7
Si ustedes han leído Robinson Crusoe, recordarán un pasaje en el que Robinson hace recuento de su situación en la isla desierta como un contable, lo malo a un lado, lo bueno al otro. Cosas deprimentes, principalmente, quejas sobre su soledad. Finalmente, sin embargo, concluye que las cosas podrían ser peores, y que Dios le ayudará, con algo de suerte. Un optimismo algo absurdo, si quieren saber mi opinión, pero yo nunca he sido náufrago, y la filosofía frente a las tribulaciones no es mi fuerte. Pero usé ese sistema al despertarme aquel segundo día en Lahore, porque habían ocurrido tantas cosas en tan poco tiempo que necesitaba aclarar mi mente. Por tanto:
MALO
BUENO
Me encuentro perdido en una tierra salvaje que estará en guerra contra mi propio país en breve.
Disfruto de inmunidad diplomática, aunque no valga de mucho, y tengo buena salud, aunque estoy arruinado.
Han intentado asesinarme. Estos tipos son capaces de matar a alguien con la misma facilidad que se sientan a almorzar.
Han fallado, y estoy bajo la protección de la reina, que jode más que una coneja. También Gardner cuidará de mí.
Mi ordenanza ha resultado ser el mayor villano desde Dick Turpin, y para colmo norteamericano.
Broadfoot le escogió, y aunque no veo motivos para que me sea hostil, debo vigilarle de cerca.
Maldito sea Broadfoot por meterme en este fregado, cuando podría estar tranquilamente en casa revolcándome con Elspeth.
El rancho y el alojamiento son de primera, y Mangla sobria es fantástica, aunque no se puede comparar con Jeendan borracha.
Si yo fuera un hombre creyente, el Todopoderoso me oiría en términos inequívocos, y eso me haría mucho bien.
Como soy un pagano (se adjunta certificado) sin recursos divinos, seré especialmente precavido y tendré mi pistola a mano. Éste fue mi recuento, elaborado en la soñolienta hora después de que Mangla se deslizase como un encantador fantasma al amanecer, y podía haber sido peor. Mi primera tarea fue hacer un detallado examen del calvo Jassa, o Josiah, antes de enviar un mensaje cifrado sobre él a Broadfoot. Así que lo hice mientras me afeitaba, mirando aquella áspera cara en el espejo y escuchando su cháchara yanqui. Extrañamente, a pesar de la personalidad que Gardner le había atribuido, yo me sentía inclinado a confiar en él. Ya saben, yo mismo también soy un bribón, y sé que nosotros, los tipos malos, siempre nos sentimos inclinados al engaño. Me parecía que Jassa, el soldado de fortuna profesional, probablemente sólo estaba haciendo tiempo al empleo de Broadfoot, tal como él alegaba, hasta que apareciese alguna cosa mejor. En las aguas de la política nadan los peces más extraños, sin hacer demasiadas preguntas, y pensé que podía aceptarle, si no confiar en él. Como Gardner, estaba seguro de que no había tenido ninguna intervención en el complot contra mi vida. Si hubiera querido matarme, podía haberme dejado caer simplemente desde el balcón en lugar de salvarme.
Era reconfortante también tener a uno de los míos junto a mí… ya uno que conocía el Punjab y su política desde dentro.
—Aunque no entiendo cómo podía pensar no ser reconocido —dije yo—. Si tenía un cargo tan importante con Runjeet, la mitad del país debía de conocerle, ¿verdad?
—Eso fue hace seis años, y yo llevaba barba y patillas —dijo—. Completamente afeitado, me imaginé que Alick podía reconocerme, pero confiaba en mantenerme apartado de su camino. Pero no importa —añadió fríamente—, no hay carteles de recompensa por Joe Harlan, ni aquí ni en ninguna parte.
Era un truhán tan descarado que yo le tenía aprecio… y seguramente no me equivocaba. Tenía también un fino olfato político, y lo había usado en el alcázar aquella mañana.
—Jawaheer parece estar de suerte. Todo el palacio sabe que él trató de eliminarle, y se dice que la maharaní le hubiera arrestado. Pero le ha hecho llamar a su boudoir esta mañana a primera hora, toda sonrisas, le ha abrazado y han brindado por su reconciliación con el khalsa, según dicen sus doncellas. Parece que Dinanath y Azizudeen han firmado la paz por él. Salieron a hablar con los panches al amanecer, y la aparición de Jawaheer ha sido una pura formalidad. Él y la familia real al completo pasarán revista a las tropas, y usted está invitado, sin duda para que pueda informar a Broadfoot de que todo va bien en el durbarde Lahore —sonrió él—. ¿Cómo le manda sus mensajes cifrados? ¿A través de Mangla?
—Tal como usted mismo dijo, doctor, ¿por qué tengo que contarle lo que Broadfoot no le contó? ¿Por cierto, es usted doctor de verdad?
