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Tendrían ustedes grandes dificultades en encontrar en el mapa hoy día Firozabad (o Pheeroo Shah, como lo llaman los puristas punjabíes). Es una pequeña aldea a medio camino entre Firozpur y Moodkee, pero a su manera es un lugar más grande que Delhi, Calcuta o Bombay, porque fue allí donde se decidió el destino de la India… por medio de la traición, la locura y un estúpido coraje más allá de todo lo imaginable. Y en su mayor parte, por pura casualidad.
Allí fue donde Lal Singh, siguiendo mi consejo, había dejado la mitad de sus fuerzas cuando fue a encontrarse con Gough, y allí se retiró su maltratada vanguardia después de Moodkee. Así que allí estaba él, con veinte mil hombres y cien espléndidos cañones, todos bien atrincherados y protegidos como gusanos en su capullo. Y Gough debía atacarles de una vez, porque, ¿cómo sabíamos que Tej Singh, perdiendo el tiempo ante Firozpur a veinte kilómetros de allí, no iba a verse forzado por sus coroneles a hacer algo sensato y unirse a Lal, y por tanto enfrentarse a Paddy con un khalsa de unos cincuenta mil hombres, superándonos en más de tres a uno?
Así que salimos corriendo hacia Moddkee al día siguiente. El último de los muertos fue enterrado a toda prisa, la infantería nativa se desplegó para realizar una marcha nocturna, el 29 vino desde el camino de Umballa, con sus rojas casacas tan amarillas como sus caras por el polvo y la banda tocando Royal Windsor, los elefantes barritando cuando cargaban las piezas pesadas, los camellos chillando en las líneas, los compañeros gritando y agitando papeles ante todas las tiendas, los carros de municiones corriendo, y Gough en mangas de camisa y en una mesa al aire libre con su plana mayor en torno a él. Y una mirada atenta también habría descubierto una figura robusta echada en un charpoy con una pierna cubierta hasta la rodilla por un enorme vendaje, maldiciendo la suerte que le mantenía fuera de la diversión.
—Oye, Cust —gritó Abbott—, ¿has visto? ¡Flashy ha cogido la gota! ¡Tiene que tomar caldo de buey y sales, e infusión de kameela dos veces al día!
—Eso le pasa por jugar con maharanís en Lahore, diría yo —replicó Cust—, mientras el resto de nosotros, pobres políticos, tenemos que trabajar para vivir.
—¿Cuándo demonios han trabajado los políticos? —preguntó Rore—. Quédate donde estás, Flashy, y apártate del sol. ¡Si te cansas te llevaremos en brazos para que les des con tu muleta a los sijs!
—¡Espera a que pueda andar y yo te daré con algo más que con una muleta! —exclamé—. Vosotros, chicos, os creéis muy listos… ¡Me pondré delante de todos muy pronto, ya lo veréis! —ante lo cual todos se rieron de mí y dijeron que me dejarían a unos cuantos sijs heridos para que yo los rematara. Comentarios simpáticos, y nada más. El propio Broadfoot me había declarado fuera de combate, y fui objeto de chistes entre los bromistas, pero Gough insistió en que debían llevarme a Firozabad de todos modos, para que tomara nota de las bajas, porque parecía probable que hubiera un montón.
—Aunque no pueda cabalgar, puede escribir —dijo Paddy—. Además, si conozco bien al chico, estará al pie del cañón antes de que todo acabe —«vive esperando, viejo Paddy», pensé yo; había esperado que me dejaran atrás con los heridos en Moodkee, pero al menos estaría fuera del camino en el cuartel general mientras los demás emprendían el trabajo serio.
Broadfoot y sus afganos estuvieron fuera todo el día, supervisando las posiciones sijs, así que no les vi. Sentía frío y calor a intervalos cuando pensaba en la horrorosa perspectiva que él había desplegado ante mí la noche anterior: introducirme de nuevo en Lahore disfrazado, sin duda para llevar mensajes de traición a Jeendan, y mantener los ojos abiertos con ella y su corte de serpientes… ¿Cómo demonios iba a hacer yo aquello, y por qué? Pero debía esperar hasta que llegase el momento; ya lo averiguaría muy pronto.
Nos pusimos en marcha después de un día de confusos preparativos, en las heladas horas de la madrugada, el ejército en columnas de marcha y su humilde servidor llevado en un dooli[112] por unos subordinados, lo cual causó mucha hilaridad entre los oficiales de a caballo, que se paraban junto a mí para preguntarme si me apetecían unas gachas o necesitaba una bolsita de agua caliente para calentarme los pies. Yo respondí con bruscas réplicas… y noté que a medida que la marcha progresaba, los bromistas se iban quedando silenciosos. Se empezaron a oír los tambores sijs poco después del amanecer, y a las nueve nos desplegábamos a la vista de Firozabad. Pedí a mis porteadores que me dejaran en un pequeño bosquecillo no lejos del cuartel general, para alejarme del calor… con interesantes resultados, como verán pronto. Ya que mientras la mayoría de lo que les cuento de aquel importante día es de oídas, un incidente vital tuvo lugar bajo mis mismísimas narices. Esto fue lo que ocurrió.
Los exploradores habían informado de que aquel lugar estaba fuertemente atrincherado por todos lados, en dos kilómetros cuadrados en torno al pueblo, con los cañones pesados de los sijs entre las colinas y zanjas que lo rodeaban. Por tres lados había frondosos bosques que dificultarían nuestro ataque, pero en el lado este, frente a nosotros, había una plana maidan, y Gough, un hombre honesto, sólo podía ver un camino… a campo abierto y atacarles directamente, confiando en que las bayonetas de sus doce mil pudieran con los veinte mil hombres del khalsa. Durante la noche, Littler había salido de Firozpur con sus siete mil casi completos, dejando a Tej que guardara una ciudad vacía. La intención de Paddy era conducir a los sijs fuera de Firozabad hacia el camino de Littler, pero no estaba seguro.
