11

Si la vida me ha enseñado algo es cómo mantenerme firme en presencia de hombres fuertes y autoritarios cuyo lugar más adecuado sería una celda acolchada. He conocido a unos cuantos, y Alick Gardner es sólo una figura menor en una lista que incluye a tipos como Bismarck, Palmerston, Lincoln, Gordon, John Charity Spring, George Custer y el rajá Blanco, sin olvidar a mi queridísimo mentor, el doctor Arnold, y mi viejo (que realmente acabó sus días en un manicomio, que Dios tenga piedad de su alma). La mayoría eran hombres de genio, sin duda, pero todos compartían la alucinación de que podían hacer cualquier proposición, por lunática que fuera, al joven Flashy y convencerle de que aquello era lo mejor. No se puede discutir con tipos como ellos, por supuesto; todo lo que se puede hacer, con mucha suerte, es asentir y decir: «Sí, señor, es una idea muy interesante, claro que sí…, pero antes de contarme más cosas al respecto, ¿me permite un momento?», y salir corriendo nada más doblar la esquina. Raramente he tenido esa oportunidad, desgraciadamente, y la única solución que queda es permanecer sentado con una expresión estúpida tratando de imaginar un modo de escapar. Que es lo que yo hice mientras Gardner me explicaba su monstruosa sugerencia.

—Usted se va a unir al khalsa —dijo—, para asegurar su derrota. Ya están condenados, gracias a Mai Jeendan…, pero usted puede asegurar esa derrota.

¿Ven lo que les digo? Aquel tipo estaba completamente must,[99] doolali, sufría de Alá, demasiado tiempo en las colinas, pero a uno no le gusta decirle eso a nadie, y menos a un tipo que lleva pantalones de tartán y tiene un cuchillo khyber en el regazo. Así que evité el tema principal y pregunté por uno menor pero igualmente curioso.

—No le sigo, Gardner, amigo mío —dije yo—. Dice usted que el khalsa está condenado ¿y que eso es obra de Jeendan? Pero ella nunca quiso esta guerra, ya lo sabe. Ha estado intentando evitarla… engatusando al khalsa, entreteniéndolos, reteniéndolos. Ellos también lo saben, Maka Khan me lo dijo, y ahora ellos se han liberado, a pesar de ella…

—A pesar de ella… ¡pero qué dice, estúpido! —exclamó él, mirándome como si fuera un marciano—. ¡Si fue ella la que lo empezó! ¿No lo entiende? ¡Ella lleva meses planeando esta guerra! ¿Para qué? Para destruir al khalsa, por supuesto… ¡para exterminarlo, extirparlo de raíz! Sí, claro, ella los ha retenido… ¡hasta que llegaran los fríos, hasta asegurarse de que ellos tenían a los peores generales posibles, hasta comprar el tiempo suficiente para Gough! Pero no para evitar la guerra, eso no, señor. ¡Sólo para asegurarse de que cuando les dejara marchar, el khalsa sería zurrado como Dios manda! ¿No lo sabía?

—Pero eso es absurdo, ¿por qué iba a querer ella destruir su propio ejército?

—¡Porque si no lo hace, éste la destruirá a ella al final, seguro! —Tomó aliento—. Veamos… usted sabe que el khalsa se ha hecho demasiado grande para sus pantalones, ¿no es así? Durante seis años ha estado arruinando al Punjab, desafiando al gobierno, haciendo lo que le da la gana…

—Ya sé todo eso, pero…

—Bueno, ¿no comprende que la camarilla gobernante, Jeendan y los nobles, han visto cómo desaparecía su poder y sus fortunas, y toda su existencia era amenazada? Así que, por supuesto, quieren ver exterminado al khalsa. Pues bien, la única fuerza en la tierra que puede conseguir eso es John Company. Por eso han estado tratando de provocar una guerra. ¡Por eso Jawaheer quería la guerra!, pero ellos le asesinaron, y ése es otro punto que debe anotarse Mai Jeendan. Recuerda aquella noche en Maian Mir, ¿verdad? Pues estaba sentenciando al khalsa entonces, señor Flashman… ¡Y ahora lo está ejecutando!

Recordé sus gritos de odio hacia el khalsa junto al cuerpo de Jawaheer…, pero lo que contaba Gardner seguía sin tener sentido.

—Maldita sea, si el khalsa se hunde, ¡ella se hundirá con él! —protesté yo—. Ella es su reina… ¡y usted dice que lo ha preparado todo! Bueno, si pierden, ella estará acabada, ¿verdad?

Él suspiró, sacudiendo la cabeza.