—No tengo diploma —dijo él con franqueza—, pero estudié cirugía en Pennsylvania… ¡Ep!… creo que es Mangla. Esa mosquita muerta está en todas partes, así que, ¿por qué no con John Company? Una advertencia, sin embargo: tíresela si le apetece, pero no confíe en ella…, ni en Mai Jeendan —y antes de que pudiera maldecirle por su desfachatez, se fue para ponerse, tal como dijo, su traje de faena.
Aquello significaba que se iba a poner sus mejores galas, para nuestra aparición en el durbar a mediodía; Flashy en uniforme de gala con levita y sombrero de ceremonia, haciendo mi reverencia oficial al pequeño Dalip entronizado. No habrían reconocido al vivaracho crío del día anterior en la pequeña figura regia toda vestida de plata, moviendo su turbante empenachado de la manera más condescendiente mientras yo era presentado por Lal Singh, que era segundo ministro. Jawaheer no estaba a la vista, pero Dinanath, el viejo Bhai Ram Singh y Azizudeen estaban presentes, solemnes como sacerdotes. Aquello era extraño, sabiendo que todos ellos sabían que su visir había tratado de asesinarme hacía sólo unas pocas horas, y que yo había estado jugueteando con su maharaní en su propia cámara. No hubo ni un parpadeo en las hermosas caras barbudas. Buenos comediantes, esos sijs.
Detrás del trono de Dalip colgaba una fina cortina de encaje, la purdah de su madre, la maharaní. Era costumbre en las mujeres nobles indias recluirse, es decir, cuando no estaban bailando la danza del vientre en las orgías. Junto a la cortina estaba de pie Mangla, sin velo pero vestida con la mayor modestia, y formal como si nunca hubiéramos puesto los ojos el uno en el otro. Su deber era transmitir la conversación de y a su ama detrás de la cortina, y lo hacía con la mayor propiedad, dándome la bienvenida a Lahore, pidiendo bendiciones para mi trabajo y, finalmente, tal como Jassa había predicho, rogándome que asistiera a su majestad cuando él pasara revista al khalsa aquella misma tarde.
—¡Iremos en un elefante! —chilló la tal majestad, saliéndose de la dignidad real por un momento, y luego poniéndose de nuevo tieso ante las reprobadoras miradas de su corte. Yo dije gravemente que me sentía honrado más allá de toda medida, él me dirigió una breve sonrisa y yo me aparté de su presencia, me volví y me puse el sombrero de nuevo al llegar a la alfombrilla en la puerta de entrada, tal como requerían las formas. Para mi sorpresa, Lal Singh vino tras de mí, cogiéndome el brazo, todo sonrisas e insistiendo en acompañarme a dar una vuelta por el arsenal y la fundición, que estaban junto al Palacio de los Sueños. Como yo había pasado la mitad de la noche jugando con su amante, encontré desconcertante tanta amabilidad, hasta que él me desarmó hablando de ella con alarmante franqueza.
—Mai Jeendan esperaba poder salir del purdah para saludarle después del durbar —me confió—. Pero está un poco bebida después de haber estado brindando con su abominable hermano, en un vano esfuerzo por insuflarle un poco de coraje. ¡No tiene ni idea de lo cobarde que es! La idea de enfrentarse con el khalsa casi le paraliza, incluso ahora, cuando ya está todo arreglado. Ella ciertamente mandará a buscarle a usted más tarde; tiene importantes mensajes para el enviado del Sirkar.
Dije que yo estaba al servicio de Su Majestad, y él sonrió.
—Eso he oído decir. —Me miró fijamente y soltó una carcajada—. ¡Mi querido amigo, me mira usted como si yo fuera un rival suyo! ¡Créame, con Mai Jeendan no existe tal cosa! Ella no es amante de nadie sino de sí misma. Considerémonos unos tipos afortunados y démosle gracias a Dios por ello. Ahora, deme usted su opinión de nuestros mosquetes del Punjab… ¿no casan bien con sus Brown Bess?
En aquel momento yo era todo sospechas; sólo más tarde comprendí que Lal Singh quería decir exactamente lo que dijo… y que Mai Jeendan era el tema menos importante de los que quería hablar conmigo aquel día. Una vez examinadas aquellas armas, almacenadas en impresionante cantidad, y la forja, y los moldes de grandes cañones del calibre nueve al rojo blanco, y la lluvia de plomo líquido sobre los humeantes tanques de la fundición, y puestos de acuerdo en que la armería del khalsa se podía comparar perfectamente con la nuestra, me cogió por el brazo mientras caminábamos, confidencialmente.
