones secretas cuando empezase la guerra. En cualquiera de los dos casos preveía consecuencias fatales, y para empeorar las cosas, tenía oscuros presentimientos acerca del asistente nativo que Broadfoot me había asignado, ya recordarán, el «chota-wallah» que me iba a llevar el portafolios.

Su nombre era Jassa, y no era chota. Creí que iba a encontrar el habitual babú gordo o a algún flaco escribiente, pero Jassa era un villano con la cara picada de viruelas y poderoso tórax, con posh-teen[36] peludo, gorro y cuchillo khyber. El tipo de hombre que uno elegiría normalmente para acompañarte por un país salvaje, pero yo sospeché de él desde el principio. En primer lugar, decía que era un derviche baluchi, pero no lo era: calculé que, como mucho, era un chi-chi[37] afgano, porque tenía los ojos grises y el hueco entre los dedos primero y segundo de sus pies más grande que el mío propio, y además tenía algo muy raro entre los europeos en aquella época, y mucho más aún entre los nativos: una marca de vacuna. Se la vi en Firozpur cuando se estaba lavando en una tina, pero no le dije nada; él era de la caballeriza de Broadfoot, después de todo, y estaba claro que conocía muy bien su oficio, que era actuar como ordenanza, guía, guardaespaldas y asesor general en temas del país. Sin embargo, seguía sin fiarme de él ni un pelo.

Firozpur era el último puesto fronterizo de la India británica por aquel entonces, un agujero infecto no mejor que un pueblucho, más allá del cual se encontraba la ancha corriente marrón del Satley y luego la tórrida llanura del Punjab. Se acababan de construir unos barracones para nuestros tres batallones, uno británico y dos de infantería nativa, que estaban de guarnición en la plaza. Que Dios tenga piedad de ellos, decía, porque hacía más calor allí que en el propio infierno. Uno se hervía al vapor cuando llovía, y se asaba cuando no llovía. En mi papel de civil, no fui a ver a Litder, que era comandante, sino que me presenté ante Peter Nicolson, el ayudante local de Broadfoot. Sufría mucho por su país aquel tipo reseco y de mejillas hundidas que desempeñaba el peor trabajo que se puede desear en la India: vigilar la frontera, encontrar un refugio para la inacabable corriente de refugiados del Punjab, olfatear a los alborotadores enviados para seducir a nuestros cipayos y enemistar a los zamindars,[38] perseguir a las partidas depredadoras, desarmar a los badmashes,[39] gobernar un distrito y mantener la paz… Todo eso, fíjense, sin provocar a un poder hostil que tenía verdaderas ganas de meterse en trifulcas.

—Esto no puede durar mucho —dijo animosamente, y me pregunté cuánto tiempo podría soportarlo él, con aquella tarea imposible y el termómetro a cuarenta grados—. Sólo esperan una excusa, y si no se la doy…, pasarán el río tan pronto como llegue la estación fría, a caballo, a pie y con armas, ya lo verá. Deberíamos ir y machacarles ahora que tienen dudas y luchan contra el cólera. Cinco mil del khalsa han muerto ya en Lahore, pero lo peor ha pasado ya.

Me acompañaba en el ferry al romper el día. Cuando le mencioné la gran reunión de tropas que había visto junto a Meerut se echó a reír y señaló el acuartelamiento donde el año 62 estaba de instrucción, las figuras rojas y amarillas evolucionando como muñecos en el vaho caliente.

—Nunca importa lo que pasa en el Grand Trunk —dijo—. Así están las cosas aquí, amigo mío. Siete mil hombres, un tercio británicos, y sólo artillería ligera. Allí —señaló al norte— está el khalsa…, cien mil soldados nativos, el mejor ejército de Asia, con artillería pesada. Están a dos días de marcha de aquí. Nuestros refuerzos más cercanos son los diez mil de Gilbert en Umballa, a una semana de marcha, y los cinco mil de Wheeler en Ludhiana… sólo a cinco días. ¿Está usted fuerte en matemáticas?

