12
Nunca me ha entusiasmado demasiado el servicio en ejércitos extranjeros. En el mejor de los casos es todo extraño e incómodo, y el rancho es probable que te estropee los intestinos. Los confederados americanos no eran malos, supongo, aparte de su costumbre de escupir en las alfombras, y lo peor que puedo decir de los yanquis es que se tomaban la vida militar muy en serio y parecían creer que todo aquello se lo habían inventado ellos. Pero el ejército malgache, del cual fui sargento mayor, era sencillamente asqueroso; los apaches apestaban y no tenían ni idea de disciplina castrense; nadie en la Legión Extranjera hablaba un francés decente, las botas no nos iban bien y la funda de la bayoneta era un pedazo de chatarra. En conjunto, los únicos extranjeros en cuyo destino militar podía haber sido feliz eran los Lobos del Cielo Azul de Khokand… y eso sólo porque estaba atiborrado de hachís, administrado por la amante de su general después de haber fornicado con ella en ausencia de su jefe. En cuanto al khalsa, lo único bueno de mi servicio en sus filas (o quizá debería decir en su estado mayor) fue lo breve y oportuno del asunto.
Cuento ese tiempo desde el momento en que nos dirigimos hacia el sur, los seis en columnas de a dos, gorracharra a todos los efectos con nuestros artículos de malla y chapa y con nuestras excéntricas armas. Gardner me había proporcionado dos pistolas y un sable, y aunque yo habría dado todo el lote por mi vieja pistola, me consolé pensando que con un poco de suerte nunca tendría que usar todo aquello.
Me sentía indeciso mientras cabalgábamos hacia Loolianee. Por una parte, me aliviaba dejar atrás los horrores de Lahore. Cuando pensaba en aquella parrilla infernal y en el baño de Chaund Cour y en el espantoso destino de Jawaheer, saber que me estaba aventurando en el corazón del khalsa no parecía tan malo.
Una mirada al malencarado thug sin afeitar reflejado en el espejo de bolsillo de Gardner me había dicho que no debía temer que me descubrieran; yo podía haber venido directamente del Valle de Peshawar y nadie me habría preguntado nada. Y Lal Singh, preocupado por su traición, se aseguraría de ponerme en camino rápidamente, y en dos días como máximo estaría de nuevo con los míos… con laureles frescos, además, como el Hombre que «Trajo las Noticias que Salvaron al Ejército». Si es que lo salvaban, claro está.
Aquélla era la otra cara de la moneda, y mientras cabalgábamos hacia lo más espeso del ejército invasor, todos mis viejos miedos volvieron de nuevo, avasalladores. Nos apartamos de la carretera, que estaba repleta de convoyes de transporte, pero incluso en el doab nos encontramos cabalgando entre regimientos sin fin que marchaban en orden abierto a través de la gran llanura bañada por el sol. Dos veces, como saben, yo había visto reunido al khalsa, pero parecía que la mitad no se había mostrado aún ante mí. Ahora cubrían la tierra hasta el horizonte, hombres, carretas, caballos, camellos y elefantes, levantando el polvo rojo como una gran niebla suspendida encima de nuestras cabezas en el aire quieto, haciendo que la luz del mediodía pareciese oscuridad y llenándonos los ojos, la nariz y los pulmones. Cuando llegamos a Kussoor aquella tarde, había un gran parque de artillería, línea tras línea de macizos cañones del calibre 32 y 48, y pensé en nuestros patéticos cañones del 12 y 16, y me pregunté si realmente sería útil para algo la traición de Lal. Bueno, pasara lo que pasara, tenía que usar mi pierna herida lo mejor que pudiera y mantenerme bien dispuesto para la acción.
Hay un gran debate, por cierto, sobre lo grande que era el khalsa, y cuánto costaba cruzar el Satley, pero el hecho es que ni siquiera los propios sijs lo saben. Yo calculé que unos cien mil se estaban desplazando desde Lahore hasta el río, y ahora sé que llevaban días cruzando y casi tenían cincuenta mil en la orilla sur, mientras Gough y Hardinge trataban de reunir a otros treinta mil que tenían dispersos. Pero los reagrupamientos no ganan las guerras. La concentración sí. No basta conjuntar a muchos y muy buenos, como dijo aquel tipo, sino que hay que ponerlos en el lugar adecuado. Ése es el secreto… y si consultan a Lars Porsena[101] será el primero que os lo diga.[102]
En aquel entonces yo sólo sabía lo que veía: fuegos de campamento delante de nosotros como un vasto mar parpadeante mientras bajábamos por la noche al ghat de Firozpur. Aun de madrugada hormigueaban en el ferry como una marea sin fin; grandes balas ardiendo habían sido colocadas en largas pértigas en ambas orillas, reflejándose rojas en los trescientos metros de agua aceitosa, y hombres, cañones, animales y carretas se abrían paso empujándose con pértigas, subidos en cualquier cosa que pudiera flotar: barcazas, balsas e incluso botes de remos. Había regimientos enteros esperando en la oscuridad a que les tocase el turno, y el propio ghat era un manicomio, pero Ganpat nos condujo hacia delante, gritando que éramos correos del durbar, y nos dieron pasaje en una embarcación de pesca que llevaba a un general y su plana mayor. Ni nos hicieron caso, como pobres gorracharra que éramos, pero llegamos a la ruidosa confusión de la orilla sur, y seguimos nuestro camino preguntando por el cuartel general del visir.
