10
Donadieu sí que había oído la llegada del caballo, más o menos cuando Moutonnet se hallaba a la mitad de su alegato. El ruido le impresionó, ya que le recordó La Rochelle, donde la mansión familiar estaba próxima a un cuartel. Y así, por asociación de ideas, pensó: «Sólo falta el cornetín...»
Y así fue, efectivamente. Cinco minutos más tarde sonó un toque de corneta, al que el caballo contestó con un primer relincho.
Al señor Moutonnet no pareció molestarle mayormente. Lo que sí le molestaba era el calor, y leía sus frases sin disimular su prisa por terminar.
El que sí sufrió con los relinchos fue Jo Beaudoin, que se había percatado de la llegada del inspector de Colonias, que, desde la puesta, quería echar un vistazo entre el té y la cena. Pero cada cinco minutos el caballo lanzaba su triste e inacabable risotada y entonces Jo se volvía hacia la ventana enfurecido.
Y hubo relinchos para todos, incluso para Lagre. Isnard había leído el veredicto con la desenvoltura de un cura que despachara una misa corriente. Era necesario acabar, pues se ahogaba. Recitó:
—Lagre, póngase en pie. ¿Tiene algo que alegar?
Lagre, que nunca había parecido, como en aquel momento, tan alto ni tan duro, se puso en pie dócilmente, como un colegial. Parecía preguntarse si realmente tenía derecho a hablar, y después se volvió hacia la sala y por fin miró a su mujer cara a cara y dijo:
—Pido perdón a mi esposa y a mis hijos... ¡Es una lamentable desgracia!
Tenía los ojos secos y los rasgos inmóviles. Ya no lloraba. Al fondo, había quien trataba de salir, otros pedían silencio con siseos.
Todo el mundo estaba de pie, Isnard se cubría la cabeza y nadie veía a la señora Lagre, que era demasiado baja y repetía, aferrándose a los brazos de la gente:
—Déjeme pasar, señor... Soy su esposa...
Quería llegar hasta su marido, pero cuando se acercó al banquillo ya era demasiado tarde y sólo encontró a Jo Beaudoin.
—Calma, señora Lagre. Le verá muy pronto. Cálmese, se lo ruego...
—¿Dónde está ahora?
—En una oficina contigua, esperando a que todo el mundo se haya ido.
—¿Y por qué no puedo hablarle?
Ella tampoco lloraba ya. Ya no le era posible. Miraba a las personas sin reconocerlas, e insistía:
—¿Cuándo le veré?
—Mañana. Yo me ocuparé de ello. Y piense que hemos obtenido el mínimo...
¡Diez años, naturalmente!
Aquel día no hubo puesta de sol, pues hacia el final de la tarde el cielo se cubrió de oscuros nubarrones de tormenta, pero Manière pronosticó que no llovería antes de agosto, y él debía de saberlo. Lo dijo como decía todas las cosas, con una laxitud condescendiente.
A Manière se le notaba muy cansado. Había permanecido largo rato en la habitación reservada a los testigos, sin ventilación alguna, y después, sin esperar siquiera el veredicto, tuvo que ultimar sus tejemanejes con el sobrecargo y el cocinero.
El día acababa de una forma como forzada. En el patio del cuartel, Jo pedía a Raphaël.
—¿La llevas tú?
Se refería a la señora Lagre, con la que nadie sabía qué hacer.
—No puedo —respondió Raphaël—. Ceno a bordo.
—¡Yo también!
Donadieu estaba junto a ella. Dudó si ofrecerse para acompañarla, pero, finalmente, no lo hizo.
Fue un tipo gordo, al que Jo tuteaba, quien hizo una seña a la señora Lagre y se alejó con ella hacia un coche. Ella se volvía continuamente. Parecía preguntarse adonde la conducían.
Cuando el coche se alejó por fin, el abogado suspiró.
—¡No ha salido tan mal la cosa!
Después miró a Donadieu, con una atención particular, como si algo le chocara y tratase de comprender.
—¿Y bien?
No era una simple banalidad, pronunciada sin motivo, Donadieu se percató de ello. Pero estaban ya fuera de la sala, entre la gente.
Durante todo el día se habían ocupado de Lagre. Jo había realizado un esfuerzo considerable, y sin embargo había fruncido las cejas al mirar a Donadieu y murmurar:
—¿Y bien?