Había oído decir algo en Simla, como saben, acerca de nuestra débil posición en la frontera, pero es muy diferente cuando uno se encuentra en el propio escenario y oye las cifras.

—¿Pero por qué…? —pregunté yo, y Nicolson se echó a reír y movió la cabeza.

—¿… no envía refuerzos Gough ahora mismo? —acabó la frase—. Porque podría provocar a Lahore… ¡Dios mío, sería una provocación para Lahore si uno de nuestros cipayos da un paso de más hacia el norte para ir a las letrinas! He oído decir que van a pedir que retiremos incluso las tropas que tenemos aquí ahora mismo… quizás eso haga que empiece la guerra, si su herencia de Soochet no lo hace. —Sabía algo de aquello, y me había tomado el pelo acerca de cómo languidecería yo a los pies de «la bella sultana» mientras los honrados soldados como él perseguían a los infiltrados a lo largo del río.

—Ella puede estar fuera de combate para el momento en que usted llegue allí. Se dice que el príncipe Peshora (otro de los bastardos del viejo Runjeet) va a intentar subir al trono; se dice que tiene a la mayor parte del khalsa de su parte. A qué precio está la revolución palaciega, ¿eh? Bueno, si yo fuera usted, me presentaría voluntario para ese trabajo.

Había una enorme multitud de refugiados acampados junto al ghat[40] al borde del agua, y a la vista de Nicolson lanzaron un aullido y se apelotonaron en torno a él, sobre todo las mujeres y los chicos cubiertos de cagadas de mosca, vociferando con las manos levantadas. Sus ordenanzas les empujaban hacia atrás para que nos dejaran pasar.

—Unos centenares de bocas más que alimentar —suspiró Nicolson—, y ni siquiera son nuestros. ¡Tranquilo, havildar![41] ¡Oh, chubbarao,[42] ruidosos paganos…! ¡Papá os llevará pan y leche enseguida! Dios sabe dónde vamos a alojarles. He robado más lona de los almacenes de la que el oficial de intendencia puede soportar, creo.

El propio ferry era una gran barcaza repleta de barqueros nativos, pero con un cañón ligero en la proa, manejado por dos cipayos.

—Es otra provocación —dijo Nicolson—. Tenemos sesenta de esas bañeras en el río, y los sijs sospechan que pretendemos usarlos como puente para la invasión. Nunca se sabe, un día de estos… ¡Ah, mire más allá! —Se hizo pantalla con la mano sobre los ojos, señalando con la fusta a la lejanía del crecido río; la niebla tapaba la orilla lejana, pero a través de ella pude ver una partida de hombres a caballo esperando, con las armas brillando al sol—. ¡Es su escolta, amigo mío! El vakilha dado palabra de que iba a acompañarle a Lahore en toda regla. Nada es demasiado bueno para un enviado con el aroma del dinero en torno a él. Bien, que tenga buena suerte. —Mientras nos alejábamos me saludó y gritó—: ¡Todo saldrá bien, ya lo verá!

No sé por qué recuerdo estas palabras y la imagen de aquel hombre con la enorme muchedumbre de negros charlando sin parar a su alrededor mientras sus ayudantes les daban bofetones y les empujaban hacia el campamento donde les alimentarían y cuidarían; era como un encargado de clase poniendo en fila a los estudiantes, riendo y jurando por turnos, con un chico subido a su hombro. Yo no habría tocado a esa sabandija ni por todo el oro del mundo. Aquel tipo era un asno amable y alegre que trabajaba veinte horas al día cuidando su frontera. Cuatro meses después obtuvo su recompensa: una bala. Me pregunto si alguien más se acordará de él.