El propio Firozpur se encontraba a unos tres kilómetros o así del río, con los sijs en medio, ¿y a qué distancia se extendía su campamento por la orilla sur? Eso sólo Dios lo sabe. Habían cruzado por Hurree-ke, y supongo que habían hecho una cabeza de puente a unos cincuenta kilómetros, pero no estoy seguro de ello. El cuartel general de Lal, tan cerca como yo me había figurado, estaba a unos tres kilómetros hacia el norte de Firozpur, pero era todavía noche oscura cuando pasamos entre las líneas de tiendas, todas iluminadas con antorchas. La mayoría de sus fuerzas eran gorracharra, como nosotros mismos, y recuerdo orgullosas caras barbudas y cascos de acero, animales dando coces en la oscuridad, y el continuo redoble de los tambores que mantenían toda la noche, sin duda para animar a Littler en su puesto de avanzada sitiado a tres kilómetros de allí.
El cuartel general de Lal era un pabellón lo bastante grande como para contener dentro un circo completo… incluso tenía pequeñas tiendas dentro para alojarle a él y a su séquito de oficiales y sirvientes y guardia personal. Estos últimos eran unos villanos altos y con largos cascos, cota de malla y cintas en sus mosquetes, que nos interceptaron el camino hasta que Ganpat anunció cuál era nuestra misión, lo cual causó un gran revuelo y consultas con los chambelanes y mayordomos. Aunque era todavía la última guardia, y el gran hombre estaba dormido, yo estaba decidido a despertarle de inmediato, así que no tuvimos que esperar ni una hora antes de ser conducidos a su pabellón dormitorio, un aposento privado forrado de seda y decorado como un pequeño burdel. Lal estaba sentado desnudo en la cama mientras una puta le arreglaba la barba y le peinaba; otra le rociaba con perfume y una tercera le suministraba bebida y golosinas.
Nunca había visto a un hombre con tanto miedo en mi vida. En nuestros anteriores encuentros él se había mostrado tan frío, educado y autoritario como puede serlo un joven y apuesto noble sij; ahora era como una virgen desfalleciente. Me dirigió una aterrorizada mirada y apartó rápidamente la vista, sus dedos agarrándose nerviosamente a las ropas de la cama mientras las putas completaban su arreglo, y cuando una de ellas dejó caer el peine, él chilló como un niño mimado, le dio una bofetada y las echó a todas entre gritos y maldiciones. Ganpat las siguió y en el momento en que él salió, Lal se levantó de la cama dando tumbos, poniéndose una túnica y diciéndome en un áspero susurro:
—¡Gracias a Dios que ha llegado ya! ¡Pensé que no vendría nunca! ¿Qué vamos a hacer? —Casi temblaba de espanto—. Llevo dos días desesperado… ¡Y Tej Singh no me ayuda nada, el muy cerdo! ¡Se sienta en Arufka, simulando que está supervisando la reunión, y me deja aquí solo! Todo el mundo me pide órdenes…, ¿qué les voy a decir, en el nombre del cielo?
—¿Qué les ha dicho hasta ahora?
—¡Nada, que había que esperar! ¿Qué otra cosa podía decir? ¡Pero no podemos esperar siempre! ¡Ellos siguen diciéndome que Firozpur… puede ser exprimido como fruta madura, que sólo tengo que decir una palabra! ¿Y qué les voy a contestar? ¿Cómo puedo justificar el retraso? ¡No lo sé! —Me cogió por la muñeca, suplicando—. Usted es un soldado… ¡puede ocurrírsele algo! ¿Qué les digo?
No lo había pensado. Siempre había creído que yo era el cobarde más auténtico que había creado Dios, pero aquel tipo podía ganarme por varios cuerpos, y sin ningún esfuerzo. Bueno, Gardner ya me lo había advertido, y también que Lal podía tener dificultades en pensar algún motivo para no atacar Firozpur… pero no había pensado encontrarle en un estado tal de desesperación. Aquel tipo estaba al borde de la histeria, y estaba claro que lo primero que había que hacer era calmar su pánico (antes de que me contagiara, por cierto) y averiguar cómo estaba el patio. Empecé diciendo que estaba inválido (me había presentado ante él cojeando y apoyado en un bastón) y que antes que nada necesitaba comida, bebida y un médico que examinara mi tobillo. Aquello le abatió un poco —siempre pasa lo mismo cuando uno le recuerda sus deberes de cortesía a un oriental— y llamó a sus sirvientas para que trajeran refrescos en tanto un pequeño hakim chasqueaba la lengua sobre mi hinchada articulación y decía que debía permanecer en cama durante una semana. Qué debieron de pensar ellos al ver a un peludo gorracharra sowar tratado con tal consideración por su visir, no lo sé. Lal paseaba arriba y abajo, y no podía esperar que se fueran de nuevo para renovar sus súplicas de ayuda.
Por entonces yo ya había ordenado un poco mis pensamientos, al menos en lo que concernía al dilema de Firozpur. Había siempre un centenar de buenas razones para no hacer nada, y ya había pensado un par de ellas, pero primero debía obtener información. Le pregunté cuántos hombres estaban preparados para el ataque.