Una vez, le habían hecho la misma pregunta y con idéntico tono. Fue a la vuelta de su primer día de escuela.
Nada más llegar a casa, su padre, que era muy alto, más corpulento que Lagre, y tenía unas mejillas ásperas, se inclinó y, mirándole fijo a los ojos, le preguntó:
—¿Y bien?
Oscar no recordaba lo que había contestado en aquella ocasión. Hoy, se contentó con sonreír, con una sonrisa tímida, modesta, y balbució:
—Nada...
Y tan cierto era que la pregunta de Jo no era broma, que, apoyando una mano en el hombro de Oscar, añadió:
—¡Ya te acostumbrarás, hombre! ¿Verdad, Raphaël?
No se precisaba nada más. Detrás de aquellas breves frases había pensamientos complejos, pero el abogado experimentó la necesidad de agregar:
—En cuanto a él, ¡no dejó de cargarse a un muchacho de veinticinco años!
Y eso venía a significar:
—Acabas de vivir tu primer día con nosotros. ¿Qué es lo que piensas? No ha sido muy agradable ni muy limpio. Pero es cosa de acostumbrarse. Al principio, uno se rebela un poco. Pero no hay que tomarlo por lo trágico. No vale la pena. Por ejemplo, ese buen hombre al que acaban de condenar no merecía nada mejor, puesto que mató a un chico de veinticinco años...
Y Donadieu, como un niño bueno, respondió con un «sí», como hubiera podido decir «gracias».
Le emocionaba ese interés de Jo, sobre todo en un día como ése, cuando poco antes el abogado sólo mostraba indiferencia por una mujer como la señora Lagre.
No se veía por allí ni a Hina ni a Tamatea. Sin duda, habían regresado ya.
—¿Te encargas tú de recogerlas, Raphaël?
—Sí. Voy primero a cambiarme. Nos encontramos a bordo.
Jo miró una vez más a Donadieu.
—¿No quieres venir con nosotros? Cenaremos juntos, invitados por el comisario. Y luego iremos un rato al La Fayette... ¿No te hace el programa?
—No, gracias.
Esta escena tenía lugar ya en la calle, trente al cuartel. Detrás de Beaudoin veía al centinela, muy serio, y a la derecha un coche se ponía en marcha.
—¡Buenas noches! Manière te dará una habitación...
Esto fue todo. Las últimas palabras de Donadieu fueron:
—No, gracias.
Instantes después el coche de Jo se puso a su vez en marcha. Raphaël se dirigió al suyo tras despedirse con un:
—¡Hasta luego!
Todo el mundo se había ido ya, incluso Nicou, el gendarme, que llegó a última hora para beber un trago con Batisti, como colofón a sus gestiones del día en Papeete. No dijo nada de particular. Trató de aparentar alegría al encontrarse con Donadieu.
—¡Caramba! ¿Usted otra vez por aquí?
Tal vez fuera una falsa impresión, pero Donadieu hubiera jurado que en aquel momento le observaba con una cierta inquietud, como antes Jo. Claro que en el caso de Nicou no tenía importancia, puesto que se hallaba algo bebido. Ahora debía de hallarse a bordo, junto con Batisti, y en el Relais sólo quedaban Manière e Hina.
—Voy a darte algo para que se te pase.
Hina había regresado del juicio con dolores en el vientre, por cuya razón se negó a acompañar a los demás. No cenó nada. Manière, por su parte, no estaba mejor que ella.
Arrastrando sus pantuflas, pasó tras la barra del bar, cogió una botella de licor de menta y llenó una copa.
—Anda, bébete esto. ¿Quiere usted también?
—No, gracias.
Por la puerta se divisaba al chino, que comía en la mesa de la cocina, leyendo un diario americano.
—Esto debe ser cosa del calor —suspiró Hina.
Manière se encogió de hombros. Que fuese cosa del calor o no, le era indiferente. Bastaba con esperar que el chino acabase su cena para cerrar los porticones, y luego podría irse a dormir.
—¿Por qué no te has ido con los otros? —preguntó Hina a Donadieu.
¿Por qué razón le miraban todos así? Se diría que ella le veía por primera vez, o que notaba por primera vez que había algo extraordinario en él.