La última vez que había cruzado el Satley fue cuatro años antes, cuando allí delante había un ejército británico y teníamos guarniciones todo el camino hacia Kabul. Ahora no había ningún amigo ante mí, nadie a quien recurrir excepto Jassa, el matón del Khyber, y nuestro grupo de porteadores. Ellos estaban allí sobre todo porque Broadfoot había dicho que yo debía entrar en Lahore en un jampan, para impresionar a los sijs con mi distinción. Gracias, George, pero yo me sentía muy poco importante mientras supervisaba la escolta que me esperaba (¿o mis captores?), y Jassa no hizo nada para levantarme el ánimo.

Gorracharra —gruñó, y escupió—. Caballería irregular… esto es un insulto para usted, huzoor.[43] Tenían que haber sido hombres de palacio, caballería de la buena. ¡Quieren avergonzarnos esos cerdos hindúes!

Le dije de forma bastante abrupta que tuviera cuidado con sus modales, pero me di cuenta de lo que quería decir. Eran típicos irregulares nativos, espléndida caballería, sin duda, pero vestidos y armados de cualquier manera, con lanzas, arcos, tulwars[44] y armas de fuego antiguas, algunos con cotas de malla y cascos, otros con las piernas desnudas y todos ellos sonriendo de la forma más familiar. No era precisamente lo que se hubiera podido llamar una guardia de honor… Pero eso es lo que eran, como supe cuando su oficial, un guapo sij con espléndido traje de seda amarilla, se dirigió a mí por mi nombre… y por mi fama.

—Sardul Singh, a su servicio, Flashman bahadur[45]> —gritó, con los blancos dientes reluciendo entre su barba—. Yo estaba junto a la puerta Turksalee cuando usted llegó desde Jalalabad, y todos los hombres vinieron a ver al Kush de los afganos —muy bien por Broadfoot y su idea de que afeitarme las patillas me ayudaría a pasar inadvertido. Era estupendo oír que me llamaban «Asesino de los afganos», aunque no era merecido—. Cuando supimos que venía con el libro y no con la espada (que esto sea un augurio de paz para nuestros pueblos) pedí mandar su escolta… y estos son voluntarios —señaló a su abigarrado escuadrón—. Hombres del Sirkar[46] en su época. Una escolta mejor para Lanza ensangrentada que la caballería khalsa.

Bueno, aquello estaba muy bien, así que le di las gracias, me quité mi visera ante sus sonrientes bandidos diciendo «Salaam, bhai»,[47] cosa que les complació enormemente. No perdí la ocasión de señalarle a Jassa lo equivocado que estaba, pero el muy cascarrabias se limitó a gruñir:

—El sij habla, la cobra escupe… ¿cuál es la diferencia? —algunas personas nunca están satisfechas.

Entre el Satley y Lahore hay ochenta kilómetros de terreno, el más tórrido, plano y miserable de la tierra, y yo supuse que lo íbamos a cubrir en una larga cabalgada de un solo día, pero Sardul dijo que debíamos pasar la noche en un serai[48] a pocos kilómetros de la ciudad, porque allí había una cosa que quería enseñarme. Así lo hicimos, y después de cenar me condujo a través de un soto bajo al lugar más encantador que vi jamás en la India: allí, como una sorpresa después del calor y el polvo de la llanura, había un gran jardín, con pequeños palacetes y pabellones entre los árboles. Colgaban linternas de colores en la cálida oscuridad, unas corrientes de agua serpenteaban entre los prados de césped y los bancales de flores, el aire estaba embalsamado con el olor de las flores nocturnas, una suave música sonaba desde algún lugar escondido y por todas partes paseaban las parejas cogidas de las manos o enfrascadas en amorosa conversación bajo las ramas. El Palacio de Verano, que vi unos años más tarde en China era también muy hermoso, pero hay algo mágico en un jardín hindú que no se puede describir. Podríamos llamarlo paz perfecta, con aquella suave brisa haciendo susurrar las hojas y las luces parpadeando en la penumbra. Era un lugar donde Scheherazade podía haber contado sus interminables historias; incluso su nombre era como una caricia: Shalamar.[49]

