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Bailando sobre el volcán

Si les preguntáramos [sc. a los jóvenes] sobre el significado y la finalidad de la vida, la única respuesta que darían sería: «No sabemos cuál es la finalidad de la vida, y no nos interesa descubrirlo. Pero como estamos vivos, queremos sacarle a la vida todo el jugo que podamos».

Comentario de un clérigo protestante acerca

de la «juventud proletaria» de las

ciudades alemanas (1929)

En 1924 las perspectivas de Europa eran mejores de lo que habían sido durante más de una década. Las economías destrozadas iban recuperándose. Los niveles de vida empezaban a mejorar. La paz internacional estaba menos amenazada que en cualquier otro momento desde 1914. Los alborotos de signo violento en el continente habían remitido. La creación y la innovación cultural florecían. A medida que el horror de la guerra empezaba a alejarse en la memoria de la gente, era como si el continente empezara a vivir de nuevo, como la llegada de la primavera después de un invierno largo y oscuro. Sobre todo para los jóvenes parecía haber amanecido una nueva edad más libre de preocupaciones. El jazz, el charlestón, las «flapper»: las importaciones de Estados Unidos simbolizaban para mucha gente de la época, como lo harían posteriormente, los «felices años veinte». Por fin el futuro podía contemplarse con más esperanza y mayor optimismo. Lo peor había pasado. O eso parecía.

Pero sólo cinco años después el crack de Wall Street en Nueva York desencadenaría una crisis global del capitalismo, sin precedentes por su severidad. La crisis se abatió sobre toda Europa, sumiendo al continente en una extraordinaria espiral de depresión económica, destruyendo tras de sí las esperanzas de paz y prosperidad, socavando las democracias y allanando el camino para una nueva guerra, más terrible incluso de lo que había sido la última.

¿Estaba Europa saliendo de la catástrofe por caminos que brindaban prometedoras esperanzas de paz y prosperidad para el futuro antes de que los estragos provocados por la depresión económica se abatieran sobre ella como una fuerza de proporciones inmensas, imprevisible e inevitable? ¿O acaso la recuperación de posguerra ocultaba otros rasgos más ominosos del desarrollo europeo, latentes de momento, pero que se manifestarían plenamente cuando la crisis económica se tragara a todo el continente?

Cuando la recuperación estaba en su punto culminante en 1928, Gustav Stresemann, ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, hizo una grave advertencia previniendo contra el optimismo excesivo. La economía alemana, trascendental para la recuperación de Europa, había experimentado efectivamente una gran transformación desde los días oscuros de la hiperinflación. Pero, según comentaba Stresemann, se encontraba todavía en un estado muy precario. Era como «bailar sobre un volcán». Estas palabras parecen una metáfora muy adecuada, y no sólo por lo que a Alemania se refiere, de aquellos años en los que gran parte de Europa bailaba el charlestón, felizmente ignorante del desastre que estaba a punto de estallar y de sumir al continente en una era de crisis galopante.

El boom

No hace falta ser discípulo de Karl Marx para reconocer hasta qué punto las fuerzas económicas llegaron a determinar el rumbo del desarrollo de la Europa de posguerra. Fueron pocos, si es que hubo alguno, los economistas que las entendieron y desde luego no las entendió prácticamente ningún líder político, por no hablar de la masa de gente corriente cuyas vidas determinaban. Incluso hoy día los economistas no se ponen de acuerdo sobre cuáles fueron las causas concretas de la Gran Depresión y por qué fue tan generalizada, tan profunda y tan duradera. Sus rasgos esenciales, sin embargo, parecen bastante claros. La causa directa del crack fue el enorme recalentamiento de la economía americana durante el boom de los «felices años veinte». Ese recalentamiento tenía sus raíces en el dinero barato que fluía para los gastos en bienes de consumo —con las ventas de automóviles y de aparatos eléctricos a la cabeza— y finalmente para la compra de acciones, negocio que parecía seguir una curva ascendente sin fin. Cuando estalló la burbuja en 1929, sus repercusiones en Europa reflejaron unas debilidades estructurales de la economía que habían dejado al continente en una situación de vulnerabilidad extrema. En especial, la dependencia económica de posguerra respecto de Estados Unidos formaba parte de una economía global sumamente desequilibrada, en la que ya no funcionaban los controles y equilibrios existentes antes de la guerra.

Antes del colapso, la economía de Europa había venido mostrando signos evidentes de recuperación de los enormes trastornos de la crisis de comienzos de la posguerra. La revitalización económica dependía en no poca medida de la reconstrucción del potencial industrial de Alemania, dañado, sí, pero enormemente fuerte. Y en efecto se produjo una notable recuperación cuando Alemania se levantó del trauma de la hiperinflación de 1923. Las deudas de la industria habían sido en buena parte erradicadas por la inflación. Pero el capital industrial estaba principalmente desfasado. El problema fue abordado mediante un riguroso programa de modernización y racionalización de la industria, que produjo impresionantes avances técnicos y aumentos sustanciales de la producción. Sin embargo, no fue ni mucho menos una historia de éxitos sin paliativos. En realidad vino a poner de relieve algunas de las debilidades estructurales subyacentes de la economía europea, que dejaron a Alemania enormemente desprotegida cuando el crack se abatió sobre América en 1929.

Una base fundamental de la recuperación de Alemania había sido la estabilización de la moneda, hundida como consecuencia de la hiperinflación. Vinculada con esa estabilización estaría la regulación del espinoso problema de las indemnizaciones y reparaciones de guerra, que se hallaba en la raíz de buena parte de las turbulencias económicas y políticas de 1922-1923.

Cuando la crisis llegó a su punto culminante ya se había dado el paso clave para sustituir la vieja divisa absolutamente carente de valor con la introducción de la nueva Rentenmark en noviembre de 1923. Esta moneda transitoria, respaldada por activos en tierras, propiedades y capital industrial, obtuvo rápidamente la confianza de la gente y al año siguiente, gracias al apoyo de un gran préstamo americano, se situó sobre una base más sólida, fue convertida al patrón monetario oro, y rebautizada Reichsmark (equivalente a un billón de los marcos antiguos). También en el otoño de 1923 un comité internacional de expertos, presidido por el banquero norteamericano Charles G. Dawes, se había puesto a revisar la cuestión de las indemnizaciones de guerra y en abril de 1924 estaba en condiciones de hacer una serie de recomendaciones. Según el Plan Dawes, el establecimiento de sucesivas fases de plazos cada vez más elevados haría que el pago de las indemnizaciones fuera mucho más llevadero. El plan era concebido como una solución transitoria. Una vez que la economía alemana estuviera de nuevo plenamente boyante, las indemnizaciones dejarían de resultar dolorosas. Eso era lo que se suponía.

El problema era que el dinero para pagar las indemnizaciones y reparaciones de guerra procedía principalmente de los préstamos extranjeros, en su mayoría procedentes de Estados Unidos, que ahora llegaban a raudales. Los inversores americanos veían la posibilidad de obtener pingües beneficios de la vibrante economía alemana. Grandes empresas americanas como General Motors, Ford y General Electric proyectaban construir fábricas en Alemania. Los créditos extranjeros a Alemania ascendían a cerca de 5000 millones de dólares en 1930. La industria alemana fue el principal beneficiario inicial. Pero los empresarios no tardaron en quejarse de que una cantidad excesiva de las inversiones fuera desviada a los ayuntamientos alemanes para construir parques, piscinas, teatros y museos, o para renovar plazas y edificios públicos. Indudablemente aquello era bueno para la calidad de vida de las ciudades y pueblos de Alemania. Pero las inversiones a largo plazo se financiaban con préstamos a corto plazo. Se imaginaba que los años de bonanza iban a continuar. ¿Qué pasaría si, por el contrario, los préstamos americanos a corto plazo eran retirados y se suspendían los créditos? De momento aquello no parecía que fuera a ser un problema.

El Plan Dawes fue el signo más evidente de que en el mundo de posguerra la primacía económica había pasado de manera irrevocable a Estados Unidos, con diferencia el principal ganador del gigantesco vuelco que había supuesto para la economía mundial la guerra. En el Extremo Oriente, también Japón había surgido como gran centro neurálgico de la economía. El dominio económico mundial de Gran Bretaña, en cambio, se había acabado. Dentro de Europa, el número de países, divisas y barreras aduaneras había aumentado, agudizando la tendencia al proteccionismo —en realidad al nacionalismo económico— a través de la imposición de aranceles a las importaciones. Los países que habían sido más prósperos antes de la guerra, con Gran Bretaña a la cabeza, pensaban que podían hacer que el tiempo diera marcha atrás. Antes de 1914, el «patrón oro» —los tipos de cambio fijos relacionados con el precio del oro acordado internacionalmente en un mercado cuyo centro era el Banco de Inglaterra— había constituido la marca de reconocimiento de la estabilidad económica. El patrón oro había sido suspendido durante la primera guerra mundial y, cuando fue restablecido poco a poco a lo largo de los años veinte, la vuelta se produjo en un ambiente económico y político muy distinto.

Las condiciones eran por entonces sumamente inestables: Estados Unidos ostentaba ahora la primacía económica, y la antigua supremacía financiera de Londres era desafiada por Nueva York y París. Pero en 1925 Gran Bretaña dio el gran paso hacia la vuelta al patrón oro. Francia siguió su ejemplo tres años después, momento en el que todas las economías más importantes de Europa habían vuelto ya al patrón oro. Por motivos de prestigio, Gran Bretaña (acompañada de otros países) insistió en mantener la paridad frente al dólar vigente antes de la guerra. Se pensó que se trataba de una «vuelta a la normalidad», a la seguridad económica de época anterior a la guerra. Pero el mundo había cambiado. Los tipos de cambio fijos, en los que la posición de Gran Bretaña, país con problemas económicos graves, era central, eran ahora una fuente de debilidad, no de fuerza. Lo que hacían era ir acumulando problemas para el futuro.

Esos problemas no fueron previstos a mediados de los años veinte, cuando la economía europea empezó a recuperarse con fuerza. La producción industrial subió más de un 20% entre 1925 y 1929. El crecimiento estuvo por encima de la media en Alemania, Bélgica, Francia, Suecia, Finlandia, Holanda, Luxemburgo y Checoslovaquia; también (aunque partiendo de una base mucho más modesta) en Hungría, Rumanía, Polonia y Letonia. El crecimiento en Francia y Bélgica se vio facilitado por la depreciación de la moneda. La expansión de Francia se basó en la recuperación económica extraordinariamente rápida que experimentó a comienzos de los años veinte. La producción industrial aumentó más de un 25% entre 1925 y 1929, mientras que la renta per cápita subió casi un 20%. Justo antes de la Gran Depresión las exportaciones francesas eran cerca de un 50% más altas que antes de la guerra. También Bélgica conoció un aumento impresionante de casi un 33% en su producción industrial y un gran incremento de las exportaciones. El crecimiento más notable, tras las calamidades de la guerra civil, tuvo lugar en la Unión Soviética, aunque naturalmente allí no actuaran las fuerzas del mercado de la economía internacional.

En el Reino Unido, Italia, España, Dinamarca, Noruega, Grecia, y Austria, en cambio, el crecimiento económico siguió siendo lento. La Italia fascista experimentó una significativa sobrevaloración de la lira, fomentada por Mussolini por motivos de prestigio. Como consecuencia vinieron el desempleo y los recortes salariales, sólo en parte compensados por las obras públicas y los subsidios a la agricultura. A la dictadura de Primo de Rivera en España también se le acumularon los problemas. La elevada protección arancelaria, que en gran medida aisló a España de los mercados internacionales, y una peseta sobrevalorada agravaron las dificultades de la economía española en 1929. Dinamarca y Noruega también sufrieron las consecuencias de una moneda sobrevalorada. La economía británica mostró un repunte del crecimiento en 1928-1929. Sin embargo, aunque se produjera cierta expansión en industrias nuevas como la del automóvil, los productos químicos y los aparatos eléctricos, el núcleo de la industria tradicional, el carbón, el acero, el sector textil y la construcción naval, siguió deprimido durante todos los años veinte. En Europa en general, sin embargo, en 1929 se había conseguido la recuperación de la ruina de la inmediata posguerra. Movido especialmente por el boom de Estados Unidos, el comercio internacional había aumentado más de un 20%.

El ritmo del cambio fue mayor en las zonas más industrializadas y urbanizadas de la Europa del noroeste. En las zonas rurales más pobres y menos desarrolladas —lo habitual en el este y el sur de Europa— ese cambio fue mucho más lento y más limitado. La fabricación de automóviles fue un agente importante, tanto de estímulo económico como de cambio social. Los coches, producidos en masa primero en Estados Unidos por Henry Ford, habían sido un artículo de lujo antes de la guerra. Comprar uno seguía estando fuera del alcance de la mayoría de la gente. A comienzos de los años treinta todavía había sólo unos siete coches particulares por cada mil personas en Europa, a diferencia de los 183 que había en Estados Unidos. Pero también en Europa la producción automovilística empezaba a convertirse en objetivo del mercado de masas. El Austin 7 de fabricación británica, cuya producción comenzó en 1922, encabezó la marcha. Fiat en Italia, y Citroën y luego Renault y Peugeot en Francia, no tardaron en empezar también a producir coches más pequeños y más baratos. Opel (comprada por el gigante americano General Motors en 1929) comenzó a hacer lo mismo en Alemania, aunque en ningún país de Europa se hicieron durante el boom de los años veinte demasiados avances para producir un coche que pudiera permitirse la gente menos acaudalada.

