CAPÍTULO XI

 

LA SALVACIÓN

 

Al amanecer el día se despertó Augusta, o mejor dicho, la despertó el escozor de la espalda. Se puso de pie, dejando al niño dormido, y al recordar la algazara de la noche anterior se dirigió corriendo a la otra choza.
¡Estaba vacía!
La joven miró a su alrededor, asustada. A unos quince pasos de ella, distinguió la concha que los dos hombres habían usado como si fuera una copa, y la recogió del suelo: todavía estaba impregnada con el olor de la bebida.
Era indudable que los marineros la habrían perdido durante la noche. ¿En dónde estaban? ¿Adónde se habrían ido?
Enfrente de ella, una punta peñascosa entraba en el río, como un promontorio, a unos cincuenta pasos. Augusta, sin saber lo que hacía, se encaminó a ella y descubrió el sombrero de uno de los marineros, flotando sobre un charco de agua, por lo que comprendió que habían pasado por allí.
Al llegar al extremo del promontorio, cortado a pico, no divisó nada, no encontró huella ninguna ni de Guillermo ni de Juan.
Miró hacia el fondo y retrocedió dando un grito.
Allí en la arena, cubiertos por el agua, yacían los dos infelices. Estaban abrazados y parecía que la muerte los hubiera sorprendido durmiendo sobre la playa.
¿Cómo murieron?
Augusta nunca lo supo. Quizás riñeron y en la lucha ambos se despeñaron; quizás, andando, sin saber por dónde iban, tropezaron y cayeron. El hecho es que allí estaban muertos y que Augusta quedaba sola en la desierta isla.
Oprimida y desalentada por el peso de su aislamiento, pensaba que allí, rodeada por la soledad y la muerte, ella tampoco podría escapar. En aquella isla vasta y desierta no había, con excepción de ella y del niño, ningún otro ser humano. Su suerte tenía que ser como la de sus compañeros. No había esperanza y estaba resignada a morir.
El niño se encontraba llorando, cuando entró en la choza. Sin saber por qué, la figura rígida y fría del señor Meeson, oculta bajo la vela del buque, la espantaba. Augusta lo alzó y lo besó apasionadamente. Lo amaba ahora más que antes, porque era él lo único que había entre ella y la desesperación.

 

Para Augusta, era imposible seguir habitando la choza donde había muerto el señor Meeson, cuyo cadáver ella no podía ni mover ni enterrar. Así, pues, se trasladó con el niño a la otra choza. En el centro, estaba el barril que había sido causa de la muerte de sus otros dos compañeros.
Estaba vacío, tanto, que Augusta no tuvo dificultad en rodarlo hacia un lado. Limpió todo, lo mejor que le fue posible; trajo las galletas y los huevos y se sentó con el niño a tomar el desayuno.
Por suerte, aquella mañana no llovía, y la joven salió con el niño a buscar huevos de pingüinos, no tanto por necesitarlos cuanto por ocuparse en alguna cosa. A pesar de los gritos y amenazas de los pájaros, el niño estaba contentísimo con el trabajo.
Muy pronto recogieron todos los huevos que Augusta podía llevar, y regresaron a la choza. Así, poco a poco, se pasó todo el día. Al llegar la noche la joven acostó al niño, quien se durmió enseguida. ¡Era de verse cómo soportaba él todos los trabajos que estaban pasando!
Augusta, unas veces sentada, acostada otras, oía el mugido del viento al estrellarse contra las rocas de la costa y perderse en las montañas; la soledad empezaba a consternarla, el presentimiento del fin seguro que la esperaba minaba su espíritu; las probabilidades de salvación eran muy pocas. No era costumbre de los buques tocar en aquella isla, y, si alguno venía, era probable que no tocara allí, sino en algún otro punto y, por lo tanto, no la vería a ella ni tampoco distinguiría su bandera.
El fin no tardaría en llegar; los huevos se agotarían; sería preciso comer las aves a que se pudiera echar mano; el niño enfermaría y moriría. ¿Qué le quedaría entonces?
En todo caso, Augusta rogaba al cielo que si estaba destinada a morir, muriera después de Ricardo. La horrorizaba pensar que pudiera suceder lo contrario y que el niño muriese de hambre. ¡Mañana, se decía, es el día de Navidad! Y recordaba que un año antes había pasado ese día junto con su hermanita en Birmingham; habían ido temprano a la iglesia, y por la tarde habían corregido las pruebas de «Jemina».
¡Quién hubiera dicho, entonces, que estaba tan cerca de la muerte!
Divagando, pensando en el porvenir, fatigados el cuerpo con la vigilia y el espíritu con la incertidumbre, se pasaron las más de las horas de esa larga y penosa noche. Al fin, dos horas antes de amanecer, pudo conciliar el sueño, y cuando abrió los ojos ya era de día
El niño, despierto hacía rato, se entretenía al lado de ella jugando. Augusta se levantó, arregló el ropaje del niño y dijo a éste que ya que no llovía, saliera a correr un poquito mientras ella se vestía, operación muy sencilla, pues se reducía a quitarse el traje, sacudirlo y volver a ponérselo.
Esto lo hizo Augusta con muy poca prisa, pensando cuánto tiempo duraría el escozor de la espalda, cuando el niño volvió, corriendo y sin entrar a la choza, le dijo:
—¡Augusta! ¡Augusta! ¡Allí hay un buque! Creo que papá y mamá vienen a buscamos.
Augusta perdió el equilibrio y casi cayó al suelo al oír la noticia. Si en realidad había un buque, ella y el niño estaban salvados de la garra de la muerte.
Tomó a Ricardo de la mano y se dirigió al promontorio en donde Juan y Guillermo se habían despeñado. A la mitad del camino se convenció de que lo que dijo el niño era verdad, porque allí, a la desembocadura del rio, se encontraba un buque; no estaba a más de doscientas yardas de distancia y la tripulación se ocupaba en plegar las velas antes de echar el ancla.