—A mano, veintidós mil de caballería… están acuartelados a apenas dos kilómetros de Firozpur, con las líneas enemigas a la vista. Y Littler sahib tiene apenas siete mil. ¡Sólo un regimiento británico, y el resto cipayos, dispuestos a desertar! Eso lo sabemos por algunos que ya se han cambiado de bando —echó un trago y los dientes castañetearon en el borde de su copa—. ¡Podemos vencerles en una hora! ¡Hasta un niño lo vería!
—¿Les ha mandado mensajeros?
—¡Como si pudiera atreverme! ¿En quién voy a confiar? Esos bastardos del khalsa ya me miran con suspicacia… Si, además, sospechan que trato con el enemigo… —Puso los ojos en blanco y lanzó al aire su copa en un ataque de ira—. ¡Y esa zorra borracha de Lahore no me manda ninguna ayuda, ninguna orden! Mientras ella copula con sus criados, yo temo a cada momento ser asesinado como Jawaheer…
—¡Vamos, visir, escúcheme! —dije yo ásperamente, porque sus gimoteos estaban empezando a provocarme temblores—. Tiene que rehacerse, ¿me oye? Su situación no es en absoluto desesperada…
—¿Ve usted una salida? —Tembló él, y me agarró de nuevo—. ¡Oh, mi querido amigo, yo sabía que usted no me fallaría! ¡Dígame, dígame… y déjeme que le abrace!
—Quieto ahí. ¿Qué está haciendo Littler?
—Reforzando sus líneas. Ayer salió con su guarnición entera, y pensábamos que iba a atacarnos; nos mantuvimos firmes. ¡Pero mis coroneles dicen que era una treta para ganar tiempo, y que yo debía asaltar sus trincheras! ¡Oh, Dios mío!, qué voy a…
—Un momento… ¿hay trincheras, dice usted? ¿Está cavando todavía? Eso es importante… ¡Puede decirle a sus coroneles que está minando sus defensas!
—¿Pero me creerán? —Se retorció con fuerza las manos—. ¿Y si los desertores lo niegan?
—¿Por qué iba usted a confiar en unos desertores cipayos? Cómo sabe que Littler no le está enviando con ellos falsos informes de sus fuerzas, ¿eh? ¿Para engañarle y que usted ataque? Firozpur es fruta madura, ¿verdad? Venga, rajá, usted conoce a los británicos… ¡Somos unos astutos bastardos! Unos tramposos, ¿verdad? Dejar una guarnición débil, apartada, que parece estar pidiendo que la ataquen, ¿no le parece raro?
Él me miró con los ojos como platos.
—¿Es cierto?
—Lo dudo…, pero usted no lo sabe —dije yo, entusiasmado con mi idea—. De todos modos, es una razón condenadamente buena para convencer a sus coroneles de que no ataquen. Y ahora, ¿qué fuerzas tiene Tej Singh, y dónde están?
—Treinta mil de infantería, con artillería pesada, detrás de nosotros a lo largo del río. —Tembló—. Gracias a Dios yo sólo tengo artillería ligera… ¡con piezas pesadas no tendría excusa para no volar la posición de Littler en pedazos!
—¡No se preocupe por Littler! ¿Qué noticias hay de Gough?
—¡Hace dos días estaba en Lutwalla, a doscientos kilómetros de aquí! Estará aquí en dos días. ¡Pero se dice que él tiene apenas diez mil hombres, y sólo la mitad de ellos son británicos! ¡Si viene, estamos seguros de derrotarle! —Casi lloraba, se tiraba de la redecilla de la barba y temblaba como si tuviera fiebre—. ¿Qué puedo hacer para evitarlo? ¡Aunque haya razones para no tomar Firozpur, no puedo evitar la batalla con el Jangi lat! ¡Ayúdeme, Flashman bahadur! ¡Dígame lo que debo hacer!
Bueno, éste era un auténtico problema, como comprenderán. Gardner, a pesar de toda su desconfianza de Lal, estaba seguro de que él y Tej tendrían algún plan para conducir a su ejército a la destrucción. ¡Por eso estaba yo allí, maldita sea, para llevar sus planes a Gough! Y estaba tan claro como el agua que no tenían ninguno… Y Lal esperaba que yo, un oficial joven, sin experiencia, planeara su propia derrota. Al mirar a aquel payaso tembloroso e indefenso, comprendí con espantosa seguridad que si no lo hacía yo, no lo haría nadie.
No es un problema que uno se encuentre todos los días, la verdad. Dudo que nunca se haya planteado en la Academia de Oficiales… «y ahora, señor Flashman, usted dirige un ejército con unos efectivos de cincuenta mil hombres, artillería pesada, bien suministrada, sus líneas de comunicación protegidas por un río excelente. Contra usted, una fuerza de sólo diez mil, con artillería ligera, agotados después de una semana de marchas forzadas, escasos de comida y rancho y medio muertos de sed. Y ahora, señor, conteste directamente, sin disimular: cómo perdería, ¿eh? ¡Venga, venga, ha dado ya excelentes razones para no tomar una ciudad que está completamente a su merced! ¡Esto es un juego de niños para un hombre con sus dones naturales para la catástrofe! ¿Y bien, señor?»
Lal hablaba incoherentemente, con ojos aterrorizados y suplicantes. Yo sabía que si dudaba él se encontraría completamente perdido. Se derrumbaría y sus coroneles le colgarían o le destituirían, y pondrían a un soldado decente en su lugar…, lo único que había temido Gardner. Y sería el final de la fuerza de avance de Gough, y quizá de la guerra, y de la India británica. Y sin duda, el mío también. Pero si yo podía reanimar a ese desfalleciente despojo, y pensar en algún plan que satisficiera a sus coroneles y al mismo tiempo llevase a la destrucción al khalsa… Sí, eso tenía que ser.
