10

Recordando mi carrera en la India, yo diría que de todas las maravillas que vi allí, aquélla era la mayor. Me atrevería a decir que uno tiene que estar preparado para todo en una tierra donde una campesina iletrada puede decirte la raíz cuadrada de un número de seis cifras al primer golpe de vista, pero cuando reflexioné sobre la habilidad Y velocidad de aquellos copistas, y el genio analítico del que descifró el código…, todavía me quedo sin aliento. No tanto como me quedé entonces, sin embargo.

—Su punkah-wallah confesó que usted escribía sus mensajes cifrados con la ayuda de un libro —sonrió burlón el akali—. Fue copiado en su ausencia, y comparado con los mensajes interceptados por estos hombres, que son muy hábiles en criptografía… ¡Un invento indio, como el mayor Broadfoot debería haber recordado!

—¡Sí, ciertamente! Un código muy simple —gorjeó el chi-chi, mientras los babús sonreían—. Bastante elemental, números de página, fechas del calendario cristiano, letras iniciales y líneas alternas…

—Ya es suficiente —dijo Maka Khan, y los despidió, pero uno de los babús no pudo resistir dirigirme unas últimas palabras—. ¡El doctor Folliott y el señor McQuedy son muy divertidos! —exclamó, y salió tan rápido como pudo.

Yo me senté, tembloroso y angustiado. No me extrañaba que hubieran podido crear un mensaje falso para atraparme… sólo con un pequeño error de estilo que yo, como un idiota, no había tenido en cuenta. ¿Por cierto, qué demonios había escrito yo en mis mensajes? Ellos habían pillado la alusión a Jeendan, aunque yo no la había nombrado siquiera… pero, ¿qué más había dicho?

—¿Lo ve? —dijo Maka Khan—. Lo último que ha escrito ya lo sabemos. ¿De qué más se ha enterado allá en la fortaleza?

—¡Nada, se lo juro por Dios! —supliqué—. ¡General, por mi honor! Protesto… ¡Sus criptógrafos están equivocados… o mienten! ¡Sí, eso es! —aullé—. Es un maldito complot para desacreditarme… ¡que les da una excusa para la guerra! ¡Bueno, pues no os servirá, malditos hijos de puta! Es decir… que sí, sí que os servirá… Así aprenderéis…

—¡Dejemos que se calme! —dijo el akali—. ¡Está balbuceando estupideces, como una criatura! —hubo gruñidos de asentimiento de los otros, y yo casi lancé un grito de terror.

—¿Qué queréis decir, maldita sea? Soy un oficial británico, y si me tocáis un dedo… —Apretaron la mordaza de nuevo en torno a mi boca, de modo que sólo podía escuchar con horror mientras el akali juraba que el tiempo apremiaba, así que cuanto antes me convencieran mejor, y luego discutieron sobre esto y lo otro hasta que Maka Khan los hizo salir a todos de la habitación salvo a mis tres guardianes y al naik marcado de viruelas. Su cara me daba escalofríos, pero me consoló un tanto el hecho de que Maka hubiera tomado las cosas bajo su control; por muy bruto que se hubiera mostrado al llamarme «espía» y «asesino», era un caballero y un soldado, después de todo, y eso todavía cuenta. Bueno, allí de pie, alto y erguido, mirándome y retorciéndose su grisáceo mostacho, podía haber sido cualquier coronel de la Guardia Montada, de no ser por el turbante. Y lo que es más: se dirigió a mí en inglés, para que los otros no pudieran enterarse de nada.

—Hablaba usted de guerra —dijo—. Ya ha empezado. Nuestra vanguardia ya ha cruzado el Satley.[96] Dentro de pocos días habrá un encuentro entre el khalsa y la compañía del ejército comandada por sir Hugh Gough. Le digo esto para que pueda comprender cuál es su posición… Usted está ahora fuera del alcance de toda posible ayuda de Simla.

Así que finalmente había pasado, y yo era prisionero de guerra. Bueno, mejor aquí que allá… Al menos, estaba fuera de peligro.

—¡No, no es un prisionero! —exclamó Maka Khan—. ¡Es un espía! —dio una vuelta por la habitación y se inclinó para mirarme torvamente a la cara—. Nosotros, los del khalsa, sabemos que nuestra reina regente se ha convertido en una traidora. También sospechamos de la lealtad de Lal Singh, nuestro visir, y de Tej Singh, nuestro comandante en jefe. Usted ha sido íntimo de Mai Jeendan, su amante. Sabemos que ella ha tranquilizado a Broadfoot a través de usted…, se deduce claramente en sus mensajes recientes. Pero ¿qué detalles de nuestro plan de campaña ha revelado ella exactamente: qué cantidades, qué disposiciones, qué líneas de marcha, objetivos, equipo? —Hizo una pausa, y clavó sus ojos negros en los míos—. Su única esperanza, Flashman, está en una confesión completa… e inmediata.