-—No me apetecía.
—¿A ti no te duele el vientre?
—No.
—A mí, mucho. Tal vez ha sido el pescado...
—Que no, mujer, no es el pescado —gruñó Manière—. Si lo fuera, todos estarían enfermos...
—Y tal vez haya quien lo esté...
Se diría que iban a discutir por tal cosa, pero la conversación cesó y de nuevo esperaron, sin hacer nada, que el chino, que leía mientras comía, terminara de cenar.
Donadieu también esperaba, y de pronto, cuando creía pensar en otra cosa, recordó una palabra: «limbo». «.. Las almas de los niños que mueren sin haber sido purificados por el bautismo, van al limbo...», recitaba él en la clase de catecismo.
Pues bien, aquella espera, en el salón en desorden por el que revoloteaban varios mosquitos, tenía algo de limbo, una especie de vacío carente de sabor y de olor, sin pensamientos, sin movimiento alguno.
Se estremeció, casi asustado, ante el gesto que hizo el chino para levantarse, y lo más extraño fue que Hina tuvo una reacción similar, como si aquella repentina manifestación de vida la hubiera asustado.
—Cierra las contraventanas, de prisa —le ordenó Manière.
Reflexionó, pareció escuchar en su interior, se apretó el vientre con la mano y optó por tomarse, él también, una dosis de menta.
—¿Lo ves como ha sido el pescado? —exclamó Hina, triunfal.
—¡Imbécil!
Pasó un minuto, y luego otro, y otro. A medida que el momento se aproximaba, Donadieu se volvía más sensible a la voz humana, a la mirada de los otros, a una simple presencia. Captó una mirada de Manière, tal vez indiferente, pero que él hubiera sido capaz de agradecerle.
Manière, en realidad, pensaba en sus habitaciones.
—Te puedes instalar en la cama de Tamatea. No creo que vuelva hasta la madrugada, si es que vuelve, y en todo caso vendrá borracha...
La vida parecía irse atenuando. El aire estaba inmóvil, con las ventanas ya cerradas. El chino echó la llave a la puerta, y la entregó al dueño. Sólo quedaba darse las buenas noches y subir.
—¿Puedo llevarme un vaso, por si se me repiten los dolores? —preguntó Hina.
Y comenzó a subir con el vaso de licor de menta en la mano, como una palmatoria.
—Buenas noches...
Manière dejó pasar delante a Donadieu, y comenzó a subir con la caja metálica en que guardaba la recaudación del día.
—Mañana ya nos arreglaremos de otra forma. Pero mucho me extrañaría que Tamatea volviese. Buenas noches...
Haciendo un esfuerzo, los labios de Donadieu balbucieron.
—Buenas...
Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para completar la frase, y se introdujo en la habitación, mientras Manière fruncía las cejas, se encogía de hombros y entraba en la suya.
No sabía por dónde empezar y, cuando se cerró la puerta, se echó en la cama, boca abajo, con ganas de echarse a llorar.
Pero se contuvo. Seguía hallándose en el limbo. Se notaba vacío, en medio de un universo vacío, vacío y cansado como no es posible estarlo humanamente, tan cansado como...
No hallaba la palabra. O quizá no quisiera pensar en ella, aunque la pensaba, sin embargo, puesto que no quería pensarla.
La palabra justa era «muerto». ¡Cansado como un muerto!
Y, no obstante, no todo había cesado aún. Hina arrastraba sus zapatos en la habitación contigua y Manière, por su parte, producía un desagradable sonido al hacer sus gárgaras. Tenía una enfermedad crónica en la garganta... ¿Tal vez cáncer?
Una vez, Donadieu estuvo echado como hoy, boca abajo, y esa vez hubiérase dicho que deseaba incorporarse al suelo de modo todavía más íntimo. Fue en el jardín de la iglesia, en La Rochelle, en un mes de mayo. Los muros grises impedían que penetrara la agitación exterior y se estaba allí como bajo una campana de cristal; se oían muy lejos, en otro mundo, ruidos familiares, el claxon de un automóvil, las ruedas de una carreta sobre el empedrado, voces de crios jugando en la calle...
Donadieu, en aquel entonces, estaba preparándose para su Primera Comunión y, mientras esperaba al sacerdote, se tumbó sobre el césped, junto a un macizo de claveles.
