Berna, 12 de Febrero 1917

Markus Breslaver encendió un cigarrillo y expulso el humo con fuerza, hasta vaciar por completo sus pulmones. Un viento frío, lacerante, zarandeaba la lluvia de nieve, más intensa que veinte minutos antes, cuando el alemán había entrado en el Banco Nacional de Suiza, donde alquiló una caja fuerte, la A232Z, y en la que depositó un sobre marrón. Las luces de las farolas a lo largo de la Bundesplatz, y los focos de los escasos vehículos que circulaban a esa hora, se reflejaban en los adoquines de las calles y en las fachadas mojadas de los edificios. Markus se sentía ajeno al enconado frío que había vaciado las calles de la ciudad de transeúntes, a pesar de que ya habían abierto los comercios y se había desperezado la vida diaria en la ciudad. Por el contrario, el agente alemán, se sentía aliviado y hasta relajado. La lista compuesta con los nombres y direcciones de todo aquel relacionado con los sucesos ocurridos hacía ya dos años y medio, estaba a buen recaudo. Constituía su póliza de vida; mientras contara con esa información en su poder y mientras los implicados lo supieran, nadie se atrevería a hacerle nada. Elaborar la lista a la que añadió cablegramas y notas privadas, no había sido fácil, había tenido que recurrir a las amenazas, los sobornos en Wilhelmstrasse y alguna paliza a compañeros de la Sektion IIIb. Por fin sabía quién había orquestado, sufragado e intervenido en el operativo que condujo a toda Europa al infierno, sumiéndola en una guerra estúpida y salvaje. “El mundo es una enorme cloaca por la que cae en turbios remolinos la humanidad”. Markus escuchó la frase a un soldado durante una operación de sabotaje que dirigió en el frente oriental y desde entonces la recordaba con frecuencia y la remataba con conclusiones propias. Por ejemplo que no existiera una opción a redimirse, mediante una confesión individual y sincera, de la culpa de cada uno en un conflicto armado que amenazaba con convertir la civilización en un gran fosa de restos humanos, podridos y pestilentes. Sencillamente nadie se sintió culpable de nada durante aquel tiempo; ni los políticos, ni los militares, ni los empresarios, mucho menos los diplomáticos, cuya labor era precisamente la de cortafuego de cualquier conflicto armado entre países. Ni siquiera él. Markus ocultó bajo un manto de cinismo, los posibles remordimientos por su intervención en el atentado de Sarajevo. Se convenció de que su labor había sido la de cumplir órdenes, sin cuestionarse las consecuencias que derivarían de sus actos. Un asesinato, una bala, no podían ser suficientes razones para conducir al mundo a su destrucción. Además, se preguntaba con la misma impudencia, de qué mundo estábamos hablando, qué era lo que se estaba consumiendo entre llamas y gritos de dolor y muerte. ¿Un mundo maltrecho e injusto, dividido en decadentes e inamovibles clases? ¿Imperios obsesionados, no en el bienestar de sus ciudadanos, sino en expandir sus tentáculos militares y económicos? En todo caso, por su acto, ahora, la civilización contaba con la posibilidad, como solía recordar el camarada Lenin, de que el capitalismo se devore a sí mismo y de sus cenizas surja la revolución proletaria. Lo que Bakunin describía de otra manera menos literaria pero más contundente: “la urgencia de destruir es una urgencia creativa.”