De todos modos, yo estaba reclinado a la sombra en mi dooli, comiendo un poco de pan y carne y dando alegres caladas a mi cigarro, admirando la vista de nuestro ejército desplegado delante de mí y sintiéndome muy patriótico, cuando hubo una conmoción a cincuenta metros de allí, donde desayunaba la plana mayor del cuartel general. «Hardinge, que trata de acaparar la mermelada de nuevo», pensé, pero cuando miré hacia allí, él mismo en persona se dirigía a grandes zancadas hacia mi bosquecillo, con aire decidido, y cinco metros detrás venía Paddy Gough con su guerrera blanca ondeando y echando chispas por los ojos. Hardinge se detuvo en el interior del bosquecillo y dijo:
—¿Y bien, sir Hugh?
—¡Muy bien, sí señor, sir Henry! —gritó Paddy furioso, más irlandés que nunca—. Se lo diré de nuevo: ¡está a punto de presenciar la mejor victoria que nunca se ha ganado en la India, por Dios bendito, y…!
—¡Y yo le diré, sir Hugh, que ni hablar! ¡Pero hombre, si le superan a usted dos a uno en hombres, e incluso más en cañones! ¡Y ellos están a cubierto, señor!
—¿Y cree usted que no lo sé? ¡Sigo diciéndole que pondré Firozabad en sus manos al mediodía! ¡Mi querido señor, nuestra infantería no es como la portuguesa!
Aquélla fue una observación irónica a beneficio de Hardinge, que estuvo sirviendo con los portugueses. Su tono era glacial cuando replicó:
—No puedo hacerlo. Debe esperar a que llegue Littler.
—¡Si esperamos tanto, hasta los conejos saldrán corriendo de Firozabad! ¡Es el día más corto del año, hombre! Y ahora dígame, con franqueza… ¿quién dirige este ejército?
—¡Usted! —exclamó Hardinge.
—¿Y no me ofreció usted acaso sus servicios como soldado en lo que pudiera necesitar? ¡Lo hizo! ¡Y yo acepté, agradecido! Pero parece que usted no quiere seguir mis órdenes…
—¡En el campo de batalla, señor, yo le obedeceré sin duda! Pero como gobernador general yo, si es necesario, ejerceré mi autoridad civil sobre el comandante en jefe. ¡Y no arriesgaré al ejército en una empresa como ésta! Vamos, mi querido sir Hugh —siguió, tratando de suavizar las cosas, pero Paddy no estaba de buen humor.
—¡Resumiendo, sir Henry, que está usted cuestionando mi juicio militar!
—A ese respecto, sir Hugh, yo he sido soldado durante tanto tiempo como usted…
—¡Ya lo sé! ¡También sé que no ha olido la pólvora desde Waterloo, y todas las lecciones de la academia militar no forman a un general de campo! ¡Así que no me venga con tonterías!
Hardinge era un hombre de academia; Paddy, como ustedes habrán sospechado ya, no lo era.
—¡Esto es poco apropiado, señor! —dijo Hardinge—. Nuestras opiniones difieren. Como gobernador general, le prohíbo taxativamente un ataque hasta que esté usted apoyado por sir John Littler. Ésta es mi última palabra, señor.
—Y ésta es la mía, señor… ¡pero tendré otra más tarde! —gritó Paddy—. Si sucede lo que yo creo y nuestros compañeros se matan entre sí en la oscuridad, como hicieron en Moodkee… ¡bueno, señor, no me haré responsable de ello!
—¡Gracias, sir Hugh!
—¡Gracias, sir Henry!
Y allá fueron los dos, después de una conferencia única, creo, en la historia militar.[113] Respecto a quién de los dos tenía razón, sólo Dios lo sabe. Por una parte, Hardinge tenía que pensar en toda la India, y las probabilidades le asustaban. En cambio Paddy era el soldado luchador, loco como una cabra, por supuesto, pero conocía a los hombres y el terreno y el olor de la victoria o la derrota. Si me preguntan, yo diría que el tema estaba igualado, a cara o cruz.
Así que Hardinge se salió con la suya, y el ejército se dirigió de nuevo al sudoeste, para encontrarse con Littler, cruzar el frente sij con nuestro flanco abierto de par en par como una puerta de granero por si querían venir y caer sobre nosotros. No lo hicieron, gracias a Lal Singh, que rehusó moverse mientras sus oficiales se tiraban de los pelos ante la oportunidad perdida. Littler apareció en Shukoor, y nuestras fuerzas se volvieron hacia el norte de nuevo, ahora con dieciocho mil hombres, y atacaron Firozabad.
No vi la batalla porque estaba instalado en una choza en Misreewallah, a más de dos kilómetros de allí, rodeado por escribientes y mensajeros, bebiendo ponche mientras esperaba la factura del carnicero. Así que no adornaré los hechos desnudos: pueden ustedes leer el horror en los relatos oficiales, si son curiosos. Yo lo oí, sin embargo, y vi los resultados; eso fue suficiente para mí.
Aquello fue espantoso por ambas partes. Gough tuvo que lanzar a sus fuerzas en un asalto frontal hacia las trincheras sur y oeste, que eran las más fuertes, cuando el sol estaba ocultándose. Los nuestros se vieron atrapados en una descarga de metralla y mosquetería, y con minas estallándoles bajo los pies, pero aun así atacaron a bayoneta calada y sacaron a los sijs de su campamento y del pueblo que había más allá. Al anochecer, el almacén de los sijs explotó, y pronto hubo fuego por todas partes y fue una verdadera carnicería, pero había tal confusión en la oscuridad, con regimientos enteros perdidos y Harry Smith, como de costumbre, a kilómetros por delante de todos los demás, que Gough decidió reagruparse… y anunció la retirada. Así que los nuestros, teniendo ya Firozabad en sus manos, la abandonaron de nuevo. Los sijs, en cambio, volvieron, recuperaron las trincheras que nosotros habíamos tomado a un coste tan elevado, y se preguntaron por qué nos íbamos. Y volvimos al principio, en aquella noche helada, con los tiradores del khalsa, de excelente puntería, diezmando nuestras posiciones.