—Hijo, a ella no le tocarán ni un pelo de la cabeza. Cuando ellos pierdan, ella habrá ganado. Piénselo… Los británicos no quieren conquistar el Punjab…, demasiados problemas. Sólo quieren paz y tranquilidad, sin ejércitos khalsa descontrolados por ahí, y con un gobierno sij estable que hará lo que Hardinge le diga. Así que cuando el khalsa esté acabado, sus jefes no se anexionarán el Punjab… ¡No, señor!, considerarán conveniente mantener al pequeño Dalip en el trono, con Jeendan como regente, lo cual significa que ella y los nobles estarán al mando de nuevo, exprimiendo el país igual que en los viejos tiempos… y sin khalsa del que preocuparse.

—¡Un momento! ¿Está usted diciendo que esta guerra es un trabajito preparado, que ellos saben, en Simla, que Jeendan espera que destruyamos su ejército, para su propio beneficio? ¡Eso sí que no me lo creo! Sería fraude… conspiración… incitación y ayuda…

—¡Ni hablar! ¡Oh, claro que saben lo que persigue ella en Simla! Al menos lo sospechan. Pero, ¿qué pueden hacer para evitarlo? ¿Dejar el paso libre al khalsa hacia Delhi? —Expulsó el aire por la nariz—. ¡Hardinge tiene que luchar, tanto si le gusta como si no! Y aunque no apruebe la guerra, hay muchos hombres de la «política exterior» como Broadfoot que sí lo hacen. Pero eso no significa que estén en tratos con Mai Jeendan. ¡Tal como lo ha arreglado todo ella, no hace ninguna falta!

Yo me senté en silencio, tratando de hacerme cargo de todo y sintiéndome un idiota integral. Evidentemente, yo había juzgado mal a la dama. ¡Oh, sí, adiviné que había acero debajo de aquella hurí borracha y apasionada!, pero no tanto como para poder asesinar a miles y miles de hombres sólo por su propia conveniencia política y comodidad personal. ¿Qué otras razones, en resumen, pueden tener los estadistas y las princesas para hacer la guerra, una vez desaparecidos todos los fingimientos? Ah, y ella tenía que vengar al borracho de su hermano además. Pero me preguntaba si los cálculos que hacía ella eran correctos. Había un imponderable muy poderoso, y se lo comuniqué a Gardner, aunque sonase como una queja.

—Pero ¿y si nosotros no derrotamos al khalsa? ¿Cómo puede estar segura ella de que lo haremos? Son muchísimos, y nosotros estamos dispersos… ¡Pero espere! ¡Maka Khan estaría en un gran aprieto si ella hubiese traicionado sus planes de campaña! Bueno, ¿lo ha hecho?

Gardner sacudió la cabeza.

—Ella ha hecho algo mejor todavía. Ha puesto la dirección de la guerra en manos de Lal Singh, su visir y amante, y Tej Singh, su comandante en jefe, que habría quemado en una hoguera a su propia madre para entrar en calor —asintió torvamente—. Ellos se asegurarán de que Gough no tenga muchos problemas.

De repente recordé las palabras que me había dirigido Lal Singh: «Me pregunto cómo podríamos luchar contra un guerrero tan curtido como sir Hugh Gough».

—¡Dios mío! —dije yo, impresionado—. ¿Quiere decir que están dispuestos a… hacer trampas? ¿Venderse? Pero ¿lo sabe Gough? Quiero decir, ¿lo han arreglado con él?

—No, señor. Ése es su trabajo. Por eso tiene usted que unirse al khalsa. —Se inclinó hacia delante, con aquella cara de halcón junto a la mía—. Usted va a ir a ver a Lal Singh. Mañana estará situado delante de Firozpur con veinte mil gorracharra. Él le contará sus planes, y los de Tej Singh: efectivos, armamento, disposiciones, intenciones, todo…, y usted se los transmitirá a Gough y Hardinge. Y entonces… bueno, entonces habrá una interesante y corta guerra… ¿qué le parece?

Yo me había quedado mudo durante aquel espantoso recital, pero cuando encontré las palabras no fue para protestar, discutir o gritar, sino para hacer una profunda pregunta de tipo militar:

—Pero… ¡por todos los demonios! Mire… ellos pueden conseguir sus planes, conseguir que se extravíen unos cuantos regimientos, perder una batalla a propósito, incluso… Pero, hombre, ¿cómo se va a traicionar a un ejército de cien mil hombres? Quiero decir que… ¿cómo se vende una guerra entera?

