LABERINTO Y DRAGÓN
No quiso ir a palacio sino a aquella tabernucha, "Subida al Cielo" donde se sentía más seguro y nadie lo buscaría. Los guardias lo habían transportado con rudeza a lomo de un caballo, atravesado, como un fardo sin valor. Deseaba incorporarse, hablar, darles una orden a los soldados para que lo levantasen, pues el bamboleo del trote equino hacía su cabeza pendular, causándole una sensación explosiva y al tiempo inmovilizadora.
No obstante, por más gemidos que emitiera, los guardias lo habían ignorado. Cuando al fin recuperó suficientes fuerzas para alzarse, cayó del caballo y se golpeó nuevamente el cuerpo y la cabeza. Sin embargo, se resistió a la seducción del desmayo pues sabía que, de nuevo, sus des aprehensivos hombres lo echarían sobre la montura, dejándolo como un simple bulto. Con grandes dificultades logró montar sobre su caballo, ante la mirada burlona de sus guardias, que no hicieron el menor intento por auxiliarlo. Pero ya se vengaría él de estos altaneros soldados que no habían respetado su rango de escudero y lo trataban como una carga molesta y no como el hijo del mandarín Wue, si bien bastardo, también único.
Hizo el camino trazando proyectos de venganza para entretenerse y olvidar lo mucho que le dolía la cabeza. Al acercarse a la ciudad había despedido a los soldados. Necesitaba recuperar sus fuerzas para saber qué hacer, para decidir qué planes podrían beneficiarlo y al tiempo perjudicar a su odiado primo Kulum.
Mein no estaba. De hecho había muy pocos clientes pues acababan de abrir. Pero Wang lo recibió. Sonriendo y atenta, le tocó el enorme chichón que brotaba a un lado de su frente.
— Realmente te has hecho daño, muchacho—, Wang no deseaba ser condescendiente, pero no pudo evitar cierto tono de humor en su voz, pues la figura compungida de Tufu no dejaba de causarle gracia. Sin embargo, al ver que el joven cacarizo comenzaba a fruncir el ceño, lo condujo hacia las escaleras.
— Si me permites, yo te curaré.
Tufu titubeó: ahí se encontraba el letrero, "Subida al Cielo", y ahí la mujer que apetecía, conduciéndolo hacia aquel ascenso. Pero no estaba seguro de desearlo: su cuerpo era un dechado de lasitud y dolor. Además, no había seguridad de que Wang tuviera otras intenciones aparte de curarle el contuso rostro. Insinuar su expectante placidez podría llevarlo al ridículo...
— Ven, que yo sabré hacerte sentir mejor—, aseguró la muchacha y tomándolo por la mano lo condujo hacia arriba. No quería llevarlo a su propia habitación, el recinto que había decidido sólo compartir con Mein, pero algo en la debilidad de Tufu la impulsaba a buscarle un lugar de intimidad, un sitio de cálido resguardo.
La contradictoria mezcla de emociones —entre la burla y la compasión—, influyó para que la muchacha eligiera la habitación llamada "El Laberinto del Dragón", que era un cuarto lleno de biombos rojos y cojines del mismo color. Se usaba para jugar a las escondidas con clientes especiales y le pareció muy apropiada, no sólo porque ahí podría retirarse en el momento en que lo juzgara conveniente, huir entre los laberintos de tela colorada, sino además por las características de Tufu, un dragón verdaderamente patético y conmovedor, cuyos contrastes no dejaban de agitar su curiosidad.
Al ser transportado hacia el "Cielo" de allá arriba, Tufu, a su vez, sintió la suave presión en su mano como una invitación a que su pulso, sus fantasías y su cerebro cabalgaran en bríos de una taquicardia. La hinchazón de su frente le palpitaba con gran angustia al ritmo de los latidos de su corazón, fuertes e incesantes, mientras sentía que en su bajo vientre otro latido menos doloroso pero igualmente inquietante comenzaba a sacudir sus emociones más primarias.
Una habitación con una puerta roja ribeteada con líneas doradas lo esperaba. Wang lo hizo pasar. —Este es "El Laberinto del Dragón"— explicó la muchacha al notar el desconcierto de Tufu, pues el muchacho miraba con ojos muy abiertos los biombos rojos que formaban una desigual muralla llena de corredores, con entradas y salidas.
Los biombos tenían hojas translúcidas de seda, pintadas en rojo y en las cuales se apreciaba el trabajo magnífico de un artista que había puesto en cada uno de los lienzos dragones en distintas posturas y actitudes. Era un universo de fantasía y deleite perturbador. Mirar aquellas bestias produjo en Tufu una sensación de desamparo y dicha mientras Wang lo conducía por uno de los pasillos.
Llegaron al centro de un cubículo, lleno de almohadones, y la joven lo hizo recostarse. Había una mesilla de bronce, con diversos receptáculos; Wang tomó un lienzo de algodón, destapó un pocilio de plata y mojó la tela, para luego llevarla hasta la hinchada frente de Tufu y limpiar la contusión.
— Auufff—, dijo Tufu con dolor.