Aun así, coches y motocicletas dejaron de ser un espectáculo insólito en las ciudades de Europa. A mediados de la década, había cerca de un millón de automóviles en las carreteras de Inglaterra, medio millón en Francia y un cuarto de millón en Alemania. Italia construyó la primera autopista a mediados de los años veinte y al cabo de unos años contaba ya con una red de cerca de 5000 kilómetros. En otros lugares las carreteras estaban mucho menos desarrolladas, pero la mayor parte de la Europa occidental y central estaba adaptada para dar cabida a vehículos a motor a finales de los años veinte. En las ciudades y pueblos de Europa, los vehículos de transporte, los autobuses y los taxis, ya no eran tirados por caballos. El escenario callejero estaba cambiando rápidamente. La motorización de Europa estaba en marcha.

También la iluminación eléctrica había empezado a cambiar el paisaje urbano. Barrios enteros podían iluminarse simplemente accionando una palanca en una central eléctrica. Las farolas de gas y los empleos de los hombres que recorrían las calles encendiéndolas y apagándolas empezaron a quedar obsoletos. Con la electricidad llegaron los aparatos domésticos modernos, que ya eran habituales en Estados Unidos. Las aspiradoras empezaron poco a poco a hacer su aparición en los hogares de clase media de Europa, aunque la lavadora, el frigorífico o el horno eléctrico siguieran siendo una rareza, y en las familias de clase trabajadora las tareas domésticas continuaron siendo un auténtico suplicio. El trabajo de oficina también fue cambiando con la difusión del teléfono. Se decía que se producían un millón y cuarto de conversaciones al día en las 500 000 líneas telefónicas existentes en Berlín. De momento, sin embargo, pocos domicilios particulares disponían de teléfono. Suecia se puso a la cabeza de Europa a finales de los años veinte con sus ochenta y tres teléfonos por cada mil habitantes, frente a los cincuenta de Alemania o los apenas siete de Italia. La electricidad permitió también el comienzo de la primera revolución de las comunicaciones, con la aparición de redes nacionales de radiodifusión. Apenas al cabo de dos años de que dieran comienzo los programas de radio, la BBC tenía registrados en 1924 un millón de oyentes. A corta distancia de Gran Bretaña en la rapidez de la expansión de la radio venía Alemania, donde el número de oyentes pasó de los 10 000 de 1924 a los 4 millones de 1932, lo que significa que un hogar de cada cuatro tenía radio.

A muchos les daba la sensación de que Europa iba camino de una prosperidad prolongada. A muchos probablemente tampoco les diera la sensación de que estaban viviendo un boom. Para la mayoría, como antes, lo fundamental era salir adelante, no gozar de prosperidad. Aunque la pobreza no era tan absoluta como había sido unos años antes, seguía viéndose casi por doquier. Grandes sectores de la población continuaban viviendo en condiciones primitivas en las zonas rurales o en alojamientos espantosos en las grandes ciudades y en las zonas industriales, donde el hacinamiento era crónico. A menudo una familia entera tenía que compartir una sola habitación en un tugurio con unas condiciones higiénicas primitivas. La creación de alojamientos nuevos y mejores se había convertido en un requisito urgente. Desde luego que se produjeron mejoras, a veces de dimensiones impresionantes, especialmente cuando se daba la intervención del estado. A finales de los años veinte, el estado democrático alemán estaba construyendo más de 300 000 nuevos hogares al año, muchos de ellos financiados por el estado. En Berlín y en Frankfurt surgieron grandes nuevas urbanizaciones destinadas a la clase trabajadora. El gasto público en materia de vivienda durante la monarquía con anterioridad a la guerra había sido prácticamente nulo. En 1929 la construcción de casas era el sector que había experimentado el mayor aumento en el gasto público comparado con 1913. Entre 1924 y 1930 se construyeron en Alemania unos 2,5 millones de viviendas, una de cada siete viviendas era nueva, y sus beneficiarios eran más de 7 millones de personas. El gobierno municipal de la Viena «roja», controlado por los socialdemócratas, realizó también unos avances impresionantes, realojando a 180 000 personas en nuevos pisos. El logro más espectacular fue el gigantesco Karl-Marx-Hof, concluido en 1930, que contenía 1382 pisos destinados a la población pobre de la ciudad.

Pero desarrollos como éste eran excepcionales. Y distaban mucho de ser suficientes. Un millón de familias alemanas seguían sin tener casa propia en 1927 en medio de la escasez de vivienda crónica. El incremento de la construcción de casas en Suecia durante los años veinte no hizo demasiado por solucionar el grave problema del hacinamiento en las zonas urbanas. La ampliación de las urbanizaciones no planificadas con edificios con alta densidad de población carentes de instalaciones sanitarias en los suburbios de París y otras ciudades francesas permitió acoger a los emigrantes provenientes de las zonas rurales o de fuera de las fronteras de Francia, atraídos por la necesidad de encontrar trabajo en los distintos sectores de la industria en expansión. También en Gran Bretaña la miseria de los alojamientos, especialmente en las áreas industriales, siguió siendo un problema social enorme. Se había calculado que la necesidad inmediata de alojamientos después de la guerra ascendería a 800 000 hogares. Pero el programa de vivienda de posguerra, que produjo 213 000 nuevas casas, quedó en nada cuando el coste de los préstamos aumentó vertiginosamente en 1920-1921. El gobierno conservador de 1923 favoreció la subvención de la construcción privada, pero las 362 000 casas edificadas por la empresa privada durante los seis años siguientes estaban en su mayoría fuera del alcance de las familias pobres de clase trabajadora y fueron a parar principalmente a manos de compradores de clase media baja. La nueva administración laborista de 1924 introdujo el primer programa de vivienda social a través de la subvención de alquileres controlados para viviendas construidas por iniciativa municipal. La gran expansión de las llamadas «casas municipales» vio la construcción de 521 000 hogares edificados en 1933 principalmente para gente de clase trabajadora. Fue un comienzo, pero poco más. Millones de personas seguían viviendo en circunstancias penosísimas. En las ciudades del sur y del este de Europa, lo normal eran las espantosas condiciones de la vivienda, exacerbadas por la constante afluencia de gente proveniente de las áreas rurales pobres, donde las casas de la mayoría de los campesinos seguían siendo de lo más primitivo.

Los sindicatos —cuyas dimensiones habían aumentado mucho aprovechando el nuevo poder negociador de los trabajadores durante la guerra— habían presionado con éxito (frente a la resistencia de la patronal) a favor del régimen de cuarenta horas semanales que, empezando por Francia, Alemania e Italia, estaba convirtiéndose en norma en muchos países. Con ello se reducían las largas jornadas laborales de los trabajadores, aunque en la práctica las horas extra suponían que en realidad se dedicaban más de cuarenta horas a la semana a trabajar. Especialmente los obreros especializados vieron aumentar sus salarios, aunque a un nivel que quedaba muy por detrás en la mayoría de los casos del crecimiento de los beneficios de las empresas. Había, sin embargo, diferencias notables. Los trabajadores de las nuevas industrias en expansión podían vivir muy bien. Los salarios reales en las enormes fábricas de Renault en Francia, que daban empleo a miles de obreros para satisfacer la producción de un número cada vez mayor de vehículos a motor, subieron un 40% a lo largo de los años veinte. Pero aunque subieran los sueldos, el trabajo propiamente dicho era en su mayor parte una pura monotonía, consistente en la producción repetitiva en la cadena de montaje, reforzada por una disciplina férrea. Buena parte del trabajo era realizado por inmigrantes —en 1931 cerca de 3 millones de personas (el 7% de la población de Francia)—, obligados a soportar altos niveles de discriminación y de malos tratos. Francia acogió a 400 000 refugiados rusos durante los años veinte, más de cuatro veces más que cualquier otro país. Muchos otros inmigrantes provenían de Polonia, Italia, Armenia y Argelia.

En las viejas industrias los niveles salariales eran una historia completamente distinta. El conflicto laboral más grande con mucho de todos los años veinte, la huelga general llevada a cabo en Gran Bretaña entre el 3 y el 13 de mayo de 1926, se produjo como consecuencia del intento por parte de la patronal —que a la hora de la verdad logró salirse con la suya— de reducir los salarios en la industria del carbón, que sufría ya un exceso importante de mano de obra. Más de 1,5 millones de obreros de los distintos ramos del transporte y la industria fueron a la huelga en apoyo de los cerca de 800 000 mineros afectados por el cierre patronal. Los intentos de acabar con la huelga se intensificaron y al cabo de diez días el Congreso de Sindicatos (TUC, por sus siglas en inglés) desconvocó el paro, aceptando las condiciones del gobierno que eran poco menos que humillantes. Los mineros siguieron adelante con su desafío, pero al final no tuvieron más remedio que volver al trabajo después de seis meses de huelga, empobrecidos, completamente derrotados y obligados a aceptar las condiciones impuestas por los propietarios de las minas: prolongación de la jornada laboral y bajada de los salarios. La patronal alemana adoptó una postura igualmente agresiva en noviembre de 1928, cuando decidió efectuar un cierre que afectó a toda la mano de obra de la industria siderúrgica y del acero de la región del Ruhr —cerca de 220 000 trabajadores— para imponer unos nuevos niveles salariales en contra del laudo arbitral dictado a nivel nacional. Estos grandes conflictos fueron el indicio más claro del debilitamiento de la posición de los trabajadores de la industria (especialmente los de la vieja industria pesada) y de sus sindicatos, y del correspondiente aumento de la fuerza negociadora y de la combatividad de los empresarios en medio de unos niveles altísimos de desempleo; y todo ello antes incluso de que llegara la Gran Depresión.

Como Alemania, Francia fue uno de los países más avanzados a la hora de aplicar a gran escala en la industria los modernos métodos de gestión iniciados en Estados Unidos por Frederick Winslow Taylor poco después de que comenzara el nuevo siglo, y las técnicas de producción masivas introducidas en la fabricación de automóviles por Henry Ford en 1913. En Alemania una consecuencia de la racionalización a gran escala de la producción industrial fue que el desempleo, que había permanecido a niveles muy bajos durante los primeros años veinte, se triplicara con creces en 1925-1926, llegando a los más de dos millones de desocupados (el 10% de la población laboral). En otros países de Europa eran habituales unos niveles de desempleo parecidos. En los países en los que el crecimiento había sido lento, como Dinamarca o Noruega, la desocupación ascendía al 17-18%. También era muy alto en los viejos sectores de la industria pesada y del textil, que tuvieron que enfrentarse a una competencia cada vez más fuerte en los mercados mundiales y cuya rápida expansión había dado lugar a un exceso de capacidad. En Gran Bretaña el desempleo nunca bajó del millón de desocupados antes incluso del crack.

El seguro de desempleo, introducido por primera vez en 1911 en virtud de la Ley de Seguridad Nacional, fue ampliado al término de la guerra para dar cobertura a más de 12 millones de trabajadores británicos (aunque en la práctica afectara sólo a un 60% aproximadamente de la mano de obra del país). La mujeres estaban incluidas en él, pero las prestaciones que cobraban semanalmente eran inferiores a las de los hombres. El servicio doméstico, la mano de obra agrícola y el funcionariado estaban excluidos. El sistema evitaba lo peor, pero se había creado para dar cobertura a un desempleo transitorio, no a una desocupación estructural a largo plazo. La caja del seguro resultó insuficiente y tuvo que ser subvencionada por el estado a través de los impuestos. En Alemania el problema era similar, pero peor. La red de seguridad que suponía el seguro de desempleo, introducido en 1927 (y una importante ampliación del plan de seguro de enfermedad, accidente y vejez introducido en tiempos de Bismarck, en la penúltima década del siglo XIX), estaba ya al máximo de su capacidad cuando la Gran Depresión quebrantó la economía del país, y se vio superada después. En cualquier caso, menos de la mitad de la población trabajadora tenía derecho a cobrar el subsidio de desempleo. Aunque otros países de Europa habían seguido el ejemplo de Inglaterra y habían introducido subsidios de paro, la proporción de trabajadores que se veían beneficiados por ellos era todavía más pequeña.

