Capítulo III
KARLSBAD Y VIENA, OTOÑO
DE nuevo en Viena, tras veinte días en Karlsbad que para mí casi fueron de vacaciones, pues cuando se juntan las Von Biron la duquesa lee poco. Mi obligación era permanecer en prevengan, aunque cada mañana, tras comenzar el programa de salud y belleza, sabía que durante horas la duquesa no me necesitaría, ni siquiera en las tediosas inmersiones en lodo, pues tenía una hermana de cada lado con las que no paraba de cotorrear en inglés, ya que se les había garantizado que las weisse frauen encargadas de torturarlas no entendían una palabra. Mi mucho tiempo libre lo invertía en repasar mis notas de dos años; pensaba darles forma de relato, pero seguía sin atreverme, porque mis cuadernos ocupan muy poco en mi baúl y pasan inadvertidos cuando Hannchen revisa la mucha ropa que la duquesa me ha pasado desde que llegué a su vida. Es de primera calidad y bien actualizada, pero también hay vestidos nuevos que yo no llegué a elegir, y es que para ella soy una especie de muñeco al que hay que vestir, peinar y arreglar, lo cual le divierte. No critico su buen gusto, aunque alguna vez me gustaría ser yo misma y no la que ella configura y pule a su imagen y semejanza. En ocasiones temo que me anule, que me prive de la capacidad de vivir mi propia vida en vez de una que será maravillosa pero que de ningún modo es la mía. Son ideas que se desvanecen al comparar mi vida tal y como es, a mis diecinueve y pocos meses, con la de campesina que habría tenido de no haber dicho la palabra mágica, Rösselsprung, en el momento adecuado, aunque no por eso se me van de la cabeza.
En Karlsbad percibí, cuando me atreví a pasear por la ciudad y maravillarme de lo que hace la gente —viene a ser un lugar de peregrinación para dolientes, aunque no al estilo de la Częstochowa que tanto desprecia mi señora, porque no se duelen del alma, sino de sus tripas o de sus articulaciones, y se han creído que lo pueden remediar a base de tragarse unas aguas nauseabundas; Hannchen dice que son excelentes para el hígado y el riñón, y en el caso de las mujeres para resolver nuestros diversos y penosos males, comenzando por los desórdenes en lo que a mí todavía no se me ha desordenado, siguiendo con los sofocos de cuando dejamos de sufrir el angustioso riesgo de contraer una maladie de neuf mois, y acabando en las que, como Hannchen, padecen la maldición de querer y no poder, por mucha fuerza que hagan; no es un mal exclusivo suyo, me confesó un día tras agradecerme que hiciera por ella lo que tan a menudo le pide la duquesa para sí misma salvo cuando estamos en el Pupp, pues allí es una más de las innobles habilidades de las weisse frauen—, que quizá Gösseln está interesado en ocupar algún papel en esa hipotética vida propia sobre cuyo advenimiento especulo de vez en cuando.
Gösseln suele mirarme de un modo que cabría calificar de inquietante. Al carecer de la experiencia necesaria para determinar el posible interés que se halle tras su monóculo prefiero no preguntarme a qué podrá deberse, pero un buen día, no hace mucho, Hannchen me dijo que al Freiherr se le alegran las pajarillas cuando mi persona entra en su campo visual. Prefiero no pensar en ello y no por indiferencia sino por prudencia, pues no encuentro razón alguna para que un barón prusiano, aunque no tenga un céntimo, sienta interés por una pobre sirvienta, y es que por mucho que mi posición pueda destacar entre la servidumbre no dejo de ser parte de la tal servidumbre; Hannchen me recomienda ser menos objetiva, ya que Gösseln, a su entender tan parte de la servidumbre como nosotras, reúne casi todos los ingredientes de un buen partido, de la clase que rara vez se ofrece a las hijas de los caballerizos, por bien que lean en francés, alemán y checo, y lleven camino de hacerlo en inglés, lo último porque la duquesa quiere que, cuando volvamos a Viena, me dé clase un profesor de su confianza, el mismo que hace años se ocupó de que Mary y Emilie pudieran leer a Mrs. Radcliffe en su lengua original.
Hannchen, que sin presumir de sabia piensa que lo es, defiende que todo tiene un lado bueno y uno malo. El bueno de Gösseln es su origen noble, sus excelentes modales y su buena reputación; a eso se debe que la duquesa no le relegue a la penumbra donde mantiene a Lauengram o a Holbein; apuntala lo que dice alegando que Gösseln está presente cuando recibe, lo que sucede con regularidad los jueves del Palm, los días en que abre su salon littéraire. La parte mala es que, como buen aristócrata, Gösseln debe de ser de los que pierden el interés a poco que se lo pongan fácil, de modo que yo debería, en el caso de que decidiera tenderle las redes, hacérselo tan difícil como fuera posible, y es que, «mi querida e inocente Libuše —cuando me define así es que piensa ponerse maternal, cosa que me hastía—, los hombres en general, y los aristócratas en particular, todo te lo prometen hasta que ya sabes, así que de ningún modo debes consentir que te baje tu petite culotte mientras no te haya puesto el anillo en el dedo delante de un cura —era luterana, pero se cambió a papista cuando lo hizo la duquesa; yo soy católica de cuna, pues los polacos lo son, y mis ancestros resolvieron al poco de llegar a Zaháň que para mejor integrarse convendría no ir contra corriente—, y en una iglesia llena de gente».
Todo eso debería darme igual, pero es inevitable que padezca cierta curiosidad, la de saber qué se siente al ser cortejada incluso al elusivo estilo de Von Gösseln —es de los que buscan la salida cuando casi ni han entrado—. Alguna vez lo había rumiado, aunque no alcancé la fase práctica, la experimental, hasta una mañana en que atravesando el recibidor del Pupp a buena velocidad —a la duquesa le tocaba klyster; no me llamaría en menos de tres horas—, a fin de llegar pronto a Nava, la librería del centro de Karlsbad, sentí un golpecito en el hombro.
—Buenos días, Fräulein Libuše.
Gösseln, claro. En impecable morning dress —no siempre iba de oficial prusiano; el estilo británico, pensaba yo desde que le vi por primera vez en esa facha, le sentaba mejor—, compatible con el vestido color perla, de talle muy alto y bastante recatado, que mi señora lució veintidós años antes en Charing Cross Road tras asistir a un concierto de clavicémbalo en St. Martin-in-the-Fields, del brazo del elegantísimo Fürst Metternich.
—Oh, es usted. ¿Va también al centro?
—Algo así —no pareció quedar contento con lo que salía de su boca; lo atestiguaba el enrojecer de un modo indecoroso—; quiero decir que había pensado ir allí, porque necesito cosas para escribir. Ya sabe, lápices, papel, plumas, tinta...
Como excusa no valía, pues en el Pupp te dan de todo eso sin cobrar, pero decírselo sería una crueldad. El pobre sólo intentaba estar a solas conmigo, lo que de ningún modo me disgustaba, y es que no hay peor enemigo de la virtud, en el internado nos lo repetían a todas horas, que la curiosidad, y más una soleada mañana de verano, paseando bajo una sombrilla de la duquesa y a la espera de saber qué pasa cuando un apuesto barón monocular se atreve, al fin, a ponerte sitio.
—Hace muy buen día, ¿verdad?
Dado que yo esperaba una toma de posición más audaz, del estilo «estoy loco por Vd. desde la primera vez que la vi», aquello me pareció muy decepcionante.
—Sí, no está mal.