Para ganar tiempo pedí un mapa, y él rebuscó entre sus cosas y sacó un documento espléndidamente ilustrado con todos los fuertes marcados en rojo y los ríos en turquesa, y pequeños wallahs barbudos con tulwars persiguiéndose unos a otros por el margen subidos en elefantes. Yo lo estudié, tratando de pensar, y agarrándome el cinturón para que no se notara el temblor de mis manos.
Ya les he dicho que no sabía mucho de la guerra en aquella época. Tácticamente, yo era un novato que podía echar a perder una sección entera flanqueando su movimiento de la peor manera posible, pero la estrategia es otra cosa. En resumen, se trata de simple sentido común… y si había alguna virtud que tuviera la primera guerra sij es que era simple, gracias a Dios. Además, la estrategia raramente pone en peligro el propio cuello. Así que estudié detenidamente el mapa, sopesando los hechos que Lal me había contado, y apliqué las antiguas leyes que se aprenden en la escuela.
Para ganar, el khalsa sólo tenía que tomar Firozpur y esperar que viniera Gough; sería masacrado por la aplastante superioridad numérica y los grandes cañones. Para perder, debían dividirse, y la parte más débil ser enviada al encuentro de Gough con la menor cantidad de artillería posible. Si pudiera arreglármelas para que la primera batalla estuviera nivelada, o incluso tres a dos contra nosotros, le serviría a Gough la victoria en bandeja de plata. Por muy loco que estuviese, todavía podía maniobrar contra cualquier comandante sij, y si ellos no contaban con sus cañones más grandes, la caballería y la infantería británica harían un buen trabajo. Gough creía en la bayoneta: pues bien, le íbamos a dar una oportunidad de usarla, y el khalsa sería derrotado en la primera batalla, al menos. Después de eso, Paddy tendría que espabilarse solo con la guerra.
Eso me imaginé, mientras el sudor se enfriaba en mi piel, el tobillo me hacía sufrir los tormentos del infierno y Lal murmuraba junto a mí. ¿Saben?, me tranquilizó encontrar a un cobarde mayor que yo. No solía pasar. Esto fue lo que le dije:
—Reúna a su plana mayor… sólo a los generales, no a los coroneles. Tej Singh también. Dígales que no va a atacar Firozpur porque está minado, que no confía en el cuento de los desertores de la debilidad de Littler, y que como visir, está por debajo de su dignidad enfrentarse a alguien que no sea el propio Jangi lat. Además, existe el riesgo de que si se ven envueltos en una lucha con Littler y Gough llega pronto, les cojan entre dos fuegos. No deje que le discutan eso. Simplemente dígales que Firozpur no importa, que puede ser arrasada cuando hayan acabado con Gough. Dé las órdenes necesarias, con autoridad. ¿Bien?
Asintió, frotándose la cara y mordiéndose los nudillos… Estaba tan alterado que juró que si le hubiera sugerido que atacara Ceilán me habría dicho que sí.
—Ahora, sus gorracharra están desplegados ya, envíeles contra Gough con la artillería, señalándoles que les superan en dos a uno. Se encontrarán con él en algún lugar entre Woodnee y esto, y si usted destaca parte de sus fuerzas para atrincherar Firozabad o Sultan Khan Wallah, reducirá las probabilidades, ¿lo ve? Gough hará el resto…
—Pero, ¿y Tej Singh? —se lamentó—. Tiene treinta mil soldados de infantería, y la artillería pesada.
—Tiene que sentarse aquí y esperar a Littler, en lugar de sus gorracharra. Sí, sí, ya lo sé…, no hacen falta treinta mil hombres para eso. Debe dividir sus fuerzas, dejando sólo lo suficiente para vigilar Firozpur, mientras el resto le sigue a usted tan lentamente como pueda conseguir Tej… Eso le dará tiempo para llevarles aquí desde el río, y si se dedica a ello con entusiasmo, puede perder la mayor parte en una semana, me atrevería a decir…
—¿Dividir al khalsa? —Me miró con los ojos como platos—. No es una buena estrategia, ¿verdad? Los generales no lo permitirán…
—Al infierno con los generales… ¡usted es el visir! —grité yo—. ¡Puede decirles que es una estrategia condenadamente buena, enviar a sus tropas más móviles a encontrarse con el Jangi lat cuando menos se lo espera y sus propios hombres están tan exhaustos que casi se pisan los barbiquejos! Tej Singh podrá apoyarle, si usted le prepara primero…
—Pero suponga…, suponga que derrotamos al Jangi lat… sólo tiene diez mil, y como usted dice, estarán muy cansados…
—¡Cansados o no, cortarán a sus gorracharra a trocitos si la ventaja de éstos no es excesiva! Y dudo de que Gough esté tan débil como usted piensa. Pero, hombre, si recibe veinte mil hombres de refuerzo en algún lugar entre Ludhiana y Umballa… no creerá que los va a mandar a casa, ¿verdad? Y el khalsa estará dividido en tres partes, ¿no lo ve? ¡Pues ninguna de esas tres partes va a ser un rival para los chicos de Paddy Gough, se lo aseguro!