Pero no era aquello lo que Sardul quería enseñarme. Era algo muy diferente, y lo vimos a la mañana siguiente. Dejamos el serai al amanecer, pero en lugar de cabalgar hacia Lahore, que se veía a lo lejos, nos apartamos unos tres kilómetros de nuestro camino hacia la gran llanura de Maian Mir, donde Sardul me aseguró misteriosamente que me enseñaría la verdadera maravilla del Punjab. Conociendo la mente oriental, imaginé que era algo que despertaría el terror del visitante extranjero, y en efecto, así fue. Lo oímos mucho antes de verlo. Al principio una sorda descarga de artillería, luego el retumbar de confusos ruidos que se mezclaron con el barrito de los elefantes, el toque de trompetas y tambores y la música marcial y atronadora de miles de cascos haciendo temblar el suelo bajo nuestros pies. Sabía de qué se trataba antes de que saliéramos de entre los árboles y nos detuviéramos en un bund[50] para contemplar aquel soberbio panorama. Era el orgullo del Punjab y el terror de la pacífica India: el famoso khalsa.

He conocido unos cuantos ejércitos paganos en mi vida. La Hueste Celestial de Taiping era más grande, la negra marea de las legiones de Cetewayo barriendo en Little Hand era seguramente más terrorífica, y ocupa un lugar especial en mis pesadillas aquel vasto bosque de tipis, de ocho kilómetros de ancho, que contemplé desde los farallones por encima de Little Big Horn… pero en el aspecto puramente militar no he visto nada fuera de Europa (y muy pocas cosas en ella) que igualara a esa gran formación disciplinada de hombres y bestias y metal de Maian Mir. Tan lejos como alcanzaba la vista, entre las líneas sin fin de tiendas y ondulantes estandartes, la amplia maidan[51] estaba repleta de batallones de infantería desfilando, regimientos de caballería haciendo ejercicios y artillería en prácticas, y todos estaban uniformados y en perfecto orden, que era lo más sorprendente. Los ejércitos negros, marrones y amarillos en aquella época podían ser tan valerosos como cualquier otro, pero no tenían siglos de entrenamiento y movimientos tácticos metidos en la cabeza. Ni siquiera los zulúes, o los guardias hovas de Ranavalona. Y eso era lo más curioso del khalsa: era como Aldershot con turbantes. Era un verdadero ejército.[52]

Deben tener esto presente cuando oigan a algún listillo perorando sobre nuestras guerras imperialistas, tachándolas de masacres unilaterales de pobres salvajes con garrotes abatidos por metralletas Gatling. Ah, sí, claro que hubo algunas, en Ulundi y Washita y también en Omdurman… pero muy a menudo los Snider y Martini y Brown Bess se enfrentaban diez a uno en terrenos donde las granadas y el fuego rápido no cuentan demasiado; el salvaje con su cerbatana, su arco o su jezzail[53] detrás de una roca tiene una infernal ventaja: es su roca, ya saben.

De todos modos, nuestros detractores nunca mencionan ejércitos como el khalsa, armados hasta los dientes y estupendamente equipados. Así que, ¿cómo pudimos conservar la India? Ahora lo verán.

Aquella mañana en Maian Mir la confianza que yo había sentido, viendo nuestras fuerzas en el Grand Trunk se desvaneció como la niebla del Punjab. Pensaba en los insignificantes siete mil de Littler aislados en Firozpur, el resto de nuestras tropas diseminadas, esperando ser devoradas a bocados por este monstruo de cien mil cabezas.