—Tiene razón —dijo—, pero las armas no lo son todo. Un día, la victoria y la derrota dependerán de los generales. Si alguna vez el khalsa llega al campo de batalla, muy bien podría ser bajo mi liderazgo, y el de Tej Singh —suspiró, sonriendo, y sacudió la cabeza—. Algunas veces me pregunto cómo podríamos salir airosos contra… ¡Oh!, contra un combatiente tan curtido como su sir Hugh Gough. ¿Qué pensaría usted, Flashman sahib?
Dubitativo, repuse que Gough no era el soldado más científico desde Boney, pero probablemente sí el más duro. Lal Singh asintió, mesándose la barba, y se rió con ganas.
—Bueno, esperemos que nunca tengamos que ponerle a prueba, ¿eh? Saldremos para Maian Mir dentro de una hora…; ¿puedo ofrecerle un refrigerio?
Es tan tortuosa esta gente, que nunca sabe uno qué demonios pretenden. ¿Insinuaba acaso que si llegaba la guerra estaba dispuesto a venderse? ¿O trataba de confundirme? ¿O era sólo puro parloteo? Fuera cual fuese su propósito, debía saber que nada de lo que dijese podía hacer que Gough bajara la guardia. Todo aquello era de lo más interesante, y me dio qué pensar hasta que sonaron los cuernos, que era la señal de partida del convoy real a Maian Mir.
La procesión salió por la Puerta de la Luz, y cuando la vi pensé: esto es la India. Era como un cuento de Las mil y una noches hecho realidad. Dos batallones de la Guardia de Palacio con su uniforme de seda roja y amarilla alrededor de media docena de elefantes, bellamente enjaezados con gualdrapas azules y doradas que barrían el suelo, arneses enjoyados en la frente y los colmillos e incluso los bastones de sus conductores recubiertos de oro. Los castillos eran como palacetes de mil colores coronados de minaretes y doseles de seda que ondeaban al paso bamboleante de las grandes bestias. Barritaban nerviosos, y los conductores los tranquilizaban mientras esperaban su real carga. Jinetes con cascos de acero, brillando como la plata a la luz del sol, cabalgaban junto a la línea de elefantes, con los sables desenvainados. Fueron convergiendo como piezas de relojería y formaron una avenida por donde pasaron unos porteadores con grandes cestas rebosantes de monedas, precedidos por unos chambelanes, que supervisaron la sujeción de las cestas a los castillos del segundo y tercer elefante.
Cuando alguna de las monedas caía con un sonido tintineante, sonaba un gran «¡Ooooh!» entre la muchedumbre reunida para ver la exhibición; dos o tres de los jinetes se inclinaban desde sus sillas, recogiendo las rupias y arrojándolas por encima de las cabezas de los rígidos guardias hacia la multitud, que daba chillidos y luchaba por cogerlas… Para un país que se suponía andaba mal económicamente, no parecían faltar Pice[78] para echar a los pobres.
Dos chambelanes montaron en el tercer elefante. Enseguida llegó un grupito de cortesanos, conducido por Lal Singh, todos muy elegantes vestidos de verde y oro; montaron en el quinto castillo, y un chambelán se dirigió a mí y a Jassa y nos indicó que podíamos subir por la escalera de la cuarta bestia. Trepamos y cuando me senté, el ahogado ruido de la multitud creció como un mar embravecido. Yo sabía exactamente por qué: se preguntaban quién era ese extranjero que tenía preferencia sobre los cortesanos reales. «Debe de ser un infiel de importancia, sin duda el hijo de la reina de Inglaterra, o un prestamista judío de Karachi; bueno, vitoreemos un poco a ese cerdo infiel.» Saludé con mi sombrero, mirando asombrado aquella escena increíble. Delante, los grandes paquidermos con sus bamboleantes castillos, y a cada lado los jinetes de la Guardia con sus uniformes amarillos, y detrás de un vasto océano de caras cobrizas, los muros que flanqueaban la Puerta de la Luz estaban atestados de espectadores, igual que los edificios que se elevaban detrás, con la gran columna de Summum Boorj sobresaliendo por encima de todo. El aullido de la muchedumbre se elevó de nuevo, y ahora hubo un alboroto a los pies mismos de mi elefante, la línea amarilla de los guardias se rompió y dejó pasar a una extraña figura que dio un salto y me saludó: era un robusto ghazi, con bandoleras y tupida barba hasta las cejas, chillando en pashto:
—¡Eh, Lanza ensangrentada! ¡Soy yo, Shadman Khan! ¿Me recuerda? Salaam, soldado, ¡hip, hip, hurra!
Bueno, yo no le recordaba, pero estaba claro que era alguien que me conocía de los viejos tiempos, así que levanté mi sombrero de nuevo, diciendo:
—Salaam, Shadman Khan!