Si los efectos del boom del desarrollo fueron limitados y desiguales en las partes industrializadas de Europa, en las zonas rurales, donde seguía viviendo la mayoría de la población del continente, muchos campesinos que poseían pequeñas explotaciones y apenas obtenían de su trabajo lo necesario para sobrevivir prácticamente no experimentaron boom alguno. Muchos agricultores habían sacado beneficios de la guerra, y la inflación de posguerra a menudo les había permitido cancelar sus deudas. Los bajos precios de la tierra al término del conflicto consintieron a los que pudieron permitírselo añadir terreno a sus explotaciones. Pero la agricultura no tardó en tener que hacer frente a tiempos más duros. El incremento de la producción en Europa, cuando la recuperación de posguerra fue ganando terreno, chocó con unos mercados saturados ya por los productos procedentes de los países no europeos, cuya producción durante la guerra se había extendido hasta llenar las lagunas y cubrir las carencias existentes. A finales de los años veinte la decisión soviética de exportar grano con el fin de importar el equipamiento industrial que necesitaba con urgencia contribuyó a agravar esa saturación. El resultado fue la vertiginosa caída de los precios. Los precios internacionales de los productos agrícolas habían caído en picado en 1929 y se situaban por debajo de un tercio de lo que eran en 1923-1925. Los países del este y del sur de Europa, que dependían en grandísima medida de la producción agrícola, se vieron particularmente afectados.

La agricultura seguía en buena parte sin estar mecanizada. Las reformas agrarias de posguerra trajeron consigo la parcelación de muchas grandes fincas, pero crearon gran cantidad de pequeñas explotaciones menos productivas y de parcelas fragmentadas. Las subvenciones a la agricultura introducidas en Checoslovaquia y otros países ayudaron a promover las mejoras, mientras que el cambio a la producción lechera y pecuaria en general permitió a las repúblicas bálticas incrementar sus exportaciones. Pero para la mayoría de la gente que se ganaba la vida con la tierra los problemas fueron acumulándose mucho antes de que se produjera el crack. El endeudamiento en la agricultura creció de forma alarmante. Muchos productores se hallaban ya al borde del abismo antes de que la Depresión los condenara a la insolvencia. Se intensificó la huida del campo a las miserables condiciones de vida de las ciudades superpobladas, al tiempo que se ampliaba el abismo existente entre las rentas urbanas y rurales y que los jóvenes iban convenciéndose de que el campo no tenía futuro para ellos. Ya no podían emigrar en masa a Estados Unidos, una vez que este país introdujera a comienzos de los años veinte controles más estrictos para la inmigración. Pero fueron moviéndose de un sitio a otro dentro del propio país. Sólo en Francia, 600 000 familias abandonaron sus pequeñas explotaciones agrícolas entre 1921 y 1931 para probar suerte en los talleres y fábricas de las ciudades.

Para los que vivían en el campo, los últimos años veinte no fueron precisamente los años del boom. La Depresión se cebó en algunas regiones ya desoladas de buena parte de Europa. Ya antes de que se produjera el crack, la «crisis antes de la crisis» dejó tras de sí una población rural susceptible de convertirse en presa fácil de la radicalización política. Muchos labradores sin tierras sintieron la atracción del comunismo. Los campesinos que poseían tierras, por otra parte, encontraron por lo general un aliciente en las fuerzas en constante aumento de la derecha autoritaria.

Aunque en la mayor parte de Europa la economía había experimentado una fuerte recuperación durante la segunda mitad de los años veinte, los problemas subyacentes dejaron al continente expuesto a graves dificultades en caso de que se produjera cualquier deterioro de la situación. Poca gente era consciente de ello. Había habido mejoras modestas de los niveles de vida de mucha gente, desde luego si se comparaban con los de la década anterior. Muchos, quizá la mayoría, pensaban que podían abrigar esperanzas de tiempos todavía mejores en el futuro. Las voces optimistas, unas cautas, otras entusiasmadas, se impusieron a las de los profetas de la ruina. Pero el optimismo se disipó prácticamente de la noche a la mañana en cuanto los drásticos efectos del hundimiento de la bolsa de Nueva York, acontecido entre el 24 y el 29 de octubre de 1929, envolvieron Europa.

El modelo alternativo

Antes incluso de que diera comienzo la crisis económica, los que profetizaban el fin del capitalismo, seguro e inminente, volvieron sus ojos llenos de admiración hacia un solo país, la Unión Soviética, buscando la inspiración en él. Protegido de las veleidades de la economía internacional, el modelo de la Unión Soviética —un sistema de socialismo de estado cuyo objetivo era preparar el terreno para llegar a la meta final del comunismo, una sociedad sin propiedad privada y libre de las divisiones de clase y de las desigualdades— era en opinión de muchos la esperanza utópica que debía traer el futuro. La Unión Soviética parecía demostrar que había una alternativa atrayente a la economía de mercado, un modelo mejor para la sociedad que el sistema capitalista burdamente injusto y económicamente anticuado e inferior. La planificación estatal, basada en la propiedad de los medios de producción, y la autarquía —la autosuficiencia económica— parecían indicar la vía a seguir. Ambas ideas fueron ganando cada vez más adeptos en toda Europa.

En la Unión Soviética el crecimiento económico había sido de hecho impresionante, aunque eso sí, partiendo de una base muy baja, consecuencia de los trastornos de la primera guerra mundial y de la revolución, a los que habían seguido los estragos de la guerra civil. La recuperación había sido notablemente rápida. En 1927-1928 tanto la industria como la agricultura habían alcanzado unos niveles de producción comparables a los de 1913. La Nueva Política Económica, la línea política seguida entre 1921 y 1928 por la URSS, que permitía a los campesinos ver un interés personal en el cultivo de la tierra y que les ofrecía ciertas oportunidades, aunque limitadas, de obtener beneficios de su producción, había sido un éxito. Pero en 1927 esa política había empezado a crear sus propios problemas. Y desde el punto de vista industrial la Unión Soviética seguía estando muy rezagada, muy por detrás de los países avanzados de Europa occidental.

Entre las autoridades del país seguía siendo materia de acalorado debate cómo había que abordar el problema del atraso económico. Superar esa debilidad tan enorme se consideraba fundamentalmente un paso crucial para soslayar la amenaza de rapacidad de las potencias imperialistas, pero también para mejorar los niveles de vida como base para asegurar el futuro del socialismo en la Unión Soviética. Se aceptaba como un axioma que en un momento dado esta cuestión acabaría por enzarzar al país en una guerra. «O lo conseguimos o seremos aplastados», dijo Stalin ante el comité central del partido en noviembre de 1928 en un punto de inflexión vital para la Unión Soviética desde el punto de vista económico y político. Pero la senda hacia ese momento decisivo distaba mucho de ser fácil. Tras la muerte de Lenin en enero de 1924, la política económica se había convertido cada vez más en el asunto central de la enconada lucha política interna que acabaría con la dominación total de Stalin y un cambio de dirección de la economía soviética tan gigantesco como desastroso.

La Nueva Política Económica había sido puesta en entredicho desde el primer momento ya en 1921. Algunos destacados bolcheviques, y más que cualquier otro Trotski, habían visto en ella un recurso meramente transitorio a la espera de que pasara lo peor y no tardaron en presionar a favor del incremento de la planificación económica estatal y de la aceleración de la industrialización a expensas del campesinado. Trotski siguió insistiendo en la necesidad de exportar el bolchevismo y promover la revolución mundial. Stalin, por su parte, había anunciado en 1924 que el objetivo del partido debía ser el «socialismo en un solo país». Pero ahora la influencia de Trotski había empezado a disminuir a pasos agigantados. Independientemente de la fuerza de sus argumentos y de su asombrosa personalidad, se había creado demasiados enemigos. Además, el control que tenía de algunas de las palancas más cruciales del poder dentro del partido era escaso. Stalin, apoyado por otras personalidades destacadas —Grigory Zinóviev, Lev Kámenev, y «el niño bonito del partido» (como lo llamaba Lenin), Nikolái Bukharin—, consiguió dejarlo tácticamente fuera de combate. En 1925 Trotski dimitió de su puesto de Comisario de Guerra y a finales de ese mismo año fue expulsado del Politburó. En 1927, junto con sus seguidores, fue expulsado del partido por sus opiniones «heréticas», y al año siguiente fue condenado al destierro y confinado a 3000 kilómetros de Moscú. En su lecho de muerte Lenin había advertido que Stalin no era la personalidad apropiada para seguir como secretario general del partido, cargo que venía ostentando desde 1922. Pero Stalin se las arregló para que dicha advertencia no circulara por ahí y utilizó la posición central que ocupaba en el corazón de la maquinaria organizativa del partido para montar su propia supremacía. Zinóviev y Kámenev le facilitaron las cosas. Pero en 1926 habían cambiado de postura y se habían unido a Trotski en su oposición a la que consideraban una política económica demasiado favorable al campesinado.

En realidad ya se habían dado algunos pasos hacia la planificación industrial completa, aunque sin que se proclamara oficialmente la desautorización de la Nueva Política Económica. Stalin, respaldado firmemente en esta fase por Bukharin, el principal defensor de dicha política, logró socavar las posiciones de poder que ocupaban Zinóviev y Kámenev para inmediatamente desalojarlos de ellas. Los dos fueron además expulsados del partido en 1927 (aunque, tras condenar a Trotski y retractarse de su postura crítica, al año siguiente fueron readmitidos en él, contritos y humillados). Ahora el único que se interponía en el camino de Stalin era Bukharin.

Presionando a favor de llevar a cabo incautaciones masivas de víveres y de adoptar una línea más dura frente al campesinado, Stalin estaba cada vez más enfrentado con su anterior aliado, Bukharin, que se mostraba enérgicamente a favor de mantener la Nueva Política Económica. Pero a mediados de 1928 los dos se habían convertido en enemigos políticos irreconciliables. Stalin afirmaba de manera inflexible que la producción a pequeña escala suponía un obstáculo insalvable para el crecimiento económico. Era esencial garantizar el suministro de los alimentos destinados a una población industrial en expansión. Y eso sólo podía conseguirse mediante una producción a gran escala administrada por el estado. Se movió con habilidad para obtener apoyos dentro del partido para un ambicioso plan destinado a maximizar un crecimiento industrial rápido, a expensas de los habitantes de las zonas rurales. Una vez controlado el aparato del partido, se dedicó a denigrar a Bukharin tachándolo de «desviacionista». En 1929 Bukharin era ya una figura del pasado. Stalin era el vencedor de las luchas de poder, el líder supremo de la Unión Soviética, sin que finalmente hubiera nadie que lo desafiara y reclamara para sí el manto de Lenin.

Para entonces la Nueva Política Económica, aunque no había sido públicamente desautorizada, estaba ya obsoleta. En el invierno de 1927-1928 los campesinos decidieron guardarse el grano en vez de venderlo a los bajísimos precios oficiales. Empezó a cundir la escasez de alimentos, justo en el momento en el que se habían puesto en marcha proyectos industriales de capital importancia. Los intermediarios —mafiosos sin escrúpulos capaces de aprovecharse de la penuria reinante— compraban al por mayor la producción agrícola y luego la vendían a precio de mercado negro. Stalin, el autoproclamado «hombre de acero» —su verdadero nombre era Iósiv Dzhugashvili—, hizo honor a su apodo y respondió de la manera habitual en él: empleando unas medidas coercitivas brutales. Viajó a los Urales y a Siberia en enero de 1928 y ordenó imperiosamente la incautación de todas las reservas de grano, más o menos siguiendo los métodos usados durante la guerra civil. Cualquier oposición a lo que pasó a denominarse el «método uralo-siberiano» fue tratada sin miramientos. Bukharin intentó en vano evitar que las incautaciones fueran a más y atajar el control del poder detentado por Stalin.

A mediados de 1928 Stalin había ganado el conflicto suscitado en torno a la futura política económica. Ese mismo año se presentó un borrador de programa de industrialización acelerada, que fue aprobado en el congreso del partido de abril de 1929 y al que se bautizó como «Primer Plan Quinquenal». La verdad es que la aplicación del plan en cuestión fue en buena parte un auténtico caos, y los extraordinarios aumentos de la producción perseguidos fueron alcanzados sólo en las cifras oficiales de producción, que eran un mero invento. Aun así, los progresos fueron impresionantes, tanto más cuanto que el resto de la Europa industrializada empezaba a ser víctima de una severa depresión. Surgieron gigantescos complejos industriales. En el bajo Dniéper se creó una central hidroeléctrica enorme, se construyeron grandísimas fábricas metalúrgicas en Magnitogorsk (en los Urales) y en Kuznetsk (en Siberia) y la fabricación a gran escala de tractores se expandió por Stalingrado y Kharkov. Los campesinos abandonaron las zonas rurales en tropel para sumarse al número cada vez mayor de trabajadores de la industria, cuya cifra se dobló en el plazo de cuatro años. La producción industrial aumentó, incluso, según los cálculos más escépticos, más de un 10% al año, llegándose casi a doblar en 1932 la de carbón, petróleo, mineral de hierro y hierro en lingotes.

El precio humano, sin embargo, fue tremendo, un precio que ningún otro país de Europa ni siquiera habría contemplado ni por un segundo. Las condiciones de trabajo, los salarios y los niveles de vida de los trabajadores de la industria eran espantosos. La disciplina dentro de las fábricas era draconiana, infligiéndose severos castigos a los «gandules». Pero el Plan Quinquenal tuvo unas consecuencias todavía peores para los habitantes de las zonas rurales. El régimen se había dado cuenta desde el primer momento de que el programa industrial debía abrirse camino a expensas de los campesinos. Como en 1929 no se logró conseguir de los labradores suficiente grano para evitar la escasez y el racionamiento del pan en las ciudades, ese mismo año se adoptó un programa de colectivización forzosa de la agricultura. La intención era que en el plazo de dos años una cuarta parte de las zonas sembradas estuvieran en manos de las cooperativas agrarias, grandes granjas industriales, trabajadas por un proletariado rural de campesinos que habían sido privados de sus propias tierras. De hecho, la colectivización agraria se llevó a cabo antes incluso de lo previsto. Casi el 60% de los 25 millones de explotaciones agrícolas domésticas estaba ya colectivizado en marzo de 1930.