Jamás, desde entonces, había vuelto a sentir un perfume como el de aquellos claveles, ni la misma calidad del aire, del sol, ni aquella calma inmensa, aquella beatitud. Tenía los ojos muy abiertos y las hierbas, junto a su rostro, le parecían muy grandes. Una mariquita caminaba tranquilamente a lo largo de una brizna, y no debía saber que aquella montaña que le cerraba el paso era la cabeza de un niño.
Se alzó bruscamente. Ya no estaba en La Rochelle, sino en Papeete. Comprendió que algo había pasado y que ese algo era el cese de todo ruido.
Manière se había ya acostado, Hina también, y el chino yacía en la cocina, en su estera.
Ahora estaba completamente solo y todo había terminado.
Los otros no lo sabían. Nada les había dicho. Les había hecho creer que todo iba perfectamente. Por ejemplo, cuando Jo le lanzó aquel: «¿Y bien?»
Cosa curiosa, todos, quizá por instinto, le habían mirado de forma muy distinta a la habitual, como si presintiesen que ya nunca más le verían... Hasta el propio Nicou. ¡Y sin embargo, Nicou estaba borracho!
¿Quizás estas cosas se reflejan en el rostro?
Hasta el mismo cielo, que se había ensombrecido con aquel amago de tormenta, aquella atmósfera densa que amortiguaba los ruidos...
Y el llanto que Oscar tanto necesitaba no llegaba. Hacía incluso la mueca, la comenzaba, pero no la seguía la emoción. O tal vez se tratara de un tipo de emoción que no hacía llorar...
Estaba fatigado. Ya no podía más.
Como Lagre, que no había intentado defenderse y que, cabizbajo, con los hombros caídos, sólo sabía repetir:
—¡Una desgracia...! ¡Un accidente!
A lo que, con enfado, Isnard le respondió durante el juicio:
—Preferiría que el acusado manifestara más compasión por la víctima que por sí mismo.
¿Le había comprendido Lagre? Probablemente no. Para él, aquellas personas que se movían a su alrededor sólo debían ser simples siluetas sin consistencia.
Y eso eran también para Donadieu, ahora, al evocarlas. ¿Acaso existía realmente Isnard? ¿Relinchó adrede el caballo en el patio toda la tarde? ¿Acaso...?
¿Y qué hacía él, la víspera, en una cabaña abandonada, en plena falda de una montaña, viviendo como un animal? ¿Qué había tratado de conseguir con ello? ¿Qué esperaba? Tuvo, desde siempre, temor a la oscuridad y fue a instalarse, completamente solo, en un monte. Porque él tenía miedo de la oscuridad y de los ruidos repentinos que se oían entre las matas. ¡Le daban miedo los pulpos y los peces urticantes, pero se había obstinado en pescar en el lago!
Sentía vértigo y se enroló para trabajar en la gran presa de Great Hole City... Era tímido, hasta el punto de ponerse colorado cuando tenía que hablar con alguien, y en París se entrenó para hablar en público en nombre de un partido político...
No había encendido la luz. Estaba sentado en la cama metálica, en una semioscuridad, puesto que desde el exterior entraba una luz lechosa.
No oyó que se acercaba un coche y se detenía, ni el golpe de la portezuela, pero sí la voz de Tamatea que le decía a un acompañante:
—Espera, voy a llamar...
Y, efectivamente, llamó en voz alta:
—¡Hina! ¡Hina!
Hina tardó largo rato en contestar y abrir sus persianas.
—¿Qué pasa?
—¿No te vienes con nosotros? Vamos al La Fayette...
—Me encuentro mal...
—Bueno, pero tírame los zapatos viejos... Me duelen los pies...
—Es que hay alguien durmiendo en tu cama...
—¿Quién?
—Ya lo sabes tú. El de la cabaña...
—Tírame de todas formas mis sandalias.
Lo más curioso fue que Hina entró de puntillas, temiendo despertar a Donadieu, y que tardó en verle, hasta el punto de que se sobresaltó al distinguirle sentado en la cama.
—¿Aún no duerme? ¡Me ha dado un susto!
El no contestó. Le fue imposible articular palabra y dejó que la muchacha saliera, cerrara la puerta, y la oyó decir:
—¡Tómalas!