Era cierto que en aquellos años de tufo a pólvora y sangre, Markus habría almacenado lo sucedido en Sarajevo en la estantería de los recuerdos livianos e inofensivos, de no ser por un detalle que le había inquietado desde entonces, una presencia fugaz, casi imperceptible en el momento en el que el maldito Malobabic pretendía asesinarle a él y al Archiduque. Durante meses solo había mantenido el borroso recuerdo, pero familiar, de aquel individuo que con su grito le salvó la vida. A su regreso a Alemania en el verano de 1914 y a pesar del secretismo alrededor del atentado, logró conocer su identidad, así como la de todos aquellos que planearon y financiaron su actividad en Europa. Como consecuencia Markus vivió semanas en las que el malestar mental se unió al malestar físico, embrollado en una confusión trágica a la que pronto siguió una indomable rabia contra el pasado, contra la vida, contra sí mismo. El destino le había burlado a la cara y el destino no tenía una cara a la que partirle los morros de un puñetazo. Tras días de insomnio y noches de borrachera, Markus se presentó voluntario para las operaciones militares más atrevidas, tanto en el frente como en la retaguardia. Luchó en lo pasos de los Cárpatos, en Galitzia, y en la Champagne, arriesgando su vida hasta puntos que rozaban el atrevimiento y el suicidio. En el verano de 1916 fue llamado a Berlín por su antiguo jefe, que ahora dirigía la recién bautizada Sección de Ejércitos Extranjeros, el Major Walter Nicolai, con el marcado carácter prusiano de siempre pero con mayor intuición. Nicolai le propuso la acción más arriesgada hasta el momento, más importante si cabe que la operación de 1914. B-15 aceptó sin salvedades ni preguntas. Ese operativo era el que había motivado su presencia en Berna esa mañana.

Markus bajó por la calle Kochergasse, dobló a la izquierda por Inselgasse, una callejuela estrecha y anónima. Allí le estaba esperando un elegante vehículo de chasis verde oscuro, un Cadillac Tipo 53 que brillaba bajo las luces eléctricas. Se abrió la portezuela de atrás y Markus vio una mano que le apremiaba a que se subiera. Era de Alexander Helphand, vestido con sobriedad británica, aunque trastocaba su elegancia con atrevidos toques bohemios, en aquella ocasión con una bufanda de paño adornada con aves del paraíso cosidas en vivos colores.

—¿Champagne? — preguntó Helphand con un exagerado acento francés.

—Gracias, pero ya he desayunado—, respondió con frialdad el agente Markus Breslaver.

El chófer puso en marcha el vehículo con lentitud ya que la nieve comenzaba a endurecerse sobre los adoquines de las calles. Las sombras apenas dejaban entrever los rostros de los dos hombres. Se conocían, por lo que no era necesario mirarse a los ojos para adivinar una abierta desconfianza entre ambos. Helphand, sin aquellas ropas, podía haber pasado por el hijo de un carnicero judío acostumbrado a preparar la carne kásher en su Berezino natal, con una mandíbula inflada, lo que abultaba el rostro en forma de pera, sus ojos prominentes enlutados en círculos oscuros, de mirada inteligente y poco fiable, todo ello aderezado con una barba negra, muy densa, y una nariz chata que abría mucho sus orificios nasales. Era conocido como Parvus desde sus tiempos de periodista radical cercano a la social democracia alemana, cuyos escritos le hicieron congeniar con Lenin y su círculo de bolcheviques exiliados por Europa. Sus negocios periodísticos habían prosperado y en la actualidad pasaba por ser un millonario marxista que alternaba, con una magnífica facilidad, la compañía de socialistas malolientes y muertos de hambre, con las rubias más despampanantes; los vehículos de lujo ante los que se rendía dominado por su belleza, con los chamizos mugrientos y desconchados por las humedades donde se reunían los revolucionarios; o las ropas de moda y el champagne más caro con las conspiraciones más audaces para expandir la revolución socialista por Europa, todo ello en un enorme contrasentido que había hecho crecer la desconfianza en sus motivaciones políticas entre los marxistas más radicales y dogmáticos. Su florecimiento económico fue el causante de que llamara la atención del Departamento de Propaganda Exterior del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, y su captación como espía fue tan fácil como excitante su deseo por formar parte de lo que se cocía en Wilhelmstrasse. Pero incluso en Berlín comenzó a levantar cierta antipatía ese estilo de vida desprovisto de toda ética y compromiso ideológico, lo que llevó a que la Sektion IIIb aprovechara la oportunidad para desprestigiar aún más al agente al servicio del ministerio de exteriores. La rivalidad entre ambas oficinas era tan evidente como la que mantuvieron durante años la Sureté y la Deuxieme Bureau franceses.