Pero los campesinos no obedecieron fácilmente la orden. Casi tres cuartos de millón de labradores participaron en revueltas que estallaron en varios rincones de la Unión Soviética. «Habíamos sufrido confiscaciones de grano y de patatas, y nos lo quitaron todo a la fuerza, tanto a los labradores pobres como a los medianos. Hablando simple y llanamente, fue un robo», se lamentaba el dueño de una pequeña explotación, solicitando la revocación de la colectivización y «libertad, y luego estaremos encantados de ayudar al estado». El régimen reconoció de momento el problema. Stalin culpó de los excesos a los funcionarios locales «embriagados por el éxito». La proporción de campesinos adscritos a las cooperativas retrocedió notablemente, bajando hasta el 23%. Fue una breve tregua. No tardaron en reactivarse las presiones. Cuando llegó la cosecha de 1931 más de la mitad de las explotaciones domésticas habían sido obligadas a sumarse a las cooperativas agrarias, que producían casi todo el grano de la Unión Soviética. Al cabo de tres años, la colectivización se había impuesto casi en todas partes.

Su ejecución forzosa fue llevada a cabo despiadadamente por brigadas de zelotes del partido enviados desde las ciudades. Se anunció una política de «deskulakización» —«liquidación de los kulakí como clase»— con el fin de fomentar los ataques contra los supuestos campesinos acomodados, acusados de ser capitalistas rurales. Por kulak, sin embargo, se entendía lo que los activistas del partido quisieron que se entendiera. Cualquiera que se resistiera a la colectivización podía ser tachado de kulak y encarcelado, deportado a algún remoto campo de trabajo, o simplemente fusilado. Sólo de Ucrania fueron deportados a la fuerza 113 637 kulakí durante los primeros meses de 1930. El que manifestaba en voz alta alguna objeción a la colectivización forzosa, aunque sencillamente fuera demasiado pobre para ser un kulak era llamado sub-kulak y recibía el mismo castigo. Muchos kulakí huían, después de vender sus propiedades, si podían, o simplemente las abandonaban. Hubo algunos que mataron a sus esposas y a sus hijos y después se quitaron la vida.

Se había esperado que la producción de grano se doblara. En realidad disminuyó, aunque no de manera drástica, pero como la adquisición de cereal por el estado se multiplicó por dos o más, la población rural sufrió una desesperada escasez de comida. Y como los campesinos eran obligados a ingresar en las cooperativas, preferían matar a sus animales o dejarlos morir de hambre antes que entregárselos al estado. El número de reses de ganado vacuno y porcino cayó a la mitad, y el de ovejas y cabras disminuyó en dos tercios. Como consecuencia, la carne y la leche empezaron a escasear. Las cooperativas que no cumplían con los objetivos requeridos eran privadas de los productos procedentes de cualquier otro punto de la Unión Soviética y se les ordenaba que entregaran el grano dejado para simiente, con lo que se aseguraba que la cosecha del verano siguiente fuera un nuevo fracaso.

Durante el terrible año 1932-1933 se extendió por doquier la hambruna, peor que la de 1921-1923 y consecuencia directa de la política agrícola soviética. Kazajstán y el norte del Cáucaso fueron algunas de las zonas que se vieron más afectadas. El impacto más terrible en absoluto lo sufrió en cualquier caso Ucrania, que habría debido ser una zona fértil y de buenas cosechas. Al entrar en una aldea, un funcionario del partido oyó que le decían: «Nos hemos comido todo aquello a lo que pudimos echar mano: gatos, perros, ratones de campo, pájaros»; incluso la corteza de los árboles. En 1932-1933 más de 2000 personas fueron castigadas por delitos de canibalismo. No puede saberse con exactitud el número de víctimas que se cobró la hambruna en Ucrania. Los mejores cálculos se sitúan en torno a los 3,3 millones de muertos por inanición o enfermedades relacionadas con el hambre. Para toda la Unión Soviética, es posible que esa cifra fuera casi el doble.

Llegaron a filtrarse algunas noticias de aquel horror. Pero los gestores de la Unión Soviética restaron importancia a las anécdotas que se contaban o las rechazaron tachándolas de propaganda anticomunista. En la mayor parte de la Europa occidental la gente no llegó a saber nada de la hambruna. Pocos observadores extranjeros fueron testigos del desastre. Uno de ellos, el periodista inglés Malcolm Muggeridge, lo describió como «uno de los crímenes más monstruosos de la historia, tan terrible que en el futuro la gente no podrá casi creer que sucedió». Tenía razón. Los habitantes de los confines orientales del continente europeo eran los que peor lo habían pasado antes incluso de la primera guerra mundial, luego durante los tumultos de posguerra y durante la guerra civil rusa, y ahora eran los que peor lo estaban pasando bajo el régimen soviético. El valle de lágrimas era ya muy profundo. Pero la verdadera hondura del abismo estaba todavía por alcanzarse.

El espejo cultural

¿Qué sentido daban los habitantes de Europa al mundo en el que vivían, a las fuerzas que inexorablemente estaban determinando su existencia? Naturalmente es imposible dar una respuesta generalizada. Los modelos de vida y las reflexiones que provocaban dependían de muchas variables. Entre ellos estaban los accidentes geográficos y los antecedentes familiares, además de la clase social, la cultura política y los caprichos del desarrollo histórico. Las ideas reflexivas de mayor alcance en cualquier caso se limitarían irremediablemente en general a la elite culta, una elite con acceso a los niveles superiores de educación, negados a la inmensa mayoría de la población. Los talentos más innovadores de las artes creativas reflejarían y determinarían a un tiempo lo que, en sentido lato, cabría denominar el Zeitgeist o «espíritu de la época». Principalmente entre las personas de clase alta o de la clase media culta, que estaban acostumbradas a absorber los productos de esa «alta cultura», algunos rasgos importantes del pensamiento social y de la creatividad artística llegarían a ser, aunque sólo de manera indirecta, enormemente influyentes. Para la mayoría de la población, en cambio, esa «alta cultura» era inaccesible; estaba definitivamente fuera de los parámetros de la vida normal.

Lo que a la mayor parte de la gente le quedaba al finalizar su jornada de trabajo o al acabar la semana eran las distintas vías de expresión de la cultura popular: las películas de entretenimiento, las salas de baile, y por supuesto (para los hombres, en cualquier caso), las visitas a la taberna o al bar; ninguna de esas vías ofrecía reflexiones acerca del mundo circundante, sino escapismo y emoción momentánea, liberación transitoria de la realidad gris, a menudo deprimente, de la vida cotidiana. El cine ofrecía la mayor oportunidad de evasión. En las ciudades y las grandes urbes de Europa surgieron de repente innumerables «palacios de la imagen». En Alemania era donde había más locales de este tipo, llegando a superar en 1930 la cifra de 5000 (el doble que diez años antes), con un aforo de 2 millones de butacas en total. La afluencia al cine aumentó más todavía cuando hacia finales de los años veinte las películas mudas empezaron a ser sustituidas por las «habladas». Las salas de cine ofrecían al público lo que quería. Las películas eran en su mayoría comedias, dramas, historias de aventuras o de amor. El deporte profesional —el fútbol especialmente— ofrecía la otra gran vía de escape de los trabajadores, aunque no tanto desde luego de las trabajadoras. La popularidad del fútbol había sido contagiada desde Gran Bretaña a los demás países europeos mucho antes de la primera guerra mundial. Se habían establecido ligas importantes en Alemania, Italia, España y en muchos otros sitios. Lo habitual era la asistencia al campo de numerosísimo público. En Inglaterra, la final de la FA Cup de 1923, la primera disputada en Wembley, en la que los Bolton Wanderers derrotaron al West Ham United por 2-0, había atraído a una multitud que oficialmente se cifró en 126 000 personas, aunque lo habitual es pensar que doblara ese número[1].

La «alta cultura» y la «cultura popular» rara vez coincidían. Pero cada una a su manera, las dos fueron fundamentales para el Zeitgeist de la Europa de entreguerras. No era sólo una cuestión de formas alternativas de cultura. Era inevitable que los extremos de la creatividad cultural y de la innovación artística alcanzados durante la primera década de la posguerra fueran sólo del gusto de una pequeña minoría. No sólo eran formas culturales vanguardistas —demasiado variadas para ser resumidas con facilidad—, alejadas de las vidas de la mayoría de la población, sino que además, cuando se veía que desafiaban especialmente la cultura y los valores «tradicionales», chocaban con un rechazo hostil.

Pertenecer a la vanguardia significaba sentir apego por los ideales artísticos, por las formas y expresiones del modernismo cultural. Desde aproximadamente comienzos del siglo XX —aunque las ideas propiamente dichas se remontaran más o menos a un par de décadas antes— prácticamente todas las ramas de la creatividad cultural se apartaron de las formas de expresión anteriores, clásicas, realistas y románticas, y abrazaron conscientemente el «modernismo». El concepto estético, por lo demás bastante vago, de «modernismo» abarcaba una gran variedad de modos distintos de expresión artística. Lo que los unía a todos era la rebelión frente a las formas anteriores de representación, a las cuales consideraban pasadas de moda, superficiales, o carentes de significado interno. El manifiesto presentado en 1906 por el grupo de pintores expresionistas de Dresde que se llamaban a sí mismos «Die Brücke» —se pretendía con ese nombre, «el puente», significar que eran la vía de enlace con una nueva era artística— proclamaba que «como jóvenes que llevamos el futuro dentro de nosotros, queremos liberar nuestras acciones y nuestras vidas de las fuerzas viejas cómodamente establecidas». Todo lo que era convencional o «burgués» era rechazado. La experimentación estética sin límites lo sustituía por lo nuevo, lo «moderno». Eso equivalía a la destrucción revolucionaria de lo viejo con el fin de reconstruirlo de maneras completamente nuevas según la imaginación y la creatividad artística. Los anteriores ideales de belleza, armonía y razón quedaban descartados radicalmente en el modernismo. La fragmentación, la desunión y el caos eran los nuevos Leitmotive, una curiosa anticipación a través de las formas culturales de la ruptura política y económica legada por la primera guerra mundial.

Después de la guerra, como sucediera antes de 1914, París fue un imán para la energía y la creatividad cultural, un centro de vitalidad modernista. Pablo Picasso, famoso ya como la fuerza creativa que se ocultaba detrás del cubismo —las nuevas formas de representación tridimensional abstractas—, que había establecido allí su hogar antes de la guerra, era la estrella más rutilante del firmamento. Artistas de todos los rincones del continente y aun de fuera de él se vieron atraídos hacia la vitalidad de la capital francesa. Y lo mismo sucedería con los escritores modernistas, incluidos James Joyce, Ernest Hemingway y Ezra Pound. La innovación artística florecía en la Rive Gauche. El dadaísmo (creado en Zúrich en 1916) y el surrealismo (surgido en Francia al año siguiente), las dos formas artísticas, por lo demás estrechamente emparentadas, más novedosas y revolucionarias, prosperaron en París durante los años veinte. Habían surgido principalmente como reacción frente a la sociedad burguesa que había producido el horror de la primera guerra mundial y se extendieron de las artes plásticas a la literatura, el teatro, el cine y la música. Rechazando la razón y la lógica, ambas corrientes hacían hincapié en lo ilógico y lo irracional, describiendo los extraños saltos que da la imaginación. Directa o indirectamente recibieron el estímulo de las ideas relacionadas con el psicoanálisis y con las necesidades primigenias del inconsciente formuladas por Sigmund Freud y Carl Jung. El arte experimental pretendía demostrar que por detrás del orden superficial del mundo había un caos inexplicable. Por detrás de la coherencia aparente estaba el absurdo, los extraños vuelos de fantasía de la psique escondida. La intención era sobresaltar las sensibilidades, estimular la búsqueda de unas posibilidades de significado desconocidas.

Las diversas formas de «modernismo» cultural fueron muy variadas y durante los años veinte cruzaron el continente de punta a punta por vías diferentes que, sin embargo, a menudo se solapaban entre sí. El «Constructivismo» ruso y el movimiento holandés De Stijl enfatizaban la abstracción geométrica en el diseño. El «Futurismo» italiano, pasados ya sus tiempos de gloria de antes de la guerra, utilizaba la pintura abstracta para representar la rapidez, el dinamismo y el triunfo de la tecnología. En literatura, hay un «modernismo» consciente que subyace al Ulises de Joyce, la poesía de T. S. Eliot (particularmente en su composición épica de 1922 La tierra baldía) y las novelas de Virginia Woolf, figura central del «Grupo de Bloomsbury» surgido en Londres. La «Segunda Escuela de Viena» dio su nombre a la música experimental «atonal» de Arnold Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern, que utilizaba variedades distintas de construcciones dodecafónicas para apartarse de la armonía clásica.