Sí señor. Y Lumley, el ayudante general, se levantó de su mecedora y corrió diciéndole a todo el mundo que debíamos retirarnos de Firozpur. Felizmente, nadie le hizo caso.
Mis recuerdos de aquella noche son un poco confusos. Firozabad, a tres kilómetros de distancia, era como una visión del infierno, un mar de llamas bajo unas nubes rojas y explosiones por todas partes, hombres que andaban vacilantes en la oscuridad, llevando a cuestas a sus camaradas heridos; la larga masa oscura de nuestros vivacs en campo abierto, y los incesantes gritos y gemidos de los heridos a lo largo de toda la noche; unas manos ensangrentadas que ponían ante mis ojos papeles ensangrentados, a la luz de la linterna. Recuerdo que Littler perdió 185 hombres en sólo diez minutos. También me acuerdo del estrépito de nuestra artillería ante los tiradores sijs, de Hardinge, sin sombrero y con la casaca ensangrentada, diciendo: «Charles, ¿dónde está el Noveno? ¡Tengo que visitar a mis viejos peninsulares! Mira si tienen una dama en los barracones, ¿eh?».[114] Un cabo del 62, con los pantalones empapados en sangre, sentado ante la puerta de mi choza con el costurero abierto, cosía cuidadosamente un roto en el ala de su sombrero; el toque de las cornetas y el redoblar de los tambores hacían sonar la alarma mientras se reagrupaba a un regimiento para hacer una incursión contra el emplazamiento de un cañón sij; un dragón ligero, con la cara negra de pólvora, y un flacucho y pequeño bhisti[115] llevaban cubos en las manos, y el «dragón» gritaba que quién echaba una carrera con ellos hasta el pozo, porque Bill necesitaba agua y los chaggles[116] estaban secos; el principito germano que jugaba al billar mientras yo me lo hacía con la señora Madison, metió la cabeza en mi tienda para preguntar educadamente si el doctor Hoffmeister, del cual nunca había oído hablar yo, estaba en mis listas… No estaba, pero seguro que había muerto. Y una ronca voz cantaba bajito en la oscuridad:
Me envolverás en mi chaqueta encerada,
cuando muera y me vendrán a buscar, a buscar
seis lanceros altos y fuertes,
con lentos pasos al andar, al andar.
Pedirás luego seis copas de brandy,
y en fila las colocarás, las colocarás.
Fui cojeando hacia el cuartel general con mi innecesaria muleta, para husmear por allí. Había una gran basha[117] vacía, llena de tipos enroscados dormidos en el suelo, y al fondo, Gough y Hardinge con un mapa encima de las rodillas, y un ayudante sujetando una lámpara. Junto a la puerta, Baxu el mayordomo y el joven Charlie Hardinge estaban haciendo una maleta; les pregunté qué pasaba.
—Me voy a Moodkee —dijo Charlie—. Currie debe estar preparado para quemar sus papeles.
—¿Cómo… entonces todo ha acabado?
—Está a punto, en cualquier caso. Una pregunta, Flashy, ¿has visto al comedor de coles… el príncipe Waldemar? ¡Tengo que sacarle de aquí, maldito sea! ¡Condenados civiles! —dijo Charlie, que, por otra parte, era también un civil, haciendo de secretario de papá—, creen que la guerra es un recorrido turístico. —Baxu le alcanzó una espada de ceremonia y Charlie rió.
—¡No debemos olvidarnos de esto, Baxu!
—¡No, sahib! ¡Wellesley sahib se disgustaría mucho!
Charlie la metió debajo de su casaca.
—No me importaría ver entrar a su propietario en este mismo momento, sin embargo.
—¿Quién es? —pregunté.
—Bony. Wellington se la dio al gobernador después de Waterloo. No podemos dejar que el khalsa se apodere del arma personal de Napoleón, ¿verdad?
No me gustaba ni un pelo todo aquello… Cuando los jefazos empiezan a mandar sus objetos de valor lejos, Dios ayude al resto de la gente. Le pregunté a Abbott, que estaba fumando junto a la puerta, con el brazo ensangrentado y en cabestrillo, qué se estaba cociendo.
—Vamos a atacar de nuevo al amanecer. Nada menos. Con sólo media ración para cada uno y esos cañones. O Firozabad, o dos metros bajo tierra. Algunos asnos hablan de poner condiciones, o de irnos a Firozpur, pero el gobernador general y Paddy les harán cambiar de opinión. —Bajó la voz—. ¿Sabes?, no sé si podremos soportar otro día como el de hoy… ¿Qué tal está la lista de pensiones?
Quería decir las bajas.
—Más o menos… uno de cada diez.
—Podría ser peor… pero no hay ni un solo hombre entero entre los oficiales —dijo—. Ah, ¿no te has enterado? Georgie Broadfoot ha muerto.
No entendí lo que me decía. Oí las palabras, pero al principio no significaban nada, y simplemente me quedé mirándole mientras él seguía:
—Lo siento. Era amigo tuyo, ¿verdad? Estaba con él, ¿sabes? ¡Ha sido horrible! Yo estaba herido… —Se tocó el cabestrillo— y pensaba que estaba listo, cuando aparece el viejo Georgie cabalgando y grita: «¡Levántate, Sandy! ¡No puedes echarte a dormir ahora!». Así que salté, y Georgie cayó de la silla, herido en la pierna, pero se levantó de nuevo, y me dijo: «¡Así me gusta!, ¿lo ves? ¡Vamos!». Parecía que llovía metralla desde la trinchera sur, y un segundo después, cayó de nuevo. Así que grité: «¡Vamos, George! ¡Ahora eres tú el que te duermes!». —Buscó algo en su camisa—. Y… aquí están, como recuerdo del viejo y querido amigo. ¿Las quieres? Tómalas.