Un puñado de vívidas imágenes se instaló en mi mente: un regimiento de lanceros sijs a la carga en perfecta formación, las puntas brillantes cayendo y levantándose como una sola; un batallón de infantería Jat con mostachos como cuernos de búfalo, figuras blancas con negras cartucheras moviéndose como mecanismos de relojería mientras evolucionaban a derecha e izquierda; la infantería ligera Dogra avanzando en orden de escaramuza, los turbantes azules repentinamente cerrados en una línea inmaculada, las puntas de las bayonetas clavándose en los sacos de arena al grito salvaje de «khalsaji!»; la artillería pesada arrastrada entre remolinos de polvo por grupos de elefantes mientras los artilleros preparaban las mechas, los proyectiles cargados, el ensordecedor rugido de la andanada… ¡y que me ahorquen si no saltaban todos los casquillos a una distancia de un kilómetro al unísono, por encima del suelo! Ni siquiera la visión de la artillería ligera cortando sus blancos a jirones con metralla era tan espantosa como la precisión de las baterías pesadas. Eran tan buenos como la Artillería Real… sí, y con mayor alcance.

Ellos fabricaban su propio material, desde los Brown Bess a los obuses, en la fundición de Lahore, a partir de diseños nuestros. Sólo una falta pude encontrar en sus artilleros y su infantería: el entrenamiento era perfecto, pero lento. Su caballería… bueno, estaba preparada para enfrentarse al propio Napoleón.

Sardul se preocupó de que yo viera bien todo aquello, para causar impresión a los feringhees.[54] Almorzamos con algunos de sus hombres de mayor rango, todos corteses hasta la exageración, y ni una sola palabra acerca de la probabilidad de que nuestros ejércitos estuviesen cortándose mutuamente la garganta por Navidad… Los sijs son muy formalistas, ya saben. No había ni un solo mercenario europeo a la vista, por cierto; habiendo construido un ejército, se habían retirado por la mejor de las razones: disgusto ante el estado del país, y reluctancia a encontrarse luchando contra John Company.

Vi otro aspecto del khalsa cuando salimos hacia Lahore después del mediodía, Flashy ahora galopando en su jampan, con sombrero blanco y matamoscas, muy elegante, y Jassa dando patadas a los traseros de los porteadores para animar nuestro progreso. Pasábamos a buena marcha junto a las tiendas de los cuarteles cuando vimos una multitud de soldados reunidos ante el pabellón principal, escuchando a algún upper rojer[55] que hablaba en un estrado. Sardul tiró de las riendas para escuchar, y cuando le pregunté a Jassa qué podía significar aquello, él gruñó y escupió.

—¡Los panchayats! ¡Si el viejo Runjeet hubiera visto esto, se habría cortado la barba!

Así que aquellos eran los famosos comités militares del khalsa, de los cuales tanto había oído hablar. Ya saben, mientras su disciplina castrense era perfecta, la política khalsa la decidían los panches, donde Jack Jawan era tan bueno como su jefe, y todos votaban democráticamente. Esa no es manera de dirigir un ejército, yo estuve de acuerdo con Jassa. No me extrañaba que no hubieran cruzado el Satley todavía. La mezcla era asombrosa: cipayos de piernas desnudas, oficiales vestidos de seda roja, akalis[56] de mirada orgullosa con azules turbantes picudos y doradas redecillas para la barba, un elegante y viejo rissaldar-major[57] con blancas patillas de un pie de anchas, sowar irregulares con cascos de cola de langosta, mosqueteros Dogra de verde, pathan con largos fusiles… parecían reunirse todos los rangos, castas y razas apiñados en torno al que hablaba, un espléndido sij de casi dos metros de alto con un vestido plateado, gritando para hacerse oír.

—¡Todo lo que hemos oído de Attock es verdad! El joven Peshora está muerto, y Kashmiri Singh con él, mientras dormía, después de la caza, los han matado Chuttur Singh y Futteh Khan…

—¡Dinos algo que no sepamos! —aulló un entrometido, y el tipo alto levantó los brazos para acallar los gritos que siguieron.

—¡No sabéis cómo se ha hecho todo esto, de qué manera vergonzosa y con qué negra traición! El imam Shah estaba en Attock Fort… Que os lo cuente él.