En concreto fue por esta antipatía y desconfianza por lo que el Major Nicolai envió a Markus a Berna. A Parvus se le dijo que como Lenin sospechaba de él, se hacía necesario introducir a otro agente en el círculo de revolucionarios rusos exiliados, un hombre menos...perfilado, del que no sospechara. De este modo, Markus adoptó una nueva identidad, Dimitri Kesküla, un activista radical alemán de padres polacos. Durante semanas estudió a Lenin, sus escritos, su pasado, y sus objetivos políticos, leyó informes de otros agentes sobre su vida privada y concluyó que la mejor manera de llegar hasta él era a través de su punto más débil, su amante Inessa Armand, con la que entabló contacto en París. En una de sus visitas a Zurich, Inessa presentó a Kesküla al líder bolchevique. Lo describió como “un ferviente revolucionario medio polaco y medio alemán admirador de su obra y fiel seguidor de los dogmas de Marx y Engels.” Con el humor que caracterizaba a Lenin, cínico y mordaz, le recriminó que, de ser cierto y no tenía motivos para dudar de la palabra ni de Inessa ni de él, estaba ante el único socialista que seguía las directrices de “esos dos ideólogos viejos y pastosos del siglo pasado.” Markus le respondió que si bien Inessa tenía razón en su tarjeta de presentación, también era verdad que él había ahondado la ideología marxista a través de ideólogos más actuales, como Rudolf Hilferding, una figura destacada y respetada por Lenin, tal como Inessa le había dicho en alguna conversación intrascendente y de manera fugaz, de quien había leído ‘Das Finanzkapital’ y con quien compartía la idea de que el capitalismo estaba abriendo la puerta a la interpretación marxista del fascismo, como la última y más decadente fase del capitalismo que precede a su caída. Una vez salvada la desconfianza natural que anteponía Lenin a todo desconocido, el ruso le aceptó en su reducido grupo de radicales que vivían y trabajaban en Suiza en espera de los primeros indicios revolucionarios en Rusia.

Handhelp también desconfiaba de Markus; éste era el hombre de confianza de los militares y del Major Nicolai, un individuo de escasa presencia, nada comparable con aquél con el que él se relacionaba, Gilbert von Romberg, el hombre en Berna del ministro alemán de exteriores, Arthur Zimmermann, así como Diego von Bergen, a su juicio un individuo mezquino, medio español y católico, pero cuya labor era la de organizar subversiones políticas en Rusia y la no menos atrevida de representar al Imperio alemán en la Santa Sede. En general, una línea diplomática mucho más discreta y efectiva. De cualquier manera los dos trabajaban en un objetivo común, sin asperezas ni fricciones. Ahora parecía que, tras catorce meses de espera, ese momento había llegado.

El chófer de Parvus conducía con mucha precaución bajo aquella intensa nevada. Iba a ser uno de esos días en los que no amanecía y la noche daba paso a una triste penumbra y esta de nuevo a la noche.

—Quiero que brindes conmigo en esta ocasión. ¿Quizás prefieres un vino francés o una cerveza de tu tierra? — Parvus hizo el ofrecimiento mientras abría una cesta de mimbre.

—Está bien, tomaré champagne — respondió Markus, claramente fastidiado por las maneras frívolas de un capitalista que se jactaba de socialista y que servía a los intereses de un Imperio.

—¡Excelente! — prorrumpió Parvus, y continuó con enorme excitación. — ¡Vamos a brindar por un viejo plan y que está siendo estudiado de nuevo por Berlín: exportar la revolución a Rusia, derrocar al Zar, establecer la paz en el frente oriental con el nuevo gobierno ruso surgido de las barricadas y algaradas, y concentrar las tropas alemanas en el frente occidental!

Markus conocía estos planes de Parvus desde que los presentara por primera vez en la navidad de 1914. Se lo había contado ‘Doktor’, el oftalmólogo, quien se mostró muy comedido en su aceptación — hasta extrañamente tibio—, ya que consideraba que nadie, y menos Berlín, podía fiarse de un gobierno ruso que naciera de entre la plebe y de una revolución socialista. Dos años más tarde, a primera vista, parecían lógicos y productivos para los intereses del Káiser, pero de una compleja ejecución. Por otro lado era cierto que el momento era el oportuno. La guerra se había estancado en Occidente y ante los rumores de un cambio en la manera de ver la guerra europea en la Casa Blanca, se hacía urgente movilizar al millón de soldados que en el Imperio mantenía desde el Báltico hasta el Mar Negro. Además la fragilidad política del Zar era cada vez mayor, los soldados se amotinaban en el frente y la política en Petrogrado tildaba el futuro inminente con un marcado acento revolucionario.