Fuera cual fuese la forma que adoptara el modernismo, se caracterizaba por el rechazo al realismo artístico convencional. La fragmentación, la irracionalidad, la fragilidad y la disonancia eran sus principales rasgos y estaban en consonancia con un mundo de posguerra en el que las certezas se habían esfumado. Incluso la física había perdido sus certezas a raíz del desarrollo revolucionario de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein en 1905, mientras que el «principio de incertidumbre» de Werner Heisenberg, introducido en la mecánica cuántica en 1927 y que demostraba que la posición y la velocidad de las partículas alrededor de un núcleo no pueden conocerse con exactitud, parecía cimentar la teoría de que la racionalidad no podía explicar el mundo.

Todos los rasgos del modernismo estaban presentes en la cultura de vanguardia de antes de la guerra, pero los horrores de 1914-1918 acentuaron enormemente la ofensiva artística contra la racionalidad. Y de ser un movimiento marginal antes de la guerra, el modernismo pasó a situarse en la corriente cultural principal de Europa, aunque otra cuestión muy distinta fuera su aceptación popular.

Ningún sitio, ni siquiera París, pudo eclipsar con su brillo «modernista» las innovaciones lingüísticas y culturales alemanas. Debido a la importancia que tuvo y a lo duradera que fue, sería muy fácil exagerar cuán representativa fue en su tiempo la «cultura de Weimar» (como ha dado en llamarse la notable vanguardia cultural alemana de esta época). La expresión cultural, incluso en la Alemania de Weimar, siguió mayoritariamente siendo conservadora y convencional. (La denominación «República de Weimar» fue tomada de la ciudad de Turingia, centro tradicional de la cultura alemana, estrechamente asociada con Goethe y Schiller, en la que se reunió la asamblea constituyente en 1919). Sólo el 5% de las casi 3000 obras exhibidas en la exposición artística de Múnich de 1930, por ejemplo, eran «modernas». No obstante, la Alemania de Weimar, independientemente de cuáles fueran sus dificultades políticas, y muy especialmente Berlín como punto focal, fueron testigos durante unos pocos años de un florecimiento extraordinario de la creatividad cultural e intelectual de vanguardia que casi no tiene parangón en la historia. Y en Alemania, quizá más que en cualquier otro sitio, el arte y el pensamiento social se adecuaron estrechamente al carácter cambiante de la época cuando la explosión de creatividad de los años veinte dio paso a su rechazo violento una década más tarde.

La guerra no provocó ninguna ruptura en el seno de la vanguardia cultural alemana. El expresionismo, que distorsionaba deliberadamente las formas y desplegaba combinaciones insólitas de colores chillones para trascender la apariencia superficial y exponer los sentimientos y las angustias que se encontraban ocultas en su interior, había sido el estilo artístico más vibrante y significativo durante la década anterior al estallido del conflicto. Algunos de sus exponentes más notables, que abrigaban sueños utópicos, habían acogido incluso la guerra con los brazos abiertos como una experiencia catártica que habría destruido el viejo orden burgués. Las primeras experiencias en combate no hicieron más que subrayar el entusiasmo. «Ojalá pudiera pintar este ruido», había escrito Max Beckmann en 1914. La euforia fue efímera. Al término de la guerra, Beckmann, Ernst Ludwig Kirchner y Oskar Kokoschka, que se habían presentado voluntarios a prestar servicio militar, habían sido licenciados del ejército por agotamiento físico o psicológico. August Macke y Franz Marc habían resultado muertos. El expresionismo había sobrevivido a la guerra, aunque había empezado ya a ser rebasado por el dadaísmo, como forma más evidente de protesta social y cultural, y por un nuevo surrealismo que representaba gráficamente la «veracidad» del horror de la guerra y de la violencia revolucionaria.

La exuberancia idealista del expresionismo de antes de la guerra fue tornándose en un lúgubre pesimismo en lo tocante a la naturaleza humana. En marzo de 1919 Beckmann acabó su gran cuadro Die Nacht («La noche»), una representación aterradora de la violencia callejera y del caos político invadiendo el hogar. Otto Dix, que, lleno de entusiasmo, se había presentado voluntario en 1914, realizó una serie de dibujos de víctimas y mutilados de la guerra y, bajo la influencia del dadaísmo, los rodeó de collages a base de recortes de periódico y billetes de banco a modo de fragmentos dispersos de realidad. El sentimiento antibelicista halló su expresión más claramente politizada en las composiciones grotescas de George Grosz, en las que aparecen representados soldados muertos desfigurados e inválidos de guerra, mendigos hambrientos y prostitutas ofreciendo sus servicios en las esquinas de las calles de unas ciudades sórdidas, o especuladores ufanos de las ganancias obtenidas mediante la guerra, industriales ricos y orondos y militaristas satisfechos.

A mediados de los años veinte la tendencia cultural predominante parecía reflejar las condiciones más estables que habían logrado cuajar en Alemania. La preocupación por la psique íntima, las emociones y el idealismo que había caracterizado al expresionismo y las manifestaciones relacionadas con él, había dado paso a un afán de claridad y orden en la forma estética, a una «nueva objetividad» o «nueva facticidad» (Neue Sachlichkeit), que tomó su nombre de una exposición de pintura organizada en 1925 en Mannheim. El modernismo había sido adoptado ya en el diseño práctico, la arquitectura, la pintura, la fotografía, la música y el teatro. En Weimar, y luego en Dessau, la Bauhaus, fundada por Walter Gropius en 1919, reunió a pintores, escultores, arquitectos y diseñadores gráficos para crear un nuevo estilo marcado por la racionalidad y el funcionalismo. Entre los pintores más destacados asociados con la Bauhaus estaba Wassily Kandinsky, que antes de la guerra había sido la figura dominante del grupo de expresionistas Der Blaue Reiter («El Caballero Azul»), con base en Múnich. Ahora, de regreso de Rusia, se había dedicado a crear composiciones brillantemente llamativas, más angulares, abstractas y geométricas. La Bauhaus tenía una finalidad práctica, además de artística e idealista. Gropius creía en el dominio de la tecnología para crear nuevas formas de viviendas planificadas racionalmente que superaran la miseria social y las diferencias de clase. La limpieza, la comodidad y la eficacia en el uso del espacio eran su sello de distinción. La sencillez del estilo y la belleza eran inseparables en esta visión utópica. Debía ser una «nueva objetividad» en su expresión más práctica y socialmente valiosa.

Uno de los productos más destacados de la innovación arquitectónica fue la Weissenhofsiedlung («Urbanización de Weissenhof»), construida para una exposición celebrada en Stuttgart en 1927. Los sesenta edificios, construidos por un equipo de destacados arquitectos (entre ellos Le Corbusier) bajo la dirección de Mies van der Rohe, resumían un nuevo estilo modernista dominado por líneas geométricas, fachadas sin adornos, tejados planos e interiores sin tabiques. La edad de las máquinas, la tecnología moderna y la producción en masa encontraron su aprovechamiento artístico en el uso del acero, el vidrio y el cemento. La máxima era «Forma sin Ornamentación». El movimiento no fue ni mucho menos acogido con los brazos abiertos por todo el mundo. Sus adversarios más vehementes lo tacharon de «bolchevismo cultural». De hecho, la arquitectura y la planificación urbanística de vanguardia tuvieron una repercusión directa muy escasa sobre el estado de la vivienda en las ciudades alemanas durante los años veinte, aunque algunos arquitectos fueron invitados a diseñar bloques de pisos en Berlín, Frankfurt y otros lugares. No obstante, buena parte del diseño moderno (como el Art Déco, emparentado con él, creado en primer lugar en Francia durante los años veinte) iría encontrando su camino en una gran variedad de usos más tópicos, en Alemania y en muchos otros países.

La riqueza de la literatura y del pensamiento social en la esfera cultural alemana no cabe en su totalidad ni con absoluta claridad dentro de las categorías de neoexpresionismo y de «nueva objetividad», por muy amplia que sea la definición que se dé de estos términos. Posiblemente la novela más influyente de los años de entreguerras fuera una de las obras más hermosas de uno de los autores más famosos de Alemania, Thomas Mann, cuyo conservadurismo lo había llevado gradualmente a un compromiso racional, ya que no instintivo o emocional, con la nueva democracia alemana. Der Zauberberg (La montaña mágica), que en realidad Mann había empezado a escribir antes de la guerra, apareció en 1924 y tuvo una acogida extraordinaria. Mann había interrumpido su composición durante la guerra antes de acabarla más de una década después de haberla empezado, bajo la influencia de la capacidad de autodestrucción de la humanidad durante la gran conflagración, y en una forma que se parecía muy poco a su concepción inicial. La obra, sumamente compleja, es muy rica en simbolismos, y se centra principalmente en la enfermedad de la sociedad burguesa. El escenario rarificado de un sanatorio para enfermos de tuberculosis en los Alpes suizos constituye una metáfora de un mundo enfermo y decadente. Dos de los personajes principales (Settembrini y Naphta) representan el conflicto entre la razón y una irracionalidad aterradora. El tercer personaje (Castorp), dividido entre los otros dos, parece decantarse finalmente por los valores de la Ilustración, para declararse, sólo cuando la novela llega a su fin, en una nota ambigua, sometido «al principio de lo irracional, al principio genial de la enfermedad, al cual, en verdad, estaba sujeto con mucha anterioridad, si no desde siempre».

Lo irracional, en este caso el carácter inexplicable, claustrofóbico y amenazador, de unas fuerzas determinantes que mantienen al individuo encerrado en una jaula de hierro, y con las cuales éste es incapaz de combatir, estaba en el corazón mismo de las obras misteriosas, aparentemente proféticas, de Franz Kafka; obras mucho menos conocidas en los años veinte de lo que lo serían mucho después de su muerte, acontecida en 1924. La sorprendente originalidad de Kafka, con su aspecto demacrado, sus ojos hundidos y su carácter psicológicamente atormentado, resulta tanto más extraordinaria si tenemos en cuenta su relativo distanciamiento de los principales representantes literarios de la vanguardia alemana (aunque estaba muy familiarizado con muchas de sus producciones). Kafka no tenía más capacidad de predecir el futuro que cualquier otro. Pero su forma de escribir —literatura moderna en su estado más sombrío— parecía singularmente capaz de captar la desolación y la absoluta alienación desconcertada del individuo frente a los modernos mecanismos sociales y burocráticos del poder y la represión. El brillante sociólogo alemán Max Weber había visto en el poder de la burocracia la esencia misma de la modernidad, y había hablado del «desencanto del mundo» en una sociedad racionalizada, aunque, eso sí, una sociedad en la que la razón disciplinada se encargaría de defender la libertad. En manos de Kafka no cabía semejante optimismo implícito.

Al enfrentarse a una realidad más allá de la fachada aparentemente ordenada de la rutina cotidiana, Kafka describe un mundo insondable de normas burocráticas, órdenes, leyes y persecución, en el que todos los intentos de encontrar una senda a través del laberinto chocan con puertas cerradas y nunca conducen fuera del caos hasta una meta distante de redención ansiada.

En El proceso, novela publicada en 1925, después de la muerte de Kafka, Josef K. es detenido acusado de unos cargos que nunca se explican, y tiene que enfrentarse a un tribunal amenazador, aparentemente omnipresente, inevitable, aunque invisible. Cuando intenta protestar y declararse inocente, le dicen que «así es como hablan los culpables». Su prolongado «proceso», aunque no existen actas formales, lo lleva irremediablemente a la aceptación gradual de su culpabilidad, en último término a la sumisión, y finalmente a la conformidad con su bárbara ejecución a manos de dos verdugos silenciosos en una cantera solitaria y desolada. En El castillo, publicada en 1926, un agrimensor que llega a una aldea perdida, presumiblemente por orden del propietario del castillo, al que nunca se ve, topa con la continua hostilidad de una comunidad cerrada, sometida a la autoridad por lo demás indefinida (aunque real en la mente de todos) del nebuloso castillo. El forastero, obsesionado cada vez más y de forma destructiva con la autoridad del castillo, tropieza con una densa red de control social. Dicha red excluye incluso el acceso a un funcionario superior, quizá puramente imaginario, para saber por qué el agrimensor ha sido llamado al castillo, que permanece siempre fuera de su alcance. En la obra de Kafka el sometimiento voluntario a una normativa incomprensible ofrece lo que parece —aunque el carácter extraordinariamente complejo de su escritura es susceptible de interpretaciones muy variadas— un avance de lo que serían las sociedades totalitarias de décadas posteriores.