Y él gritó con deleite y dijo en inglés:
—¡Adelante el cuarenta y cuatro! —y al momento yo retrocedí a la nieve ensangrentada que cubría el Gandamack, los restos del 44 destrozados por los hombres de las tribus que caían como hormigas sobre su posición…, y me pregunté de qué lado estuvo aquel tipo. (Luego he recordado que había un Shadman Khan entre los rufianes que me metieron en el calabozo de Gul Shah, y otro entre la banda que me salvó de los thugs en Jhansi en el 57 y robó nuestros caballos camino de Cawnpore. Me pregunto si sería el mismo tipo. De todos modos, todo eso no tiene importancia para mi relato, fue sólo un incidente ante la Puerta de la Luz. Pero creo que era el mismo tipo; todo el mundo cambiaba de bando en aquellos tiempos.)
Y hubo un repentino silencio, roto por los acordes de una dulce música, y a la parte exterior de la Puerta de la Luz llegó una banda nativa, seguida por una pequeña figura vestida de oro montada en un poni blanco; un estruendoso salaam surgió de la multitud que esperaba: «¡Maharajá! ¡Maharajá!», mientras el pequeño Dalip era alzado de su silla por un cortesano ricamente vestido en quien reconocí con asombro a Jawaheer Singh. Parecía bastante sobrio; yo nunca he visto a un hombre sonreír tanto y, como llevaba sentado a Dalip en su hombro, hacía gestos a la multitud, pidiendo que le aclamaran. La muchedumbre rugió con entusiasmo, pero yo detecté unos cuantos gruñidos que imagino iban dirigidos al propio Jawaheer. Éste montó con Dalip en el primer elefante. En la parte exterior de la puerta estaba Gardner, mirando torvamente a derecha e izquierda, seguido por una partida de sus hombres vestidos de negro, vigilando un palki[79] junto al cual esperaba Mangla, sin velo. El palki se detuvo y ella levantó las cortinas y tendió la mano a la maharaní Jeendan. Iba vestida de blanco resplandeciente, y aunque llevaba un velo purdah de gasa, creo que habría reconocido aquella figura de reloj de arena en cualquier parte. Al parecer, se había recuperado ya de su borrachera, porque caminaba muy derecha hacia el segundo elefante, y Gardner la ayudó a subir entre el griterío entusiasta de la gente. No hay duda de ello: todo el mundo quiere a Nell Gwynn. Mangla subió tras ella, y Gardner retrocedió y supervisó la procesión, sus buenos guardaespaldas alerta ante cualquier problema. Sus ojos pasaron por encima de mí y se posaron un momento en Jassa; dieron la señal, y la banda se puso a tocar una marcha, en tanto el elefante daba una sacudida y barritó delante de nosotros, bamboleándose entre el crujido de los arneses y los gritos de los conductores, mientras la muchedumbre rugía de nuevo y se elevaba el polvo que levantaban los cascos de los caballos al ponerse en marcha los guardias.
Rodeamos los grandes muros de la ciudad, atestados de gente que no cesaba de lanzar flores y de gritar bendiciones al pequeño maharajá. Estaban arremolinados como abejas en los baluartes de la puerta de Cachemira, y mientras rodeábamos el ángulo del muro debajo de la gran batería de la Media Luna, vino de la distancia el retumbar de un cañón: un continuo estruendo de disparos, un cañón tras otro (ciento ochenta, me dijeron, aunque no los conté). Los elefantes barritaron alarmados, y los castillos se movieron de un lado para otro, tan fuertemente, que tuvimos que agarrarnos para no caernos. Los conductores se aplastaron sobre las cabezas de sus bestias, tranquilizándolos con los bastones y la voz. Al pasar bajo la Puerta de Delhi cesaron los disparos, que fueron reemplazados por un distante ruido de pasos de miles de hombres que se acercaban. Yo me asomé para ver salir la procesión de la ciudad y vi algo asombroso.
Venían hacia nosotros, perfectamente alineados, cuatro batallones del khalsa, formando un sólido muro de infantería de ochocientos metros de lado a lado. El polvo que se levantaba ante ellos era como una espesa nube, sus tambores y estandartes presidían la marcha. No lo sabía entonces, pero estaban marchando hacia Lahore para sacar de allí a la fuerza a Jawaheer, después de haber perdido la paciencia esperándole durante todo el día. Casi se podía leer su determinación en la inexorable aproximación de aquella hueste disciplinada, las chaquetas verdes de la infantería sij y los azules turbantes de los dogras a la izquierda, las casacas escarlata y los morriones de la infantería regular a la derecha.