Yo daba crédito a aquello, y si no estaba completamente en lo cierto era porque me faltaba experiencia. Confiaba en la vieja máxima de que siempre un soldado británico vale lo que dos negros. Es una regla muy buena, ¿saben?, pero mirando retrospectivamente mi carrera militar, puedo contar hasta cuatro excepciones que obligaron a Atkins a sudar para ganarse la paga. Tres de ellos eran los zulúes, John Gurka y Fuzzy-wuzzy.[103] Yo no lo sabía entonces, pero el cuarto iban a ser los sijs.
Me costó otra hora de explicaciones y argumentos convencer a Lal de que mi plan era la única esperanza que tenía de que su ejército fuese convenientemente vapuleado. Fue un trabajo duro, porque él era el tipo de cobarde que ha llegado demasiado lejos incluso para intentar agarrarse a un clavo ardiendo. Al final le di la receta de Jeendan para Jawaheer, que como recordarán era jugar un rato con una fulana para ponerse en buena forma, pero si Lal hizo caso de mi consejo o no, no podría asegurarlo, porque me eché en un reservado de su pabellón y no me desperté hasta el mediodía. Por entonces Tej Singh había llegado a estar tan gordo y a ser tan poco fiable como siempre, a juzgar por el fingido entusiasmo con que me saludó. Pero aunque él era exactamente igual de cobarde que Lal, era un poco más listo, y una vez que le explicaron el plan de Flashman, dijo que era una obra maestra; si seguíamos mis instrucciones, Gough haría que el khalsa pareciera el zurrón de un francés en poco tiempo, ésa era la opinión de Tej. Me imaginé que lo que realmente le convenció de mi plan era que él estaría bien lejos del frente, pero demostró tener retentiva para los detalles, y añadió algunas buenas ideas por su cuenta: una, que recuerde, era que él se cuidaría de mantener a sus fuerzas al norte y al oeste de Firozpur, para que Littler pudiera salir y unirse a Gough sin obstáculos si quería hacerlo. Eso, como verán, resultó ser de decisiva importancia, así que supongo que Tej se ganó la medalla de Firozabad sólo por eso, si todo el mundo cumplió con su deber.
Imagínenselo: nuestra conferencia tenía lugar en el dormitorio de Lal, en voz muy baja, y formábamos un trío encantador. Nuestro valiente visir, cuando no estaba atisbando para asegurarse de que no había nadie espiando, se daba ánimos con abundantes pellizcos de rapé de Peshawar que yo sospechaba contenían algo más estimulante que simple tabaco en polvo; parecía animarse con la confianza de Tej Singh, que iba y venía por el apartamento como Napoleón en Marengo, con el estómago abultado y tropezando con su sable mientras me describía, con un malicioso susurro, cómo huiría el khalsa a la desbandada al primer contratiempo. Yo estaba echado, con el tobillo en alto, tratando de olvidar mi peligrosa situación y rogando que Lal Singh pudiera amedrentar a sus oficiales para que le obedecieran antes de que el efecto del rapé se evaporase. Me preguntaba si se había dado una conspiración semejante en la historia de la guerra: dos generales decididos a llevar deliberadamente a la derrota a su propio ejército, confabulados en secreto con un agente del enemigo, mientras sus comandantes esperaban fuera, impacientes, una orden suya que (con suerte) les enviaría al desastre. Se podría pensar que no, pero conociendo la naturaleza humana y la mentalidad militar, no apostaría lo contrario.
Me quedé escondido cuando Lal y Tej salieron por la tarde para anunciar sus intenciones a los comandantes de división. Lal estaba muy guapo con su armadura plateada, con un brillo de desesperación en los ojos —mitad miedo, mitad hachís, supongo— y dieron su conferencia a caballo, con Firozpur a la vista. Tej me dijo más tarde que el visir estaba en plena forma, explicando mi plan como un sargento de instrucción y desechando cualquier atisbo de oposición, que, por otra parte, fue menos de la que yo temía. El hecho era, ya ven, que la estrategia parecía bastante buena, pero lo que más les impresionó, aparentemente, fue la negativa de Lal a enfrentarse a cualquier oficial que no fuera el propio Gough. Aquello demostraba orgullo y confianza, así que lanzaron vítores y gritos de impaciencia. No podían esperar para ponerse en marcha. Los gorracharra estaban ya cabalgando hacia el este antes de anochecer, y Tej, por su parte, con grandes aspavientos, ordenó movilizar a sus tropas de a pie y sus cañones, los mensajeros cabalgaron en todas direcciones, las cornetas sonaron y el comandante en jefe finalmente se retiró a la tienda de Lal, habiendo dictado tal embrollo de órdenes que con un poco de suerte costaría días desenmarañarlo.
La escena final de la comedia tuvo lugar aquella noche antes de que yo me alejara. Lal estaba ansioso por enviarme directamente a Gough, para que le dijera lo buenos chicos que eran Lal y Tej al ofrecer el khalsa para su destrucción, pero yo no iba a hacerlo. Gough podía estar en cualquier parte en el este, más allá del horizonte, y yo no tenía ninguna intención de buscarlo por todo el país, que a esas horas estaría hirviendo de gorracharra. «Sería mucho mejor —dije— si yo cabalgaba un par de kilómetros hacia Firozpur.» Littler procuraría que Gough tuviera las buenas noticias a su debido tiempo (y Flashy podría tomarse un bien ganado descanso). Tej estuvo de acuerdo, y dijo que yo debía ir bajo la bandera de la paz, simulando llevar la petición final de rendición del visir a Littler. Lal dudó, pero Tej se emocionó cada vez más, señalando el riesgo de que yo tratara de introducirme a escondidas por las líneas de Littler sin ser visto.