Por asombrosa que fuera la producción de «alta cultura» en unos campos tan numerosos y diversos y en tantos países distintos de Europa durante los años veinte, lo cierto, sin embargo, es que apenas afectó de manera directa a las vidas de la gente corriente. El teatro alemán constituye un buen ejemplo en este sentido. El florecimiento del teatro durante los años veinte, incluso en pequeñas ciudades (gracias en gran medida a la generosa financiación pública, posible en buena parte gracias a los préstamos a corto plazo procedentes de Estados Unidos), fue un elemento central de la extraordinaria cultura de la República de Weimar. El caso más conocido es el de Bertolt Brecht, que experimentó con nuevas formas de representación teatral, en parte mediante el uso del montaje, decorados escasos y escenas inconexas, para producir un distanciamiento de la acción y no la identificación con ella, y estimular así la crítica de la sociedad capitalista. Pero la mayoría de los alemanes que iban al teatro evitaba las obras experimentales de Brecht y otras creaciones de vanguardia. El teatro experimental equivaldría apenas al 5% del repertorio habitual durante los años veinte. El teatro era mayoritariamente de carácter conservador. Además, casi todo el público quería ver musicales, comedias, farsas y otros entretenimientos ligeros. En cualquier caso, la gente que habitualmente iba al teatro ya era de por sí una pequeña minoría de la población y en su mayoría, debido a su coste, pertenecía a la clase media. Como señalaba un estudio de 1934, la mayoría de los trabajadores alemanes no iba nunca al teatro.

Otros medios ponen de manifiesto una división similar entre la «alta» cultura y la cultura «popular». La difusión del gramófono y todavía más la de la radio supusieron que la gente no necesitara ni siquiera salir de casa para disfrutar del mundo del espectáculo, que, la mayor parte de las veces, tenía en cualquier caso un carácter ligero. Lo más probable era que en especial los jóvenes escucharan ragtime, música de jazz, bailables o canciones populares, llegadas del otro lado del Atlántico, y no Beethoven o Wagner, por no hablar de Schoenberg o Webern.

También los patrones de lectura a menudo pasaban por alto los clásicos literarios modernos. Los libros seguían siendo lo bastante caros como para ser comprados sólo por la gente acaudalada. La red de bibliotecas públicas estaba expandiéndose, aunque no está claro hasta qué punto benefició este hecho directamente a la clase obrera. La «burguesía culta», sector relativamente amplio de la población alemana, quizá se lanzara rápidamente a leer Der Zauberberg de Thomas Mann (o al menos a hablar con conocimiento de causa de ella), pero la mayoría de los trabajadores alemanes parece que leían poco más que periódicos y revistas. Los lectores británicos es probable que devoraran las novelas policíacas de Edgar Wallace y Agatha Christie o que disfrutaran más con las peleas de Jeeves y Wooster de P. G. Wodehouse que no con las complejidades de la escritura «modernista» de Virginia Woolf. La intelligentsia parisina quizá se entusiasmara con el Manifeste du surréalisme (Manifiesto del surrealismo) de André Breton, aparecido en 1924, con las obras más recientes de Marc Chagall o Picasso, o con la extraordinaria novela épica en siete volúmenes (extraordinaria entre otras cosas por lo larga que es) de Marcel Proust À la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido), pero es harto improbable que compartieran esa pasión los campesinos de la Francia provinciana profunda o los obreros que trabajaban duramente en las grandes fábricas del norte del país. Incluso un crítico compasivo de la visión distópica de la humanidad esclavizada por las máquinas que ofrece Fritz Lang en su brillante película muda futurista de 1927 Metrópolis, la consideraba un fracaso «porque sencillamente no es como la vida real, ni como la vida de ayer ni como la de mañana». El público cinematográfico en rápido aumento deseaba en su mayoría reírse con las antiguallas mudas de Charlie Chaplin y no reflexionar acerca del sentido de la vida con las obras maestras de la vanguardia artística que lo inducían a pensar.

Las dos esferas de la «alta» cultura y la cultura «popular», del arte y el entretenimiento, raramente coincidían o se solapaban. La cultura modernista de vanguardia quizá fuera considerada irrelevante por la mayoría de los europeos, algo que no los afectaba y que no tenía repercusión alguna sobre su vida cotidiana. Pero a pesar de todo tuvo una significación enorme: sólo unos años más tarde, en 1933, la quema de libros llevada a cabo por los nazis como consecuencia de la ideología cultural y racial del régimen, que los declaró ilegales, y el ataque frontal lanzado contra el «arte degenerado» vendrían a demostrarlo de la forma más brutal posible.

La Gran Depresión de comienzos de los años treinta había marcado un hito cultural decisivo. Cuando la crítica de todo lo que resultaba nuevo, amenazador o «moderno» se intensificó debido al impacto de la crisis, la ofensiva contra las formas culturales «degeneradas» se convirtió en un elemento muy poderoso del armamento del fascismo. Estas reacciones fueron particularmente extremas en Alemania, entre otras cosas por lo radical que había sido en este país la experimentación artística durante los años veinte. Sin embargo, el atractivo de la derecha fascista, no sólo en Alemania, se basaba culturalmente en el intento no ya de dar marcha atrás en el tiempo y de volver a no sé qué época tradicional mítica, sino de ligar una imagen de valores culturales «tradicionales» —en la práctica muy distorsionada la mayor parte de las veces— con la visión de un futuro alternativo utópico. Esa visión era de por sí «moderna» a su manera, desde luego por la explotación que hacía del progreso tecnológico con fines políticos. Pero su versión de la «modernidad» rechazaba abiertamente las ideas de pluralismo liberal, individualismo, democracia y libertad que se habían propagado por toda Europa a partir de la Revolución Francesa de 1789. Fundamental en la visión utópica del fascismo era el renacimiento nacional a través de la redención de las formas «decadentes» o «enfermizas» de la modernidad. Eso significaba la supresión despiadada de la creatividad artística de vanguardia propia de una sociedad pluralista.

La disyunción entre cultura de vanguardia y cultura popular es habitual en la mayoría de las sociedades. Más ominoso sería el pesimismo cultural —más pronunciado en la numerosa burguesía culta de Alemania que en cualquier otro sitio, aunque desde luego no se limitara sólo a ese país— que condenaba ambas corrientes por considerarlas expresiones de una modernidad corrosiva y decadente y síntomas del hundimiento nacional. Las formas artísticas modernas ofrecían muchos objetivos contra los que los conservadores podían dirigir sus tiros, mientras que el hedonismo de la sociedad de Berlín constituía un blanco fácil para la denuncia agresiva en las charlas de los hogares de la clase media seria, en las conversaciones de los cafés de las ciudades de provincia, o en las mesas de cualquier taberna rural. Esa «decadencia» podía verse como una amenaza para la robustez moral y cultural de la nación.

El rechazo del «americanismo» se convirtió en la síntesis de todos los males de la modernidad a los que, a su juicio, se enfrentaba la clase media alemana. El jazz era tachado de «música de negros», producto de una civilización inferior a la que había generado a Bach y a Beethoven, mientras que los ritmos eróticos del baile «americano» eran considerados una amenaza a la moral sexual de las jóvenes. El corte «americano» a lo garçon que lucían, afirmaba un clérigo, estaba «verdaderamente desprovisto de metafísica». El envilecimiento de la cultura parecía resumirse en Josephine Baker, una cantante y bailarina afroamericana originaria de St. Louis, Missouri, que conquistó Berlín (como había hecho con París) con su baile exótico (y erótico), cubierta con poco más que un manojo de plátanos. Las películas de Hollywood, que atraían a millones de espectadores a finales de los años veinte, se decía que «engullían no sólo la personalidad de los individuos, sino de pueblos enteros» en su mediocridad. Los productos industriales fabricados en masa, considerados una amenaza para la artesanía alemana tradicional, y el consumismo, simbolizado por los grandes almacenes que minaban la existencia de las pequeñas tiendas, eran otras tantas manifestaciones del «americanismo», que, según se creía, constituía un verdadero ataque a la esencia cultural de la nación.

Los ataques contra la decadencia cultural fueron en Alemania más allá del ataque contra el «americanismo». El socialismo, el marxismo, el bolchevismo, el liberalismo y la democracia podían aspirar a ser objeto de las críticas de la sociedad moderna. Y en todo ello había una inequívoca dimensión racial. Resultaba fácil presentar a los judíos, que desempeñaban un papel destacado en la vida cultural y en los medios de comunicación, como los principales proveedores de la moderna «cultura del asfalto» de la gran ciudad, como antítesis de la «verdadera» cultura alemana encarnada en la «sangre y la tierra» de las zonas rurales.

En medio del pesimismo cultural podrían también cobrar nueva fuerza las esperanzas de crear una nueva elite, que proporcionara un terreno fértil para el cultivo de ideas de regeneración nacional a través de la eugenesia y la «higiene racial». La primera guerra mundial y los espectaculares cambios que había desencadenado habían intensificado enormemente la sensación de pérdida de los valores y de decadencia cultural. Las pérdidas sufridas en la guerra agudizaron en particular la preocupación por la caída de los índices de natalidad, muy comentada y considerada en general una amenaza para la familia, los valores que ésta representaba y la virilidad de la nación. Los inválidos de guerra a los que faltaba algún miembro y el espectáculo de viudas jóvenes llorando por sus maridos muertos en el frente parecían simbolizar los peligros demográficos a los que se enfrentaba el futuro de la nación. No sólo la disminución del índice de natalidad, sino también la calidad de la población llegó a preocupar a algunas figuras influyentes de la profesión médica y fomentó las ideas de la eugenesia.

No se trataba de una peculiaridad de Alemania. La Sociedad Eugenésica de Gran Bretaña, fundada en 1926, no tardó en contar con 800 miembros, pertenecientes principalmente a las elites de la ciencia, la cultura y la política, obsesionados con la mejora biológica de la población, y cuya influencia era mayor que su número. Existieron sociedades eugenésicas también en los países escandinavos, en España, en la Unión Soviética y en otros lugares. La esterilización de los enfermos mentales con el fin de mejorar la calidad de la población —y al mismo tiempo de ahorrar dinero— fue abordada más allá de las fronteras de Alemania. Por ejemplo, en 1922 se había fundado un Instituto Sueco de Biología Racial en Uppsala. Pero la obsesión por la calidad racial, en cualquier caso, fue particularmente notable en Alemania. Ya en 1920, un jurista especializado en derecho penal, Karl Binding, y un psiquiatra, Alfred Hoche, habían planteado lo que por entonces era todavía la opinión extremada de una pequeña minoría, a saber la idea de que debía autorizarse «la destrucción de la vida indigna de ser vivida». «El hincapié en la calidad de la composición de la nación, y no en la cantidad, se asocia psicológicamente con la reducción de nuestras áreas de producción de alimentos», se afirmaba en un discurso pronunciado ante la Asociación Alemana de Psiquiatría en 1925, vinculando la política demográfica con la falta de «espacio vital» (Lebensraum, término asociado posteriormente con la ideología nazi). Dos años después la disminución del índice de natalidad en Alemania era calificado como «el más temible entre los múltiples símbolos de la decadencia de nuestra cultura», provocado por «la victoria de la ciudad sobre el campesinado» y por la emancipación de la mujer, y destinado a conducir finalmente «al hundimiento de la raza blanca».

Sumamente influyente para el fomento del pesimismo cultural fue la obra de Oswald Spengler Der Untergang des Abendlandes (La decadencia de Occidente), cuyo primer volumen apareció en 1918, justo antes de que acabara la guerra (el segundo aparecería cuatro años después). La comparación laboriosamente desarrollada por Spengler de las culturas históricas utilizaba una analogía biológica con los ciclos vitales para sostener, en términos un tanto místicos, que la cultura occidental estaba condenada a sucumbir debido al impacto del materialismo, que sólo podía ser combatido por el poder de un estado fuerte y unido en manos de una elite. En 1926 la clase media alemana había llegado a comprar más de 100 000 ejemplares de esta enrevesada obra. Una lectura más fácil que la obra de Spengler, pero que también fomentaba el espíritu de pesimismo cultural y que fue explotada por la derecha política, fue la novela de Hans Grimm Volk ohne Raum (Pueblo sin espacio), publicada en 1926, que daba a entender que la superpoblación era la raíz de los males económicos de Alemania, cuya superación sólo podía lograrse a través de una «lucha por la existencia» para conquistar nuevas tierras (tierras que, a su juicio, sumándose a la nostalgia del imperio, se encontraban en África). La novela llegó a vender más de 200 000 ejemplares entre 1926 y 1933, muchos de ellos destinados, sin duda, a partidarios del movimiento nazi en expansión.

Sólo una minoría relativamente pequeña de la población de 60 millones de alemanes eran ávidos lectores de las obras de Spengler o Grimm. Sin embargo, no debería infravalorarse la influencia de escritores como ellos, y de otros autores que tuvieron oportunidad de exponer sus teorías en los periódicos o en otras publicaciones, o de individuos, como los clérigos y los profesores, que hacían de «multiplicadores» de opinión. Ni tampoco debería infravalorarse su potencial para configurar actitudes que pudieran ser popularizadas más tarde por el fascismo.