Eran las gafas de George, con un cristal roto. Las cogí, incrédulo. Ver muerto a Sale ya había sido bastante malo, ¡pero Broadfoot! El gran gigante rojo, siempre ocupado, siempre tramando algo… No había nada que pudiera acabar con él, ¿verdad? No, él entraría en cualquier momento en la tienda, maldita sea… Sin saber por qué, miré a través del cristal que quedaba entero, y no pude ver nada: debía de estar ciego como un murciélago sin aquellas gafas… y comprendí que él estaba muerto, que nadie iba a mandarme de nuevo a Lahore… ¡y que no había necesidad de ello! Cualquier plan que George tuviera en mente había muerto con él, porque ni siquiera Hardinge conocía todos los detalles. Así que yo estaba libre, y el alivio que sentí me invadió, haciéndome temblar, y me atraganté entre las lágrimas y la risa…
—¡Venga, no te derrumbes! —gritó Abbott, cogiéndome por la muñeca—. No temas, Flashy… ¡Les haremos pagar por lo de George, ya verás! ¡Si no, nos perseguirá eternamente el espíritu del viejo rufián, con gafas y todo! ¡Estamos obligados a tomar Firozabad!
Y lo hicieron por segunda vez. Allá fueron, británicos y cipayos, en desiguales líneas rojas bajo la niebla del amanecer, con los cañones retumbando por encima de sus cabezas y las trincheras del khalsa ardiendo en llamas. Los cañones sijs batían los regimientos que avanzaban y hacían puntería en nuestros carros de municiones, de modo que nuestras filas parecían ir moviéndose entre columnas de espesas nubes, con los blancos rastros de nuestros cohetes Congreve perforando el humo negro. «Es la última locura», pensé yo, mirando aterrorizado desde la retaguardia, porque ellos no tenían derecho siquiera a seguir en pie, y no digamos a avanzar entre aquella tempestad de metal, exhaustos, medio muertos de hambre, helados de frío y apenas con un sorbo de agua para todos, con Hardinge cabalgando a la cabeza, la manga vacía metida en el cinturón, diciéndoles a sus ayudantes que no había visto nada como aquello desde que dejó España, y Gough dirigiendo por la derecha, desplegando los faldones de su guerrera blanca para que le vieran mejor. Y luego se desvanecieron entre el humo las líneas desiguales y los desgarrados estandartes y los brillantes sables de la caballería… Yo di gracias a Dios por estar aquí y no allí, dirigiendo a un coro de artilleros que dieron tres hurras por nuestros valientes camaradas. Luego me condujeron de vuelta a la sombra para un merecido desayuno de pan y brandy.
Como era nuevo en aquellas lides, esperaba que dieran media vuelta de inmediato, en sangriento…, pero estaban lejos de nuestra vista, atacando las defensas de nuevo y avanzando hacia Firozabad como un puño de acero, y a eso de mediodía no había ni un punjabí vivo en la posición y les habíamos tomado setenta cañones. No me pregunten cómo… Dicen que algunos de la infantería del khalsa habían desertado por la noche, y el resto estaba desorientado porque Lal Singh y sus amigos habían volado y los akalis clamaban por su sangre… Para mí que eso no lo explica todo. Seguíamos sin superarles en número, y tenían la ventaja de la defensiva, y siguieron disparando sus cañones hasta el final… Así que, ¿cómo les vencimos? No lo sé, yo no estaba allí… Tampoco entiendo lo de Alma y Balaclava y Cawnpore y sí que estuve allí metido de lleno, y no fue culpa mía.
No soy uno de esos tipos chovinistas y no juraré que los soldados británicos son más valientes que los demás… Ni siquiera, como dijo Charlie Gordon, que son valientes durante un ratito más que los otros. Pero sí juraré que no hay soldado en la tierra que crea con tanta fuerza en el coraje de los hombres que le rodean…, y eso vale una división extra en cualquier situación. A menos que no estén junto a mí, claro está.
Toda la mañana siguieron llegando heridos, pero menos que el día anterior, y ahora estaban exultantes. Dos veces habían batido al khalsa a pesar de todos los pronósticos, y no habría un tercer Firozabad, no con las fuerzas de Lal en franca huida hacia el Satley, y nuestra caballería supervisando su retirada.
—Tik hai, Johnnie! —rugía un sargento del 29, cojeando junto a un naik de la infantería nativa; entre los dos tenían sólo dos piernas buenas, y usaban sus mosquetes como muletas—. ¿Quién va a traer un chupito de ron para mi Johnnie? Disparaste demasiado lejos en Moodke, pero te has ganado tu chapatti hoy, ¿verdad, amigo negro? —Y todo el mundo rugió y lanzó vítores y les ayudó, al rufián de cara roja y cabeza de estopa y al elegante moreno bengalí, ambos sonriendo con la misma luz salvaje en los ojos. Eso es la victoria… Estaba en todos los ojos, incluso en los de aquel pálido y joven corneta del Tercero de Ligeros con el brazo amputado desde el codo, rabiando mientras se lo llevaban a escape, y los de aquel soldado con un corte de tulwar en la mejilla, salpicando sangre a cada palabra mientras me contaba que Gough estaba atrincherado en las posiciones sijs por si había un contraataque, pero no había que temer aquello.