—¡Pero yo no sé nada, se lo repito! ¡Nada! ¡No he oído ni una palabra de… de planes ni objetivos ni nada por el estilo! Y no he visto a Mai Jeendan desde hace semanas…

—¡Su esclava Mangla le visitó a usted la noche pasada! —Sus palabras surgieron rápidas como el rayo—. Pasaron unas horas juntos. ¿Qué le dijo ella? ¿Cómo ha pasado ese mensaje a Simla? ¿A través de ella? ¿O ha sido Hadan, que finge ser su ordenanza? ¿O por otros medios? Sabemos que no ha mandado ningún mensaje hoy…

—¡Que Dios me juzgue, eso no es verdad! ¡Ella no me dijo nada!

—Entonces ¿por qué le visitó?

—¿Que por qué…? Porque… porque nos llevamos bien, ¿comprende? Quiero decir… hablamos, ¿sabe?, y… ¡Ni una palabra de política, se lo juro! Sólo conversamos… y eso…

¡Dios!, sonaba fatal, como suele pasar con la verdad, y aquello les puso furiosos.

—¡O es usted un imbécil o cree que lo soy yo! —rugió—. ¡Muy bien, no perderé más tiempo! A su punkah-wallah le convencimos para que hablara… bajo un dolor insoportable, que confío se ahorrará usted a sí mismo. Usted elige: o me lo cuenta aquí y ahora, o se lo dice a este amigo en la celda de abajo. —Señaló al naik marcado por la viruela, que se adelantó un poco, desdeñoso.

Por un momento no pude dar crédito a mis oídos. Oh, me habían amenazado con tortura antes, claro, salvajes como Gul Shah y aquellos asquerosos malgaches… ¡pero éste era un hombre de honor, un general, un aristócrata! No podía creerlo de alguien que podía haber sido hermano del propio Cardigan, maldita sea…

—¡Usted no se atreverá! —chillé—. ¡No le creo! Es un truco… un truco cobarde y despreciable. ¡No se atreverá! Está tratando de asustarme, maldito sea…

—Sí, eso es —su voz y sus ojos eran fríos—, pero no es una amenaza vacía. Hay demasiado en juego. Estamos ya por encima de las cortesías diplomáticas, o de las leyes de la guerra. Pronto cientos, quizá miles, de hombres morirán de forma espantosa al otro lado del Satley, tanto británicos como indios. No puedo respetarle a usted cuando el destino de la guerra depende de lo que usted pueda decirme.

Por Dios, él hablaba en serio, y ante aquella mirada de acero yo me derrumbé finalmente, sollozando y rogándole que me creyera.

—¡Pero si yo no sé absolutamente nada! ¡Por el amor de Dios, esa es la verdad! ¡Sí, sí, ella les está traicionando! ¡Ella prometió avisarnos… Sí, lo ha retrasado, y ha hecho que los astrólogos lo estropearan…!

—¡Me está contando lo que ya sé! —gritó él con impaciencia.

—¡Pero es que es todo lo que sé, demonios! Ella nunca dijo una sola palabra de planes… Si lo hubiera hecho se lo diría, seguro. ¡Por favor, señor, por misericordia, no les deje que me torturen! No podría soportarlo… ¡y no les serviría de nada, maldito sea, viejo y cruel bastardo, porque no tengo nada que confesar! Oh, Dios, si lo hubiera se lo diría, si pudiera…

—Lo dudo. En realidad, estoy seguro de que no lo haría —dijo él, y ante aquellas palabras y aquel tono, que sonaban de repente tan secos, casi cansados, renuncié a seguir balbuceando y le miré de hito en hito. Él estaba de pie, erguido, pero no con desagrado, ni con desprecio por mi discurso incoherente…, más bien parecía pesaroso, con un toque de nobleza ofendida, incluso. Yo no lo comprendí del todo hasta que, horrorizado y sorprendido, él siguió, con la misma voz tranquila—: Está jugando el papel de cobarde demasiado bien, señor Flashman. Casi me hace creer que es usted un ser abyecto, insensible y sin honor, un perro que lo confesaría todo, que lo traicionaría todo ante una simple amenaza… y con quien, sin embargo, la tortura no surtiría efecto. —Sacudió la cabeza—. El mayor Broadfoot no emplea a ese tipo de gente… Su reputación prueba que todo eso es falso. No, usted no dirá nada… hasta que el dolor le haga perder la razón. Usted conoce su deber, como yo conozco el mío. Esto nos conduce a ambos a vergonzosos extremos… a mí, a la barbarie por el bien de mi país; a usted, a esta pretensión de cobardía… ¡Un truco legítimo en un agente político, pero nada convincente para el hombre que defendió el fuerte Piper! Lo siento —su boca se movió durante un momento, y juraría que hasta había lágrimas en sus malditos ojos—. Le puedo dar una hora…, antes de que empiecen. ¡Por el amor de Dios, úsela para entrar en razón! ¡Llevadle abajo!

Se volvió con el gesto de un hombre fuerte que sufre y que ha pronunciado su última palabra.

—¡Mentira! —grité yo, mientras me levantaban de la silla—. Escúcheme, asqueroso idiota; ¡es verdad! ¡No estoy fingiendo, maldita sea, lo juro! ¡No puedo deciros nada! ¡Oh, Dios mío! ¡Por favor, por favor, dejadme! ¡Piedad, viejo estúpido! ¿No ves que te estoy diciendo la verdad?