La mañana, morada, entumecida, agangrenada, iluminaba el rostro de Parvus bajo la luz eléctrica de las calles por las que circulaban sin un destino en concreto.

—¿Cómo tiene previsto von Berger...’ayudar’, a los revolucionarios rusos? — Markus hizo la pregunta sin prestar atención al ruso, observando la lineal y precipitada ascensión de las burbujas de champagne en su copa.

—Como es habitual von Berger no tiene ningún plan — apuntó Parvus con un amanerado desprecio. — Y como en otras ocasiones será Zimmermann nuestro referente. Hace dos años fue él quien me entregó un millón de marcos en oro para iniciar una huelga general en Rusia que debía de ser el detonante de la revolución. Pero faltaba un hombre con la visión para sacar un rendimiento revolucionario al dinero. Movilizamos 55.000 hombres cuando lo que teníamos que haber movilizado eran 150 millones de rusos. Una revolución sin ideología—, Parvus abrió un corto silencio mientras buscaba una comparación apropiada—, es como este champagne pero sin burbujas.

—Y ese líder ha de ser Lenin.

—En efecto y para ello solo hace falta sacar al Zar de su escondrijo en Mogilev y que sea derrocado. — Markus intuía que la razón para pedir la cita secreta iba a llegar a continuación. — Hay un pequeño matiz que tenemos que prevenir. No es un secreto que Lenin desconfía de mí, no le gusta mi estilo de vida, me considera un ‘foolish’, y sospecha, no, está convencido, de que soy un agente alemán, en especial por mi relación con Jacob Fürstenberg. Pero confía en ti, has penetrado en su círculo más íntimo y debes de aprovechar esta confianza para estar a su lado en todo momento, en especial cuando regrese a Rusia. — Parvus había endurecido sus facciones. — No contamos con nadie en Petrogrado de tu valía por lo que eres la persona indicada para mantenernos informados de sus pasos, de sus decisiones y si fuera necesario la persona encargada de...anular su actividad, si deja de ser instrumento del Imperio y se convierte en un impedimento. Por una vez en el ministerio de exteriores estamos de acuerdo en algo con el IIIb. ¡Brindemos por ello!

—Los aliados harán todo lo posible por evitar que Lenin llegue a Rusia. — dijo Markus sin escuchar al ruso.

—¡Olvídate de los aliados! — Parvus detestaba la frialdad de los agentes del IIIb, tan vulgares en su obsesión por la labor cumplida, y tan poco amenos o sugerentes. — Ni en Londres ni en París ven a Lenin o a la revolución en Rusia como un problema. Todo lo contrario, nadie soporta a Nicolas II en las cancillerías europeas por lo que esta podría ser una buena manera de deshacerse de él. Rusia sin el zarismo sería un mejor aliado de occidente. Y no solo lo dicen franceses y británicos, también los americanos. ¡Qué gran país, en manos de banqueros y empresarios, con un pueblo trabajador y bien pagado! ¿Sabías que varias empresas americanas financiaron la organización de células revolucionarias entre los prisioneros de guerra rusos en manos de los japoneses? ¡Más de 52.000 se convirtieron en revolucionarios! Un país con el poder de hacer y deshacer guerras en cualquier parte del mundo. — Markus guardó silencio. Sospechaba que Parvus le estaba tentando para que le demostrara lo que sabía de la implicación de Wall Street en el arranque del conflicto en Europa. — Hace dos años la banca Morgan prestó 500 millones de dólares a Londres y París para que pudieran proseguir la guerra. Incluso a nosotros nos han prestado dinero, pero esto, amigo, no se puede decir muy alto.