Un zapato cayó al suelo, después el otro.
—Buenas noches...
—¡Gracias! No te entrompes demasiado...
El coche... el embrague... El somier de Hina que rechinaba... Otra vez el vacío, su vacío, que se alteraba de vez en cuando, pero volvía a cerrarse, como unas aguas profundas...
Había tomado la decisión al principio de la tarde, en plena audiencia. Pero ¿en qué momento precisamente? No lo sabía. Sólo se acordaba de que sentía una mosca paseándose por su frente, que el presidente hablaba, manejando su cortapapeles, y que la señora Lagre, que debía de haber comido algo condimentado con ajo, olía mal. Había estado a punto de ponerse en pie y exclamar a gritos:
—¡No es posible!
¿El qué? Todo, aunque no supiera precisarlo. Aquella comedia que se representaba. Aquella espalda de la señora Isnard, empapada de sudor... El propio Lagre, que ni siquiera trataba de escuchar lo que Isnard decía... Y su mismísimo regreso, a pesar de todo, al Relais... No era posible continuar así... Era tan imposible como para Lagre levantarse del banquillo de los acusados, tomar a su esposa del brazo y regresar tranquilos a Cognac, a Jonzac... o adonde fuera...
¿Y si...? ¡No! ¡Tampoco! Estaba persuadido de que si se pusiese a beber no lograría nada. Un día u otro se sentiría asqueado y todavía sería peor...
¿No era mucho mejor acabar antes? Hay quien asegura que las moscas verdes saben distinguir a los que están próximos a morir. En todo caso, sus compañeros creían haber distinguido que él ya estaba maduro para los Méridiens. Sin preguntarle nada, con toda naturalidad, le habían hecho sitio. ¡Lo sabían! ¡Lo tenían previsto desde hacía tiempo!
—¡Eso no es posible!
Se estrujaba las manos hasta hacer crujir sus articulaciones. ¡No! No era posible haber hecho todo aquello para llegar a eso... ¡No podía ser!
No podía ceder a ningún precio. Aunque fuera duro lo que faltaba... Aun cuando le aterrorizase el momento espantoso que tenía que pasar...
A lo largo de su vida, desde que era niño, había puesto demasiada obstinación en buscar algo que fuera hermoso...
¿En buscar algo o en huir de algo? Pero eso ya carecía de importancia. Tal vez las dos cosas...
Cuando una noche entró en la habitación de su hermana Martine, que tenía diecisiete años, y encontró en ella un hombre...
Sí... tal vez fue entonces cuando comenzó todo... Por lo menos, y según opinión del médico de Burdeos, fue aquello lo que motivó su primera fuga...
Suspiró profundamente. Martine también se suicidó, tras matar a su esposo, cuando llegó al convencimiento de que aquello que ella creía su felicidad estaba edificado sobre basura...
¿Por qué no conseguía llorar, ni siquiera pensando en Martine, ni recordando a su padre? Trató de conseguirlo, con muecas que resultaban risibles.
¿Llegó alguien a saber cómo murió su padre? ¿No sería tal vez que un día se dijo: «No es posible»?
En todo caso, una mañana alguien le encontró ahogado en el dique del puerto.
De repente, se rió tan fuerte que Hina, en su cama, aguzó oído y creyó que soñaba. Se reía por los claveles de la iglesia, que quizá fueron la causa inicial de su fuga a Tahití.
No estaba seguro de ello, pero sonaba a lógico. Aun a pesar suyo, cuando pensaba en la naturaleza, en la alegría de vivir, en la pureza, le parecía siempre oler el aroma de los claveles y la calidad de aquel aire, de aquel sol...
Había leído que en Tahití se podía llevar una vida natural, sin dinero, sin luchas, en un decorado ideal, y tal vez no hubiera podido evitar construir en sueños un decorado que se parecía más al jardín de la iglesia que a cualquier otra cosa.
Hubiera deseado llamar a alguien, ya que sentía miedo. ¿Estaría Hina dormida? ¿O estaría aún despierta a causa de sus dolores?
¡Tenía miedo! Era espantoso. Y sin embargo él sabía que...