Por entonces ellos ya estaban arrastrándome por el jardín hacia la parte trasera de la casa, me empujaron hasta una baja puerta forrada de hierro y abajo, por un largo tramo de escalones de piedra a las profundidades de una bodega, una lóbrega tumba de paredes de piedra rústica con una sola ventanita arriba, en el extremo más alejado. Un asfixiante olor acre llegó hasta nosotros, y mientras el naik colocaba una antorcha en un soporte al pie de la escalera, la fuente de aquel hedor se me hizo visible.

—¿Estás preparado, Daghabazi sahib?[97] —gritó—. ¡Mira, tenemos una bonita cama para que descanses!

Miré y casi me desmayé. En el centro de la habitación había una gran bandeja rectangular en la cual brillaba débilmente el carbón bajo una capa de cenizas, y a un metro por encima de la bandeja había una oxidada parrilla de hierro como un jergón… con una argolla para la garganta y grilletes para los pies. Mirando mi cara, el naik lanzó una carcajada, y cogiendo un atizador, dio unos pasos y abrió unas pequeñas troneras a cada lado de la bandeja. El carbón junto a las troneras brilló un poco más.

—Suavemente sopla el aire —exclamó con placer—, y lentamente crece el calor. —Colocó una mano en la parilla—. Un poco caliente sólo… pero dentro de una hora lo estará más. Daghabazi sahib empezará a notarlo entonces. Incluso puede recuperar el habla. —Colocó a un lado el atizador—. ¡Ponedle en la cama!

No puedo describir el horror que sentí. Ni siquiera pude gritar cuando ellos corrieron hacia mí y me alzaron hasta aquella diabólica parrilla, cerrando las esposas de mis muñecas y los grilletes de mis tobillos para que yo quedara en posición supina, imposibilitado de hacer nada más que contorsionarme en los oxidados barrotes. Entonces aquel demonio picado de viruelas cogió un fuelle del suelo, sonriendo con salvaje deleite.

—¡Estarás un poco incómodo cuando volvamos, Daghabazi sahib! Dejaremos un poco más abiertas las troneras… Tu punkah-wallah se asó a fuego lento durante muchas horas, ¿verdad, Jan? Ah, habló mucho antes de empezar a asarse… que finalmente fue lo que pasó, aunque creo que no tenía nada más que decir. —Se inclinó hacia delante para reírse en mi cara—. Y si encuentra aburrido esto, podemos acelerar las cosas… ¡así!

Metió el fuelle debajo del pie de la parrilla y lo accionó, un súbito soplo de calor me golpeó las pantorrillas… y recuperé el habla de golpe, lanzando un chillido que me rompió la garganta, esto una y otra vez, mientras luchaba desesperadamente. Aquellos demonios graznaron de risa mientras yo rugía de terror, jurando que no tenía nada que decir, pidiendo misericordia, prometiéndoles cualquier cosa…, hasta una fortuna, si me dejaban escapar, rupias y mohurs en cantidad, y Dios sabe qué más. Entonces quizá debí de desmayarme de verdad, porque todo lo que recuerdo es la burlona voz del naik desde muy lejos: «¡Dentro de una hora! ¡Descansa bien, Daghabazi sahib!», y el chasquido de la puerta de hierro.

Hay, por si ustedes no lo saben, cinco grados de tortura, tal como estableció adecuadamente la Santa Inquisición, y yo ahora estaba sufriendo el cuarto…, el último antes de empezar la tortura corporal. Cómo conservé mi salud mental, es un misterio… No estoy seguro de si me volví loco o no, porque salí de mi desmayo dando gritos: «¡No, no, Dawson, juro que no me chivé! ¡No fui yo… fue Speedicut! ¡Él le contó cosas de ti al padre de ella, no yo! ¡Lo juro… oh, por favor, por favor, Dawson, no me ases!», y podía ver la gorda cara de bruto como una luna llena con patillas acercándose a la mía mientras me sujetaba ante la chimenea del aula, jurando que me tostaría hasta que me salieran ampollas. Ahora sé que aquel tostado de Rugby fue peor, en cuanto a padecimiento corporal auténtico, que mi odisea de Lahore… pero al menos yo sabía que Dawson me soltaría al final, mientras que en la celda de Bibi Kalil, con el creciente calor empezando a cosquillear mi espalda y mis piernas y haciendo correr ríos de sudor por ellas, supe que aquello continuaría y se calentaría cada vez más, hasta el inimaginable final. Ése es el horror del cuarto grado, tal como sabían los inquisidores. Pero mientras sus idiotas heréticos y religiosos siempre podían librarse contando a aquellos malditos lo que querían oír, yo no podía. No sabía nada.

La mente es un mecanismo extraño. Encadenado a aquella abominable parrilla, empecé a arder, y me esforcé para arquear mi cuerpo y alejarlo de los barrotes hasta que me desmayé de nuevo. Cuando volví en mí, sólo me sentí incómodamente caliente durante un momento, hasta que recordé dónde estaba, y en un instante noté que mis ropas eran presa del fuego, las llamas lamían mi carne y yo chillaba para aliviarme. Pero aquello era sólo en mi imaginación: las llamas apenas rozaban mis ropas… mientras que Dawson me quemó los pantalones, el muy cerdo, y no pude sentarme durante una semana entera.