Su respuesta, y la perorata que siguió, no mejoró mi primera impresión. En conjunto, fue una detallada exposición de las oportunidades que reserva el Königlich Preußische Armee a los oficiales que han perdido aptitud para desempeñar un buen papel en la línea de fuego. Fue un mensaje largo y denso, e incluso dudo si realmente lo formuló al completo, porque ya nos hallábamos frente a Nava —no era infrecuente que la visitara por cuenta de la duquesa; de hecho, me dejaba elegir sus lecturas de novedad—; yo me preguntaba para qué diablos me contaba todo eso, pero la luz se hizo en mi cabeza cuando llegó a la parte no heroica, la que, yendo a la esencia, explica que los oficiales superiores, de teniente coronel en adelante, disfrutan de casa y servicio a cargo del KPA, si por cuna o fortuna no los poseen propios. Ahí, sí. Ahí ya empezó a parecerme que todo estaba claro. El muy bobo, antes de pasar a mayores, lo que no pensaba dejarle hacer —cuando menos esa mañana; «nunca dejes que se te declare un hombre si aún es de día», me dijo una vez la duquesa sin explicarme por qué—, me describía cómo funcionaría nuestra intendencia si yo llegase a valorar la posibilidad de compartirla con él, lo que, por otra parte, no estaba mal del todo. No sería un ponerse de manifiesto muy novelesco, pero quizá Gösseln ya supiera que, cuando Dios nuestro Señor derramó sus virtudes sobre mi prosaico carácter, con el asunto del romanticismo fue muy tacaño. No lo sabría por haber hablado mucho conmigo, pero en la corte ambulante ni las bocas estaban bien cerradas ni las orejas eran estancas.
—Tras la última desmovilización, en 1832, muchos miembros del cuerpo de oficiales nos vimos obligados a elegir entre languidecer a dos tercios de paga quedándonos en casa o pasar a la reserva activa con sólo un tercio, aunque sin restricciones profesionales. Por fortuna no nos faltan oportunidades. La gran fama del cuerpo nos ayuda y, además, a la hora de cubrir vacantes se nos da preferencia, y es que Prusia, si lo piensa Vd. bien —no estaba segura de pensarlo bien, porque ya bordeaba el límite de mi paciencia; tanta seriedad, a la edad en que lo relevante linda siempre con lo frívolo, se me hacía fastidiosa—, está siempre amenazada por la guerra, bien porque se nos invada o bien porque nos adelantemos a que se nos ataque, lo que determina que los militares estemos muy bien vistos.
Ahí se lanzó con inusitada pasión sobre las virtudes del ataque preventivo —parecía sentirse más seguro del terreno que pisaba comentando pensamientos de naturaleza guerrera que, por ejemplo, alabando los divinos ojos grises de una señorita cuya impaciencia crecía por momentos—, en adhesión incondicional a las más tenebrosas teorías del Graf Gneisenau, del que yo sólo sabía que le caía simpático al general Álava. Por fortuna, el despliegue de publicaciones sobre las mesas de Nava justificó que dejara de prestarle atención sin que se sintiera ofendido, pues bien sabía él que yo había ido allí a comprar libros para nuestra señora común. Al salir caminábamos lastrados —él sobre todo, pues con obligada caballerosidad se brindó, intuyo que sin ganas, a que le cargara como a una mula; por cierto, ni se acordó de comprar eso que había dicho le hacía falta; o mis encantos le distrajeron o se confirmaba que lo suyo era un cuento chino— con Notre-Dame de Paris, de un francés llamado Victor Hugo, Le Rouge et le Noir, de otro francés llamado Stendahl al que mi señora detestaba, La fille aux yeux d'or y Eugénie Grandet, del Honoré de Balzac que años antes asoló el Palm desquiciando al indesquiciable Hartenstein, Lelia, de George Sand —el nom de plume de Amandine de Dupin, baronesa Dudevant; era otra de las escandalosas amigas de mi señora que no aceptaban el rol de disciplinadas esposas y madres amantísimas, y a ésta, por si fuera poco, se le imputaba la interesante calidad de amar por igual a los hombres y a las mujeres—, la recién publicada La morte amoureuse, de Théophile Gautier —iba de un asunto que a mi señora le fascinaba: la vida sentimental de las no muertas—, y La Tour de Nesle, un drama de un tal Alexandre Dumas que a la duquesa le apasionó cuando lo vio en París y que Didot Lainé acababa de publicar. Para mí me llevé Persuasion, lo único de Jane Austen que aún no había leído —me gustan no por su romanticismo, que me da risa, sino por su excelente inglés, del cual pensaba que me valdría para mejorar el muy rústico que aprendí en la casa de Madame de Brévilliers, y por la gran ironía, si no velado pitorreo, con que Miss Austen describe las costumbres británicas, así como su lúcido análisis de la señorita casadera fronteriza, en el sentido de no estar lo bastante forrada para ser un gran partido, aunque sin por eso dejar de vivir en la proximidad de los que sí lo están; más o menos, como yo— y Die Herzogin von Montmorency, de Karoline von Briest, una de las autoras favoritas de mi señora pese a lo mucho que le reprochaba que firmara con su nombre de casada, Caroline de la Motte Fouqué; la opinión de la duquesa, en asuntos de identidad, era que perder la propia por el hecho de contraer matrimonio era la primera causa de que casi todas acabáramos volviéndonos idiotas; ella, cuando menos, jamás aceptó ser Madame Rohan-Géméné, Gaspazhá Troubetzkoy o Frau Schulemburg; desde la muerte de su padre ni un solo día de su vida dejó de llamarse Wilhelmine von Biron, Vévodkyně Zaháňská. Gracias a todo eso era natural que mi abnegado Gösseln sudara como un pollo pese a que le protegiera del sol, siquiera parcialmente, con la sombrilla de mi señora.
—Uno de mis amigos, Moltke, me ha escrito para decirme que no consigue trabajo y que se plantea viajar a Turquía, para ver mundo y, de paso, ver también si hay alguna oportunidad para él en el ejército del sultán Mahmud II, el tipo que manda por allí. Está como yo, en la reserva activa, pero aunque sólo nos llevamos meses él aún es hauptmann, por no haber luchado una sola campaña. Yo ya soy major, creo que se lo dije —asentí educadamente; aceptaba que debía ser amable con mi bestia de carga, siquiera mientras no llegáramos al Pupp, no fuera que me dejara plantada con la tonelada de libros en medio de la calle—; no es que mi trabajo sea fascinante, pero el mucho mundo que gracias a él voy viendo me consuela de lo poco estimulante que resulta, siquiera en lo intelectual; de no ser así, mucho me lo temo, haría lo mismo que Moltke. Esto que le digo no es una crítica, porque la duquesa es la señora más noble, buena y generosa para la que ningún oficial prusiano podría trabajar, pero el hecho es que a veces añoro la Kriegsakademie —me costaba imaginar la Kriegsakademie; no pasaba de intuir una especie de internado Brévilliers para hombretones, si no algo peor; Madame, después de todo, no nos hacía desfilar desnudas sobre la nieve marcando el stechschritt; en general, y pese a ser muy tacaña en materia de atenciones materiales, Madame era cuidadosa con las temperaturas, a lo que dábamos dos interpretaciones: unas opinaban que lo hacía para que no pilláramos una tuberculosis y otras para que no nos salieran sabañones, pues tanto en un caso como en otro nuestro atractivo para ser segundas doncellas con visos de ascender a la casta superior quedaría menoscabado, y es que a las grandes damas a cuyo servicio estábamos destinadas no les gustan las doncellas que vomitan sangre ni las que tienen por dedos garras de carroñeros—; a eso se debe que procure mantenerme al día, porque tengo fundadas esperanzas de que me llamen dentro de no mucho, incluso si no se produce una movilización. No es improbable, créame —lo decía mirándome con fijeza y cierta solemnidad, pese a que su compostura de sudoroso porteador de libros resoplando bajo la despiadada solanera no resultaba impactante—, y si lo creo es porque se avecina una revolución, cuando menos en el plano de la intendencia, que como supongo no ignora es mi especialidad profesional.