—¿Y si le dispara un centinela? —chilló, meneando sus rechonchas manos—. ¡Entonces el Jangi lat nunca sabría nuestra buena voluntad hacia él, o los planes que hemos hecho para la destrucción de esos cerdos del khalsa! ¡Y nuestro querido amigo —que era yo— habría muerto en vano! ¡No hay que pensar siquiera en eso! —A cada momento me gustaba más el estilo de Tej Singh.
—¿Pero no sospecharán una traición los coroneles si ven que enviamos un correo a Littler sahib? —gritó Lal. El tipo se había derrumbado por entonces, y estaba exhausto en su lecho de seda, reprochándose su propia estupidez.
—¡Ni siquiera lo sabrán! —exclamó Tej—. Piénsalo… ¡una vez nuestro querido bahadur haya hablado con Littler sahib, nuestro crédito con el Sirkar estará asegurado! ¡Ocurra lo que ocurra, nuestra amistad quedará absolutamente clara!
Eso era lo más importante para él: quedar bien con Simla, le ocurriese lo que le ocurriese al khalsa. Incluso propuso que yo llevase un mensaje escrito, expresando la inquebrantable devoción de Lal al Sirkar; sería mucho más convincente que unas simples palabras. Eso horrorizó a Lal hasta tal punto que casi se escondió bajo las sábanas.
—¿Un mensaje escrito? ¿Estás loco? ¿Y si se pierde? ¿Vaya firmar acaso mi propia pena de muerte? —gesticuló con pasión—. ¡Escríbelo tú, si quieres! ¡Anuncia tu propia traición, pon tu firma! ¿Por qué no? Tú eres el comandante en jefe, pedazo de cerdo seboso…
—¡Y tú eres el visir! —replicó Tej—. Éste es un asunto de alta política y yo no soy más que un simple soldado. —Se encogió de hombros complaciente—. No tienes que decir nada de temas militares; una simple expresión de amistad bastará.
Lal dijo que antes se condenaría, y siguieron gruñendo y parloteando, mientras Lal se quejaba y arrugaba la ropa de la cama. Finalmente se rindió y escribió la nota siguiente a Nicolson, el político: «Yo he traicionado al khalsa. Conoces mi amistad por los británicos. Dime qué hacer».[104] Se resistió a la hora de firmar, sin embargo, y después de más quejas y porfías, Tej se volvió hacia mí.
—Eso bastará. ¡Dígale a Nicolson sahib que es del visir!
—¡De los dos, gordo bastardo! —exclamó Lal—. ¡Acláreselo bien, Flashman bahadur! ¡De ambos! ¡Y dígale, en el nombre de Dios, que nosotros y la bibi sahiba[105] somos sus leales amigos, y que les rogamos que destrocen a estos badmashes y burchas[106] del khalsa, y nos liberen de todo este mal! ¡Dígaselo!
Así que de madrugada, un jinete gorracharra con la pata coja y una bandera blanca en la lanza cabalgaba de las líneas del khalsa a Firozpur, dejando atrás a dos generales sijs, uno gordo y asustado y otro con un ataque de histeria y un cojín apretado contra la cara, ambos conscientes de que habían cumplido con su deber, sin duda alguna. En cuanto a mí, cabalgué menos de un kilómetro y me senté bajo un espino para esperar al amanecer; en primer lugar, ahora que estaba tan cerca de casa, quería un momento para pensar la manera de obtener el mayor rendimiento posible de mi inesperada llegada con tan importantes noticias, y por otro lado, con bandera blanca o no, no me arriesgaba a recibir una bala de un cipayo nervioso a media luz. Estaba mortalmente cansado debido a la falta de sueño, el miedo y la angustia física, pero era un hombre feliz, se lo aseguro…, y mucho más feliz aún tres horas más tarde, cuando fui admitido por un centinela del 62 cuya petición de santo y seña fue música para mis oídos, y me dirigí cojeando penosamente a la presencia de Peter Nicolson, que me había visto atravesar el Satley hacía tres meses.
Al principio no me reconoció, y luego se puso en pie de golpe, sujetándome mientras yo me movía artísticamente, rechinando los dientes con valentía al sentir el agónico dolor de mi tobillo (que estaba ya mucho mejor, por cierto).
—¡Flashman!, ¿qué demonios está usted haciendo aquí? Pero hombre de Dios, está usted… ¿Está herido?
—¡Ah, no importa! —jadeé yo, dejándome caer en su catre—. Un pequeño recuerdo de una mazmorra del khalsa, no es nada. Vea, Peter, no hay tiempo que perder —le tendí la nota de Lal y le expliqué el meollo del asunto en pocas frases, insistiendo en que un jinete debía ir rápidamente a avisar a Gough y hacerle saber que los filisteos se iban a desplazar y estaban preparados para ser completamente derrotados. Y no añadí «cortesía del señor Flashman», porque era una conclusión que ellos solos podían sacar fácilmente.
Era un buen político, Nicolson: lo cogió todo enseguida, ladró a su ordenanza que trajera al coronel Van Cortlandt, me estrechó la mano encantado, dijo que apenas podía creerlo, pero que era lo mejor que había oído en toda su vida: yo, disfrazado, me había infiltrado en el khalsa había estado con Lal y Tej, les había hecho dividir sus fuerzas, y ahora venía con sus planes. Dios mío, nunca había oído nada semejante, etc., etc.