No puedo decir cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de que, aunque indudablemente hacía cada vez más calor y estaba medio asfixiado por el humo, todavía no me había quemado con las llamas. Ese descubrimiento me tranquilizó lo suficiente como para abandonar mis incoherentes chillidos y sollozos y pensar en hacer algo útil, así que empecé a gritar mi nombre, rango y estatus diplomático a pleno pulmón, con la débil esperanza de que el sonido se abriera camino a través de aquella alta ventana hacia las distantes avenidas en torno a la casa y atrajese la atención de algún amigo que pasara por allí… ya saben, algún temerario aventurero o caballero andante a quien no le importase irrumpir en una casa llena de thugs del khalsa para rescatar a un perfecto desconocido que se estaba quemando bonitamente en la bodega.

Sí, ríanse, pero aquello me salvó, me enseñó que es una locura guardar un estoico silencio. Si yo hubiera sido Dick Champion, mordiendo la bala y sin gritar, me habría consumido hasta las cenizas; lanzando aquellos cobardes rugidos, conseguí salvarme… justo a tiempo. Porque mi grito estaba empezando a deshacerse en un áspero sollozo, y el creciente calor que venía de abajo, me estaba obligando a moverme y revolverme continuamente, cuando oí el ruido. No podía situarlo al principio. Era como un rasguño distante, demasiado fuerte para ser una rata, que venía de encima de mi cabeza. Me obligué a quedarme quieto, luchando por respirar. ¡Allí estaba de nuevo! Entonces se detuvo, y a continuación se oyó un sonido diferente, y durante un minuto espantoso pensé que me había vuelto loco en aquel calabozo infernal… No era posible, sólo podía ser una alucinación, que en la oscuridad por encima de mí alguien, muy suavemente, estuviera silbando Bebe, cachorro, bebe.

De repente comprendí que era real. Yo estaba consciente, retorciéndome en aquella parrilla, luchando por respirar. Y allí estaba de nuevo, débil pero claro desde la parte exterior de la ventana, la cancioncilla de caza que he silbado toda mi vida… La charanga de Harry, la llama Elspeth. Alguien la usaba como señal… Yo traté de humedecer mis resecos labios con una lengua como un estropajo, no pude y en mi desesperación empecé a cantar:

Él crecerá y se convertirá en perro

y nosotros nos pasaremos la botella

y alegremente gritaremos: «¡Hola!».[98]

Silencio, salvo mis jadeos y gemidos. Y se oyó un movimiento confuso, un golpe, y a través de la niebla sofocante una figura se inclinó encima de mí, y una cara horrorizada atisbaba la mía.

—¡Dios santo! —gritó Jassa, y mientras el cerrojo de la puerta volvía a crujir, él se dejó caer de un salto, escondiéndose en las sombras junto a la pared.

La puerta se abrió de golpe, y apareció el naik en el umbral. Durante un espantoso momento se quedó mirándome, cómo luchaba y jadeaba en la parrilla… ante el temor de que hubiera visto a Jassa, de que la hora fatídica hubiese llegado… En ese momento dijo:

—¿Estás cómodo en tu cama, Daghabazi sahib? ¿Qué, no está lo bastante caliente? Oh, paciencia… ¡es sólo un momento!

Se echó a reír ante su propio ingenio, y salió, dejando la puerta entreabierta… Pero allí estaba Jassa, murmurando espantosas imprecaciones mientras trabajaba en mis grilletes. Eran unos cerrojos simples, y en un momento los soltó. En un instante quedé libre de aquella rejilla infernal y me eché boca abajo en la sucia y fría tierra, jadeando y con náuseas. Jassa se arrodilló junto a mí, pidiéndome que me apresurara, yo me esforcé por levantarme. Me dolían la espalda y las piernas, pero no parecía que tuvieran quemaduras graves, y como era evidente que el naik iba a volver en cualquier momento, yo estaba impaciente por salir de allí.

—¿Puede trepar? —susurró Jassa, y vi que había una cuerda colgando desde la ventana a cinco metros por encima de nuestras cabezas—. Yo iré primero… ¡si no puede seguirme, le subiré! —Agarró la cuerda y subió por la pared como un acróbata, hasta que pasó las piernas por encima del repecho—. ¡Arriba, rápido! —susurró, y yo me apoyé en la pared un segundo para tomar aliento y recuperarme, me froté las manos en el suelo y cogí la cuerda.

Es posible que no sea muy valiente, pero soy fuerte y, exhausto como estaba, trepé ayudándome sólo de los brazos, alzando mi peso muerto a fuerza de manos, golpeándome y arañándome contra la pared… No era un trabajo adecuado para alguien que está débil, pero tenía un miedo tan espantoso que podría haberlo hecho llevando a Enrique VIII subido a la espalda. Subí casi sollozando por la emoción de verme salvado, y el repecho no estaba ni a un metro por encima de mí cuando oí abrirse la puerta en la celda de abajo.

