Capítulo 4
4
El cielo sobre el pilar de roca era bastante azul, con delgados rastros de nubes extendiéndose desde el este. El agua turbia de los agujeros robó el color, y durante un momento, se volvió azul y brillante, como el cristal de cobalto. El pilar sobresalía entre la gran cantidad de charcos, alcanzando el cielo, y en su punta, tres trozos de roca brillante yacían juntas, formando una simple piedra brillante. Era casi bello, pensó Derek, excepto por Caleb Adams, quién estaba de pie entre ellos y el pilar. Había captado el olor de Adam en el momento que dejaron las ruinas. El brujo no hizo ningún intento de enmascarar su rastro. Un niño podía haberlo seguido.
Estaba en sus cuarenta, estatura media, estructura media, pero sus anchos hombros y actitud eran otra cosa. Su toga negra, hecha jirones y atada con una cuerda larga, probablemente escondía la construcción de un levantador de pesas.
Su cara era perfectamente ordinaria: el cabello corto y rubio oscuro; barba corta; ojos oscuros debajo de cejas inclinadas. Su cara tenía un tinte rojizo, poco menos que la quemadura del sol, el tipo de gente de piel pálida que conseguía cuando estaban forzados a pasar el tiempo fuera. Inteligente, decidió Derek. Si Adams entraba al bar y pedía una cerveza, Derek no le daría ni una segunda mirada.
—Tengo que saberlo —dijo Adam—. ¿Qué demonios eres? ¿Quién os contrató?
¿Por qué me estás siguiendo por toda la maldita ciudad? Simplemente no puedo quitármelos de encima.
Derek le quitó las bisagras a las mandíbulas del monstruo.
—Tu gente mató a los Ives.
—¿Y qué? —Adam frunció el ceño.
—Niños —dijo Julie—. Mataron a los niños, también. No conseguiste la roca. No conseguiste el poder. Conseguiste la respuesta por la familia.
—Esto es lo que ocurre cuando envías a idiotas hacer un trabajo —suspiró Adams—. Hay diez reglas para la delegación. La primera es elegir a la gente correcta. Claramente, elegí a la gente equivocada. —O estaba obsesionado con la gerencia o estaba estancado. Tenía algún tipo de plan. Derek miró a Julie. Ella le devolvió la mirada, su cara ilegible. Si había visto algo de magia, habría sacudido su cabeza o asentido o le habría dado alguna señal.
—Tú ganas. —Caleb levantó las manos, retrocediendo a la izquierda—. Sé lo que son. Tú eres el lobo gris y tú eres la pequeña bruja de Kate Daniels. Os he visto por los alrededores. Creía que el cazador os tomaría a los dos, así podría hacer mis cosas, pero claramente no lo hizo. Me rindo. Ahí está la roca; id y conseguirla.
Ninguno de ellos se movió.
—¿Sabéis lo que hacéis? —sonrió Caleb—. ¿La estrella brillante, cayendo de los cielos al atardecer en la última noche de primavera? Un ruiseñor no estaba cantando, no los tenemos aquí, pero era un ruiseñor. Estaba bastante cerca. Normalmente no se rompen así, pero la magia aún es débil en el mundo. Deberías saber esto, pequeña bruja. Esto es lo que todos los eslavos temen. ¿O Evdokia no te lo ha enseñado aún?
—¡Derek! —gritó Julie—. ¡Corre!
El primer rayo del sol naciente rompió libre desde el horizonte. La roca brillante brilló, la luz fría, fusionándose por completo. La luz salió disparada y se reunió en una mujer.
Él tomó una fuerte respiración.
Ella era bella. Su piel era impecable, su cabello como oro, sus ojos plata como estrellas. Estaba de pie, desnuda en la roca. Miró sus pechos, las curvas redondas de sus caderas, el pálido triángulo de rizos dorados entre sus piernas… tan suaves, tan dorados… Quería poner sus manos en ella.
Su magia le lavó, y su cuerpo se volvió a formar por sí mismo, intentando igualar su humanidad con la suya. Estaba duro, y cuando ella abrió la boca, sus labios rojos como fruta madura, le llamó a ella, su cuerpo quería obedecer.
Su voz era el sonido más bonito que había oído nunca.
—Amado… Ven a mí…
Imágenes parpadearon en su mente. Se vio sobre ella, se sintió en ella, vio su piel sonrojada cuando su cuerpo se apretaba a su… Su magia era demasiado fuerte. Estaba cansado y dolorido, el cambio forzado le drenó. No podía lucharlo. Tenía que ir. Esa era la mejor manera. El camino correcto.
—¡Derek! —Julie agarró su brazo—. ¡No!
La ignoró. Tenía que conseguir a la mujer. Luchar el flujo de magia era inútil.
Solo le cansaría más y ya estaba débil.
—¡Derek!
La empujó. Ella cayó y marchó hacia el pilar.
—Él ha perdido —se burló Adams—. Es joven y soltero. No puede resistirse a la letavitsa. Este derecho no tiene poder sin igual. Una sola puede vaciar una ciudad de todos los hombres en ella.
—¡Derek!
La oyó intentando correr detrás, por el rabillo del ojo, vio a Adams sacar un cuchillo y caminó hacia ella.
—Tú morirás a continuación —dijo Julie bruscamente.
—Tomé medidas. Tengo protección. Él no. La estrella caída se alimentará de él y lo drenará. Ahora solo estamos tú y yo.
—Ven más cerca… Dime que me amas. Ríndete a mí.
Dejó que la magia lo empujara hacia delante. Era demasiado fuerte para luchar.
Tenía que entregarse a ella. Estaba casi en el Pillar Rock.