La mayoría de la población de Alemania era lo suficientemente mayor como para recordar —aunque a veces de manera distorsionada y caprichosa— lo que, con el paso del tiempo, se parecía cada vez más a una época maravillosa de paz, prosperidad y civilización que había sido destruida por la guerra, dejando tras de sí un legado desastroso y caótico. A ojos de los exponentes del pesimismo cultural, sólo quedaba la sombra de la gloria pretérita. Y en su opinión lo que quedaba de la civilización europea y de los valores del «Occidente» (Abendland) cristiano estaba en peligro no sólo debido a la decadencia interna, sino también a la importación de la «enfermedad» moral y política externa. No cabe duda acerca de la naturaleza de su principal angustia: la amenaza existencial procedente de la potencial propagación del bolchevismo por Europa y, sobre todo, de sus efectos corrosivos en la propia Alemania.

El pesimismo cultural estaba más generalizado y era más agudo en Alemania que en cualquier otro lugar de Europa. Ningún otro estado se hallaba tan desgarrado por la angustia suscitada por su decadencia nacional (aunque Francia no le iba demasiado a la zaga, y pocos países, si es que hubo alguno, se libraron del pesimismo cultural). Las manifestaciones de pesimismo cultural en Alemania indican que en el país más importante y avanzado de Europa central, incluso durante los «felices veinte» empezaron a articularse ideas que se convertirían en una fuerza muy poderosa en un clima político e ideológico drásticamente distinto. Ese momento todavía no había llegado. El pesimismo cultural y sus corrientes ancilares seguían siendo un gusto minoritario. Pero todo cambiaría con la llegada de la Gran Depresión.

¿Perspectivas luminosas?

La aceptación del Plan Dawes en 1924 abrió la puerta a una potencial nueva base de las relaciones entre Francia y Alemania. Este punto representaba el problema más grave para las esperanzas de una seguridad duradera en Europa. El nuevo secretario del Foreign Office británico, Austen Chamberlain, cuya figura altanera y sobria, siempre vestido de chaqué y tocado con chistera, con su clavel y su monóculo, hacía que pareciera, aunque de forma indebida, una mera caricatura de la clase alta inglesa, expresó en enero de 1925 su esperanza de que pudiera «construirse… una nueva Europa… sobre unos cimientos que den paz y seguridad a las naciones del viejo mundo». Tales esperanzas parecían bastante realistas. La clave para la estabilización de Europa era la superación de la barrera fundamental planteada por la incompatibilidad de las demandas de revisión del Tratado de Versalles presentadas por Alemania y la insistencia francesa en la seguridad impenetrable contra cualquier ulterior agresión proveniente de su vecino del este del Rin.

Chamberlain se convertiría en un intermediario importante a la hora de crear un nuevo ambiente en las relaciones franco-alemanas en 1925-1926. Los intereses globales de Inglaterra, que comportaban unos enormes gastos en materia de defensa (especialmente los destinados a la armada) para proteger sus posesiones ultramarinas, requerían la desactivación de las tensiones en Europa, lo que significaba establecer un equilibrio de algún tipo entre Francia y Alemania. Pero los dos actores principales en el reordenamiento de las relaciones fueron los homólogos de Chamberlain en estos dos países, sus ministros de Asuntos Exteriores, Aristide Briand y Gustav Stresemann.

Briand —elocuente, encantador, siempre con un cigarrillo en los labios, debajo de su poblado mostacho— era el arquetipo del diplomático francés y un estadista de grandes visiones, que incluso en una coyuntura tan temprana contemplaba la posibilidad de una futura unión federal europea independiente del poderío americano. Briand reconocía que los intereses de Francia consistían en compaginar la necesidad indispensable de seguridad con un acercamiento a Alemania que pudiera constituir la base de una paz y una prosperidad duraderas para los dos países. La dificultad radicaba en convencer a la opinión pública francesa de que cualquier acercamiento a su viejo enemigo no tenía por qué socavar su seguridad.

El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Gustav Stresemann —figura de aspecto sólido, con una cara ligeramente porcina, bigote fino y completamente calvo, y una personalidad enérgica, ambiciosa e imponente— era un hombre también con amplitud de miras en su afán por asegurar los cimientos de una paz duradera en Europa. En un momento dado había sido monárquico ferviente y, durante la guerra, un destacado anexionista. Pero la contienda, la experiencia alemana de la posguerra y del traumático año 1923 (durante parte del cual había sido canciller del Reich) lo habían convencido de la necesidad de cambiar las relaciones con Francia si quería que se hiciera realidad el objetivo que había declarado de situar a «una Alemania en paz en el centro de una Europa en paz». «¿Pero cómo va a ser posible esa paz», se preguntaba Stresemann, «si no se basa en un entendimiento entre Alemania y Francia?».

Stresemann era a la vez un pragmatista astuto y un nacionalista impenitente. Ello no suponía contradicción alguna. Para él era fundamental la necesidad de restablecer el predominio de Alemania en Europa. Pero Alemania estaba aislada diplomáticamente y era muy débil desde el punto de vista militar. Para hacer posible la recuperación de la hegemonía alemana, el requisito absoluto era la recuperación del rango de «gran potencia» en pie de igualdad plena con Gran Bretaña y Francia, que condujera a la revisión del Tratado de Versalles y a la solución de la cuestión de las indemnizaciones y reparaciones de guerra. En su opinión eso sólo podía alcanzarse por medio de una negociación pacífica, lo que significaba el acercamiento a Francia. Como Briand en su país, Stresemann en Alemania se las vio y se las deseó en su afán de mantener a raya a los sectores de la derecha nacional, por lo demás bastante numerosos y agresivamente críticos, que exigían una política exterior más firme. Y durante cinco años consiguió su propósito.

El paso decisivo para el establecimiento de una distensión franco-alemana fue el Tratado de Locarno, firmado el 16 de octubre de 1925. Sus términos habían sido firmados por Stresemann, Briand y Chamberlain a bordo del Orange Blossom en el curso de cinco horas de paseo en barco por el lago Maggiore. Alemania, Francia y Bélgica se comprometían a no atacarse unas a otras. Gran Bretaña e Italia avalaban el compromiso. El elemento central del tratado era la garantía por parte de las cinco potencias de las fronteras occidentales de Alemania y de la zona desmilitarizada de Renania. El acuerdo allanaba el camino para el rápido ingreso de Alemania en la Sociedad de Naciones en 1926, mientras que la mejora de las relaciones diplomáticas creada por el «espíritu de Locarno» ofrecía esperanzas de una paz duradera a los habitantes de Europa occidental. Los franceses estaban muy contentos de que Gran Bretaña garantizara por fin formalmente su seguridad. Para Briand aquello suponía una ganancia trascendental. Gran Bretaña acogía con los brazos abiertos la distensión y el hecho de que sus responsabilidades futuras en Europa quedaran confinadas a la frontera del Rin. Para Stresemann, Locarno era un paso necesario para el objetivo a largo plazo del resurgimiento de Alemania. Una vez eliminado el aislamiento diplomático, las perspectivas de conseguir una pronta retirada de las tropas aliadas de la zona desmilitarizada de Renania (prevista para 1935) eran más luminosas. Aparte de eso, quizá ahora fuera posible recuperar la franja Eupen-Malmédy de Bélgica, obtener de nuevo el Sarre, facilitar el pago de las indemnizaciones y reparaciones de guerra y poner fin al control militar de los Aliados en Alemania. Bien es verdad que había que admitir la pérdida de Alsacia-Lorena, pero Stresemann señalaba que se trataba de un corolario inevitable de la debilidad militar alemana. Y no había tenido que hacer concesión alguna en lo tocante a la cuestión de las fronteras orientales de Alemania.

Con el resultado del Tratado de Locarno todas las potencias occidentales tenían motivos de satisfacción. En la Europa del este la respuesta fue muy distinta. Polonia en particular se sintió defraudada por las potencias occidentales, especialmente por su gran aliada, Francia. La posición de Polonia se veía significativamente debilitada, el país quedaba más aislado de lo que había estado, embutido de manera precaria entre la Unión Soviética y Alemania. No hubo ningún «Locarno del este». Alemania había descartado explícitamente la inclusión de cualquier garantía para las fronteras de Polonia. Ni Gran Bretaña, que no deseaba verse envuelta de ninguna manera en la Europa del este, ni Francia, a pesar de sus alianzas con Polonia y con la «Pequeña Entente» de Checoslovaquia, Rumanía y Yugoslavia, que databan de 1921, tenían motivos suficientemente fuertes para insistir en semejante garantía. Los dos países tenían mayor interés en ligar a Alemania más estrechamente a Occidente y eliminar cualquier probabilidad de que reforzara sus lazos con la Unión Soviética, defendida por algunas voces en Alemania, recordando los beneficios del Tratado de Rapallo de 1922, que había establecido unas prósperas relaciones comerciales (así como una cooperación militar secreta) significativamente beneficiosas para los dos países. Como era de prever, los nacionalistas más escandalosos de Alemania se sintieron decepcionados con Locarno. El propio Stresemann intentó suavizar la actitud de sus críticos de derechas dejando abierta la cuestión de la posible «corrección» de las fronteras del este, con la perspectiva de que Dánzig, el Corredor Polaco y Alta Silesia volvieran en un momento dado a Alemania. Dio todo tipo de seguridades de que no se contemplaría el uso de la fuerza. Su postulado era que sólo una diplomacia paciente habría acabado consiguiéndolo con el tiempo.

El 10 de septiembre de 1926 Alemania fue admitida en la Sociedad de Naciones como miembro permanente del consejo. Stresemann habló del lugar de Alemania al lado de sus antiguos enemigos, refiriéndose al potencial de un nuevo rumbo para la humanidad. Chamberlain veía en todo aquello el fin del capítulo de la guerra y un nuevo comienzo para Europa. Briand fue el encargado de poner la nota de la retórica exaltada. «¡Fuera los fusiles, las ametralladoras, los cañones! ¡Paso a la conciliación, al arbitraje, y a la paz!», declaró. (Dos años después Briand, cuyo idealismo no se dejaba amilanar en ningún momento, sería el instigador, junto con el secretario de estado americano Frank B. Kellogg, del Pacto Briand-Kellogg, singularmente vacuo, que renunciaba a la guerra como instrumento de política nacional y medio de resolver las disputas internacionales, y que se vería condenado a quedar en letra muerta desde el momento mismo de su firma).

La embriaguez del «espíritu de Locarno» no tardó en disiparse. Una vez calmada la euforia, el abismo que separaba los intereses de franceses y alemanes seguía siendo enorme. Los temores franceses por su seguridad no eran fáciles de superar. Análogamente, las esperanzas alemanas de un pronto final de la ocupación extranjera de toda Renania se evaporaron rápidamente (aunque las tropas aliadas dejaron la zona de Colonia en 1926). La propuesta presentada en 1926 de lograr la consecución de los objetivos alemanes poniendo a la venta bonos de la red de ferrocarriles depositados en la Comisión de Indemnizaciones y Reparaciones de Guerra por un valor de 1,5 millones de marcos de oro, quedó en nada. Alemania había insistido en la evacuación de Renania (donde había acantonados en suelo alemán 60 000 soldados aliados), la devolución del Sarre y de los cantones de Eupen-Malmédy a Alemania, y la supresión de la Comisión Interaliada de Control Militar. Pero los franceses vieron pocos o nulos beneficios en aceptar un mayor riesgo para su seguridad (aunque la supervisión aliada del desarme alemán fue traspasada de hecho a la Sociedad de Naciones en 1927). Además, los banqueros americanos se opusieron a la comercialización de obligaciones en virtud del Plan Dawes. En una asamblea de la Sociedad de Naciones celebrada dos años después, en 1928, Alemania exigió formalmente la evacuación de Renania, esta vez sin ofrecer nada a cambio. Francia e Inglaterra, que como era de prever no se dejaron impresionar, insistieron en que la cuestión de Renania fuera dejada entre paréntesis junto con la resolución final de la cuestión de las indemnizaciones y reparaciones de guerra.

Por entonces, las indemnizaciones y reparaciones de guerra empezaban a convertirse de nuevo en una preocupación destacada, pues, según el Plan Dawes, estaba previsto que en 1928-1929 subiera el importe de los plazos de amortización de la deuda, lo que supondría un incremento de la carga para la economía alemana. En enero de 1929 un nuevo comité de indemnizaciones y reparaciones presidido por el empresario americano Owen D. Young empezó a trabajar en una revisión del marco de regulación. Sus recomendaciones, presentadas cinco meses después, fueron aceptadas por los gobiernos implicados en agosto de ese mismo año. Según el Plan Young, Alemania tendría que pagar una cifra significativamente menor, especialmente durante los primeros años, de la prevista por el Plan Dawes. Pero la carga se prolongaría en el tiempo. Estaba previsto que el último plazo venciera en 1988. Indignada, la derecha nacionalista alemana organizó una petición de rechazo del Plan Young y forzó la celebración de un referéndum sobre el asunto. Pero cuando éste tuvo lugar, en diciembre de 1929, seis de cada siete electores votaron a favor de la aceptación. Aunque no vivió para ver el resultado del referéndum, Stresemann se había mostrado favorable al Plan Young porque significaba la consecución de uno de sus objetivos inmediatos: si Alemania lo aceptaba, los Aliados se comprometían a evacuar Renania. El parlamento alemán ratificó el Plan en marzo de 1930. Y el 30 de junio de ese mismo año los Aliados retiraron sus tropas, cinco años antes de lo estipulado en el Tratado de Versalles.