La palabra revolución no despertaba simpatías en el Palm, y no ya por las opiniones políticas de mi señora, partidaria de tramitar las reivindicaciones sociales como lo hacía Bonaparte —a cañonazos—, sino porque los más veteranos habían vivido, en otras casas, la nefasta de Francia y 1789, y ya en el Palm la tremenda de Francia y 1815, a la que siguió la bufonada española de 1820, y tras ésa la peor de todas, la espeluznante de 1830, que aunque originada en Francia —culminó con la dinastía Bourbon expulsada del país— se contagió al Reino Unido de los Países Bajos —acabó partido en tres—, a Polonia —terminó aplastada por los rusos—, a Inglaterra —le costó el puesto a Wellington—, y por fin a Módena, Parma y Roma, donde nuestro kanzler ordenó una matanza horrorosa; tanto clamor contra nuestro mundo —si una coplilla nos espantaba era la que comenzaba por «Ah! Ça ira, ça ira! Les aristocrats à la lanterne!»—, pues el de la servidumbre de las grandes casas es el de los aristócratas, nos aterraba. Nuestra vida, buena o mala, depende de la suya, y si bien cuando las masas enfurecidas les cortan las cabezas y las clavan en sus picas a nosotros nos ignoran, lo cierto es que nos dejan en la miseria. Vivimos de sus vidas, y cuando ellos las pierden nosotros las perdemos con ellos, porque nos quedamos sin nuestros medios de subsistir. A eso se debe, diría yo, que si hay alguien más absolutista que los aristócratas es la servidumbre de los aristócratas.
—No me refiero a esa clase de revolución, no me ponga esa carita de pánico —me ruboricé involuntariamente; si algo detesto es que se me vean las emociones—; sólo pretendo expresar que hace poco más de seis meses nació aquí cerca, entre Nürnberg y Fürth, algo que nos cambiará la vida. La de todos. La mía, sin la menor duda, y es probable que la de usted también.
Era un tono distinto. Nuevo. Apasionado, diría yo, lo que desde luego era una novedad, pues Gösseln solía manifestarse como el que ve las cosas desde Júpiter. Y me gustó, para que me voy a engañar a mí misma. Si algo he valorado en los demás, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, es la firmeza, y en el nuevo tono de Von Gösseln había mucha.
—Quiero decir, por si en su momento no reparó Vd. en la noticia del Wiener Zeitung, que a mediados de diciembre del año pasado se inauguró la primera línea de ferrocarril en un país alemán, la Nürnberg-Fürth. Sólo tiene siete kilómetros y el material rodante, para nuestra vergüenza, es inglés, pero ya verá Vd. lo poco que tardan en aparecer docenas de nuevas líneas, mucho más largas y equipadas con material alemán, a lo largo y a lo ancho de los países que hablan nuestra lengua.
Ahí advertí que charlábamos en alemán, contra los usos de la servidumbre distinguida y no por dificultades expresivas de Gösseln, ya que, si bien su seco acento de Brandenburg es más que perceptible, domina de verdad la lengua oficial de la casa. Por mi parte, la forma en que coexisten dentro de mi cabeza mis tres lenguas maternas, más el francés del internado, hace que salte de unos a otros sin darme cuenta de que lo hago, sin ser consciente de hablar y de pensar en cuatro idiomas distintos; era como si los cuatro convivieran en mi mente a un punto tal de integración que se habían vuelto uno solo.
—Sí que reparé, porque se la leí yo a la duquesa, pero ni a ella ni a mí nos pareció importante. Si tiene algo de particular que no alcancé a comprender le rogaría me lo explicase.
En realidad había pensado preguntar «¿y qué carajo —misteriosa expresión de origen desconocido que a veces empleaba la duquesa para referirse a cosas o asuntos de naturaleza despreciable y cuyo significado exacto ni siquiera Hannchen aventuraba— importa todo eso?», aunque frené a tiempo. Si el pobre diablo mostraba un entusiasmo tan formidable mejor sería no echarle por encima el fondo del orinal.
—Hoy en día, enviar una tonelada de mercancía de Dresden a Londres supone movilizar no menos de dos carros, cuatro cocheros y cuatro caballos. Los setecientos cincuenta kilómetros que hay entre Dresden y Amberes no se pueden cubrir en menos de ocho días si es verano y el clima es bueno, y a saber en cuánto si llueve o si nieva. En Amberes hay que cargar la tonelada en un barco que la lleve a Dover, para lo cual tiene que haber viento favorable; una vez en Dover, el mismo lío de carros, cocheros y caballos. Unas cosas con otras, no se puede hacer en menos de tres semanas, y de los costes ni le hablo. Cuando exista una línea de ferrocarril que una Dresden con Amberes, y ya se habla de construir el primer tramo, hasta Leipzig, sólo hará falta un día, cero caballos y cero cocheros para dejarla en Amberes, donde alguien la pondrá en un buque movido por máquinas de vapor al que le dará igual si hay o no viento y que la dejará en Dover, donde otra gente la subirá en un segundo tren que a las pocas horas la descargará en el mismísimo Londres. El ahorro será colosal, en tiempo y en coste. La consecuencia será un descomunal incremento del comercio, lo que implicará el de la industria y con ambos el del empleo y, en resumen, el de la prosperidad general.
Le oía, lo acepto, con un punto de admiración. No porque hablara de asuntos trascendentes —la duquesa también lo hacía, pero sus inquietudes solían ser del espíritu, y sobre todo del pasado—, sino por lo bien que hilaba sus ideas y la seriedad con que las explicaba; con que me las explicaba a mí, debo puntualizar, pues a fin de cuentas yo sólo era la humilde lectrice de una duquesa riquísima pero con pie y medio en el siglo XVIII.
—Todo esto, sin embargo y siendo magnífico para la felicidad de todo el mundo, aún será más importante para lo que se oculta detrás: la guerra —sin poderlo evitar sentí un escalofrío; quizá porque hasta entonces no había visto la verdadera mirada de Von Gösseln, a la sazón desmonocularizado, porque con el sudor que le caía por la frente le resultaba imposible mantener en su sitio el artefacto, gracias a lo cual era posible comprobar que tenía un ojo azul oscuro bastante bonito—; gracias al ferrocarril será posible mantener una fuerza estable más reducida de lo que hoy en día se considera necesario, porque se podrán movilizar las reservas y llevarlas a sus regimientos poco menos que de un día para otro. No hará falta concentrar los armeekorps al estilo de hoy, formando ejércitos dificilísimos de aprovisionar y de hacer maniobrar, porque gracias al ferrocarril se les mantendrá convenientemente alejados los unos de los otros hasta que llegue la hora de concentrarlos y lanzarse al ataque, para lo cual no hará falta más de dos o tres días de despliegue ferroviario, si está bien estudiado.
—Ya veo: Vd. piensa que le llamarán para estudiarlo.