—¡Hemos acabado con ellos; señor! —gritó, y los ribetes amarillos de su casaca estaban tan rojos como el resto, teñidos con su propia sangre—. ¡Creo que no dejarán de correr hasta que lleguen a Lahore! ¡Tendría que haberles oído vitorear al viejo Daddy Gough! Buen chico, ¿verdad? —Me miró, apretando un sucio trapo contra su herida—. ¿Está usted bien, señor? Parece bastante hecho polvo, si me permite decírselo…
Tenía razón. Yo, que no me había acercado siquiera a la línea de fuego y me había mantenido en todo momento a salvo, estaba de pronto a punto de desmayarme allí sentado. Y no era el calor, ni la excitación, ni ver los dientes de aquel hombre asomando por su mejilla (la sangre de los demás no me preocupa mucho), o los gritos que venían del basha del hospital, o el hedor de sangre rancia y humo acre de la batalla, o el dolor sordo de mi tobillo… ¡Nada de eso! Creo que era el hecho de saber que al fin se había acabado todo, y que podía descansar de la entumecedora fatiga que había ido acumulando a lo largo de una de las peores semanas de toda mi vida. Había dormido sólo una noche de cada ocho, contando desde la primera que había pasado fornicando con Mangla; luego vino mi aventura con el khalsa, cruzar el Satley, la cabalgada desde Lal y Tej a Firozpur, la vigilia mientras escuchábamos el ruido distante de Moodkee, el precario adormilamiento después de que Broadfoot me hubiera dado las malas noticias, la espantosa marcha hacia Misreewallah y, finalmente, la primera noche de Firozabad. Oh, sí, yo era más afortunado que la mayoría, pero me había agotado para nada… y ahora que había pasado y estábamos a salvo, podía dejarme caer de mi taburete en el charpoy, olvidado del mundo.
Cuando estoy cansado como un perro y conmocionado tengo espantosas pesadillas, como si hubiera comido queso y langosta, pero aquélla las superaba a todas, porque me vi caer lentamente desde el charpoy a un baño de agua caliente, y cuando me daba la vuelta, veía un techo pintado con las imágenes de Gough, Hardinge y Broadfoot, todos vestidos de príncipes persas, tomando la cena con la señora Madison, que volcaba su vaso y vertía aceite por encima de mí, y eso me ponía tan resbaladizo que no podía esperar a transferir todo el legado de Soochet, moneda a moneda, desde mi ombligo al de la reina Ranavalona, mientras ella me clavaba con agujas en una mesa roja de billar. Entonces ella empezaba a darme puñetazos y sacudirme, y yo sabía que estaba tratando de hacer que me levantara porque Gough me llamaba, y cuando dije que no podía, porque tenía el tobillo herido, el llorado doctor Arnold, vestido con un pugaree de tartán verde, vino en un elefante, gritando que me iba a llevar con él, porque el jefe necesitaba una traducción al griego de Crotchet Castle en el acto, y si no se la daba a Tej Singh, Elspeth cometería suttee. Entonces yo le seguí, flotando por una gran llanura polvorienta, olía a quemado por todas partes y caían pavesas como copos de nieve. Vi terribles caras barbudas de hombres muertos, manchados de sangre, y cadáveres por todas partes, con espantosas heridas desde las cuales salían sus entrañas y se esparcían en el suelo que era de color escarlata, y había grandes cañones caídos de lado o hundidos en socavones del suelo, y por todas partes las ruinas calcinadas de tiendas, carros y chozas, algunos de ellos en llamas todavía.
Había un espantoso tumulto, muchos cañonazos, gritos, sonidos de disparos que daban en el blanco, repiqueteo de mosquetería y tocar de cornetas. También había voces que gritaban por todas partes, en una gran confusión de órdenes: «¡Por secciones, derecha, marchen, al trote!» y «¡Batallón, alto! En línea… ¡media vuelta a la izquierda!» y «¡Pelotón Siete, a la derecha, adelante!». Pero Arnold no se detenía, aunque yo le gritaba, y no podía ver dónde estaban las tropas, porque el caballo en el que yo galopaba iba demasiado deprisa, y el sol me daba en los ojos. Levanté la mano izquierda para protegerme, pero los rayos del sol me quemaron terriblemente, causándome tal dolor que di un grito, porque tenía una quemadura en la palma, y me agarré a Arnold con la otra mano… De repente él se convirtió en el loco Charley West, que me sujetaba por los hombros y me gritaba que aguantase, y de una herida junto al pulgar de mi mano izquierda estaba manando sangre, sentía un agudo dolor y noté como si todo el infierno se cerrara en torno a mí.
Ése fue el momento en que me di cuenta de que no estaba soñando.
Un eminente médico me ha explicado después que el agotamiento y el esfuerzo me indujeron un estado similar al trance cuando caí en el charpoy, y que mientras mis pesadillas se convertían en realidad, yo no volví en mí propiamente hasta que me hirieron en la mano… que es la parte del cuerpo donde el dolor se siente de forma más inmediata, como debería saber ya, porque me han herido en muchas otras. Entre tanto, el loco Charley me había despertado, me ayudó a montar (con mi tobillo malo y todo) Y los dos cabalgamos a uña de caballo entre la carnicería de la reciente batalla hasta la posición de Gough, más allá del pueblo de Firozabad… Todo lo que yo había captado eran esas dispersas imágenes que acabo de describir. Los matasanos tenían un impresionante nombre médico para esto, pero dudo que haya uno para lo que sentí cuando me agarré la mano herida para contener el dolor, y me di cuenta de lo que me rodeaba.