¡No! ¡Nada de esto, sobre todo! Sabía que si se despertaba la mañana siguiente en esa cama, ya no podría hacerlo... Haría como los demás... Recordaba la mirada de Jo, que parecía decide: «¿Has comprendido, pues? ¡Ya te acostumbrarás, hombre!»
Raphaël no lo notaba tanto. Él era así, por su propia naturaleza. Apenas se mostraba, alguna rara vez, un tanto avergonzado. Pero Jo seguramente había esperado otra cosa, en la que ya no quería pensar. Bebía. Se divertía. Y sin embargo, no estaba contento, y en seguida había comprendido lo que le ocurría a Donadieu.
Debió de suspirar con demasiada tuerza, a pesar suvo, pues se abrió la puerta y la voz de Hina pregunto:
—¿Te encuentras mal, también tú?
—No... Gracias...
—Es que si comiste pescado, te convendría...
¡Seguía sin poder llorar, y seguía sumergido en el vacío! No tenía un revólver. No tenía nada. Desde lejos, había creído que sería fácil, y que con su cuchillo bastaría... Lo saco del bolsillo, para verlo. Lo abrió. Y en un instante su cuerpo se cubrió de sudor, mientras un intenso dolor parecía querer taladrarle la nuca.
¡No podía! ¡Ni quería tampoco! ¡No sabía! Si al menos Hina se hubiese quedado con él, en su cuarto...
¿Cuánto tiempo habría durado la agonía del capitán de la goleta que murió de pie, en la cabaña? ¿Horas tal vez? Quizá pasó horas pidiendo socorro, e intentando vivir o tratando de morir, cosas tan difíciles la una como la otra.
Y así, entre la vida y la muerte, quedó aferrado a la mesa... Parecía haberse comportado como las bestias, que cuando se sienten enfermas se ponen en pie, cueste lo que cueste, para defenderse mejor, con el temor a quedar tumbadas ya para siempre...
¿Por qué pensaba ahora en el alemán? ¿Por qué, con esas imágenes, se estaba haciendo más daño de lo necesario? Pero sólo dependía de él.
Habría podido estar con los otros en el La Fayette, bajo la luz suave de los farolillos de papel, rodeado por la música, por mujeres en pareo, por blancos que fumaban cigarrillos.
La prueba de que él no era como los demás era que no había fumado nunca. ¡Ni fumado ni bebido! ¡Ni, por así decirlo, había hecho el amor! Tan sólo cinco veces en su vida, podía contarlas, y cada vez fue casi por casualidad...
Horas antes, en cambio, Raphaël se había divertido en aquel mismo cuarto... y en este momento, en el La Fayette, bajo los cocoteros, había parejas que se embrutecían literalmente...
Debía ser ya tarde. Se levantó, se irguió en toda su estatura y se sintió entorpecido por su corpulencia en aquella habitación pequeña, que le privaba de sus movimientos.
Probó con la punta del dedo el filo de su cuchillo. Había en la pared un viejo espejo de reflejo glauco, y Donadieu pudo percibir una imagen que era ya como su fantasma.
—¡No es posible!
¿Por qué no descender, sin ruido, y beber algo fuerte?
Pensar que toda su vida había tratado de...
Se dejó caer sobre la cama, y por fin rompió a llorar.
Bruscamente, sin transición, Tamatea estrelló su copa de champán contra el suelo y exclamó:
—¡Mierda!
—Tamatea, por favor...
—¡Mierda, te digo! Y dejadme todos en paz...
Se dirigió hacia la salida, sin pasar siquiera por los vestuarios para cambiar su ropa.
A menudo le ocurría esto. Bebía, pasaba de unos brazos a otros, con el cuerpo ardiente y la piel sudorosa, y de pronto sus rasgos se endurecían y su mirada se volvía retadora.
—¿Por qué me miras así? —preguntó.
—Pero si...
—¿Me tomas por una zorra, no es eso?
Esta vez no era la escena clásica. Estaba sentada a la mesa de unos turistas y uno de ellos se empeñó en hacerle una fotografía con luz de magnesio.
¿Tal vez pensó que todos la rodeaban a causa de Lagre? ¿O simplemente lo dijo por costumbre?
—Anda, llévame al hotel...
La persiguieron. Suplicaron. El taxista titubeó, pero ella ya había cerrado la portezuela y se impacientaba.
—¡Me dan asco esos tipos! —explicó al chófer por el camino.