Un robusto barquero con cota de malla y una bandolera de puñales con mangos de marfil en torno a las caderas subió al estrado de un salto y todos se callaron.

—¡Se hizo vilmente! —graznó—. Peshora Singh sabía que había llegado su hora, porque le habían puesto grilletes y le habían llevado ante el chacal, Chuttur Singh. Peshora le miró a los ojos y le pidió una espada. «Déjame morir como un soldado», dijo, pero Chuttur no quiso mirarle, sino que meneó la cabeza y murmuró una excusa. De nuevo el joven halcón pidió una espada. «Vosotros sois miles, yo estoy solo… ¡No puede haber sino un final, así que hazlo bien!» Chuttur suspiró, y lanzó un gemido y se volvió, agitando las manos. «¡Hazlo bien, cobarde!», gritó Peshora, pero ellos se lo llevaron. Todo esto lo vi yo. Le llevaron a la mazmorra de Kolboorj y como a un ladrón le estrangularon con sus cadenas, y lo arrojaron al río. Esto no lo vi. Me lo contaron. Que Dios seque mi lengua si miento.

Peshora Singh había sido el caballo favorito en la carrera al trono, de acuerdo con Nicolson. «Bueno, esto es la política», pensé. Me pregunté si aquello significaría un cambio de gobierno, porque Peshora había sido el ídolo del khalsa, y mientras su muerte parecía ser ya una noticia conocida, la manera en que había ocurrido parecía ponerles en un estado de gran agitación. Gritaban todos a la vez, y el sij alto tuvo que chillar de nuevo.

—Hemos enviado el parwana[58] a palacio. ¡Todos vosotros lo habéis aprobado! ¿Qué podemos hacer sino esperar?

—¿Esperar… mientras la serpiente Jawaheer asesina a otros hombres leales? —rugió una voz—. ¡Él es el asesino de Peshora, aunque se esconda allí, en el Kwabagh![59] ¡Dejad que le hagamos una visita y le haremos dormir de verdad!

Esto consiguió un extraordinario aplauso, pero otros gritaron que Jawaheer era la única esperanza, e inocente de la muerte de Peshora.

—¿Quién os ha sobornado para que digáis eso? —rugió el rissaldar-major, todo fuego—. ¿Os ha comprado Jawaheer con una cadena de oro, boroowa?[60] ¡O quizá Mai Jeendan ha bailado para vosotros, esa viciosa fornicadora!

Gritos de «¡Vergüenza!», «Shabash[61] y el equivalente punjabí de «¡Señor presidente!», algunos señalando que la maharaní les había prometido quince rupias al mes para que atacaran a los bastardos cerdos ingleses (el espectador del jampan bajó su cortina discretamente en este punto) y Jawaheer era el tipo adecuado para dirigirles. Otro sugirió que Jawaheer quería la guerra sólo para apartar la furia del khalsa de su propia cabeza, y que la maharaní era una prostituta abominable de paternidad desconocida que últimamente le había cortado la nariz a un brahmán cuando éste rechazó sus depravaciones, de modo que así estaba la cosa. Un joven imberbe, ardiendo en ira por su lealtad, ofreció comerse las tripas de cualquiera que pusiera en duda el honor de aquella santa mujer, y la reunión estaba a punto de convertirse en un tumulto cuando un viejo general ricamente vestido, con cara de halcón y aspecto dominante, subió al estrado y les habló a las claras.