Delante de nosotros estaban dos tropas nativas de artillería a caballo, disparando tan rápido como podían cargar, los pequeños servidores morenos saltando a un lado para evitar el retroceso, el estallido de las descargas haciendo tambalearse a mi caballo por su simple violencia. A mi izquierda había un irregular cuadro de infantería británica —el Noveno, porque vi la insignia con un penique en sus chacós—, y más allá otros, cipayos y británicos, arrodillándose y poniéndose de pie, con las filas de reserva detrás. A mi izquierda lo mismo, más cuadros, inclinados hacia atrás en un ligero ángulo, con sus colores en el centro, como los cuadros de Waterloo. Cuadros rojos, con remolinos de polvo, y los disparos silbando por encima de sus cabezas o atravesándolos con un ruido como un trueno; los hombres caían, a veces de uno en uno, a veces chocando entre sí cuando un tiro hacía blanco entre las filas; vi a un gran grupo, de seis filas de ancho, cortado por la metralla en un rincón y el aire que se llenaba de surtidores rojos. Ante mí, un cañón de repente se puso vertical, con la boca partida como un tallo de apio, y luego se derrumbó con una espantosa mezcolanza de hombres caídos y caballos heridos. Fue como si un vendaval de lluvia de acero estuviera barriendo las filas, viniendo de quién sabe dónde, porque el polvo y el humo nos envolvían. El loco Charley tiraba de mi brida, azuzándome para que siguiera.
No existe momento alguno en que el miedo y el dolor no importen, pero a veces la conmoción es tan fuerte que no se puede pensar en ellos. Un momento así es aquél en el que uno se despierta y se encuentra con una buena artillería a tiro, disparando hasta hacerte pedazos. No se puede hacer nada, no hay tiempo siquiera para esperar no ser herido, y no puede uno echarse al suelo y quedarse allí tirado gimiendo… cuando uno se encuentra junto al propio Paddy Gough en persona y él se quita el pañuelo del cuello y te dice que te lo envuelvas alrededor de la aleta y le prestes atención.
—¡Ponga el dedo en el nudo, hombre! Así… Ahora, mire allí y fíjese bien en todo lo que vea…
Tiró apretadamente del vendaje y señaló, y a través de las lágrimas de angustia y terror yo miré más allá de las nubes de polvo que se iban posando.
A un kilómetro de allí, la llanura estaba repleta de hombres a caballo. Los equipos de artillería que habían estado protegiéndonos, ligeros obuses de campaña y piezas más pesadas, se desplazaban a través de las filas de una gran marea de caballería que avanzaba trotando hacia nosotros, rodilla con rodilla. Debían de haber quinientos metros de ala a ala, con regimientos de lanceros en los flancos, y en el centro los pesados escuadrones con casacas rojas y blancas, tulwars al hombro, el sol bajo brillando en los pulidos cascos desde los cuales sobresalían unas tiesas plumas como peines escarlata, y sólo cuando recordé aquellas mismas plumas en Maian Mir me di cuenta del horror de lo que estaba viendo. Aquellas líneas eran de la caballería sij, y estupefacto y apenas medio despierto como estaba, supe que eso sólo podía significar una cosa, aunque era imposible: nos estábamos enfrentando al ejército de Tej Singh, la crema de los treinta mil hombres del khalsa, que se suponía que estaban a kilómetros de distancia vigilando inútilmente Firozpur. Ahora estaban allí…, al otro lado de la nube de hombres a caballo que se aproximaban, podía ver las apretadas filas de infantería, regimiento tras regimiento, con los grandes cañones y los elefantes ante ellos. Y nosotros apenas éramos diez mil, exhaustos después de tres batallas que nos habían diezmado, y sin comida, ni agua, ni municiones.
Los historiadores dicen que en aquel preciso momento, mientras la vanguardia del khalsa iba directamente a por nosotros, acabaron las tres centurias de la India británica. Quizás. Fue seguramente el momento en el que el pequeño y maltratado ejército de Gough vio cara a cara una muerte cierta y su total destrucción. Pero fuera cual fuese la situación que marcase nuestro destino posterior, un hombre hizo cambiar las cosas allí, en aquel mismo momento. Sin él, nosotros (y quizá toda la India) habríamos sido barridos y convertidos en sangrientos despojos. Apuesto a que nunca han oído hablar de él. Es el general de brigada olvidado, Mickey White.
Ocurrió en unos segundos. Mientras yo me secaba el sudor de la frente y miraba de nuevo, tocaron las cornetas a lo largo de esas filas de caballería khalsa que avanzaban, los tulwars se alzaron en una ola de acero y el gran bosque de puntas de lanza se espesó mientras el trote se convertía en galope. Gough rugía a nuestros hombres que se mantuvieran firmes, y yo oí a Huthwaite gritar que los cañones estaban en el último tiro, y los mosquetes de los cuadros de infantería se convirtieron en una erizada valla de bayonetas que se mantendría baja mientras el magnífico mar de hombres y caballos nos tragaba. Nunca vi nada parecido en mi vida, yo, que presencié la gran carga contra los Highlanders de Campbell en Balaclava, pero aquellos eran sólo rusos, mientras que éstos eran los padres de los guías, los Probyn y los lanceros bengalíes, y lo único que les detuvo fue un soldado de caballería tan bueno como ellos mismos.
Él estaba allí y eligió el momento adecuado. Unos segundos más y el galope se habría convertido en carga… Pero en aquel momento sonó una trompeta a la derecha, y cabalgando ante nuestros cuadros vinieron los restos de nuestra propia división montada, las casacas azules y los sables del Tercero de la Caballería Ligera y los negros gorros y lanzas de la caballería nativa, con White a su cabeza, lanzándose a la carga contra el flanco del enemigo. Ellos no tenían efectivos suficientes, no tenían peso, y estaban agotados, hombres y bestias… pero eligieron el momento adecuado para conseguir la perfección, y en un parpadeo la carga del khalsa se convirtió en una enmarañada confusión de bestias que retrocedían y jinetes caídos y acero relampagueante mientras los de la Brigada Ligera se clavaban en su corazón y los lanceros sowar barrían su frente.[118]
Mis lectores femeninos y civilizados se preguntarán cómo pudo ocurrir semejante cosa: que una pequeña fuerza de hombres a caballo fuera capaz de confundir a otra mucho mayor. Bueno, ésa es la belleza del ataque de flanco: piensen en seis tipos decididos corriendo hacia delante en línea, y girando con un habilidoso quiebro de repente desde el hombre del final, hacia un lado. Los otros pierden el orden cayendo uno sobre otro, y aunque están seis a uno, cinco de ellos no pueden llegar hasta su atacante. En el mejor de los casos, un movimiento de flanco puede «envolver» al enemigo como una persiana, y aunque la carga de White no lo hizo, alteró bastante su curso, y cuando le ocurre eso a la caballería formada, el momento adecuado se ha desvanecido y unos buenos jinetes sueltos pueden hacer maravillas con ellos.