 

Augusta dio gracias a la Providencia, apresuró el paso; y al llegar a la punta del promontorio empezó a ondear la gorra del niño. El buque se acercaba despacio y majestuosamente, y un instante después se oyó la caída del ancla y el rechinar de las cadenas en los escobones de proa. Pocos momentos después oyó Augusta voces que la alentaban. ¡Acababa de ser vista por los que estaban a bordo!
Distinguió enseguida que del buque bajaban un bote y que éste se dirigía hacia la playa.
—¡Den la vuelta a esta punta y yo los encontraré allí...! —gritó a los marineros, indicándoles la bahía que formaba el peñasco.
Cuando Augusta llegó a ese punto, el bote estaba en seco. Un hombre alto, flaco, de mirar bondadoso, se acercó a ella y con acento yankee le preguntó:
—Náufragos, ¿eh?
» —Sí— dijo Augusta —Nosotros somos los sobrevivientes del «Kangaroo», que se fue a pique en el choque con un ballenero hace nueve días.
—¡Ah! ¿Con un ballenero? Pues ése era sin duda uno de nuestros buques. Hace más de una semana que no nos vemos, y vine aquí para ver si se encontraba rastro de él y también para proveernos de agua. El buque está asegurado, y cuando nos hablamos la última vez, apenas había hecho pesca. ¿Querría usted, señorita, si no tiene inconveniente, darme algunos informes de la catástrofe?
Augusta refirió la historia de la terrible aventura en pocas palabras que conmovieron al flemático yankee, y, junto con él, seguida de los marineros, fue a la choza en donde estaba el señor Meeson y a la otra en donde ella y el niño habían dormido la noche anterior.
—Bien, señorita —dijo el capitán, que se llamaba Thomas—, supongo que usted y el chico estarán deseosos de marcharse. Si usted quiere, los mandaremos a bordo del «Harpoon», ése es el nombre del buque procedente de Norfolk, Estados Unidos. Está lleno de aceite hasta las escotillas, pero confío que en estas circunstancias poco les importará el mal olor. Además, mi señora está a bordo, y, como es natural de Inglaterra, lo mismo que usted, hará todo lo que pueda para complacerla. Habría que agradecer al cielo por haber visto el guiñapo que han puesto ustedes ahí, pues mi idea no era venir a hacer la aguada aquí, sino a un riachuelo que hay a unas veinte millas de este punto. Ahora, señorita —continuó el capitán—, si usted quiere, puede ir a bordo hasta que vengan algunos hombres para enterrar al señor Meeson del mejor modo posible.
Augusta fue a la choza en busca de su sombrero y del paquete de soberanos de oro que el señor Meeson le había regalado. Después entró en el bote del «Kangaroo», en el que ella con sus compañeros habían escapado a la catástrofe y fue conducida por dos marineros al «Harpoon». Al acercarse al buque vio a los demás tripulantes y una señora que la felicitaban cordialmente. Un momento después Augusta se encontró a bordo del ballenero, el cual, a pesar de su abominable perfume de aceite, le pareció ser el mejor buque que había visto en toda su vida.
La esposa del capitán la abrazó afectuosamente: era una mujer de treinta años, de aspecto agradable e hija de un labrador de Suffolk que emigró a los Estados Unidos.
Augusta tuvo entonces que repetir la historia del naufragio, y cuando concluyó, la señora Thomas la llevó al camarote único del ballenero, que ocupaban ella y su esposo y que de allí en adelante iban a ocupar solamente las dos, junto con el niño.
Aquí por primera vez, en una semana, pudo Augusta bañarse y vestirse como se debe. ¡Qué lujo! ¡Nadie aprecia los placeres del aseo sino después de haberse visto privado de ellos; nadie tampoco tiene la menor idea de la diferencia que causa en nuestra vida la falta o posesión de un artículo tan común como el peine, si estamos acostumbrados a usarlo! Por esto Augusta, mientras peinaba su rica cabellera, se sentía dichosa.
No había terminado aún, cuando la señora Thomas dijo al entrar, admirada:
—¡Oh! Esos garabatos en la espalda, ¿qué significan, amiga mía?
Augusta refirió lo del testamento y pensó que era una cosa muy acertada, pues así tenía un testigo de que el testamento había sido escrito antes de dejar las islas de Kerguelen y de que la operación había sido practicada recientemente como lo demostraba la inflamación de la espalda, cosa por demás necesaria, cuanto que el testamento no tenía fecha.
La señora Thomas oyó con la boca abierta la historia y no pudo menos que admirar el valor de Augusta y sentir que se hubiera dejado marcar de ese modo por toda la vida.
—Lo único que debería hacer ahora —dijo la señora Thomas refiriéndose a Eustaquio—, es casarse con usted, ya que usted ha dejado desfigurar su espalda por él.
—¡Qué disparate! —repuso Augusta, ruborizada de tal modo que las marcas de la espalda parecían líneas azules en un fondo lacre.
No había motivo para que una observación tan inocente la emocionara así; pero las mujeres no desean hablar de las posibilidades de su enlace con el hombre a quien aman.
Después de servirles un desayuno de sopa y café, que tanto Augusta como el niño encontraron delicioso, la señora Thomas no pudo resistir su curiosidad y fue a tierra a ver las dos chozas y los restos del señor Meeson. Con ella fueron también casi todos los tripulantes del buque, guiados por la misma curiosidad y para traer agua para el «Harpoon».
Tan pronto como se vio sola, Augusta entró en el camarote y se recostó en el catre, en donde al poco tiempo se quedó profundamente dormida.