—No sólo a mí, pero los oficiales de intendencia no abundamos, y de entre nosotros no son muchos los que llevan media vida pensando en los ferrocarriles, porque como apenas han nacido la mayoría de nuestros superiores los ven como una extravagancia sin utilidad práctica. Yo sostengo, contra eso, que serán la clave para ganar las guerras que se nos avecinan, que quien primero domine la técnica para usarlos en beneficio de los regimientos adquirirá una ventaja decisiva y que cuanto antes nos pongamos a la tarea mayor será esa ventaja.
—¿Cuáles son esas guerras que se nos avecinan? Se lo pregunto porque todo parece tranquilo y en paz, ¿no es así?
—Sólo porque reina el equilibrio. El ferrocarril acabará con el equilibrio. Si fuéramos los primeros en convertirlo de noticia publicada en el Wiener Zeitung en arma estratégica de primera categoría, Europa entera sería nuestra.
De nuevo el brillo azul en el ojo exmonocular. Un brillo que no me gustaba nada, pero sin por ello dejar de decirme que, a su modo, era fascinante. Fue lo último que me dije, porque ya ganábamos el Pupp y una mesnada de porteros y ordenanzas se lanzaba en auxilio del desfondado Von Gösseln.
—Me ha encantado acompañarla, Fräulein Libuše.
—Lo mismo digo, Herr von Gösseln.
—Preferiría que me llamara Ludwig.
Sobre la marcha decidí regalarle una sonrisa. Generosa que tenía yo la mañana.
—Conforme. Ludwig y Libuše. Muchas gracias por haberme prestado sus músculos, Ludwig.
Se me quedó mirando, el sombrero en una mano y pendiente de mi airoso caminar. Lo sé no por tener ojos en el cogote, como Hartenstein, sino porque su imagen tentetiésica se reflejaba en los numerosos espejos del grandioso y recargado recibidor del Gran Hotel Pupp. Pese a que tengo muy buena vista no lograba distinguirle la expresión, aunque intuía que sería la de uno que pretende comerse a una con patatas. Una sensación, la tasaba según la percibía, inquietantemente agradable.
* * *
Cuando la duquesa estaba en Viena, cada jueves y salvo en festividades como el Corpus, la Ascensión o Jueves Santo, a partir de la hora en que se cerraban los teatros el Palm se llenaba. La razón era una costumbre francesa bastante antigua que mi señora descubrió en su primera estancia en París, cuando al poco de casarse, y aprovechando el remanso de paz que Bonaparte ofreció a Europa mientras estudiaba el mejor modo de quitarse la máscara, pasó allí unas semanas, sorbiendo la vida parisina sin dejar una gota y disimulando lo mejor que podía el ser, pese a su inmensa fortuna, poco más que una princesilla provinciana. La tal costumbre se llamaba salon littéraire, y aunque ninguno era igual a otro tenían cosas en común; la principal era el constituirse alrededor de una gran dama que unos llamaban salonnière y otros châtelaine, aunque los más cínicos la definían como la idiota que ponía la casa y pagaba el champagne. El pretexto existencial solía ser alumbrar, en primicia para dos docenas de incroyables y merveilleuses, las primeras líneas de algún prodigio de la literatura que su generoso autor, a petición de la salonnière, leía por sí mismo ante los sobrecogidos espectadores, para tras eso cosechar una remesa de adoración tan desmesurada que nadie se la creía, pues para todos, y ni siquiera el escritor más petulante lo ignoraba, el motivo de ir allí no era escuchar tonterías a menudo escritas con el culo, sino ver, dejarse ver, hacer amistades y, si se terciaba, sondear las respectivas posibilidades con alguno de los incroyables o alguna de las merveilleuses —en casos extremos con los unos y con las otras—, que durante los primeros meses del Consulado así seguían definiéndose los que no se daban cuenta de que Francia ya no era la república soñada por unos insensatos que nueve años antes perdieron sus cabezas, porque se había convertido en una dictadura militar tan vulgar como cualquier otra.
La duquesa frecuentó unos cuantos, por diversión, aunque también para determinar las claves de su éxito, pues había ya decidido que nada más llegar a Dresden, donde pensaba sentar sus reales —años antes habría elegido Berlín, por ser una duquesa prusiana, pero tras una colisión con la Königin Luise decidió que mientras viviera jamás pondría sus pies en esa mierda de corte real, y aquí debo añadir que mi señora, pese a su exquisitez, no vacila en hablar como una pescadera polaca si le da la gana de hacerlo—; el que más le gustó fue uno donde la faceta literaria no era lo que más pesaba, pues con frecuencia nadie leía nada ni a nadie le preocupaba que no se leyera nada; lo que importaba en el salon de Madame Récamier era el tono conspirativo general, pues los que se reunían allí eran la flor y la nata de la intelectualidad parisina; fue ahí donde conoció a Talleyrand, a Fouché, a Bernadotte, a Lafayette y a Bassano, y también a las matalotes de la salonnière, Thérèse Tallien y Germaine de Staël. Pronto comprendió que si el aire general lo ponían los asistentes, el poder de convocatoria residía en la Récamier y el de retención en las otras brujas, pues entre las tres sumaban el encanto, el atractivo, la gracia, la osadía y la inteligencia que tan difícilmente se pueden hallar en una sola mujer. A eso se debía que se repartieran los papeles, lo que mi señora no creía necesitar, y no por soberbia, pues siempre ha sido penosamente objetiva. El éxito de aquel salon se basaba en la presencia de la Récamier, la Staël y la Tallien; bien, pues la Sagan no necesitaba refuerzos. Ella valía por las tres, y aunque sólo he conocido a una Juliette de Récamier que ya no debe de ser ni la sombra de lo que fue, Hannchen las vio en sus mejores años y dice lo mismo, que ni la Récamier era más bella o más dulce, ni la Staël más inteligente o más culta, ni la Tallien más osada, más atrevida o más espectacular. Nuestra duquesa valía por las tres, y a eso se debió tanto que su salon littéraire fuera el más afamado de Viena ya el mismo día de 1807 en que lo abrió, como que hoy, veintinueve años después, lo siga siendo.