—¡Silencio! ¿Sois soldados o pescaderas? Ya habéis oído a Pirthee Singh… la parwana ha sido enviada, convocando a Jawaheer para que venga el 6 de Assin para responder por la muerte de Peshora o demostrar su inocencia. No hay nada más que decir, sino esto… —hizo una pausa, y se hubiera podido oír caer un alfiler mientras sus fríos ojos se paseaban por ellos—. Nosotros somos el khalsa, los puros, y nuestra lealtad no está con nadie sino con nuestro maharajá, Dalip Singh, ¡que Dios proteja su inocencia! ¡Nuestras espadas y nuestras vidas sólo le pertenecen a él! —Atronadores vítores, el viejo rissaldar-major derramaba lágrimas en aras de su lealtad—. En cuanto a lo de atacar a los británicos… eso lo decidirán los panchayats otro día. ¡Pero si lo hacemos, entonces yo, el general Maka Khan —se golpeó en el pecho—, atacaré porque el khalsa así lo desea, y no por las artimañas de una cunchunee[62] medio desnuda o por el capricho de un chulo borracho!

Con este resumen de los caracteres de los regentes concluyeron los asuntos del día, y yo me sentí aliviado mientras Sardul nos conducía a través de la soldadesca que se disgregaba. Observé que todas las miradas dirigidas en mi dirección eran más curiosas que hostiles; en realidad, uno o dos incluso me saludaron, y pueden estar seguros de que les respondí de lo más educadamente. Eso me animó, porque sugería que Broadfoot tenía razón, y que fueran cuales fuesen los cambios de gobierno que pudieran ocurrir (aun los más dramáticos, por lo que parecía) el extranjero Flashy sería respetado en el interior del recinto, a pesar de la opinión que tuvieran de su país.

Nos aproximamos a Lahore por uno de sus flancos, rodeando la ciudad principal, que es un sucio revoltijo de retorcidas callejuelas y pasadizos, y nos dirigimos hacia el lado norte, donde los edificios de la fortaleza y el palacio dominaban la ciudad. Lahore es un lugar impresionante, o lo era entonces, de más de kilómetro y medio de largo, rodeado por altos muros de nueve metros que dominaban un ancho foso y macizos terraplenes, ahora desaparecidos, según creo. En aquella época le impresionaban a uno el número y la magnificencia de sus puertas, y la extensión de la fortaleza y el palacio en la altura, con la gran torre semioctogonal, la Summum Boorj, alzándose como un dedo gigante junto a los baluartes del norte.

La torre apareció por encima de nosotros mientras entrábamos por el Rushnai o Puerta Brillante, pasando junto a verdaderos enjambres de obreros cubiertos de polvo que trabajaban en el mausoleo del viejo Runjeet y en el jardín de la corte. Hacia la derecha, una ancha escalinata conducía al Badshai Musjit, la gran mezquita triple que se decía era la mayor de toda la tierra —pero los de Samarcanda decían lo mismo de su mezquita— y a la izquierda estaba la puerta interior que conducía hacia la fortaleza, un lugar extraordinario, lleno de contradicciones, porque contenía no sólo el Palacio de los Sueños sino una fundición y un arsenal situados muy cerca, la espléndida Mezquita de las Perlas, usada como tesorería, y encima de una de las puertas una figura de la Virgen María, que se dice fue colocada por Shah Jehan para contentar a los comerciantes portugueses. Pero aún había algo más extraño: acababa de despedirme de la escolta de Sardul y mi jampan y era conducido a pie por un oficial vestido de amarillo perteneciente a la guardia de palacio, cuando vi una figura extraordinaria paseando en un repecho por encima de la puerta, bebiendo a grandes tragos de una enorme jarra y ladrando órdenes a un grupo de guardias que hacían maniobras con los cañones ligeros en el muro. Era un auténtico mercenario pathan, con bigote de acero y una nariz como un hacha, ¡pero iba vestido de pies a cabeza con pugaree,[63] traje y pyjamys con el tartán rojo del regimiento 79 de los ¡Highlanders!

Bueno, una vez vi a un negro de Madagascar con un kilt del Black Watch, pero esto lo superaba todo. Y lo que era aún más curioso, llevaba un grueso collar de metal en una mano, y cada vez que bebía se lo colocaba en torno a la garganta como si temiese que el licor se le fuera a escapar por la nuez.