Adams levantó su mano. La repugnante magia se extendió de él, como la tinta negra.
—A Evdokia le encantará esto.
—¿Qué demonios quieres con una letavitsa de todas formas?
—Lo gracioso sobre las bandas —dijo Caleb—, es que el noventa por ciento de los miembros son machos entre las edades de quince y veinticinco años. Rabiosos con hormonas y es improbable que formen ataduras. Un hombre tendría que estar de acuerdo en morir para que una mujer luchara la magia de la letavitsa. Ese tipo de devoción es raro. Mañana por la noche caminaré con ella a través del Warren, y ese será el final de mi guerra territorial.
Derek saltó al pilar y comenzó a caminar hacia ella. Ella esperaba, dorada, cálida, lista, su cabello flotando a su alrededor, sus ojos plateados brillantes… Podía ver a Julia y a Adams debajo de ellos entre los charcos.
—Soy el Heraldo —dijo Julie. Su voz tenía una extraña cadencia—. Sirvo al Guardián de la Ciudad.
—Bien, tu Guardián no está aquí. —La magia oscura alrededor de Adams se unió. Formas negras serpenteantes se deslizaron de él, extendiéndose desde él, cada punta con una esquelética cabeza de dragón armada con dientes afilados como agujas.
—Su sangre es mi sangre. Su poder es mi poder.
Adams paró.
—Encantador. ¿Estás lanzando un hechizo, pequeña?
—Mira a mis ojos y ve la desesperación. Porque soy el Castigo y no puedes escapar de mí.
Las negras serpientes de humo salieron disparadas hacia ella, sus bocas esqueléticas abiertas ampliamente, sus cuerpos de humo negro ondulantes.
La magia la golpeó, barriendo a las serpientes humeantes a un lado. Durante una fracción de segundo Adams se congeló, su cara sorprendida.
Julie abrió su boca.
Karsaran.
—El sonido la meció. Cayó de rodillas.
Un poder invisible tiró a Adams de sus pies. Su cuerpo congelado y rígido. Un pequeño temblor afilado le sacudió con un alto chasquido repugnante, como si todos los huesos en el cuerpo del mago se hubieran roto. El cuerpo cayó al suelo.
Julie se enderezó, limpió la sangre de su nariz con el dorso de su mano, sacando su hacha de guerra, caminó hacia Adams, su boca fija en una dura línea.
Vio la boca de Adams jadeando.
—Él aún está atado —dijo el mago.
—Ven, amado… Dame tu amor. Yo te completaré.
—Voy —dijo él. Estaba casi con ella, con ese cuerpo flexible y celestial, tan suave, tan ansiosa por él. Lista. Conforme.
Julie levantó su hacha de guerra y la bajó.
La mujer dorada abrió sus brazos. Era tan bella, quería llorar. Quería ese cuerpo. Reclamarlo, sentir su carne bajo sus dedos… Ella le sonrió, y las visiones de su boca se arremolinaron en su mente. No le importaba que estuviera llena de afilados dientes serrados. Quería saborear esos labios rojos. La necesidad estaba allí, pero no venía de él.
Ella levantó su mano y acarició su cara con sus dedos. Sus ojos plateados brillaron.
—Perteneces a alguien más —susurró ella.
—Sí. —Su cuerpo tiró con lo último de su fuerza. El lobo se derramó, y él empujó sus garras en su pecho. Sus garras se clavaron en su corazón. Lo desgarró.
Ella gritó, sorprendida, sus afilados dientes desnudos. Su cuerpo explotando en cenizas. Durante un momento, se mantuvo unida, y luego el viento la barrió fuera de la roca a la ciudad.
Estaba demasiado cansado, no se sintió caer. No oyó a Julie gritar.
Cuando abrió sus ojos, el cielo era del tranquilizador azul noche de nuevo. Una fina manta lo cubría. Estaba cálido y dolorido en una docena de lugares, los últimos gránulos de plata ardiendo como brasas moribundas dentro de él mientras su cuerpo lentamente los empujaba a la superficie de su piel. Su cabeza descansaba sobre algo que olía a caballo, probablemente una alforja. A su alrededor, la ciudad se extendía, las raras luces doradas de lámparas eléctricas brillaban débilmente desde la distancia. Todavía estaba en Pillar Rock.
Captó el olor de Julie. Se arremolinaba a su alrededor y lo saboreó. Sin sangre.
No había resultado herida. Habían tenido éxito.
—Al fin —dijo Julie.
Se sentó, envolviendo la manta a su alrededor como un manto. Ella le sonrió.
—¿Cuánto tiempo estuve fuera?
—Todo el día.
Se había quedado con él. No se había ido y llamado para que la pasaran a buscar; solo se había quedado aquí, donde había caído, y velado por él.
Julie buscó en su bolsa.
—Recogí al pasar un poco de alimento del camión de la comida. No son crias de ciervos, pero tendrás que tolerarlo.
Él extendió su mano y le tocó la mano.
Ella hizo una pausa y lo miró, sus ojos insoldables.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por estar conmigo.
—De nada, lobo —dijo en voz baja.
Se dio cuenta entonces que ella se había quedado junto a él porque la tomó de la mano y aún la sostenía. Se obligó a dejarla ir.
Ella miró hacia otro lado y sacó de la bolsa carne de venado ahumada y una jarra de té helado.
—Come. Probablemente te estás muriendo de hambre.
—En un minuto —dijo—. La luna está casi arriba.
Ella dejó la bolsa en el suelo y se sentó a su lado. Se sentaron en silencio en Pillar Rock, lado a lado, casi tocándose y felices de estar vivos, vieron la salida de la luna.