El Palm lo forman dos mitades simétricas. La planta baja o semisótano contiene la cocina —la duquesa hizo desmontar la de su vecina, la princesa Katherina Bagration, Andromeda von Russland para la policía secreta del kanzler; a mi señora la llamaban Kleopatra von Kurland, lo que aún le hace sonreír—, la lavandería, la planchistería, las carboneras la portería, las caballerizas y las cocheras están en el gran patio de caballos— y el comedor de los que trabajan ahí. El primer piso, medio metro por encima de la Schenkenstraße, contiene una gran sala diáfana, donde mi señora recibe o da cenas; aún se recuerda la grandiosa que ofreció en febrero de 1815 al duque de Wellington; asistieron dos emperadores, cuatro reyes y multitud de duques y archiduques, príncipes y condes, embajadores y mariscales, así como todas las bellezas del Wiener Kongress —salvo su vecina Katherina—, en la que se consumió la reserva entera de beluga del Donau de aquel infausto año. Tras quedarse con la mitad de su arruinada vecina construyó en lo que había sido el salón de Andrómeda una pieza colosal que agrupa un dormitorio, un gran boudoir, un vestidor y un salón privado, en la que se siente tan a gusto que allí es donde hace casi toda su vida vienesa. También ahí, en esa planta, está su biblioteca, heredada en buena parte del duque Peter, aunque con sólidas aportaciones propias, y es que mi señora sufre desde jovencita el denostado vicio de leer, muy criticado entre las damas de su elevada condición, por ser notorio que rara vez leen nada. En esta planta están el comedor de diario —hasta doce personas—, el dormitorio de Hannchen, el mío —antes era del antecesor de Holbein; la duquesa me ordenó mudarme allí porque, si le asaltaban de madrugada las ganas de que le leyera, le impacientaba la demora de ordenar a la doncella de noche, una infeliz que las pasaba sentada en su salón, a la espera de que se le ocurriese algo, que subiese a buscarme a las buhardillas para que me vistiese y bajara volando; al dormir a dos zancadas de su cuarto le bastaba con darme una voz a través de un tubo acústico para que allí estuviera yo— y los que usaban sus hijas cuando vivían con ella. La segunda planta sólo contiene dormitorios, los de la servidumbre de primer nivel —Hartenstein, Lauengram y Gösseln; Wratislaw y Holbein duermen en sus casas— y los reservados para invitados y visitantes, la mayoría con sus propios aseos; en los tiempos del Wiener Kongress esta planta rebosaba, pues Metternich había pedido a mi señora y a la Bagration —se acostaba con las dos— que hospedasen cantidad de plenipotenciarios de segunda fila que no encontraban acomodo en los hoteles de la congestionada Viena. En estos días no son muchas las habitaciones abiertas, pero aun así es frecuente que vengan amigos suyos de todo el continente a pasar unos días; también los usan dos o tres amigas íntimas, las cuales raro es el año en que no pasan aquí unas semanas, incluso si ella está de viaje, pues la casa no se cierra. En la cuarta y última planta es donde habita la servidumbre inferior, lo que incluye dormitorios y comedores —hay castas y subcastas, de modo que los cocheros no se sientan con los camareros, ni éstos con las doncellas, ni los pajes con los cocineros; observada con objetividad, la etiqueta que gobierna la convivencia entre la servidumbre aún es más clasista que la de la nobleza—, los aseos —en el Palm se lava todo el mundo, todos los días y, salvo la servidumbre superior, no en privado, lo que debe de hacer las delicias de los pervertidos, y tenemos unos cuantos—, los despachos de Wratislaw, Holbein, Lauengram, Hartenstein y Gösseln, y los diversos talleres, como el de costura, el de carpintería, el de pintura y el de restauración; los últimos se deben a que hay más de doscientos cuadros, muy valiosos, colgados en las paredes del Palm; eso explica la presencia cotidiana de un restaurador que nos envía no sé cuál academia; también es frecuente dar con pintores copiando alguna de las maravillas de la duquesa, las cuales obsesionan a Lauengram: qué ocurriría con todos esos tesoros si se declarase un incendio. El Palm, en fin, viene a ser como un gran barco de guerra donde cada tripulante tiene una función, siendo la suma de todas ellas conseguir que la capitana —la duquesa— gruña lo menos posible.
Era el primer jueves desde que la corte ambulante regresara de Karslbad y Praga, donde habíamos pasado unos días en el schloss Waldstein, de dulces recuerdos para mi señora —Hannchen dixit, aunque no quiso dar detalles; no me importó, porque bien sé que lo hará; no hay nada que más le guste que relatarme la vida de la duquesa, y no sólo por cotillear; es como si me contara la suya, y es que hay veces que no sé si habla de lo que vivió la duquesa o de lo que vivió ella bajo la sombra de la duquesa—; la expectación en el Tout Vienne debía de ser considerable, no sólo por el acontecimiento en sí mismo, sino por la presencia confirmada del epiléptico Kaiser Ferdinand —de haber suerte y tuviera un buen día quizá sufriera uno de sus celebrados ataques, con vomitonas, pataletas y convulsiones, comentaba la cruel Hannchen— acompañado de su canciller, el Fürst Metternich. Aun así no sería, me advirtió Hannchen, un acto protocolario. El éxito del salon littéraire de la duquesa, dejando aparte la notoriedad de los habituales, partía de su anarquía, pues allí todo el mundo hacía lo que le daba la gana. Lo usual era que se formaran grupos, en los que nuestra señora entraba y salía como una gran abeja reina llevando cotilleos de unas flores a otras, pero los había que se arracimaban a una gran mesa de billar, y otros —y otras— jugaban a las cartas entre chismes, humo, cognac y risotadas, y hasta unos cuantos jugaban al ajedrez con sorprendente concentración, pues el ambiente para nada recordaba la paz de los cementerios.
El ajedrez llegó muy pronto a la vida de la duquesa. Su padre, de crianza rusa, jugaba bien, y al ver que su hija primogénita y niña de sus ojos era muy espabilada se dedicó a enseñarle por sí mismo, lo que no hizo con las otras, las cuales, por despecho, no saben ni colocar las piezas. Ella es fuerte de verdad, como suele ocurrir cuando aprendes a edad muy temprana. Le pasaba lo que a mí, que las piezas se movían ellas solas en su mente, aunque como nunca tuvo tiempo, ni estímulo, para dedicar excesivas energías al ajedrez, éste acabó por ser una simple afición, una de las muchas que tenía, con la que de vez en cuando se concedía el placer de bajar los humos a sus amantes más seguros de sí mismos, y poco más.
La primera vez que me invitó a jugar con ella fue al poco de llegar a su casa. Una mañana me la encontré sentada tras una preciosa mesa de ajedrez —una obra de arte donde los escaques eran de abedul finlandés los blancos y ébano de Ceilán los negros; el resto ya no recordaba de qué árboles había salido, y es que la ebanistería, en general, no es lo mío—, señalándome las negras —eran tan de marfil como las blancas; un par de horas después supe que las estrenaba conmigo, ya que las acababa de recibir de un artesano inglés, un tal Nathaniel Cooke, que vivía de construir delicadísimos juegos de ajedrez para emperadores, reyes, príncipes, duques y millonarios diversos, ya que sólo esa clase de jugadores riquísimos podía pagar los disparates que pedía—. No nos dijimos nada —no se le debe hablar si ella no lo hace antes, una regla que ni Hannchen se salta—, de modo que me situé a la espera. Comenzó donde lo dejamos trece años antes, tras colocar ella misma las piezas en el tablero: 1 P4D, C3AR, 2 P4AD, P3CR, para desde ahí seguir con 3 C3AD. Una jugada de lo más ortodoxo, de modo que yo seguí también al modo más ortodoxo, hasta completar una ortodoxa defensa cerrada. Desde ahí el juego entró en la usual maraña de las defensas muy cerradas, y ahí vi que la duquesa, pese a su talento natural, no era capaz de concebir jugadas más allá de dos o tres movimientos. Yo he llegado a planearlas de seis o incluso más, sobre todo en los finales, de modo que no tardé gran cosa en desarbolarla, con dos peones menos y su rey chapoteando indefenso en medio del tablero. Ahí tuvo la decencia de sacudir a su monarca una toba y aceptar que había perdido, en parte satisfecha por no haber tirado su dinero en los profesores que me buscó y en parte fastidiada por tener claro, ya desde antes de culminar el proceso de apertura, que contra mí no tenía nada que hacer. Al menos, al ajedrez.
—¿Dónde me he confundido?
Antes de responder coloqué las fichas en la posición inicial, para reconstruir la partida, sin vacilaciones, hasta el movimiento 16, en el que no advirtió una celada sutil que le acabaría costando la calidad. Eso no fue lo que le admiró, sino que reconstruyera la partida enteramente de memoria.
—¿Eres capaz de jugar sin ver el tablero?