— Se valiente—, respondió Wang. —Te he traído a estos aposentos porque estoy segura de que eres un hombre que guarda en su interior el alma de un dragón, porque intuyo que eres un hombre resuelto, capaz de soportar duras pruebas.
A Tufu no le hizo gracia el halago, sobre todo porque iba montado en un tonillo de burla, pero apretó el gesto al sentir de nuevo el trapo húmedo en su herida, y cerró los ojos, frunció la boca para no gemir otra vez, y escuchó que la joven mujer le decía con su voz melodiosa:
— Déjame explicarte algo acerca de estas criaturas celestes: el dragón cuando está en el agua se cubre con cinco colores y por tanto es un dios. Si desea hacerse más pequeño, toma la forma de un gusano de seda, si desea hacerse mayor permanece escondido en la tierra. Si desea ascender, intenta llegar hasta las nubes; si descender, se mete en un profundo pozo. Aquél cuyas transformaciones no están limitadas por los días y cuyos ascensos y descensos no están limitados por el tiempo, es considerado un dios. Wang hablaba sólo para entretener con algo interesante a su huésped, pero Tufu sintió que aquella explicación era una invitante disertación poética. Abrió los ojos y miró a Wang, que, sin embargo, no mostraba otra expresión que la de diligencia al contemplar su rostro. —Ya está, te he limpiado y puesto esencia de loto para que la contusión se desinflame.
Pero qué iba a hacer Tufu con su otra inflamación. Advirtió su cuerpo hinchado en la entrepierna y recordó el consejo que la propia Wang le había dado para seducir a la honorable dama Kaufu. El olor, la presencia tan cercana de Wang, le estaban provocando ánimos de ser audaz, muy en contra de su naturaleza: deseaba ser un hombre resuelto a enfrentar las pruebas más difíciles, o al menos a intentarlo. Por primera vez estaba lo suficientemente cerca de una mujer, sin forzarla, lo bastante predispuesto el ambiente para, por fin, realizarse como hombre, y con una hembra que había deseado tan intensamente.
— Me duele el pecho, también—, susurró, con el corazón saliéndose intranquilo y expectante, mientras cerraba los ojos nuevamente. Wang lo miró fijamente por un instante, y sin decir nada, abrió la camisa del muchacho, donde se observaba, efectivamente, un moretón y un rasguño. Silenciosa y diligente, la joven mujer limpió y curó a Tufu. No pudo evitar percatarse que con cada pase de sus manos, el rostro de su paciente se arrebolaba, haciendo que la piel irregular de sus mejillas se pintara con las curiosa figuras del dragón. Deliberadamente, acarició uno de los pezones del muchacho y observó que los dragones de su piel parecían moverse. Qué curioso. Bajó su cálida mano hacia el ombligo, acariciando. Los dragones se mueven, sí, parecen cobrar vida. ¿Qué pasaría si sigo así? Pellizcó con delicadeza la piel ribeteada, vio el pecho del muchacho, cacarizo como el rostro, y advirtió divertida, casi regocijada que ahí igualmente comenzaban a dibujarse siluetas de dragón.
— ¿Te duele aquí también?—, preguntó Wang, bajando sus dedos por el abdomen masculino, internándose por debajo de la tela camino de las caderas.
— Sí-i— balbució Tufu, apretando los párpados.
Qué interesante. La piel de Tufu era un lienzo vivo en el que cada mimo de Wang hacía brotar una figura legendaria, en el que cada gentileza de sus dedos provocaba que un símbolo extravagante apareciera. Es un paisaje fantástico. Jamás había visto nada igual. Dejó de importarle la condición que Tufu tenía como informante, como pieza clave en los planes de Mein, y se dedicó a descubrir otras contingencias, todas las posibilidades de aquel extraño ser, para buscar los límites últimos de expresión hacia los cuales sus caricias podían llevar a aquella piel tan fascinante.
Y si llego al propio núcleo de sus deseos, ¿qué podrá ocurrir? Con una mano, Wang abrió completamente la camisa de Tufu, observando la amplitud que las siluetas rojizas tomaban en su pecho y su abdomen, mientras con la otra mano bajaba más, acariciaba lentamente hasta enredarse con el leve vellón del pubis. El muchacho suspiró. Su respiración se hacía más intensa, y las siluetas fabulosas parecían saltar en toda su piel, como si una asamblea de dragones se diera cita para un gran baile o una terrible batalla. Ya veremos si danzan o luchan. Wang notó el endurecimiento entre las piernas de Tufu. Su mano recorrió una masa que parecía nunca terminar. ¡Qué enorme, que larga, qué dilatada y vigorosa; quién lo hubiera pensado! Contenta ante el nuevo hallazgo, la muchacha abarcó con una amplia caricia aquella dimensión de carne que se le escapaba en su infinito grosor y consistencia. Con otra mano tomó los dedos de Tufu y los llevó hacia su pecho, para que la tocara entre la seda de su túnica. El muchacho no quería abrir los ojos, y así, como si estuviera en un sueño sonámbulo, siguió las sugerencias que Wang le hacía, sin hablarle, sin mirarla, sin una palabra, apenas gimiendo.