Nuestra procesión aminoró el paso y casi se detuvo, pero con los castillos de Jeendan y los chambelanes delante yo no veía lo que estaba pasando con Jawaheer: podía oírle, sin embargo, gritar desesperado; los jinetes con armadura se dirigieron hacia su elefante, mientras los guardias vestidos de amarillo seguían marcando el paso con fuerza. Nuestra procesión siguió adelante hacia el centro de la línea khalsa, y cuando parecía que debíamos chocar con ella, la hueste que avanzaba se dividió en dos, en columnas que pasaron a cada lado de nosotros… Nunca he visto nada parecido en entrenamiento, ni siquiera con nuestra Guardia Montada. Les vi cabalgar más allá de nuestros guardias de amarillo, y me pregunté por un momento si es que querían pasarnos del todo, pero un robusto rissaldar-major salió con ímpetu por el flanco, tiró de las riendas, se alzó en sus estribos y aulló con una voz que se podía haber oído en Delhi: «¡Batallones … media vuelta!».
Hubo un tremendo estruendo un-dos-tres-cuatro mientras marcaban el compás y giraban… Entonces empezó a marchar junto a nosotros una masa compacta formada por dos mil soldados de infantería a cada flanco, morriones y casacas rojas a la derecha, azules y turbantes verdes a la izquierda. «Bueno —pensé yo—, si Jawaheer toma esto como una escolta a un prisionero o como una guardia de honor, no se puede quejar de que no le hayan recibido adecuadamente.» Podía oírle gritar: «Shabash!» como cumplido, y en el elefante que iba delante del nuestro los chambelanes se pusieron de pie, cogiendo rupias con unas palas que arrojaban por encima de los guardias vestidos de amarillo a los batallones khalsa. Brillaban en el aire como una lluvia de plata cayendo entre los sijs, pero ni un solo hombre titubeó en su marcha ni miró siquiera a un lado. Los chambelanes paleaban como locos, vaciando los cestos y sembrando el polvo con sus rupias, gritando a las tropas que era un regalo de su amante monarca y su visir, el rajá Jawaheer Singh, Dios le bendiga, pero por el caso que hicieron los khalsa, lo mismo podían ser cagadas de pájaro. Tras de mí oí a Jassa murmurar: «Ahorrad vuestro dinero, chicos, no conseguiréis nada con eso».
Otro rugido del rissaldar-major, y los batallones de escolta se detuvieron, inmóviles completamente en el polvo del camino. Nuestra procesión se movía pesadamente, desviándose a la izquierda mientras salíamos de aquellas torvas hileras, y cuando nuestro animal se volvió para seguir a los líderes, de súbito en nuestro flanco derecho tuvimos al khalsa completo, en orden de revista, a caballo, a pie y con cañones, escuadrón tras escuadrón, batallón tras batallón, hasta perderse en el horizonte.
Yo lo había visto antes y me había impresionado; lo que sentía ahora era terror. Antes estaban de maniobras; ahora estaban mortalmente quietos y alerta. Ochenta mil hombres y ni un solo movimiento salvo el suave ondear de los estandartes ante los batallones, el balanceo de los pendones en las lanzas en reposo, y la ocasional agitación de la crin de un caballo. Cosa extraña: las pisadas de las cabalgaduras de nuestros guardias y el crujido de los arneses de los elefantes tenían que haber producido un estruendo tan fuerte como para despertar a los muertos, pero todo lo que yo recuerdo es un silencio espantoso mientras pasábamos lentamente ante aquel tremendo ejército.
Se oyeron de pronto unos formidables chillidos desde el segundo elefante, y que me aspen si Jeendan y Mangla no estaban lanzando también monedas como habían hecho los chambelanes, gritando a los soldados que aceptaran su regalo, que recordaran sus juramentos al maharajá y se mantuvieran fieles a él por el honor del khalsa. Ningún hombre se movió. Cuando las voces de las mujeres se apagaron, sentí un escalofrío a pesar del calor del sol. Alguien gritó una orden de alto, y los elefantes se balancearon pesadamente hasta detenerse.
Había un grupito de tiendas, ante el animal que iba en cabeza, y unos oficiales de rango ante ellas. Los akalis se estaban moviendo por la línea, gritando a los conductores de elefantes que desmontaran, y cuando nuestro elefante cayó de rodillas no sentí nada sino alivio… Uno está incómodamente expuesto en un castillo de elefante, se lo aseguro, especialmente con ochenta mil imágenes barbudas mirándote fijamente y a distancia de tiro. Se oyó el retumbar de los cascos, y allí estaba Gardner en el segundo elefante, ordenando a los sirvientes que ayudaran a Jeendan y a Mangla a bajar y las condujeran a uno de los pabellones, donde unas doncellas esperaban para recibirlas… Lindas figuras estas doncellas como mariposas vestidas de seda y gasa completamente fuera de lugar allí, ante las huestes marciales de cuero y seda y acero. Gardner me miró y giró la cabeza; yo sin esperar escalera alguna, salté al suelo con tanta dignidad como me fue posible, sujetándome el sombrero para mantenerlo en su sitio. Jassa me siguió, y vi que Lal Singh y los cortesanos habían bajado también. Caminé hacia el caballo de Gardner y noté que sólo el elefante de Jawaheer estaba todavía de pie; él era el único que estaba sentado en el castillo, sujetando al pequeño Dalip contra él y quejándose agudamente a los akalis que ordenaban enfurecidos a su conductor que hiciera arrodillarse a su elefante.