Casi me caigo con la desesperación, pero aunque sonaba un grito en la puerta, la mano de Jassa me estaba cogiendo ya por el cuello y yo me aupé con todas mis fuerzas. Puse un codo en el repecho, miré hacia abajo y vi al naik bajando los escalones con su banda detrás. Jassa estaba al otro lado de la ventana, tirando de mí, y yo pasé una pierna por encima del alféizar; por el rabillo del ojo vi a uno de los rufianes echando la mano atrás. Pasó como mi relámpago de acero, yo me incliné, era un cuchillo que pasó silbando junto a mí y chocó contra la pared, sacando chispas. La pistola de Jassa sonó ensordecedora junto a mi cara, y vi al nazk tambalearse y caer. Grité de alegría, y me encaramé del todo al alféizar. «¡Déjese caer!», gritó Jassa, y yo Caí a unos tres metros, dándome un golpe que me provocó un lacerante dolor en el tobillo izquierdo. Di un paso y caí redondo, gimiendo, mientras Jassa se dejaba caer a mi lado y me ayudaba.

Recordé a Goolab Singh y su pie gotoso en aquel momento, mientras pensaba: «¡Inválido!, ¡por Dios, con una sola pierna para correr!». Jassa me sujetaba por los hombros. Dejó escapar un penetrante silbido y de repente apareció un hombre al otro lado, cogiéndome por el brazo. Entre los dos me llevaron medio en volandas, gritando a cada paso; sonaron dos disparos en algún lugar a mi izquierda, vi relámpagos de pistolas en la oscuridad, la gente gritando, unas ramas golpeando mi cara mientras seguíamos hacia delante ciegamente, y de repente nos encontramos en una callejuela donde nos esperaba un hombre a caballo. Jassa me levantó casi a peso y me subió detrás de él. Yo agarré al jinete por la cintura, volviéndome para mirar atrás, y allí estaba la puerta de Bibi Kalil, y la figura de un encapuchado dando un mandoble a alguien con un sable que luego saltaba detrás de nosotros.

La avenida parecía estar llena de gente a caballo. De hecho eran sólo cuatro, incluyendo a Jassa. Había voces que gritaban detrás de nosotros, pies que corrían, una antorcha que brillaba en la puerta… y entonces dimos la vuelta a la esquina.

—No ha salido mal el truquito —dijo Jassa, junto a mí—. Ellos no tienen caballos. No lo ha hecho mal, ¿eh, teniente? Bien, jemadar, vamos, ¡a galope! —espoleó a su bestia colocándose en cabeza, y los demás corrimos tras él.

No sé cómo había llegado hasta allí, pero era un tipo con recursos aquel matasanos de Filadelfia. Si me hubieran dejado a mi suerte, yo no habría tenido ninguna oportunidad, habría confesado Dios sabe qué y lo habría pasado fatal. Jassa sabía exactamente adónde nos dirigíamos y cuánto tiempo tenía. Doblamos una esquina en una plazoleta que yo reconocí como aquella en la cual Goolab y yo habíamos empezado la lucha, y ¡demonios! allí había dos jinetes más apostados, y para mi asombro los reconocí, lo mismo que a mis rescatadores, como los hombres de negro de Alick Gardner. Bueno, al final todo se aclaraba. Abrieron la marcha hacia una calle larga y al final Jassa tiró de las riendas para mirar atrás… ¡Por todos los santos!, hombres con antorchas entraban en la calle a todo correr, a apenas cincuenta pasos detrás de nosotros, y de repente todo mi dolor, mi miedo y mi asombro desaparecieron y se convirtieron en una abrumadora y ciega rabia (como suele ocurrir a menudo cuando me he sentido horriblemente aterrorizado y calculo que ya estoy a salvo). Por Dios, iba a hacerles pagar aquello, a esos cerdos inmundos, a esos malditos torturadores; había una pistola en mi arzón y la saqué, aullando, mientras Jassa me preguntaba qué demonios me pasaba.

—¡Voy a matar a uno de esos asesinos bastardos! —rugí yo—. ¡Atreveos a ponerme las manos encima, piojosas sabandijas! ¡Tostadme en esa maldita parrilla, si os atrevéis! ¡Tomad esto, hijos de perra! —Yo disparé y tuve la satisfacción de ver dispersarse las antorchas, aunque no cayó ninguno de ellos.

—¡Eso les enseñará lo que es bueno! —gritó Jassa—. ¿Se siente mejor ahora, teniente? ¿Está seguro de que no quiere volver atrás y prenderle fuego a todo? Bien… achha, jemadar, jildi jao!

Lo cual hicimos, yendo a un trote regular en las calles más anchas y al paso en las serpenteantes callejuelas. Mientras cabalgábamos supe por Jassa cómo habían llegado mis salvadores en el momento más oportuno.

Él, al parecer, llevaba muchas semanas vigilándome muy de cerca. Me había visto abandonar el fuerte y me siguió, curioso, a la cantina del soldado francés y a la casa de Bibi Kalil. Deslizándose en la oscuridad, vio cómo me recibía la viuda, y como era dado a pensar mal, supuso que ya estaba liado para toda la noche. Afortunadamente, siguió escondido y espió a los peces gordos del khalsa de abajo, y se dio cuenta de que estaban tramando algo malo. Decidiendo que no podía hacer nada solo, se dirigió a la fortaleza y buscó a Gardner.