—Costará algo de trabajo, no se lo niego. Tal como dije, una interesante y corta guerra. —Arrojó otro tronco al fuego y se levantó—. Cuando esto acabe y usted esté de vuelta en Lahore con la misión de paz británica, podrá contármelo todo.

* * *

Mi primer pensamiento, mientras estaba allí sentado junto al fuego con la cabeza entre las manos, fue el siguiente: esto es cosa de Broadfoot. Él ha planeado todo este espanto, de principio a fin, y quiere tenerme a dos velas hasta el último minuto, el muy traidor, retorcido, tramposo y… ¡político! escocés. Bueno, yo estaba cometiendo una injusticia con él: por una vez, George era inocente. Le podía parecer muy bien que hubiese guerra, como había dicho Gardner, y sospechar también que Jeendan estaba empujando al khalsa en la esperanza de verlo naufragar, pero ni él ni nadie en Simla sabían que los dos comandantes en jefe de los sijs estaban bajo las órdenes de ella y dispuestos a perder todo el juego. Ni tampoco podía él adivinar el uso que se estaba haciendo de su precioso agente, el teniente Flashman, del Undécimo de Húsares, en aquella hora de crisis.

La idea de que yo debía ser el mensajero de la traición había sido otra inspiración de Jeendan, de acuerdo con Gardner. Cuánto hacía que pensaba en mí para ese papel de correveidile, no lo sabía. Ella se lo había confiado el día anterior, y él y Mangla me habrían llevado las órdenes de marchar aquella misma noche… si yo no hubiera estado por ahí de juerga con el khalsa, Goolab y la viuda alegre. Muy desconsiderado por mi parte, pero mal está lo que mal acaba, y allí estaba yo aún, con el tobillo maltrecho y las tripas encogidas de miedo, dispuesto a ser introducido en medio del huracán para el buen progreso de las intrigas de aquella principesca degenerada, y sin ocurrírseme ninguna vía de escape.

Lo intenté, pueden estar seguros, me quejé de mi tobillo y de la imposibilidad de recibir órdenes de otro que no fuera mi propio jefe, y dije que era una locura aventurarme de nuevo entre enemigos que ya me habían tostado una vez… Gardner respondía a cada objeción con la cruda realidad: alguien tenía que llevar a cabo los planes de Lal a Gough, y nadie estaba tan calificado como yo. Era mi deber, dijo él, y si ustedes se preguntan si yo me incliné ante su autoridad…, den un vistazo a la historia como la relata en sus Memorias; eso les convencerá.

Todavía no estoy seguro, por cierto, de dónde estaba exactamente su lealtad. Hacia Dalip y Jeendan, eso seguro. Lo que ella ordenaba, él lo realizaba. Pero él también jugaba en su propio provecho, y en el de Goalab Singh. Cuando me atreví a preguntarle con quién estaba, me miró levantando aquella nariz ganchuda suya y exclamó:

—¡Conmigo mismo, claro está!

Y eso fue todo.

Tenía el infernal plan de Jeendan bien memorizado, y en cuanto dormí un par de horas y Jassa vendó de nuevo mi hinchado tobillo, me lo explicó todo. Daba la impresión de ser todo muy arriesgado.

—Tiene que cabalgar derecho hacia el campamento de Lal, al otro lado del Satley, con cuatro de mis hombres como escolta, todos disfrazados de gorracharra. Ganpat actuará como líder y portavoz; es un hombre de confianza —éste era su jemadar, un delgado punjabí con un mostacho de Abenazar; él y la media docena de jinetes habían salido ya de la ciudad, y estaban en torno al fuego, masticando betel y escupiendo, mientras Gardner me aleccionaba en privado.

—Llegarán por la noche y se presentarán como mensajeros del durbar; eso hará que pasen de inmediato a la presencia de Lal. Él le estará esperando; hoy le ha llegado un mensaje de Jeendan.

—Suponga que Maka Khan o ese maldito akali aparecen por ahí… me reconocerían inmediatamente.

—¡No se acercarán! Son soldados de infantería y Lal manda sólo caballería y artillería. Además, nadie va a reconocerle con su traje de gorracharra… y no estará en su campamento el tiempo suficiente para señalarse. Unas pocas horas como máximo, sólo lo suficiente para saber lo que van a hacer Lal y Tej.

—Tomar Firozpur —dije yo—. Está claro. Van a poner a Littler fuera de juego antes de que Gough pueda enviarle refuerzos.

Dio un impaciente bufido.