Es la clase de pregunta que sólo un buen jugador es capaz de hacer, pues sólo ellos saben que sí, que se puede, para lo cual es preciso que se domine alguna de las técnicas de anotación, ya que así, en jerga codificada, es como se comunican los dos jugadores. Digo alguna porque hay varias. Yo sólo dominaba la vienesa, que coincide con la berlinesa; la rusa es más sencilla, pero ninguno de mis profesores, que fueron quienes me adiestraron en los misterios de la codificación, la tenían en buena estima. La duquesa se manejaba bien con la vienesa, de modo que, deseosa de comprobar si le mentía o no, recolocó las fichas y me ordenó sentarme al otro extremo de su salón, desde donde ni con un catalejo tendría forma de ver el tablero.
—A ver: peón cuatro rey —la duquesa no solía salirse de un tono muy bajo, en parte por su exquisita educación y en parte por ser consciente de poseer un vozarrón bastante roto, como de leñador gritando «¡árbol va!» o de arriero llamándose de todo con algún colega en medio del camino; un don quizá no prodigioso, pero que a veces, como aquélla, le resultaba de utilidad; por mi parte, para que me oyera necesitaba chillar al límite de lo que daba de sí mi pobre garganta.
—¡Peón cuatro rey!
—Caballo tres alfil de rey.
—¡Caballo tres alfil de dama!
—Alfil cinco caballo.
Una apertura Ruy López, la clásica entre las clásicas. Si la sabía desarrollar, y era de suponer que sí, la partida sería larga y dura, lo que no me desanimó; peor aún, me dio alas.
Una hora después la duquesa sabía más cosas: una, que de verdad yo sabía jugar de memoria; otra, que no anotaba los movimientos: el tablero permanecía en mi mente, con las treinta y dos piezas; otra más, que movía tan velozmente como al natural; por último, que no necesitaba ordenarme jugar en serio —muchos de sus aduladores lo hacían deliberadamente mal, pensando que así conquistarían su simpatía—; le habían bastado esas dos partidas para tener claro que frente a un tablero yo no haría concesiones ni a la Virgen si se me apareciera.
Los efectos de aquellas dos partidas fueron tres: el primero, que contrató un nuevo profesor, el más fuerte de los que había tenido nunca: un checo de mi edad llamado Ernst-Karl Falkbeer; era un cúmulo ambulante de golondrinos y de acné que disfrutaba una bien ganada fama de jugador extraordinario; era bastante presuntuoso, además de un insufrible convencido de la superioridad de la escuela vienesa sobre la berlinesa; me costó un mes ganarle por primera vez, aunque a partir de ahí nunca volví a perder contra él.
El segundo, que la duquesa me suscribió a una publicación especializada, la que distribuía la Berliner Schachgesellschaft —Asociación Berlinesa de Ajedrez; a sus apenas nueve años de vida su notoriedad ya era extraordinaria—; no era una revista periódica ni excesivamente primorosa, pero cada envío traía un buen número de partidas jugadas en el seno de la gesellschaft; eran enfrentamientos muy didácticos, por ser obra de jugadores verdaderamente fuertes, además de bastante famosos en el restringido mundo de los sesenta y cuatro escaques.
El tercero y último, que me hizo miembro de la Wiener Schachgesellschaft. No le fue fácil, pues sus estatutos, sin prohibirlo, desaconsejaban la presencia de mujeres en los salones de jugar, ya que distraerían a los jugadores. Para forzar la velada prohibición puso los galones encima de la mesa —más de uno murmuró que ponía otras cosas—, en el criterio de que no había nacido el ajedrecista capaz de ponérsele chulo a la Vévodkyně Zaháňská, pero sí lo había, y no uno, sino la junta en pleno. Eso despertó lo peor que le puede alguien despertar, su sentido del desafío y su obstinación sin límite, de modo que no vaciló en quejarse a su en otro tiempo notorio enamorado, el Kanzler Metternich, al cual le bastó insinuar a uno de los junteras que la subvención de la que vivía la gesellschaft podría dejar de habilitarse por culpa de la necesidad de practicar recortes presupuestarios, para que la junta en pleno aceptase a las dos primeras miembras, Seiner Hoheit die Herzogin von Sagan y su protégée Fräulein Absolonová. El proceso no fue veloz, a causa de la discontinua presencia en Viena de la duquesa, pero desde hacía un año las dos ya éramos socias de pleno derecho. Ella ni había pisado ni tenía intención de pisar los locales de la gesellschaft, pero yo iba de vez en cuando. La primera vez me hizo llevar a Falkbeer, a quien no le gustaba jugar contra mí porque su ego ajedrecístico sufría, pero ella intuía un velado rechazo a la última miembra, el cual se manifestaría en que nadie querría jugar conmigo. Ahora, daba por seguro que ninguno se perdería una partida entre Falkbeer —uno de los cocos de la gesellschaft, por su fuerza innegable— y una servidora, de modo que nos sentamos en una mesa del centro, a fin de que la multitud se nos arracimara desde los cuatro puntos cardinales. Comenzamos con lo que más detestaba él, mi áspera refutación —1 P4R, P4R, 2 P4AR, P4D— a su gambito de rey; esa defensa, para él, era un dolor de parto, y por eso me divertía tanto planteársela —muchos años después supe que el muy bribón terminó por hacer de la necesidad virtud, bautizándola Contragambito Falkbeer para ganar así una notoriedad que sus muchas derrotas a mis delicadas manos creía él que le habían hecho merecer—, pero me abstraía tanto jugando que hasta el noveno movimiento no me di cuenta de que los cálculos de mi señora, que de mentalidades masculinas sabía lo que no está escrito, se cumplían con exactitud: una docena de graves caballeros nos observaban con fría inexpresividad tras haber desertado de sus propios tableros, para no hacer gesto alguno al ver al apenado Falkbeer abatir su rey en el centro del tablero, tras un vagabundeo por los escaques parecido al de un oso perseguido por una jauría de komondorok. Ahí, tras tenderle la mano, levanté los ojos con fingida timidez y con la carita de la que implora una oportunidad, con éxito, pues uno de los más taciturnos espectadores, del que luego me dijeron presidía el tribunal supremo del Reich, me dirigió un flemático «¿aceptaría masacrarme a mí también, fräulein?», para sentarse donde ya no estaba el sombrío Falkbeer. Media hora después le sucedió un segundo caballero, y a éste otro, y más tarde otro más. Tras la dura sesión quedó acreditado que, si bien la presencia de mujeres seguía siendo indeseable, a la fiera checa protégée del supremo pendón de la Vévodkyně Zaháňská parecía imposible derrotarla. Todavía no lo ha hecho nadie, cuando menos allí, aunque quizá sea porque no son muchas las veces que puedo ir, pero no pierden las esperanzas. No las pierden ellos.