Me volví para señalarle aquello a Jassa y, maldita sea, había desaparecido. Nadie a la vista. Yo miré por todas partes y le pregunté al oficial adónde había ido, pero él no le había visto, así que al final me encontré entrando yo solo, con todos mis miedos anteriores volviendo de nuevo a todo galope.

Se preguntarán por qué, sólo porque mi ordenanza hubiera desaparecido. Sí, pero es que lo había hecho justo en el momento de entrar en la boca del lobo, por así decirlo, y toda la misión era muy misteriosa y arriesgada, y yo soy el molde del cobarde original inventado por Dios, ya saben. Me olía algo raro allí, en aquel amasijo de patios y pasadizos, con aquellos altos muros cerniéndose por encima de mí. Ni siquiera me fijé en las suntuosas habitaciones a las que me condujeron. Estaban en un piso superior del Palacio de los Sueños, dos salas elegantes y espaciosas unidas por un amplio arco de herradura, con mosaicos y murales persas, un balcón de mármol que daba a un recoleto patio con una fuente y una cama cubierta de sedas. Unos silenciosos porteadores me ayudaron a deshacer el equipaje y dos lindas doncellas se movían por allí, trayendo agua y toallas y té (ni siquiera pensé en darles una palmada en el trasero, lo cual indica lo muy aprensivo que estaba). Un viejo punkah-wallah[64] que estaba instalado en el pasillo proporcionaba una fresca brisa, cuando el tipo estaba despierto, lo cual sucedía raras veces. Por alguna razón, el lujo de aquel lugar me resultó siniestro, como si estuviera destinado a despertar mis miedos. Al menos había dos puertas, una en cada habitación. Me gusta saber que hay una vía de retirada.

Me lavé y me cambié de ropa, todavía extrañado por la ausencia de Jassa, y estaba a punto de echarme para calmar mis nervios cuando mis ojos se posaron en un libro en la mesilla de noche y me incorporé de un salto. Porque era una Biblia, colocada allí por una mano desconocida… por si yo había olvidado la mía, es de suponer.

«Broadfoot —pensé yo—, eres un hombre difícil para trabajar contigo, pero por Dios bendito que conoces tu trabajo.» Aquello me recordó mi deber; me encontré murmurando: «Wisconsin», y luego tarareándolo temblorosamente con la melodía de My bonny is over the ocean, y con el estímulo del momento saqué mi clave cifrada —Crochet Castle, la edición de 1831, por si les interesa— y empecé a escribirle a Broadfoot una nota de todo lo que había oído en Maian Mir. Acababa de completarla y la había insertado cuidadosamente en la epístola segunda a los Tesalonicenses y estaba considerando tristemente un versículo que decía «Rezad sin cesar», y pensando en el bien que me habría hecho aquello, cuando la puerta se abrió de repente, sonó un chillido que helaba la sangre, un enano loco manejando un brillante sable saltó a la habitación, y yo rodé por encima de la cama con un grito de terror, agarrando la pistola que estaba en mi maletín abierto, echándome al suelo para cubrir la entrada, con el dedo en el gatillo …

De pie en la puerta había un niño pequeño, que no tendría ni siete años, con una mano en su pequeño sable de juguete, la otra sobre la boca, los ojos brillando con deleite. Se me cayó la pistola y el pequeño monstruo casi graznó de alegría, palmoteando.

—¡Mangla! ¡Mangla, ven a ver! Venga, mujer… ¡es él, el asesino afgano! ¡Tiene una pistola, Mangla! ¡Me va a disparar! ¡Oh, shabash, shabash!

—¡Ya te voy a dar a ti shabash, pequeño hijo de puta! —rugí yo, e iba a agarrarlo cuando una mujer llegó corriendo hasta la puerta, cogiéndolo entre sus brazos, y yo me paré en seco. En primer lugar, la chica era preciosa… y además, el mocoso me miraba con indignación y chillaba:

—¡No! ¡No! ¡Me puedes disparar, pero no me puedes pegar! ¡Soy un maharajá!