—Imaginé que usted estaba apurado y necesitaba ayuda. Alick era la única esperanza… Quizá no sienta demasiada amistad por mí, pero cuando le dije que estaba bajo el mismo techo que Maka Khan y el akali, saltó enseguida. Pero no vino él en persona… No es bueno para él que le vean enfrentándose al khalsa, ¿verdad? Pero le dio instrucciones al jemadar y compañía, y salimos al galope. Yo espié la casa, pero no había ni señales de usted. Un par de centinelas haciendo guardia en el jardín solamente. Pero entonces le oí gritar desde la parte de atrás de la casa. Eché un vistazo por allí y encontré la ventana de la que parecían salir sus gritos… Vaya, usted se hace oír bastante bien, ¿no? Después, dos de los compañeros del jemadar eliminaron a los centinelas e hicieron guardia mientras él y yo nos deslizábamos hacia su ventana… y aquí está. Son muy capaces los chicos de Alick, no cometen errores. Pero, ¿qué demonios le llevó a usted a meterse en la boca del lobo… y qué le estaban haciendo?

No se lo conté. Los acontecimientos de aquella noche estaban todavía espantosamente confusos en mi mente, y me habían producido una fuerte reacción. Temblaba tanto que apenas podía mantenerme en la silla, quería vomitar y me dolía espantosamente el tobillo. Una vez más, cuando todo parecía estar bien, Lahore se había convertido en una pesadilla, con enemigos por todas partes. Lo único bueno de todo aquello era que al parecer no había escasez de personas de confianza dispuestas a sacarme de los apuros. ¡Dios bendiga a América…! Ellos se habían superado a sí mismos de nuevo, con gran riesgo para sí mismos, porque si el khalsa se olía que Gardner estaba ayudando a enemigos del Estado, se iba a encontrar en un verdadero aprieto.

—¡No tema por Alick! —exclamó Jassa—. Tiene siete vidas como los gatos y más espolones que un gallo viejo. Es el hombre de Dalip, y de Jeendan, buen colega de Broadfoot y agente de Goolab Singh en Lahore, y…

¡Goolab Singh! Ése era otro que se tomaba un interés inusual en el bienestar de Flashy. Yo empezaba a sentirme como una pelota de tenis lanzada de un lado a otro en un juego de dobles, con las costuras reventadas y asomando la estopa. Bueno, al diablo con todo, ya tenía bastante. Arreé al caballo y le pregunté a Jassa adónde nos dirigíamos. Me había dado cuenta de que íbamos a través de las callejuelas junto al muro sur, y una vez o dos bordeamos la propia muralla; habíamos pasado la gran puerta de Looharee y la batería de la Media Luna y nos encontrábamos al lado del Shah Alumee, lo cual significaba que nos dirigíamos hacia el este y no estábamos más cerca del fuerte que cuando empezamos a caminar. Y no es que me importara.

—¡No voy a volver allí, se lo aseguro! ¡Broadfoot puede entretenerse con estas cosas si quiere, y que le zurzan! ¡Este maldito lugar no es seguro…!

—Eso es lo que Gardner pensaba —dijo Jassa—. Él dice que usted debería seguir hacia territorio británico. ¿Sabe que ha empezado la guerra? Sí, señor, el khalsa ha atravesado el río por media docena de sitios entre Haree-ke-puttan y Firozpur… Ochenta mil caballos, infantería y artillería en un frente de cincuenta kilómetros. Dios sabe dónde estará Gough… A medio camino de Delhi con el rabo entre las piernas, si hay que creer lo que dicen en el bazar, pero lo dudo.

«Siete mil en Firozpur», pensaba yo. Bueno, Littler estaba acabado… Wheeler también, con sus patéticos cinco mil en Ludhiana…, a menos que Gough se las hubiera arreglado para conseguir refuerzos. No había recibido ningún mensaje concreto desde hacía tres semanas, pero no me parecía posible concentrar fuerzas suficientes para resistir la abrumadora ola sij que estaba barriendo el Satley. Pensé en la vasta horda que había visto en Maian Mir, los batallones de infantería, los inacabables escuadrones de caballería, aquellos soberbios cañones; y Gough frustrado constantemente por ese asno de Hardinge, nuestros cipayos al borde de la deserción o del motín, nuestras guarniciones dispersas extendidas a lo largo de la frontera y por el camino de Meerut. Ahora todo había estallado ya, como una explosión, y nos iban a coger desprevenidos, como de costumbre. Bueno, Gough haría mejor en tener a Dios de su parte, porque si no…, ¡adiós, India!

Lo cual me importaba mucho menos en aquel momento que ser un fugitivo con un tobillo lastimado en el corazón del campo enemigo. Bien por las ideas idiotas de Broadfoot… Así que yo estaría seguro en Lahore durante las hostilidades, ¡claro que sí! Mucha protección podía ofrecerme Jeendan, con el khalsa sabiendo ya su traición. Sería un tulwar, y no un diamante, lo que decoraría su precioso ombliguito en breve.