Así que lo que ocurrió bajo nuestras narices fue una condenada confusión, y aunque el caballo de White cayó, él fue de un lado a otro a pie como un gato salvaje, los de la Brigada Ligera cerrándose en torno a él, dando sablazos, y Gough erguido en sus estribos gritando:
—¡Lo conseguirás, Mick! ¡Es tu momento, chico! ¿Y quién —me gritaba a mí—son esos tipos, puede decírmelo?
Yo le comuniqué que eran los regulares del khalsa, no gorracharra, los regimientos Mouton y Foulke, seguro, y los de Gordon también, aunque no podía estar seguro.
—¡Entonces son los mejores! —exclamó él—. ¡Bueno, White les ha fastidiado bien, sí señor! ¡Ahora, tome este catalejo y hábleme de su infantería! ¡Al oeste, mire allí!
Así que mientras la confusión de la caballería se iba recomponiendo, los jinetes del khalsa se retiraban y nuestros chicos, la mitad desmontados, se daban la vuelta cojeando y volvían a formar de nuevo, yo supervisé aquella masa de regimientos de infantería con el corazón encogido, nombrándolos uno a uno: Allard, Court, Avitabile, Delust, Alvarine y el resto de divisiones. Los estandartes eran bastante fáciles de leer, y también aquellas torvas caras barbudas, malencaradas, que aparecían en mi catalejo. Podía incluso adivinar las hebillas de plata en las cananas negras, los penachos en los turbantes, y los botones de las casacas, blancos, rojos, verdes y azules, tal como los había visto en Maian Mir. ¿Cómo demonios habían llegado hasta aquí? ¿Habían perdido la paciencia los coroneles de Tej y le habían obligado a marchar al oír los cañonazos? Podía ser, y ahora que White había jugado su última carta, sólo podíamos esperar que avanzasen y nos tragasen. La victoria de Firozabad se había convertido en una trampa mortal…, y yo recordé las palabras de Gardner: «Calculan que pueden vencer a John Company». Y ahora John Company apenas podía seguir de pie con sus diezmados cuadros, sus bolsas y almacenes vacíos, los cañones silenciosos, la caballería maltrecha y, como única arma, las bayonetas.
En la llanura, súbitas llamaradas brotaban a lo largo de las baterías del khalsa como una tormenta eléctrica, seguida por el trueno de la descarga, el aullido de los disparos por encima de nuestras cabezas y un espantoso estruendo y griterío cuando éstos destrozaban nuestros cuadros. Se estaban asegurando, los muy bastardos, machacándonos a placer antes de enviar sus regimientos de infantería para destrozar lo que quedaba. De nuevo se levantaban nubes de polvo mientras la metralla y las balas silbaban a través de las trincheras. Podíamos quedarnos o correr. John Company decidió quedarse, Dios sabe por qué. En mi caso, me coloqué lo más cerca posible de Gough, detrás de él, demasiado asustado incluso para rezar… Y al final ésa resultó una posición mal elegida, como verán. Porque cuando el bombardeo alcanzó su punto álgido y los cuadros desaparecieron entre unas nubes rojas que avanzaban, y nuestro ejército se extinguía poco a poco, los hombres cayendo como bolos en una bolera y la sangre corriendo bajo nuestros cascos, sólo resonaba el heroico aullido de algún borrico: «¡Muramos, por la Reina!», y Flashy se preguntaba si se atrevería a salir corriendo bajo los ojos de su jefe, sabiendo ya que no tendría agallas para ello, e incluso me olvidaba completamente de mi herida al ver las salvas mortales pasando junto a nosotros… De repente Gough espoleó a su caballo, mirando a derecha e izquierda a su ejército a la deriva. El viejo estaba sollozando, ¡se lo juro! Entonces se quitó el sombrero y le oí murmurar:
—¡Yo nunca he sido vencido, y nunca lo seré! ¡Al oeste, Flashman, sígame!
Y espoleó a su caballo y corrió hacia la llanura.
«Tírate sobre tu espada ensangrentada si quieres, Paddy», pensé yo, y me disponía a mantenerme quieto o, mejor, buscar una posición a cubierto… pero Charley salió disparado como un rayo, mi caballo le siguió como un idiota y yo me agarré a la brida con la mano herida, casi desmayado de dolor, y me encontré corriendo en su persecución. Durante un momento pensé que el viejo se había vuelto loco y que iba a atacar al khalsa por su cuenta, pero cambió de dirección hacia la derecha, dirigiéndose al flanco del cuadro y mientras galopaba se alejaba de él y de repente tiró de las riendas y se levantó en los estribos con los brazos abiertos, y yo pensé: «Dios mío, esto es el fin».
Toda la India conocía la guerrera blanca de Gough, la famosa «guerrera de combate» que aquel viejo loco había hecho ondear orgullosamente ante sus enemigos durante cincuenta años, desde Sudáfrica y la península Ibérica a la frontera del noroeste. Ahora la usaba para atraer el fuego del ejército contra sí mismo (y los dos desgraciados jinetes que el egoísta viejo cerdo había arrastrado con él). Fue el truco más descerebrado y estúpido que se puedan imaginar… ¡pero, maldita sea, funcionó! Todavía puedo verle, sujetando los faldones de la guerrera y enseñando los dientes, con el cabello blanco flotando al viento, y la tierra explotando en torno a él, porque los cañoneros sijs mordieron el anzuelo y nos bombardearon a placer. Y, por supuesto, no nos dieron… Traten de disparar sus baterías sobre tres hombres a caballo a mil metros, y verán lo que consiguen.[119]
Pero no se calculan las probabilidades matemáticas con un huracán de disparos silbando en torno a los oídos de uno. Yo espoleé a mi cabalgadura para que se acercara a él, y grité:
—¡Sir Hugh, tiene que retirarse! ¡El ejército no puede perderle a usted, señor! —lo cual fue una inspiración, si quieren, pero hizo detenerse a aquel idiota irlandés. Él gritó algo que no pude oír… y ocurrió el milagro. Y si no lo creen, léanlo en los libros.