Jalalabad de nuevo, pensé yo muy contento, y mientras él salía gritando que un jinete debía ir directamente a Littler, que estaba fuera de reconocimiento, yo me incorporé para echarme un vistazo en el espejo encima de su lavabo. Dios, parecía el último superviviente de Fuerte Nadie… ¡Tremendo! Me recosté de nuevo en el catre y tuvieron que reanimarme con brandy cuando volvieron él y Van Cortlandt, llenos de preguntas. Yo volví en mí valientemente, y describí en detalle lo que les había dicho a Lal y Tej que hicieran. Van Cortlandt, de quien había oído decir que fue mercenario de Runjeet Singh y era un pájaro de cuidado, se limitó a asentir torvamente, mientras Nicolson se golpeaba la frente.
—¡Vaya pareja de desalmados! ¡Vender a sus propios camaradas, los muy cerdos! ¡Dios mío, eso es increíble!
—No, no lo es —dijo Van Cortlandt—. Coincide exactamente con nuestra información de que el durbar quiere que el khalsa sea destruido, por lo que yo sé de Lal Singh —me miró, frunciendo el ceño—. ¿Cuándo supo usted que estaban dispuestos a venderse? ¿Se acercaron a usted en Lahore?
Aquél era el momento para ensayar mi mueca de chico cansado, lanzando un pequeño gemido mientras movía la pierna. Le podía haber contado todo el espantoso cuento de cabo a rabo, y hacer que se le pusieran los pelos de punta, pero no era la forma adecuada de hacerlo, ya se lo imaginarán. Informal y lacónicamente, así tenía que contarlo, y dejando que su imaginación hiciera el resto. Sacudí la cabeza, con aire cansado.
—No, señor, yo me acerqué a ellos… sólo hace unas horas, en su campamento de ahí. Supe dos noches antes en Lahore que estaban dispuestos a convertirse en traidores…
—¿Quién se lo dijo? —pidió Van Cortlandt.
—Quizá sería mejor que todavía no se lo dijese, señor. —No iba a dejar que Gardner se llevase el mérito, cuando yo había hecho todo el condenado trabajo—. Pensé que era mejor ir a ver a Lal, y ver cómo estaban las cosas. Pero tuve un montón de problemas para salir de Lahore. El hecho es que si el viejo Goolab Singh no hubiera aparecido en una esquina…
—¡Goolab Singh! —gritó él, incrédulo.
—Pues sí, tuvimos que abrirnos paso, ¿saben?, pero él no está ya tan ágil como antes… y yo estaba averiado, por decirlo así, y… bueno, los bulldogs del khalsa me agarraron.
—¡Había dicho usted algo acerca de una mazmorra! —gritó Nicolson.
—¿Sí? Ah, bueno… —dije, displicente, y entonces me mordí el labio, y moví el pie—. No, no, no se preocupe, Peter. Dudo que esté roto. Sólo ayúdeme un poco… ¡Ah! —apreté los dientes, me recuperé y hablé rápidamente a Van Cortlandt—. Pero, vea, señor… lo que ocurrió en Lahore no importa. Ni cómo conseguí llegar hasta Lal. Lo que importa es lo que él y Tej están haciendo ahora, ¿no lo comprende? Debemos avisar a sir Hugh Gough…
—¡Lo haremos, no tema! —dijo Van Cortlandt, con aspecto comprensivo y emocionado—. Flashman… —dudó, asintió y me dio una palmada en el hombro—. Descanse, muchacho. Nicolson, debemos ver a Littler tan pronto como vuelva. Mande a dos jinetes… ¡este mensaje no se puede perder! Veamos ese mapa. Si Gough se está aproximando a Maulah, y los sijs han alcanzado Firozabad, se encontrarán en Moodkee… ¡en unas pocas horas! Bueno, ¡toquemos madera! Mientras tanto, joven Flashman, haremos que le miren esa pierna… ¡Oh, Dios mío, se ha quedado dormido!
Hubo una pausa.
—Suele pasar, cuando alguien ha pasado un mal trago —dijo Nicolson ansiosamente—. Dios sabe lo que le habrán hecho. Quiero decir, ¿cree usted que esos cerdos le habrán torturado? Bueno, él no nos lo ha contado, pero…
—No es el tipo de hombre que cuenta esas cosas, por lo que he oído de él—dijo Van Cortlandt—. Sale me dijo que después de lo del fuerte Piper no le pudieron sacar ni una palabra… acerca de sí mismo, quiero decir. Sólo acerca de… sus hombres. Cielos… ¡si es sólo un chaval!
—Broadfoot dice que es el hombre más valiente que ha conocido nunca —dijo Nicolson con emoción mal reprimida.
—Pues ya ve, ahí lo tiene. Vamos, tenemos que encontrar a Littler.
¿Ven lo que quiero decir? Aquello se había extendido por todo el campamento al cabo de una hora, y por todo el ejército poco después. El bueno de Flashy lo había conseguido otra vez, y, en esta ocasión, me dije a mí mismo: ¿no me merecía acaso su buena opinión, aunque hubiera hecho todo el camino aterrorizado? Me sentí muy virtuoso y representé encantado el papel de herido, tratando de mantenerme en pie y haciendo que ellos tuvieran que sujetarme cuando volvieron finalmente con Littler, un tipo muy tieso que parecía como si se hubiera tragado un atizador. Iba muy pulido con sus pantalones inmaculados, el mentón levantado y las manos detrás de la espalda mirándome con curiosidad. «Más cumplidos», pensé yo, hasta que habló con un tono frío y displicente.