Dieron otra orden y los guardias de uniforme amarillo empezaron a marchar; los jinetes con armadura al trote en cabeza. Ante esto, Jawaheer se puso de pie, preguntando adónde iba su escolta, y gritó a su conductor que no hiciera bajar al elefante. Estaba muy enfurecido, y cuando volvió la cabeza vi el brillo del gran diamante en el penacho de su turbante… «¡Dios mío, es el adorno del ombligo de Jeendan, cómo habrá ido a parar allí…», pensé, y ahora Gardner se inclinaba desde su silla y se dirigía a mí en inglés con términos perentorios:
—¡Vaya y ayude a bajar al maharajá…! ¡Venga, hombre, rápido! Eso complacerá a las tropas… ¡cause buena impresión! ¡Cójale, Flashman!
Todo ocurrió en décimas de segundo. Allí estaba yo, consciente sólo de que Jawaheer estaba muy agitado por la recepción que le brindaban, de que Gardner había hecho lo que parecía una excelente sugerencia diplomática —ese amable John Bull llevando al príncipe pagano a hombros ante sus poderes reunidos, y todo eso—pero mientras él hablaba vi que un akali había trepado hasta el castillo y parecía estar tratando de sacar a Dalip; Jawaheer gritó, el akali le golpeó en la cara, Jawaheer dejó caer al niño y se encogió, hubo un ¡zip! de acero desenfundado a mi espalda… y yo me volví en redondo y encontré a una docena de sijs casi encima de mí, con los tulwars desenvainados pidiendo sangre a gritos.
No esperé para avisar a Gardner de que ayudara él mismo a bajar al maharajá. Pasé junto a su caballo como un galgo aguijoneado, corrí directamente hacia el culo del elefante y caí con un chillido de terror en el camino de los sijs que empezaban a cargar. Me lancé en plancha debajo del elefante, arrastrando la tela de su gualdrapa, tambaleándome hasta quedar liado, y cuando luchaba para liberarme, algo me golpeó fuertemente en los hombros, haciendo que cayera de rodillas. Me agarré con fuerza pero me encontré con el pequeño Dalip en los brazos, que había caído de arriba, y una multitud de hombres furibundos me empujaron a un lado para coger al elefante.
Se oyó un grito ahogado por encima de nuestras cabezas y allí estaba Jawaheer caído sobre el costado del castillo, con los brazos abiertos y la punta de una flecha que sobresalía de su pecho, la sangre manando de su boca cayéndome encima como una ducha. Los atacantes estaban apelotonados en el castillo, atacándole; de repente su cara se convirtió en una máscara ensangrentada, su turbante se deslizó de su cabeza y una gran extensión de seda empapada en sangre serpenteó ante mí. El caballo de Gardner reculaba por encima de mí, los hombres gritaban y las mujeres chillaban al ver el espantoso espectáculo de los tulwars clavándose en el cuerpo de Jawaheer. Él todavía seguía gritando y había sangre por todas partes, en mis ojos, en mi boca, en la casaca dorada del pequeño Dalip que estaba en mis brazos… traté de apartarlo, pero el maldito crío se había cogido de mi cuello con fuerza y no quería soltarse. Alguien me cogió por el brazo: Jassa, con una pistola en su mano libre. Gardner metió su caballo entre nosotros y aquella carnicería, apartando la pistola de Jassa y gritándole que nos dejara libres; yo me dirigí dando tumbos hacia las tiendas con aquel maldito crío colgando de mi cuello… sin que él dijera ni una sola palabra, tampoco.
La tela del turbante se me había enrollado alrededor de la cara, y mientras me quitaba aquella cosa asquerosa y caía de rodillas, Dalip seguía colgado todavía de mí con una mano, y en la otra goteaba la sangre de su tío, el gran diamante que había caído del penacho de Jawaheer. Cómo había conseguido el mocoso cogerlo, sólo Dios lo sabe, pero allí estaba, casi llenando por completo su manita, y él me miraba con unos ojazos redondos y decía: «¡Koh-i-noor! ¡Koh-i-noorl». Le apartaron de mí, y mientras yo me ponía de pie vi que estaba en los brazos de su madre, ante la tienda, ensangrentando su velo y su blanco sari.
—¡Oh, Dios mío! —gruñó Jassa, y miró y vio a Jawaheer, escarlata de pies a cabeza, deslizarse por encima de la barandilla del castillo y caer de cabeza en el polvo mientras la vida huía de él… Aquellos demonios aún siguieron pinchando y apuñalando su cadáver, algunos incluso vaciaban en él sus mosquetes y sus pistolas, hasta que el aire se espesó con el humo de la negra pólvora.