La historia había conducido al mundo al apeadero de la injusticia, las falsedades y los intereses materiales que tanto despreciaba Markus. A veces se preguntaba si aquellas palabras dictadas por la pasión y la clarividencia con las que Lenin sorprendía a todo el mundo, eran el último resquicio de humanismo antes de que este cayera aún más en la depravación del capitalismo.

—Para que te se hagas una idea del mundo en el que vivimos — habló Parvus—, si las piezas encajan en las próximas semanas, tú y yo exportaremos una revolución socialista a Rusia sufragada por capitalistas y bendecida por un Imperio. ¿No te parece magnífico, como si fuera una señal de los nuevos tiempos, de...la modernidad?

—¿No me va a decir la manera en la que pretende llevar a Lenin hasta Rusia?

—El pobre Lenin se lo ha imaginado de mil maneras distintas — apuntó Parvus mientras se servía otra copa de champagne. — En un principio planeó viajar a Rusia en avión sobrevolando Alemania; más adelante planeó atravesar Francia e Inglaterra con documentación falsa y camuflado con una peluca, y hace poco llegó a pensar en hacerse pasar por un noruego sordomudo. — Parvus soltó una sonora carcajada y continuó farfullando por la risa. — ¿Sabe lo que le dijo Nadya cuando le contó esta última idea? Es muy bueno, escuche — apuntó el ruso ahogado en su propia risa—, “si te quedas dormido durante el viaje y sueñas con los mencheviques comenzarás a gritar y a insultar en ruso y echarás al traste tus planes. ¿No es ocurrente esta mujer?

Markus ni siquiera sonrió, a pesar de que para ese momento, Parvus se desternillaba inclinando su cuerpo hacia adelante y atrás y de sus ojos caían ya lágrimas. Las sombras de aquella mañana oscura y fría velaban el rostro de Markus infectado por una amargura antigua.

—Mi plan es sencillamente genial. — En los ojos de Parvus brillaban las burbujas doradas del champagne. Poco a poco se iba recuperando de su ataque de risa. — Imagínese...imagínese una embajada blindada arrastrada por una máquina de vapor, sus viajeros con inmunidad diplomática y cruzando a gran velocidad por el Imperio.

—¿Un tren?—, preguntó Markus desconcertado.

—Conocerás los detalles en su momento. Tendremos que esperar aún a que el Zar sea derrocado y a que comience la revolución. ¡Brindemos por la revolución!

Parvus golpeó con decisión la copa vacía de Markus. El periodista millonario había olvidado rellenarla.

Unas horas más tarde, Pierre Etcheberry descansaba en su cama del hospital militar improvisado en la residencia de los Abeberry, a unos kilómetros de Bayona. La mañana había sido fatigosa. Además de la sesión de rehabilitación, había dado un largo paseo con Annais hasta la punta más alta de las tierras del Chateau. Desde allí se veía la costa, estilizada y lineal de la Bahía de Vizcaya, y a lo lejos el Mar Cantábrico, de color jaspeado. Annais había preparado una cesta de picnic con algo de limonada, unos panecitos, queso, ensalada y morcilla troceada. Habían tenido suerte con el tiempo. La brisa procedente del mar era fría pero el sol lograba a momentos abrirse entre las nubes, calentando levemente los rostros de los dos amantes. Lo eran desde hacía aproximadamente un mes, cuando Pierre aprovechó uno de los paseos matinales por el ‘Maze’ descuidado del jardín, arropado en una esquina entre los altos setos, lejos de ojos impertinentes, y de la educada prudencia, para tomar a Annais de los hombros y atraerla hacia su boca. Fue un beso largo, con algo de nostalgia por los tiempos perdidos, y con un punto de amargura por el hecho de tratarse de un amor lisiado desde su nacimiento. El no quería pensar en el momento en el que le dieran el alta médica, lo que podía suceder en cualquier momento; ella no podía contemplar la posibilidad de abandonar a su marido por muy arrogante y cretino que fuera; ambos se habían hecho a la idea de que aquellos días de pasear del brazo, de besarse a escondidas y de palabrear amores con el acento de los novicios, quedarían enterrados bajo el peso de un futuro cargado de soledad y nostalgia.