El Fürst Metternich tenía sesenta y tres años, aunque aparentaba menos. Quizá fuera el efecto de haberse casado tres veces, las dos últimas por haber enviudado de la esposa precedente. Con la primera, una feísima Eleonore Laure von Kaunitz a la que según Hannchen no sólo no quiso jamás, sino que le puso los más clamorosos cuernos imaginables, tuvo siete hijos de los que sólo le vivía la pequeña, que ya tenía veintiún años y que por el momento no mostraba signos de tuberculosis, la maldición familiar. A la segunda, Antoinette von Leykham, una preciosidad tirando a provinciana, sí que la quiso, y se afirmaba que con locura —se daba un aire a la duquesa, y no sólo en el físico sino en el encanto y el descaro—, pero se la llevó un mal parto. A la tercera y última, Melanie von Zichy-Ferraris, con la que ya tenía dos críos, en su momento debió de garantizarle que su amistad con la recién retornada duquesa de Sagan era estrictamente social, que la relación que muchos años antes pudiese haber habido entre los dos estaba extinguida y que, por si aún dudaba, que le acompañase a su salon littéraire, para verificar por sí misma que la duquesa, de cincuenta bien llevados pero cincuenta en cualquier caso, no estaba en situación de competir con su opulenta persona —las hembras Zichy pasaban por sensacionales pechugonas y extraordinarias paridoras—, y aún menos con sus muy saludables veinticinco. La mosqueadísima Melanie no dudó en hacerlo, para horas después aceptar que la duquesa, sin estar para los leones, lucía bastante oxidada. Ella, que jamás ha tenido un pelo de tonta, ni de ingenua, no se lo perdonó, y no a ella sino a él, aunque como fue un agravio secreto que sólo ellos comprendieron le respondía con secretas y muy sutiles venganzas que, también, sólo ellos entendían. Una de esas represalias sutiles la llevaba cocinando a fuego lento desde varios días antes. Comencé a intuir que algún papel tendría yo en ella cuando en uno de los giros y más giros en el centro de la sala —un gran salon littéraire viene a ser como un conjunto de remolinos flotando en un lago desapacible que de vez en cuando colapsan en uno más grande— me vi, junto a ella, en presencia del hombre más poderoso del Österreich, un canciller Metternich elegante, no muy alto, de buena figura, frente más que despejada y ojos que sin la menor duda sabían mirar a las mujeres. Tras mi consabida reverencia —un arte que ya domino muy bien; como además mi señora me hace ir muy escotada los caballeros a los que soy presentada encuentran muy difícil dejar de mirar adonde no deben— ella me presentó con su sencilla fórmula usual: Mademoiselle Absolonová.
—¿Has visto mis nuevas pièces d'échecs, Klemens? —aunque la mayoría de los presentes era de origen austroalemán se sufría la presencia de varios embajadores, de modo que se hablaba francés; en esa lengua era donde más de manifiesto se ponían las preferencias de la duquesa, que se tuteaba con muy pocos; el kanzler era uno, y quizás el único de entre todos los presentes con quien se salía de un implacable vous; su tuteo conmigo era de otro tipo, a la española, pues era unidireccional: ella me tuteaba y yo le respondía con el vous más respetuoso—. Me llegó ayer, de Londres. Es obra de John Jaques, especial para mí. Dice que necesitó para tallarlas el marfil de diez elefantes indios. Él prefiere los africanos, que como son más grandes sus colmillos cunden más, pero en los últimos tiempos escasean; igual es que los ingleses ya se los han cargado a todos. ¿Te gustan?
Señalaba las piezas delicadamente blancas y violentamente rojas dispuestas en una mesa más grande que la de su salón reservado, en la que los escaques eran también blancos y rojos, aunque no de marfil, sino de finísimo mármol de Oaxaca.
—Son una maravilla, ciertamente —lo decía con un caballero blanco en una mano y un obispo rojo en la otra, examinándolos de un modo alternativo—. ¿Aún sigues jugando?
—Casi nunca, pero tú sí, que me lo ha dicho un pajarito.
Se hablaban el uno a la otra como si no hubiera nadie más, ajenos a que les observaban numerosos interesados en lo que pudieran decirse —yo seguía junto a ella, consciente de mi total insignificancia—, entre los que ya me habían presentado al conde Clam-Martinitz, examante de la duquesa de Dino y padre de la que ya debía llamarse Božena Nemcová, el cual era uno de los hombres de mayor confianza del kanzler; al también conde Wallmoden-Gimborn, una especie de virrey en Milán que aún visitaba la cama de la princesa Pauline Hollenzollern-Hechingen, y al joven arzobispo de Imola, de sólo cuarenta y cuatro años aunque bastante mal llevados, de familia ilustre —hijo del conde Mastai-Ferretti, un antiguo conocido de la duquesa de Kurland—, tenido por papable la última vez que hubo cónclave y que tenía no poca culpa de que mi señora se cambiase al catolicismo; había venido a presentar sus respetos al recién entronizado Ferdinand I, colega suyo en epilepsias —a eso se debía, sospechaba ella, que fuera tan cauteloso en sus relaciones personales, pues no sería bueno para un papable sufrir ataques en público—, así como a los no secretos miembros del secreto consejo de regencia —mi señora explicaba que al ser el Kaiser no sólo epiléptico, sino imbécil de solemnidad por la desastrosa costumbre de los Habsburg-Lothringen de sólo casarse con hembras de su linaje, y dado que tal cosa producía con frecuencia monarcas que sólo cabría calificar de tontos del culo y que ya les había costado el trono de la lejana España, el artero Metternich había designado un consejo formado por él mismo y dos parientes del Kaiser a los que dominaba con mano de hierro, de modo que, a fin de cuentas, el verdadero Kaiser del Imperio era Seiner Durchlauchtigst Hochgeboren der Fürst Metternich-Winneburg zu Beilstein, o su alteza serenísima el príncipe Metternich, etcétera—: el Erzherzog —archiduque— Ludwig, tío del Kaiser Ferdinand, y el Graf Kolowrat-Liebsteinsky, el cual, casualmente, acababa de incorporarse a la escena en compañía de las hermanas vienesas de la duquesa, una colgada de su brazo de babor y la otra igual aunque de la otra banda.
—De vez en cuando y no tanto como quisiera, pero ya imaginarás que no tengo mucho tiempo para el ocio.
—Pues me darás un disgusto si no estrenas éste —lo señalaba con el dedo, en gesto enérgico—, porque lo he mantenido virgen para ti. Así seguirá, por cierto, mientras no lo inaugures.
—Será un honor, además de una tentación irresistible, no lo niego, pero ¿con quién lo haría? ¿Contigo?
—Ya me gustaría, pero no puedo dejar de revolotear por aquí; creo que lo harás mejor con mi encantadora y joven Libuše —me puse como un tomate, sin poderlo remediar; ¡qué pedazo de bruja podía ser mi señora!—, que también es virgen, como las piezas —sonrisas generalizadas y tirando a torcidas; la que más, la del arzobispo, me pareció—. ¿Qué te parece?
—Bien sabes que jamás he sabido resistirme a la virginidad.
Tono distante y párpados caídos, en prodigiosa exhibición de flema diplomática, y es que a Metternich se le considera, con Talleyrand, el Dios Vivo de la diplomacia; Talleyrand, en realidad y según mi señora, es más bien el Diablo, pero en conjunto los dos venían a valer lo mismo, salvo en la cama, donde años antes el francés ganaba de lejos al austríaco, daba ella fe. Las carcajadas, por lo demás, ya no se insinuaban: atronaban.
Tomé asiento, empujada por la duquesa sin el menor disimulo. Así debían de sentirse, una por una, las once mil vírgenes de Santa Úrsula cuando las conducían a las líneas de los bárbaros. El kanzler hizo lo propio, sin mirarme y concentrado en el tablero. Había elegido el lado blanco, sin ofrecerme cambiar de bando. Debía de pensar que merecía esa pequeña ventaja.
1 P4R, P4R. 2 P4AR.
Gambito de rey. Cuando se juega eso sin conocer la fuerza del oponente, se demuestra lo mucho que se le desprecia o lo muy tonto que puede ser uno, pues el disgusto, si no el descalabro a poco fuerte que sea el otro, puede ser total. Antes de mover miré a mi señora, que sonreía con maldad, pues bien sabía lo que opinaba yo del gambito de rey. Lo hacía cruzada de brazos, aunque bajo el codo derecho le asomaba un pulgar vuelto hacia el suelo, como el de un emperador romano señalando un oscuro porvenir al gladiador tendido en el albero. Pues muy bien: si mi señora quería que matase, mataría.