—La puerta de Moochee —dijo Jassa, y por encima de los bajos cobertizos vi las torres delante y a nuestra derecha. Nos acercábamos a una ancha calle que conducía hacia la puerta, y la desembocadura de la calle estaba repleta de mirones, incluso a aquella hora de la noche, todos levantando la cabeza para ver; una banda de música tocaba una alegre marcha, se oía un regular golpeteo de pies, y por la avenida hacia la puerta venían tres regimientos de infantería khalsa: robustos mosqueteros vestidos de blanco con cananas negras, las armas al hombro y las bayonetas caladas. Luego venía la infantería ligera de Dogra, de verde con pantalones blancos y los mosquetes colgados; un batallón de lanceros con blancas túnicas flotantes, con sus fajas por donde asomaban las brillantes pistolas, y anchos turbantes envueltos en torno a unos cascos de acero rematados por plumas verdes. Desfilaban con un aire orgulloso que me hizo estremecer. Las antorchas en lo alto del muro se reflejaban en aquel bosque de acero que pasaba bajo los arcos, las chicas les arrojaban pétalos de flores mientras pasaban, los chicos corrían a su lado, chillando con deleite… Medio Lahore parecía haber abandonado la cama aquella noche para ver a las tropas salir y unirse a sus camaradas en el río.

A medida que cada regimiento se aproximaba al arco, se oía un rugido de vítores y aplausos, y yo di gracias a Dios por la oscuridad mientras veía que los soldados saludaban a un grupito de oficiales a caballo vestidos con espléndidas casacas, con la rotunda figura de Tej Singh a la cabeza. Llevaba éste un puggaree tan grande como él mismo, y joyas suficientes como para poner una tienda. Sacudía un enfundado tulwar por encima de su cabeza en respuesta a las armas que las tropas blandían al unísono, mientras recitaban: «Khalsa-ji! Wa Guru-ji ko Futteh! ¡A Delhi! ¡A Londres! ¡A la victoria!».

Después llegó la caballería, las unidades regulares, los lanceros de blanco, los dragones de rojo, y una caravana de camellos con equipajes. Tej dejó de saludar, la banda dejó de tocar y la gente se volvió hacia los tenderetes y las tabernas. Jassa le dijo al jemadar que hiciera que los jinetes nos siguieran por separado; mi jinete desmontó y Jassa empezó a conducir mi montura hacia la puerta.

—Espera —dije yo—. ¿Adónde vamos?

—Es su camino hacia casa, ¿no se lo había dicho? —dijo él, y cuando le recordé que estaba agotado, seco, hambriento y cojo de una pierna, él destacó su fea cara con una sonrisa y dijo que me atenderían enseguida, que ya vería. Le dejé que me condujera hasta el gran arco, más allá de los lanceros que estaban de guardia con sus cotas de malla y sus cascos. Mi pugaree, mi espada y mi pistola se habían perdido durante las actividades nocturnas, pero uno de los jinetes me prestó un manto con capucha, que yo procuraba encasquetarme bien tapándome la cara. Nadie nos dirigió una sola mirada.

Al otro lado de la puerta estaban las habituales barracas y chozas de los mendigos, pero un poco más lejos, en el maidan, brillaban unos pocos fuegos de campamento, y Jassa se dirigió hacia uno de ellos situado junto a un bosquecillo de álamos blancos, donde había una tienda con un par de caballos atados a la puerta. El primer jirón de amanecer iluminaba el cielo por el este, silueteando los camellos y los carros en la carretera del sur. El aire de la noche era seco y frío, y yo temblaba cuando alcanzamos el fuego. Un hombre agachado en una alfombra se levantó al acercarnos nosotros y antes de ver su cara reconocí la esbelta y alta figura de Gardner. Me saludó cortésmente y le preguntó a Jassa si habíamos tenido algún problema o nos habían seguido.

—¡Pero bueno, Alick, ya me conoces! —gritó aquel valiente, y Gardner gruñó que así era, y que ¡cuántas recetas había tenido que administrar a lo largo del camino! El mismo Gurdana Khan de siempre…, pero la simple visión de aquellos ojos orgullosos y aquella prominente nariz hacían que me sintiera a salvo por primera vez aquella noche.

—¿Qué le pasa en el pie? —exclamó, cuando bajé dificultosamente y me incliné, apoyándome, en Jassa. Se lo dije y él soltó un juramento.

—¡Tiene usted un don especial para hacer saltar chispas! Echémosle un vistazo —me apretó el pie, haciéndome gritar—. ¡Maldición! ¡Tardará días en curarse! Muy bien, doctor Harlan, hay agua fría en el chatti… ¡Te veremos ejercer esa habilidad médica que fue la admiración de Pennsylvania, sin duda! Hay un poco de curry en la sartén y café al fuego.