Por todo este barrizal de pensamientos encontrados el inspector no lograba concentrarse en la pieza que estaba leyendo en ‘Le Courrier’ aquella tarde. Se trataba de una carta enviada al periódico por el nuevo subprefecto de Bayona en la que con argumentos estúpidos y pueriles, atacaba a los socialistas por presentar la propuesta de una amnistía a los soldados vascos que habían desertado del Ejército. Alegaba que la amnistía enfrentaría a la población de los Bajos Pirineos, “los buenos”, como él llamaba a los que servirían en el frente hasta el fin de la contienda, y a los “vascos malos”, los que habían desertado y que regresarían del otro lado de los Pirineos.

Habían pasado de las cinco de la tarde cuando pacientes y enfermeras se vieron sobresaltados por una fuerte aunque lejana explosión. Del mismo modo, unos minutos antes se había sorprendido Françoise Lasserre, patrón del ‘Goirekoezarra’, pesquero que regresaba a puerto, cuando, a unas tres millas de la costa, vio asomar a la superficie la forma estilizada de color gris plomo de un submarino alemán del tipo U-43. El extraño monstruo de acero viró y enfiló hacia la costa. Sus seis primeros disparos no alcanzaron tierra, pero los posteriores dieron en su objetivo, las Forjas de L’Adour, en la zona portuaria de Boucau. Uno de los proyectiles derribó la mitad de una de las chimeneas y un segundo estalló en el interior de la factoría donde trabajaban unos 4.000 obreros, causando un intenso incendio y destrozando puertas, ventanas y parte del techo. Las baterías de tierra respondieron al ataque del submarino alemán con una docena de cañonazos. Al cabo de unos minutos, del mismo modo que emergió el submarino, desapareció en las oscuras aguas del Cantábrico.

En el pabellón de Pierre se sucedieron las escenas de pánico. Varios soldados sufrieron ataques de ansiedad y terror al oír el estruendo de los cañonazos, y las enfermeras, asustadas y desconcertadas, no atinaban a calmarles. El resto de los enfermos enfilaban los ventanales por si se podía ver algo. A medida que caía la noche comenzó a distinguirse en el cielo un resplandor naranja procedente del puerto. A lo largo de la tarde fueron llegando las noticias al Chateau. El ataque del submarino alemán a las Forjas de L’Adour se había saldado con más de treinta heridos y la casi completa destrucción de las instalaciones. No fue hasta última hora de la tarde cuando las enfermeras del turno de noche informaron que entre los heridos se encontraba el marido de Annais, Borthol Munsch. Su estado era grave y así se mantuvo durante varios días, tiempo en el que Annais no apareció por el hospital. Fue un tiempo de enorme intranquilidad para Pierre, aun más alterado por el debate moral que se libraba en su interior. Porque, sin poder evitarlo, contemplaba con placer la posible muerte de aquel cretino que había hecho todo lo posible por atrofiar la vida de Annais y que era el único obstáculo que se erigía ante ellos en el camino a poder vivir su amor libremente. Pero lo cierto es que Pierre se sentía ya empachado de tanta muerte digerida durante los últimos años, como para desear más por un simple capricho de sus sentimientos. El capitán Bidegaray notó la ofuscación del teniente.

—Fíjese lo que dice este libraco—, dijo Bidegaray parapetado tras el libro de von Clausewitz—, que la guerra es la última extensión de los estados y en consecuencia la prolongación de la política. Acepte lo que dicte el destino y no dedique mayor esfuerzo a algo que está fuera de su dominio. De algún modo es lo mismo que decir que la política fija los objetivos y la guerra pone los medios.

Pierre no tuvo oportunidad de aplicar el consejo del capitán, siempre oculto entre apostillados y explicaciones de su libro. Habían pasado cuatro días desde el ataque del submarino alemán cuando llegaba la noticia de la muerte de Borthol Munsch como consecuencia de las heridas sufridas. Pierre asistió al funeral en la Catedral de Sainte Marie, en Bayona. Se mantuvo a distancia para que Annais, enlutada y digna, no le viera. Aún tuvieron que pasar dos semanas antes de que la viuda regresara al hospital militar en la mansión de los Abeberry. Para ese momento su corazón estaba rebosante de deseo y de amor por Pierre.