2 ..., P4D. 3 PxPD, P5R. 4 A5C+.
Es el punto de inflexión de mi defensa. Si el blanco tira por aquí es que sólo ve que así se asegura la ganancia gratuita de mi peón de dama. El problema, para él, llegará cuando vea que no es gratuita. Metternich, me decía según le veía estirar la mano para tomar mi peón de alfil de dama, no parecía ser mucho más que un jugador superficial.
4...,P3AD. 5PxP, CxP.
Falkbeer, que se desesperaba con esta defensa de mi cosecha, intentaba, pese a todo, no dejar de ser didáctico.
Aquí, en este mismo punto que habíamos repetido varias docenas de veces, él insistía en que mi posición se reforzaría de tomar el peón con mi peón, en vez de con el caballo, pero aunque no sabía razonarle la explicación mis instintos decían que no, que tomando con el caballo blindaba mi centro, y eso era lo más importante de la partida, cuando menos hasta ese momento.
6 C3AD, C3A. 7 D2R, A4AD.
Aquí el kanzler añadió un clavo más a la tapa de su ataúd. En vez de lanzarse por mi peón de rey, buscando más ventaja material, habría debido movilizar su peón de dama, para desatascar su posición y mejorar su desarrollo. Me llegaba el aroma de su sangre, cosa que sabía peligrosa, pues las partidas, por ganadas que puedan estar, hay que ganarlas, y una distracción, un fallo de concentración o un cantar Victoria demasiado pronto puede acabar con uno. En mi caso, con una, de modo que me concentré aún más, dejando a un lado que la cara del todopoderoso kanzler estaba dejando de parecer relajada.
8 CxP, O-O. 9 AxC, PxA. 10 P3D, T1R. 11 A2D, CxC.
Metternich quizá se maldijese a sí mismo por su complacencia inicial. Buscaba el enroque largo, pero yo ya tenía columnas abiertas en su flanco de dama. Estaba convencida de que si prolongaba su martirio era porque abandonar en once movimientos ante una débil mujercita que además sólo es una humilde lectrice de duquesa, era muy superior a él, a su orgullo de macho desafiado, que no sólo de canciller del Imperio.
12 PxC, A4A. 13 P5R, D3C. 14 O-O-O, A5D.
Igual pensaba que lo conseguía, que al enrocarse obtendría tablas, pero su posición era desastrosa: no puedo decir que me diera pena, porque al ajedrez no me da pena de nadie.
15 P3A, TD1C. 16 P3CD, TR1D.
Pobre canciller, que ni se imaginaba lo que se avecinaba.
17 C3A, DxP. 18 PxD, TxP. 19 A1R, A6R+.
—Mate a la próxima, altesse.
Mi desarbolado rival se lo quedó pensando, la mandíbula sobre los puños cerrados y los ojos fijos en el tablero. Un minuto después tumbó su maravilloso rey de marfil, se levantó y en tono bastante bajo me despachó con un helado:
—Enhorabuena, mademoiselle. Juega Vd. bastante bien.
Descortésmente, sin tenderme la mano, giró sobre sus pies y, escoltado por Clam-Martinitz y Kolowrat-Liebsteinsky, emprendió la huida. La duquesa, por su parte, seguía donde antes. Yo no sabía si había o no estado ahí todo el tiempo, pues mi concentración en el combate había sido absoluta, pero se la veía complacida. Tenía que deberse a eso lo ampliamente que me sonreía. Todo indicaba que con mi no pequeño pie había dado a su viejo amante una formidable patada en el culo.
La duquesa no había sido mi único espectador de la casa; lo supe al levantarme, pues me di con Von Gösseln. Le sonreí de un modo espontáneo, natural. Una imprudencia, pero tras vencer y no de cualquier modo, ya que colocarle una miniatura —partida que se liquida en menos de veinte movimientos— al hombre más poderoso del Imperio, no se es dueña del todo de una misma, y yo no lo era. Estaba un poco alterada, y en esas condiciones nunca es bueno acercarse a un hombre por el que semanas antes se ha dejado de sentir una cortés indiferencia.
—Juega Vd. maravillosamente, Libuše.
—Muchas gracias. ¿Vd. juega también?
—Ni de lejos como Vd. Ni siquiera pienso que me acerque al Fürst Metternich —ahí se detuvo, pensándose las palabras—; entre los que permanecíamos pendientes de Vds. se valoraban muy elogiosamente tanto su habilidad como su valor, Libuše.
—¿Valor? No lo necesité. Me bastó con aprovechar sus meteduras de pata. No es un jugador muy fuerte, nuestro kanzler.
—Quizá no al ajedrez, pero sí al frente del país. El conde Clam-Martinitz, que según creo le conoce bastante, dice que no es de los que pierden bien. Cosas del orgullo, ya sabe Vd..
Las palabras del envarado Von Gösseln eran irreprochables, lo acepto porque las he reconstruido unas cuantas veces, pero su tono y su expresión estaban empezando a no gustarme nada. Era, lo repito, el influjo lamentable de lo que mi señora llama borrachera de la victoria. Debería estar penada por la ley.
—Pues que se fastidie. Plantear un gambito de rey a un jugador desconocido, incluso si en apariencia sólo es una débil mujercita, es una imprudencia. Él se lo buscó.
Volvió a pensarse las palabras. Tanto, que me parecía oír en mi cerebro el chirriar de los engranajes del suyo.
—En general, diría yo, a veces no es bueno salirse del papel que la naturaleza nos otorga. Quizá, mi querida Libuše, debería Vd. valorar la conveniencia de no abandonar el que la mujer debe desempañar en la sociedad, a fin de que ésta funcione con armonía y suavidad. Masacrar cancilleres imperiales, aunque sólo sea en un juego tan inocente como el ajedrez, quizá no sea la más femenina de las actitudes, ¿no lo vería Vd. así?
Ahí, lo reconozco y todavía me apesadumbra lo que siguió, la borrachera de la victoria se hizo conmigo. Yo estaba, en ese momento, para cosechar aplausos y parabienes, no para que me riñeran por haber mostrado mi fuerza en algo que hacía mejor que la mayoría de la gente. De ahí mis terribles palabras, mucho más propias de un dormitorio de segundas doncellas en una buhardilla de la cuarta planta que del salon littéraire de la primera, y de las que tanto me avergüenzo:
—Mi querido Ludwig, ¿le gustaría saber por dónde me paso yo el tradicional papel que la mujer debe desempeñar en la sociedad para que funcione con armonía y suavidad?
Le costó responder, pero lo hizo, y muy serio.
—No, Fräulein Libuše. No deseo saberlo. Enhorabuena por su victoria y disfrute de su éxito. Buenas noches.
Sin más, giró sobre sus pies y enfiló la puerta, dejándome con la palabra en la boca. No me importó entonces, porque había cola para comentar conmigo la partida, pero aun así no lograba sacarme de la cabeza su expresión dolorida cuando le solté aquella horrible atrocidad. Tampoco lo consigo ahora, pasando al papel todos estos pensamientos y tras haber reconstruido la partida con mi señora, que no quería irse a la cama sin que le describiese hasta la más ínfima de las ideas que me pasaron por la cabeza según hacía pedazos al canciller. También ella saboreaba la borrachera de la victoria.