Gardner fue quien nos llevó a una de las tiendas más pequeñas mientras sus hombres de negro rodeaban a Jeendan, Dalip y las mujeres que no dejaban de chillar, conduciéndolas hacia el pabellón principal. Lanzó una rápida mirada a la multitud que forcejeaba con el cadáver de Jawaheer, y luego cerró la cortina de nuestra tienda. Respiraba con agitación, pero estaba completamente sereno.
—Bueno, ¿qué le parece esto como juicio sumarísimo, señor Flashman? —Rió suavemente—. Justicia khalsa… ¡malditos locos!
Yo estaba temblando por la conmoción de aquella súbita carnicería.
—¿Usted sabía que esto iba a pasar?
—No, señor —dijo con calma—, pero nada de lo que ocurra en este país puede sorprenderme. Por todos los santos, ¡qué aspecto tiene usted! Josiah, trae un poco de agua y límpiale. ¿No está herido? Bien…, ahora, quédense quietos y tranquilícense, los dos. Todo ha terminado. Esos malditos locos…, ¡escúcheles, celebrando sus propios funerales! ¡Y ahora, no se mueva hasta que yo vuelva!
Salió, dejando que recuperáramos el aliento y la serenidad… Sise preguntan ustedes cuáles eran mis pensamientos mientras Jassa me limpiaba la sangre de la cara y de las manos, se lo contaré. Alivio y alguna satisfacción al ver que Jawaheer estaba listo y archivado, y yo había salido de todo aquello sin más pérdida que una levita. Ellos no iban a por mí, desde luego, pero cuando uno se libra de una escabechina de ese tipo, hay que consignarlo en el lado bueno de Crusoe, con mayúsculas.
Jassa y yo compartimos mi petaca. Durante una media hora nos quedamos sentados escuchando el follón de gritos, risas y vítores de la celebración de los asesinos, y las lamentaciones de la tienda vecina, mientras yo intentaba digerir aquel último horror de Lahore y me preguntaba qué más podría ocurrir después de aquello.
Supongo que había asistido a algunos signos premonitorios el día anterior, como la rabia de los panches khalsa y los terrores de Jawaheer de la pasada noche, pero aquella mañana se había dicho que todo iba bien. Sí, con el propósito, sin duda, de llevarle hasta el khalsa con falsas esperanzas, a un destino fijado de antemano. ¿Sus pacificadores, Azizudeen y Dinanath, sabían lo que iba a pasar? ¿Y su hermana? ¿Lo sabía incluso el propio Jawaheer, pero se había visto impotente para evitarlo? Ahora que el khalsa había enseñado los dientes…, ¿pasaría el Sadey? Hardinge, al tener noticias de otro golpe sangriento, ¿decidiría intervenir? ¿O esperaría todavía? Después de todo, aquello no era nada nuevo en aquel horrible país.
Yo no sabía que el asesinato de Jawaheer era un punto decisivo. Para el khalsa, era sólo otra demostración de su propia voluntad, otra sentencia de muerte de un dirigente que no les gustaba. Ellos no se daban cuenta de que habían dejado el poder en manos del gobernante más cruel que había tenido el Punjab desde Runjeet Singh… Ella estaba en la tienda de al lado, dando gritos histéricos tan estridentes y prolongados que la ruidosa multitud de fuera abandonó la celebración y el pillaje de la caravana real; los gritos y las risas se apagaron hasta quedar sólo el murmullo de su voz, sus sollozos y sus gritos por turnos… Luego ya no se oyó en la tienda, sino fuera, y Gardner volvió, deslizándose bajo nuestra cortina, y me llamó para que me reuniera con él en la entrada. Fui y miré fuera.
Estaba ya oscuro del todo, pero el espacio entre las tiendas estaba brillantemente iluminado como si fuera de día gracias a las antorchas que ardían en las manos de un vasto semicírculo de soldados del khalsa, mirando en silencio al lugar donde el cuerpo de Jawaheer yacía en la tierra empapada de sangre. Los elefantes y el regimiento se habían ido; todo lo que quedaba era un gran círculo de caras silenciosas y barbudas (y una de ellas llevaba mi sombrero, ¡maldita fuera su desfachatez!), el cadáver tirado y, arrodillada ante él, gimiendo y golpeando la tierra con un paroxismo de dolor, la pequeña figura vestida de blanco de la maharaní. Cerca, con las manos en las empuñaduras de las armas y los ojos en el khalsa, un grupo de hombres de negro de Gardner la protegía.