—¡Eso es lo que ellos harían si quisieran ganar la condenada guerra! Y ellos no quieren, aunque sus oficiales y coroneles sí, así que Lal y Tej tienen que simular que lo están intentando con todas sus fuerzas. Lal tiene que pensar una buena razón para no atacar Firozpur, y como es un soldado incompetente y un cobarde, es probable que se quede pasmado si sus subordinados le presentan un plan sensato… ¿Y bien?

—¡No lo haré! —protesté—. Maka Khan me dijo que el khalsa ya sospecha de su deslealtad. Cielo santo, en el momento en que Lal haga un movimiento, o dé una orden incluso, que parezca sospechosa… ¡Se darán cuenta de que está jugando sucio!

—¿Ah, sí? ¿Y quién dirá qué movimiento sospechoso es ése, o por qué se está haciendo? Usted estuvo en Afganistán. Dígame, ¿cuántas veces Elphinstone hizo lo más adecuado? ¡Siempre se equivocaba, demonios!

—¡Sí, pero aquello era simple estupidez, no traición!

—¿Y quién sabe cuál es la diferencia, maldita sea? ¡Usted hacía lo que se le ordenaba, y así lo harán los coroneles del khalsa! ¿Qué les importa a ellos si se les ordena ir de A a B, o retirarse a C, o abrir una tienda de caramelos en D? No pueden ver todo el tapiz, sólo su pequeño rincón. Claro, saben que Lal y Tej son unos cobardes que salen con el rabo entre piernas a la mínima, pero aun así siguen obligados a obedecerles —él se retorció las patillas, gruñendo—. Ya he dicho que todo esto necesitará mucha mano zurda, de Lal y Tej… y de Gough, una vez sepa por usted qué es lo que van a hacer ellos. —Me señaló con un dedo sarmentoso—. Por usted… ¡eso es lo importante! Si Lal enviase a un agente nativo comprometiéndose a la traición, Gough no le daría crédito ni por un momento. ¡Pero él le conoce a usted, y puede confiar en lo que usted le diga!

Y de mucho le iba a servir, pensé yo, porque por muy mal que dirigieran el khalsa Lal y Tej, no podían alterar su número, ni el celo de sus coroneles o la calidad de sus soldados o el calibre de sus cañones. Ellos podían suministrarle a Gough toda la información, pero él tendría que enfrentarse y vencer a un ejército disciplinado de cien mil hombres, con una compañía de un tamaño tres veces inferior y pocas armas. No habría apostado ni un penique por sus oportunidades.

Pero a la sazón, yo no le conocía. A decir verdad, no sabía mucho acerca de la guerra: Afganistán había sido un desorden, no una campaña, y Borneo un aprendizaje de piratería. Yo nunca había visto una batalla como Dios manda, o la forma en que un curtido comandante (incluso uno tan loco como Paddy Gough) podía manejar un ejército, o el efecto de siglos de entrenamiento y disciplina, o aquel fenómeno que todavía no entiendo pero que he contemplado demasiado a menudo para dudar: el campesino británico que mira a la muerte cara a cara, se abrocha el cinturón y espera.

Mi principal preocupación, por supuesto, era la perspectiva de aventurarme en el corazón del khalsa y conspirar con una víbora como Lal Singh… con una pierna herida, que me impediría salir corriendo si las cosas se torcían, tal como era de esperar que ocurriese. Incluso sentarme en una silla de montar me dolía terriblemente, y para empeorar las cosas, Gardner dijo que Jassa tenía que quedarse. Yo no pude protestar: la mitad del Punjab conocía a aquel loco matasanos, y sabía que era mi ordenanza. Pero me había sacado de apuros un par de veces, y me sentía desnudo sin él.

—Broadfoot necesita a alguien aquí, de todos modos —dijo Gardner—. No tema, el querido Josiah estará a salvo bajo mis alas… y mis ojos. Mientras dure la guerra voy a ser gobernador de Lahore… Entre nosotros, es probable que eso consista simplemente en proteger a Mai Jeendan cuando sus decepcionados soldados vuelvan en tropel desde el río. Sí, señor… nos ganaremos bien nuestros sueldos. —Supervisó mi traje de gorracharra, del cual la parte más importante era un casco de acero redondeado con largas piezas cubriendo las mejillas que ayudaban a ocultar mi rostro—. Está muy bien. Déjese crecer la barba y que hable Ganpat. Irán a Kussoor esta tarde; quédese allí y baje por el ghat del río después de anochecer y alcanzará a Lal Singh alrededor del amanecer de mañana. Cabalgaré con ustedes un trecho.