Luego se quedó medio adormilada, a causa del alcohol.
—¡Espera! —dijo, cuando el taxi se paró frente al hotel.
Había veces en que Hina no oía nada. Y llamó:
—¡Hina! ¡Hina...! ¡Oye, Hina!
La noche estaba ya al borde del amanecer. Al abrirse la puerta, vio que era Manière quien había bajado.
—¡No alborotes tanto, mujer!
—¿Y por qué no ha bajado Hina a abrirme?
—Sin duda, duerme. Se ha encontrado mal toda la noche. ¿Vienes sola?
—Te pagaré otro día... —dijo al chófer, que esperaba con indiferencia.
La puerta volvió a cerrarse. Manière, con la llave en la mano, comenzó a subir. Tamatea trataba de conservar el equilibrio y se aferraba al pasamano.
—¡Ahora no empecéis a charlar!
—¡Cállate ya!
Llegó a su cuarto y empezó por quitarse los zapatos y después el vestido. Rozó con el pie una navaja que había en el suelo y no le extrañó encontrar a Donadieu en su cama.
—Apártate un poco —se limitó a decirle, empujándole para que le hiciera sitio.
Las rayas de la persiana eran casi blancas, de un blanco mercurial.
—¡Apártate!
Se diría que echarse le intensificaba la borrachera. Apenas podía levantar los párpados, y balbuceó con voz pastosa:
—¿Qué haces?... ¡No! Estoy muy cansada...
Luego ya no dijo nada. Después gimió con un ritmo cada vez más acelerado y finalmente se quedó inmóvil, con los dientes apretados y emitiendo un estertor. Todos los olores del La Fayette, los del deseo de los hombres, los olores apagados de las mujeres y el olor dulzón de las tiaras, el olor de los cigarrillos y todos los olores de la noche, todos los olores de Tahití, de la vida y del amor, se adherían a su piel.
El grito se oyó hasta en el Círculo Colonial, que se hallaba a no menos de cien metros del Relais. Fue un grito tan extraño, tan violento que no se sabía si procedía de un animal o de un ser humano.
Eran ya las once de la mañana. Hina acababa de bajar, aún enferma, vestida con peinador rojo. Jo se preparaba un cóctel para entonarse, pues apenas había dormido.
Y entonces, después del grito, se oyó abrirse una puerta. Alguien bajaba corriendo por la escalera y apareció ante ellos una Tamatea totalmente desnuda, difícilmente reconocible por su expresión de horror, una Tamatea que mostraba las manos manchadas de sangre, y también el muslo, el flanco.
—¡Rápido! —chilló—. ¡En mi cuarto!
En su habitación, en su lecho, junto a la pared, había un cuerpo blanco, de piel muy morena, salvo en la parte inferior, que, lívida, resultaba violentamente indecente.
La cara tocaba el tabique encalado y en la capa de cal también había sangre.
Hina, ahora junto a la puerta, gritaba casi tan fuerte como Tamatea. Manière subía, con la calma profesional de un dueño de bar.
—Lo sospechaba... —murmuró Jo, desde el umbral.
—¿Qué sospechaba?
—¡Nada! Es culpa mía...
Evitaba mirar. Sólo Manière se acercó, le tocó y gruñó:
—¡Está ya casi frío!
Y al mismo tiempo recogió del suelo una navaja barbera. Era la misma de la que Hina y Tamatea se servían para sus depilaciones íntimas.
—Hubiera podido escoger otro sitio para hacerlo... —suspiró Manière, cerrando la puerta con llave y dirigiéndose hacia el teléfono.
Mientras, Tamatea trataba de explicar lo ocurrido:
—Habíamos hecho el amor... Tres veces... Yo estaba un poco bebida y me quedé dormida... Luego, ya no sé nada... En un momento dado, noté que eso se me pegaba al muslo... Abrí los ojos...
—¡Bébete un pernod bien cargado, imbécil! —le aconsejó Manière, mientras daba vueltas a la manivela del teléfono—. Y tú —ordenó al chino—, no dejes entrar a nadie aquí...
—¿Dónde está Raphaël? —preguntó Hina maquinalmente.
—Está durmiendo... con Angèle.
Y eso fue todo.
Porquerolles, 8 de junio de 1937.