De repente, el fuego se extinguió, ya través de la llanura sonaron las cornetas y los tambores, los grandes estandartes dorados se levantaron ante los rayos del sol poniente, y el khalsa empezó a moverse. Se movían en columnas, por regimientos, con una línea de infantería Jat dirigiéndolos, unas figuras de verde con las armas bajas… y de repente Charley West gritó:
—¡Mire, sir Hugh! ¡Nuestra caballería! ¡Dios mío… se están retirando!
«Demasiado tarde», pensé yo, aunque aquello me sorprendió, se lo confieso. Tenía razón: donde estábamos, quizás a doscientos metros por delante de nuestro flanco derecho, teníamos una clara visión de la espantosa ruina en que se había convertido nuestro ejército: docenas de cuadros destrozados de figuras rojas, con grandes huecos en sus filas, los estandartes del regimiento agitándose en el viento del atardecer, montones de cuerpos extendidos en los taludes, la llanura ante ellos salpicada de animales y muertos y moribundos, toda la espantosa escena envuelta en polvo y humo que se elevaba de los restos carbonizados.
Y la caballería, que se alejaba, trotaba hacia el sur, por entre el frente de nuestros cuadros de la izquierda, que estaban ligeramente desplazados hacia atrás con respecto a los de la derecha. Iban en columnas por batallones, lanceros nativos y Caballería Irregular, y luego el Tercero de la Brigada Ligera, con los cañones detrás de los equipos.
—¡No… no pueden estar huyendo! —gritó West—. Sir Hugh, ¿debo cabalgar hacia ellos, señor? ¡Debe de ser un error, ciertamente!
Gough les miraba como si hubiera visto un fantasma. Creo que era algo que él no había visto en medio siglo, eso de que la caballería abandonara a su suerte a la infantería. Pero sólo miró un momento.
—¡Tras ellos, West! ¡Tráelos de vuelta! —dijo bruscamente, y el loco Charley salió con la cabeza baja y los talones apretados, levantando una polvareda, mientras Gough volvía a mirar de nuevo hacia el khalsa.
Ahora ya estaban en la llanura, espléndidamente desplegados, la infantería en el centro con los cañones ligeros a intervalos entre ellos, la caballería en las alas. Gough me hizo una señal y empezamos a trotar de nueva hacia nuestras posiciones. Por primera vez vi a Hardinge, con un pequeño grupito de oficiales, frente a los cuadros de la derecha. Miraba por un catalejo y volvía la cabeza para gritar una orden. Los que se arrodillaban se levantaron, los hombres se acercaron entre sí, presentando armas, el sol moribundo brillando en la línea de bayonetas. Gough tiró de las riendas.
—Aquí es un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo, y se hizo pantalla con la mano en los ojos para mirar la llanura—. Dios, es una bonita vista, ¿verdad? De las que alegran el corazón de un soldado, sí señor. Bueno, es mérito de ellos… y nuestro también. —Me hizo una señal—. Gracias, hijo mío —echó atrás el faldón de su guerrera y sacó el sable, soltándose la hebilla para dejar caer la vaina al suelo.
—Creo que todo ha terminado —dijo.
Miré por encima de mi hombro. Detrás de mí la llanura estaba abierta más allá de nuestro flanco derecho, con la selva a poco más de un kilómetro de distancia. Mi caballo no estaba herido, pero sería un idiota si esperaba allí dejando que me asesinara aquel monstruo que avanzaba inexorablemente hacia nosotros. Los sones de su música pagana llegaba ante ellos, y detrás el rítmico estruendo de cuarenta mil pies. De los cuadros venían los ásperos gritos de mando; yo dirigí otra mirada a la selva distante, apretando la brida con mi mano buena.
—¡Dios mío! —exclamó Gough, y miré culpablemente en torno. Y lo que vi tampoco era posible, pero… ahí estaba.
El khalsa se había detenido en su avance. El polvo formaba un torbellino ante la línea de avance de los Jats y éstos se volvían para mirar atrás al cuerpo principal, podíamos oír voces que chillaban órdenes, y la música moría en un gemido discordante. Los grandes estandartes parecieron temblar, todo el enorme ejército se estremeció como un rebaño, el redoble de un solo tambor se repetía de regimiento en regimiento, y fue como si una persiana veneciana se hubiese enrollado frente a la gran hueste… Las filas se volvían, levantando enormes nubes de polvo, y se apartaban. El khalsa estaba en plena retirada.
No se oía ni un murmullo de nuestros cuadros. En alguna parte detrás de mí un hombre rió, y una voz pidió silencio con malos modos. Es el único ruido que recuerdo, pero la verdad es que no presté demasiada atención. Sólo podía mirar con incrédulo asombro cómo veinte mil hombres de las mejores tropas nativas del mundo daban la espalda a un enemigo exhausto y sin esperanzas… Nos regalaban la victoria.
Gough estaba sentado en su caballo como una estatua, mirándoles. Pasó como un minuto antes de que tirara un poco de las riendas, volviendo su montura. Mientras caminaba y pasaba a mi lado hacia los cuadros, me hizo una señal y dijo:
—Vaya a que le miren esa mano, ¿me oye? Y cuando haya acabado, le agradecería que me devolviera mi pañuelo.