Salimos los seis sobre las diez, cabalgando en paralelo con el camino del sur. Estaba repleto de tráfico con efectivos del khalsa: suministros y carros de avituallamiento, carretas de municiones, incluso cañones, ya que cabalgábamos con la retaguardia del ejército, una vasta hueste extendida por la polvorienta llanura, moviéndose lentamente hacia el sur y el este. Ante nosotros el doab[100] seguramente estaría atestado con el cuerpo principal hasta el Satley, más allá del cual Lal Singh estaba ya sitiando Firozpur y la infantería de Tej Singh iría avanzando… ¿hacia dónde? Cabalgamos al trote, lo cual molestó mucho a mi tobillo, pero Gardner insistió en que debíamos mantener el paso si queríamos alcanzar a Lal a tiempo.

—Ha llegado al Satley hace dos días. Gough debe de estar moviéndose, y Lal va a tener que dar alguna orden rápidamente, o sus coroneles querrán saber por qué no lo hace. Sólo espero —dijo Gardner amablemente— que ese cobarde hijo de puta no salga corriendo, en cuyo caso podríamos tener a los gorracharra bajo el mando de alguien que sepa qué demonios está haciendo.

Cuanto más pensaba en ello, más absurda sonaba toda la historia, pero la parte más absurda de todas faltaba todavía por desvelarse. Hicimos un alto al mediodía, y Gardner volvió grupas a Lahore, pero primero cabalgó aparte conmigo para asegurarse de que yo lo había comprendido todo. Estábamos en un pequeño promontorio a doscientos metros de la carretera, junto a un batallón de infantería sij compuesto de robustos soldados vestidos de verde oliva, con su coronel cabalgando en cabeza, los gallardetes al viento, los tambores redoblando y las cornetas tocando una vivaz melodía. Gadner quizá dijo algo que provocó mi pregunta, pero no lo recuerdo. El caso es que le pregunté:

—Mire… Yo sé que el khalsa ansiaba esto, pero si ellos saben que su propia maharaní ha estado conspirando con el enemigo, y sospechan de sus propios comandantes… bueno, incluso a las tropas se les puede ocurrida idea de que sus gobernantes quieren verles vencidos. Así que… ¿por qué permiten que les manden a la guerra?

Él pensó un momento y esbozó una de sus frías y raras sonrisas.

—Calculan que pueden vencer a John Company. Aunque les estén vendiendo y traicionando, eso no importa, creen que pueden ser campeones de Inglaterra. En cuyo caso serían los jefes del Indostán, con un imperio entero a su disposición para saquear. Quizá Mai Jeendan tenga también en mente esa posibilidad, y se imagine que ella va a ganar de todos modos. Sí, ella puede desechar las sospechas de traición; la mayoría de ellos la adoran. Otra razón que tienen para marchar es que creen que ustedes los británicos les van a invadir más tarde o más temprano, así que prefieren ser ellos quienes golpeen primero. —Hizo una pausa durante un rato, frunciendo el ceño, y después dijo—: Pero eso no es todo. Van a la guerra porque han dado su palabra a Dalip Singh Maharajá, y él les ha enviado en su nombre… no importa quién puso las palabras en su boca. Así que aunque supieran que están condenados sin duda alguna… irían al sacrificio. —Se volvió a mirarme—. Usted no conoce a los sijs, señor. Lucharían hasta el infierno y luego volverían… por ese niño. Y por su paga.

Se sentó mirando a la llanura, donde el batallón que marchaba estaba desapareciendo en la calima formada por el calor, el sol reverberando en las bayonetas, el sonido de las cornetas apagándose poco a poco. Se hizo pantalla en los ojos con la mano, y pareció como si se hablara a sí mismo.

—Y cuando el khalsa sea derrotado, y Jeendan y sus nobles estén de nuevo en el trono, y el Punjab tranquilo bajo el ojo benévolo de Gran Bretaña, y el pequeño Dalip bronceándose en Eton, entonces —hizo un gesto hacia la carretera—, entonces, señor, John Company averiguará que tiene cien mil de los mejores reclutas de la tierra, listos para luchar por la Reina Blanca. Porque ésa es su profesión. Y todo habrá pasado de la mejor forma posible, creo yo. Antes habrán muerto muchos hombres buenos, sin embargo. Sijs. Indios. Británicos —me miró y asintió—. Por eso Hardinge ha evitado la acción todo este tiempo. Él es probablemente el único hombre en la India que piensa que el precio es demasiado alto. Ahora lo van a pagar.

Era un tipo extraño aquél… Furibundo y chillón la mayor parte del tiempo, y luego reposado y filósofo, una extraña combinación con aquella cabeza de ghazi. Arreó y espoleó a su caballo.

—Buena suerte, soldado. Dele mis salaams al viejo Georgie Broadfoot.