Ella se tiró encima del cuerpo, lo abrazó, llamándolo, y luego se volvió a arrodillar, sollozando compungida, y empezó a balancearse, arrancándose las ropas como una loca hasta que se quedó desnuda hasta la cintura, su cabello suelto flotando sobre sus hombros. Ante esa pasión espantosa e incontrolada, los espectadores retrocedieron un paso; algunos se volvieron o escondieron la cara en las manos, y uno o dos incluso se empezaron a dirigir hacia ella, pero fueron empujados hacia atrás por sus compañeros. Ella se puso de pie, se les enfrentó, sacudió sus pequeños puños y les gritó con odio.
—¡Cobardes! ¡Sabandijas! ¡Piojos! ¡Carniceros! ¡Hijos cobardes de madres deshonestas! ¡Cien mil de vosotros contra uno, valientes campeones del Punjab!, ¡fabulosos héroes del khalsa, bastardos hijos desnarigados de una lechuza y un cerdo que presumís de vuestros triunfos contra los afganos y de la valentía que mostraréis contra los británicos! ¡Vosotros, que saldríais corriendo aterrorizados ante un barrendero inglés y una puta de Kabul! ¡Ah, sí, tenéis el valor de una jauría de perros vagabundos, para enfrentaros a un pobre hombre desarmado. ¡Ah, hermano mío, hermano mío, mi Jawaheer, mi príncipe! —sollozaba una y otra vez, balanceándose de lado alado, arrastrando su largo cabello sobre el cadáver y luego deteniéndose para acunar aquella cosa horrible contra su pecho mientras gemía con una nota trémula que lentamente iba muriendo. Ellos la miraban, algunos torvos, otros impasibles, pero la mayoría conmocionados y afectados por la violencia de su pena.
Por fin ella dejó el cuerpo, recogió un tulwar caído junto a éste, se puso de pie y empezó a caminar lentamente entre ellos, volviendo la cabeza para mirarles a la cara. Era una visión que helaba la sangre: aquella figura menuda y graciosa, con el blanco san hecho andrajos en torno a su cadera, los brazos desnudos y los pechos manchados con la sangre de su hermano y la espada desnuda en la mano. Parecía una furia vengadora de leyenda mientras echaba hacia atrás el cabello con un movimiento de su cabeza y su mirada se paseaba por aquel silencioso círculo de caras. Una visión estremecedora, ya saben: vi una vez un cuadro que podía ir muy bien con la escena. Clitemnestra después de la muerte de Agamenón, acero frío y pechos bronceados y toda esa historia. De repente se detuvo junto al cuerpo, enfrentándose a ellos, y su voz era dura y clara y fría como el hielo mientras se pasaba la mano libre lentamente por los pechos, la garganta y la cara.
—Por cada gota de su sangre, vosotros derramaréis un millón. Vosotros, los khalsa, los puros. Puros como el excremento de cerdo, valientes como ratones, honorables como las celestinas del bazar, sólo útiles para… —no les diré para qué eran útiles, pero sonaba como algo de lo más obsceno para ser dicho sin trazas de ira. Y ellos se lo tragaron… sí, hubo algunos ceños fruncidos y puños apretados, pero la mayoría se limitó a seguir mirándola, hechizados como conejos ante una serpiente. He conocido mujeres, nobles en su mayoría, que podían intimidar a los hombres fuertes: Ranavalona con su mirada de basilisco, o Irma (mi segunda mujer, ya saben, la gran duquesa) con sus imperiosos ojos azules; Lakshmibai de Jhansi podía dejar al khalsa helado con sólo levantar su pequeño mentón. Cada una a su manera. Jeendan lo conseguía hipnotizándoles, exhibiendo su cuerpo mientras les fustigaba tranquilamente con un lenguaje arrabalero. Al final uno de ellos no pudo soportarlo más, un viejo sij de barba blanca, que agitó su antorcha y gritó:
—¡No! ¡No! ¡No ha sido ningún crimen…, ha sido la voluntad de Dios!
Algunos murmuraron para apoyarle, otros le hicieron callar, y ella esperó a que todos se hubieran callado.
—La voluntad de Dios… Ésa es vuestra excusa… ¿Blasfemaréis y os esconderéis tras la voluntad de Dios? ¡Escuchad la mía! La voluntad de vuestra maharaní, madre de vuestro rey! —Hizo una pausa, mirando de un lado a otro de la silenciosa multitud—. Me traeréis a los asesinos, para que paguen su crimen. ¡Me los entregaréis, o por ese Dios cuya voluntad invocáis con tanta libertad, que arrojaré la serpiente en vuestro regazo!
Clavó el tulwar en la tierra con la última palabra, se volvió de espaldas a ellos y caminó rápidamente hacia las tiendas…, más Clitemnestra que nunca. Con una diferencia, y es que mientras la señora de Agamenón había cometido un crimen, ella estaba planeando cien mil. Cuando entró en su tienda, la luz que había en el exterior cayó de lleno en su cara, y en ella no había rastro alguno de dolor ni de rabia. Estaba sonriendo.[80]