—Veamos si entiendo esto. Dice usted que veinte mil jinetes sijs están desplazándose para atacar al comandante en jefe… y que eso se debe a una sugerencia suya. Ya veo —aspiró aire lentamente por su delgada nariz, y seguramente los ojos de una cobra hubieran mostrado una expresión más amable—. Usted, un oficial político sin experiencia, tomó a su cargo la dirección del curso de la guerra. ¿No creyó conveniente, aunque sabía que esos dos traidores estaban decididos a la derrota, pedir consejo al oficial superior más cercano… como yo mismo, para que sus acciones pudieran ser dirigidas por alguien con una experiencia militar menos limitada? —Hizo una pausa, con la boca cerrada herméticamente—. ¿Y bien, señor?
No sé lo que pensé, sólo lo que dije, una vez me hube recuperado de la conmoción al oír el helado sarcasmo de aquel hijo de perra.
Era tan inesperado que sólo pude exclamar:
—¡No había tiempo, señor! Lal Singh estaba desesperado… ¡Si no le hubiera dicho nada, Dios sabe lo que habría hecho! —Nicolson estaba de pie en silencio; Van Cortlandt tenía el ceño fruncido—. ¡Yo… yo actué como creí mejor, señor! —Podía haber estallado en lágrimas.
—Sí, claro —sonaba como un tajo con un sable—. ¿Y a partir de su vasta experiencia política, usted deduce que la desesperación del visir es… genuina, y que él va a seguir sus ingeniosas instrucciones? Por supuesto, él no podía estar engañándole… y quizá tomando otras disposiciones bastante diferentes con su ejército…
—Con mis respetos, señor —intervino Van Cortlandt—, estoy bastante seguro…
—¡Gracias, coronel Van Cortlandt! Reconozco su preocupación por un compañero oficial político. Sin embargo, ahora no me interesa su convicción, sino la del señor Flashman.
—¡Dios! Sí, estoy seguro.
—No blasfeme usted en mi presencia, señor. —La acerada voz no se elevó ni un ápice. Morosamente, continuó—: Bueno, debemos confiar en que tenga usted razón. ¿No es así? Debemos resignarnos al hecho de que el destino del ejército reside en la habilidad estratégica de un subalterno autosuficiente. Distinguido a su manera, no lo dudo —me dirigió una última y dura mirada—. Desgraciadamente, esa distinción no ha sido ganada en el mando de una formación más amplia que un simple pelotón de caballería.
Yo perdí la cabeza y los nervios también. No puedo explicarlo, porque soy una persona completamente incapaz de desafiar a la autoridad… quizá fue la socarrona voz y la desdeñosa mirada, o el contraste con la simpatía de Van Cortlandt y Nicolson, o el miedo y el dolor y el agotamiento de semanas de esfuerzos, o la simple y llana injusticia, cuando por una vez había hecho las cosas lo mejor que había podido y había cumplido con mi deber (aunque no tenía mucha elección, desde luego), ¡y ése era todo el agradecimiento que obtenía! Bueno, aquello ya pasaba de la raya, y yo me incorporé en la cama, casi sollozando de rabia e indignación.
—¡Demonios! —aullé—. ¡Muy bien, señor! ¿Qué debería haber hecho? ¿Aún no es demasiado tarde? ¡Dígame qué es lo que usted hubiera hecho y volveré cabalgando hasta Lal Singh en este mismo momento! ¡Debe de estar todavía escondiéndose en la cama, estoy seguro de ello, a menos de tres malditos kilómetros de aquí! Estará muy contento de cambiar sus órdenes, si sabe que provienen de usted… señor.
Yo sabía, aun con aquel ataque de cólera infantil, que no existía ni la más remota posibilidad de que él me tomara la palabra, por eso me limitaba a maldecir un poco, pueden estar seguros. Nicolson me sujetaba por el brazo, rogándome que me calmara, y Van Cortlandt murmuraba sus excusas.
Littler no movió ni un músculo. Esperó hasta que Nicolson me tranquilizó.
—Dudo que eso fuera prudente —dijo tranquilamente—. No. Sólo podemos esperar los acontecimientos. Tanto si nuestros mensajeros encuentran a sir Hugh como si no, tendrá que enfrentarse a la batalla que usted, señor Flashman, ha hecho inevitable. —Se adelantó Un poco para mirarme, y su expresión era impasible como el granito—. Si todo sale bien, él y su ejército recibirán, muy adecuadamente, todo el mérito. Si, por el contrario, es derrotado, usted, señor —inclinó la cabeza hacia mí—, soportará solo toda la culpa. Sí, desde luego que le echarán la culpa, probablemente le encarcelarán, incluso es posible que le fusilen. —Hizo una pausa—. No me malinterprete, señor Flashman. Las preguntas que le he hecho son solamente las que le haría la acusación ante un consejo de guerra… un procedimiento en el cual, se lo aseguro, yo sería el primer testigo a su favor, y afirmaría que, a mi juicio, usted ha cumplido con su deber con ejemplar coraje y resolución, y de acuerdo con la más noble tradición del servicio de las armas.