El tercer grabado proporciona el detalle y el complemento del que acabamos de ver. Esta vez es circular y presenta sus campos concéntricos sobre la inmensidad bullente de las ondas —por Manget uniformemente convertidas en nubes— entre el sol y la luna, bajo la poderosa égida de Júpiter, instalado sobre su Águila cuya cabeza moñuda parece ser la del Fénix. El soberano de los dioses se sienta en lo más alto, en el seno del Empíreo que el médico de Ginebra identificó con las sombras cimerias, en él a mitad de página, al nivel de los dos astros que alumbran la tierra cada uno a su turno.
Sobre los dos grandes luminares del cielo, sobre sus virtudes inapreciables, concurrentes a la existencia sana sobre la tierra, Alexander Sethon, llamado el Cosmopolita, vitupera la inconcebible debilidad de los hombres que, en su mayor parte, pasan de la inatención adquirida por el hábito, al olvido lentamente instalado en la sujeción:
En esta santa y muy verdadera ciencia, se encuentra en las tinieblas nocturnas aquél para quien no luce el sol; está en la obscuridad espesa aquél para quien, de noche, no aparece la luna.