Ató el caballo mientras yo devoraba el curry y unos chapattis y Jassa aprovechó para vendarme el tobillo con una venda fría. Estaba hinchado como un balón de fútbol, pero él tenía las manos suaves y me alivió bastante. Gardner volvió y se sentó con las piernas cruzadas al otro lado del fuego, bebiendo café con ayuda de su collar de hierro sin dejar de mirarme agriamente. Se había quitado su traje de tartán, sin duda para evitar llamar la atención, y llevaba una túnica negra con capucha, con su cuchillo Khyber cruzado sobre las rodillas: una visión tremendamente siniestra en conjunto sin dejar de preguntar.

—Ahora, señor Flashman —gruñó—, explíquese. ¿Qué locura le llevó a meterse entre el khalsa en estos momentos? ¿Qué estaba haciendo usted allí?

Yo sabía que tenía que confiar en él para poder volver a casa, así que se lo conté… todo, desde el falso mensaje hasta el rescate de Jassa, y él escuchó con cara impasible. La única interrupción vino de Jassa, cuando mencioné mi encuentro con Goolab Singh.

—¡No me diga! ¡La vieja gallina dorada! ¿Qué demonios estaría haciendo tan lejos de Cachemira?

—¡Metiéndose en sus condenados asuntos! Y tú tienes que hacer lo mismo, Josiah, ¿me oyes? ¡Ni una palabra sobre él! Sí… ahora que lo pienso, harías mejor en alejarte y no escuchar nuestra conversación.

—¡Eso debería decirlo el señor Flashman! —replicó Jassa.

—¡El señor Flashman está de acuerdo conmigo! —ladró Gardner, fijando en mí unos ojos fríos, así que yo asentí y Jassa se alejó malhumorado—. Se ha portado bien con usted esta noche —dijo Gardner, mirándole alejarse—, pero todavía no confío en él ni para cruzar la calle. Siga.

Acabé mi relato, y él observó con oscura satisfacción que todo había acabado de la mejor manera posible. Dije que estaba muy contento de que pensara así, y señalé que no era su culo el que había estado a punto de tostarse a fuego lento. Él se limitó a gruñir.

—Maka Khan nunca lo hubiera consentido. Trató de asustarle, pero torturar no es su estilo.

—¡Y un cuerno! ¡Pero hombre de Dios, si yo estaba ya medio asado, se lo estoy diciendo! ¡Esos cerdos no se iban a detener por nada del mundo! Pero si tostaron a mi punkah-wallah hasta matarlo…

—Eso es lo que dijeron. Y aunque lo hubieran hecho, un negro sin importancia es una cosa y un oficial blanco otra muy distinta. Pero aun así, tuvo usted suerte… gracias a Josiah. Sí, y a Goolab Singh.

Le pregunté por qué pensaba él que Goolab y la viuda se habían tomado tantas molestias conmigo, y él me miró como si me hubiera vuelto loco.

—¡Él mismo se lo dijo bastante claro! Cuanto mejor trate a los británicos, más le querrán. Él había prometido ayudarles en la guerra, pero protegerle a usted vale por mil promesas. Cuenta con usted para obtener más crédito ante Hardinge… y usted se lo dará, ¿verdad? Goolab es un viejo zorro, pero también es un hombre valiente y un gobernante fuerte, y se merece que su gente le confirme como rey de Cachemira cuando acabe esta guerra.

Me pareció que era muy optimista al pensar que nosotros estábamos en posición de confirmar a cualquiera en Cachemira cuando el khalsa hubiera acabado con nosotros, pero no quise gimotear frente a un yanqui, así que dije despreocupadamente:

—Entonces ¿cree usted que venceremos al khalsa fácilmente?

—Habrá muchas caras largas en el fuerte de Lahore si no lo hacen —dijo él con gesto turbio, y antes de que pudiera pedirle explicaciones de aquel extraño comentario, añadió—: Pero usted podrá ver el fuego desde la barrera por sí mismo, antes de que acabe la semana.

—No lo creo —dije yo—. Estoy de acuerdo en que no puedo quedarme en Lahore, pero tampoco estoy en condiciones de cabalgar a toda prisa hacia la frontera con esta maldita pierna. Quiero decir que aun disfrazado, nunca se sabe. Igual tenía que echar a correr, y sería mejor tener las dos patas buenas para eso, ¿verdad? —Así que lo que yo insinuaba era que me encontrara un lugar seguro y cómodo donde esconderme mientras tanto, y esperaba que él estuviera de acuerdo. Pero no lo estaba.

—¡No podemos esperar que se cure su tobillo! Esta guerra se puede ganar o perder en unos días como máximo… ¡Lo cual significa que usted debe cruzar el Satley sin demora, aunque le tengamos que llevar a cuestas! —Me miró, y tenía como siempre las patillas hirsutas—. ¡El destino de la India puede depender muy bien de ello, señor Flashman!

No era posible que hubiera cogido una insolación en el mes de diciembre, y no estaba borracho. Con mucho tacto le pregunté cómo era posible que el destino de la India dependiera de aquello, ya que yo no tenía ninguna información vital en mi poder, y mi unión a las fuerzas del ejército británico, aunque sería sin duda bienvenida a pesar de su pequeña aportación, de ningún modo sería decisiva.

—¡Qué ejército británico ni qué niño muerto! —rezongó él—. ¡Usted se va a unir al khalsa!