Para entonces Stresemann, el arquitecto del revisionismo pacífico, ya había muerto. Era mucho lo que había conseguido en poco tiempo, aunque no viviera para ver los frutos de todos sus esfuerzos: el término de la ocupación del Ruhr, el fin de la supervisión de la Comisión de Control Militar Interaliada, la estabilización de la economía y el adelanto de la evacuación de Renania, además, por supuesto, del Tratado de Locarno y el ingreso de Alemania en la Sociedad de Naciones. Pero llevaba largo tiempo sufriendo graves problemas de salud, exacerbados por sus agotadores esfuerzos diplomáticos. Con las nubes adensándose sobre los cielos de Alemania y la crisis económica a punto de barrer la totalidad del continente europeo, la muerte de Stresemann supuso un duro golpe para las posibilidades de continuar por la senda que él mismo había trazado, la senda del compromiso, la prudencia y la restauración negociada del poderío alemán. A ello se sumó la pérdida de influencia de Briand, como consecuencia de lo que la mayoría de los franceses consideraban su debilidad en las negociaciones sobre la aceleración de la evacuación de Renania y su inadecuada defensa, según muchos, de los intereses de la seguridad de Francia. Briand había ocupado el cargo de primer ministro la cifra récord de once veces. Durante este último gobierno suyo (además de ejercer como ministro de Asuntos Exteriores había sido nombrado presidente del gabinete desde el mes de julio), dejó el cargo al cabo de un mes de la muerte de Stresemann.

La Conferencia de La Haya de agosto de 1929, que había sido convocada con el fin de alcanzar un acuerdo sobre la cuestión de las indemnizaciones y reparaciones de guerra y la evacuación de Renania, llevaría el siguiente título: «Conferencia sobre Liquidación de la Guerra». En él resonaban los ecos del comienzo de un nuevo futuro luminoso. En realidad, 1929 sería exactamente el punto intermedio entre las dos grandes conflagraciones que marcarían la historia moderna de Europa.

Democracias vacilantes

El apaciguamiento de las relaciones internacionales iniciado a partir de los años veinte había sido llevado a cabo por gobiernos democráticos. Mientras pudieran sobrevivir, las perspectivas de paz en Europa eran bastante grandes. Pero el período de recuperación económica de mediados y finales de los años veinte no trajo consigo el reforzamiento general de la democracia en el continente. Algunas democracias estaban ya cediendo el paso a regímenes autoritarios. Lo más probable era que este proceso se produjera en las sociedades agrarias más atrasadas, cuyas raíces democráticas eran superficiales, en las que tenían profundas fisuras ideológicas o se enfrentaban a graves problemas de integración nacional. Sólo en el noroeste de Europa la democracia siguió siendo fuerte. El resto del continente ofrecía una imagen muy desigual.

En la Europa central la democracia era una simple fachada en Hungría y se vio obligada a hacer frente a graves dificultades internas en Austria, pero sobrevivió bastante bien en Checoslovaquia. En Hungría siguió habiendo formalmente partidos políticos, elecciones (aunque con un derecho de sufragio muy restringido y sin voto secreto fuera de las áreas urbanas) y un sistema parlamentario. Pero dicho sistema era pluralista sólo en apariencia, no en esencia. Estaba controlado desde arriba por un ejecutivo fuerte, apoyado por un partido gubernamental que nadie ponía en discusión, y que en buena medida representaba los intereses de la elite, situación que se vio favorecida por la enorme apatía popular y por una clase obrera políticamente emasculada.

La democracia en Austria permaneció intacta, aunque sus cimientos eran inseguros y sus problemas abrumadores. Había muy poco terreno común entre los socialdemócratas y el partido socialcristiano dominante que, respaldado habitualmente por los pangermanistas de derechas, controló el parlamento nacional (aunque no la capital, Viena) durante toda la década de 1920. El insalvable abismo ideológico no disminuyó, sino que aumentó durante los años de la estabilización. En 1927 se llegó a un punto crítico. Una multitud de individuos de clase trabajadora incendió el edificio del Palacio de Justicia de Viena después de que dos miembros del Republikanischer Schutzbund («Liga de Defensa Republicana»), organización controlada por los socialdemócratas, fueran tiroteados por miembros de la Heimwehr («Defensa Nacional»), de tendencia derechista, y los autores del asesinato fueran absueltos por los tribunales. La policía disparó contra los manifestantes que habían empezado a lanzar piedras, matando a ochenta y cinco personas y sufriendo la pérdida de cuatro agentes. Hubo además centenares de heridos. Se restauró una calma incómoda, pero las que sacaron mayor partido de la situación fueron las organizaciones derechistas de defensa nacional, que ganaron nuevos adeptos y vieron incrementarse el respaldo financiero de los empresarios con el que ya contaban. Los frentes políticos estaban cada vez más radicalizados. Cuando estalló la crisis económica en 1930 golpeó a una democracia construida sobre arenas movedizas.

Checoslovaquia, en cambio, superó las divisiones étnicas y la fragmentación de su estructura de partidos para desafiar la tendencia y mantener el régimen democrático sin tener que hacer frente a ninguna amenaza grave. Los territorios checos (aunque no Eslovaquia) estaban bien desarrollados desde el punto de vista industrial. Había una numerosa burguesía culta y una administración civil experimentada. La amenaza del comunismo —el partido comunista obtuvo casi el 14% de los votos en las elecciones de 1925 (a las que concurrieron veintisiete partidos) y más escaños que cualquier otra formación— fue el factor unificador entre los demás integrantes del espectro político. Al margen de cuáles fueran las divisiones que los separaban, los principales partidos (a excepción de los comunistas) apoyaban la democracia. Fue así posible formar coaliciones eficaces, cuyo interés personal en conseguir que el gobierno democrático funcionase se vio favorecido por el poderoso crecimiento económico experimentado a partir de 1923 y la fuerte caída del desempleo. La unidad nacional de Checoslovaquia, que tanto había costado conseguir y que seguía siendo frágil, dependía de la estabilidad interna, que a su vez beneficiaba a la predisposición de los partidos políticos a sostener el sistema democrático, mientras que las voces conciliadoras a favor de la concesión de una mayor autonomía a la numerosa minoría alemana y a los eslovacos contribuyeron a desactivar la potencial oposición de estos sectores de la población.

Checoslovaquia supuso un éxito singular. Pero ya antes de que diera comienzo la Gran Depresión, en buena parte de la Europa del este, en los Balcanes y en toda la cuenca mediterránea, hasta las riberas mismas del Atlántico, la democracia se había venido abajo, estaba a punto de venirse abajo, o luchaba por no hacerlo.

En Polonia el héroe de la independencia polaca, el mariscal Piłsudski, perdida la paciencia ante la incapacidad de las sucesivas administraciones de dar estabilidad a un país obligado a hacer frente a gravísimos problemas, dio un golpe de Estado el 12-14 de mayo de 1926 y a lo largo de los años siguientes condujo a Polonia cada vez más hacia la senda del autoritarismo. La integración en un corto período de tiempo de un país que había llegado a tener seis monedas, tres códigos de leyes, dos anchos de vía distintos, una multitud de partidos políticos e importantes minorías étnicas (cada una de ellas obligada a hacer frente a una fuerte discriminación), era prácticamente imposible. La economía había empezado a recuperarse después de la hiperinflación de 1922-1923 —la introducción de una sola moneda, el złoty, en 1924 constituyó un gran paso adelante—, pero el país todavía tenía que hacer frente a graves problemas (exacerbados por una guerra arancelaria con Alemania), cuya superación resultaba tanto más difícil como consecuencia de la crisis política permanente. La redistribución de la tierra, más que cualquier otro asunto, agudizaba las divisiones políticas y los gobiernos habían ido entrando y saliendo en rápida sucesión.

En 1926, sin mejoras económicas ni políticas a la vista y ante el callejón sin salida en el que se hallaba de hecho el gobierno debido a las diferencias parlamentarias insalvables, Piłsudski se hartó. Tras reunir el apoyo de los sectores del ejército que habían seguido siéndole leales y después de breves combates militares en Varsovia, obligó al gobierno a presentar la dimisión. Las costumbres del gobierno constitucional siguieron vigentes. Pero las restricciones a las libertades democráticas aumentaron y el autoritarismo se intensificó, incluido el incremento de la represión de la oposición política.

Condiciones estructurales parecidas a las que condujeron a Polonia por la senda del autoritarismo —los graves problemas inherentes a una economía predominantemente agraria, las tensiones por la cuestión de la tierra, las divisiones insalvables entre los partidos políticos, la existencia de importantes minorías étnicas, una integración nacional inalcanzable y un ejército fuerte— dificultaron las posibilidades de establecer una democracia segura en la mayor parte de la Europa el este. En Lituania el derrumbamiento hacia el autoritarismo no tardó en materializarse. Los militares lituanos, derrotados por el ejército de Piłsudski en 1920, pero inspirándose ahora en el golpe de Estado que este mismo había dado en la vecina Polonia, propiciaron un golpe en su propio país en diciembre de 1926, que dio lugar a la suspensión del parlamento durante toda una década y a la concentración del poder en las manos del presidente. En otros países del Báltico, en Letonia y Estonia, y en Finlandia, el sistema parlamentario logró resistir frente a las presiones autoritarias provenientes de la derecha y de la izquierda a pesar de la inestabilidad interna, aunque sólo la democracia finlandesa demostró ser capaz de sobrevivir mucho tiempo.

En los Balcanes, tras la apariencia de un gobierno representativo fueron siempre de la mano la política clientelista y la pura violencia. La corrupción estaba a la orden del día. Las rivalidades políticas a menudo reflejaban odios de clanes en unos países extraordinariamente pobres, mayoritariamente agrícolas, con altos niveles de analfabetismo. Las cuestiones fronterizas y las diferencias de nacionalidad contribuyeron a perpetuar una inestabilidad crónica. Los militares desempeñarían habitualmente un papel determinante.

Grecia fue dando bandazos de la monarquía a la república hasta la instauración de una breve dictadura militar, para volver de nuevo a la república entre 1923 y 1927, cuando se introdujo la tercera constitución en tres años. Después vinieron cuatro años de relativa estabilidad hasta que el dracma perdió tres cuartas partes de su valor cuando comenzó la crisis económica y Grecia se sumió en una nueva espiral de desastrosa incapacidad gubernamental antes de que la fachada de democracia se viniera abajo definitivamente y se impusiera de nuevo el autoritarismo en 1936.

Albania, país sin ley en el que hacía estragos la violencia, casi no había tenido derecho ni siquiera a llamarse estado. Ahmed Zogu, paranoico y brutal, vencedor de numerosas vendettas y peleas sangrientas, se adueñó del poder en diciembre de 1924 al frente de un golpe militar. Cuatro años después se proclamó rey con el nombre de Zog I, utilizando para gobernar métodos clientelistas con el respaldo de las fuerzas armadas, e inició así casi tres lustros de dictadura personal.

También en Bulgaria la violencia política era extrema y constituía un mal endémico. Cuando el primer ministro, Alexander Stamboliiski, fue asesinado en 1923 por un grupo de oficiales respaldados por el rey Boris III, su cadáver fue descuartizado y su cabeza enviada a Sofía en una lata. A continuación, el intento de alzamiento por parte de los comunistas sufrió una represión sangrienta, contándose sus víctimas por millares. Se produjo otra oleada de espantoso «terror blanco» a raíz de la explosión de una bomba en la catedral de Sofía en 1925, atentado que dejó tras de sí 160 muertos y centenares de heridos graves (aunque el rey y sus ministros salieron ilesos). Apoyándose en una represión semejante, logró estabilizarse una forma superficial de régimen parlamentario dominado por el partido del gobierno, que se las apañó para sobrevivir hasta los años de la Depresión.

En Rumanía hubo grandes tensiones, todas ellas relacionadas con los problemas de la tierra —el grueso de la población, en su inmensa mayoría agrícola, estaba constituido por pequeños propietarios y colonos rurales— y la cuestión de la identidad nacional. La nación se sentía amenazada por las esperanzas que abrigaban los húngaros de recuperar el territorio que les había sido arrebatado en virtud del Tratado de Versalles, por el bolchevismo (aunque el diminuto partido comunista rumano, declarado ilegal en 1924, representaba sólo una vaga amenaza), y por las minorías étnicas, sobre todo los judíos. Durante los años veinte las tensiones pudieron ser controladas. La nueva constitución de 1923 vino a reforzar el poder ejecutivo del gobierno. La manipulación electoral permitió a la influyente familia Bratianu ejercer casi una especie de monopolio del poder, basado en el dominio parlamentario del Partido Liberal Nacional que estaba en sus manos. Sin embargo, la muerte del rey Fernando I en 1927, tras catorce años de reinado, socavó el monopolio del poder que ostentaba la familia Bratianu y dio paso a la inestabilidad política. Al año siguiente, como consecuencia de las crecientes dificultades de la economía agraria, el Partido Nacional Liberal fue derrotado en las elecciones por el Partido Nacional Campesino. Pero incapaz de superar los problemas económicos, este último no tardó en perder apoyos. A raíz de un golpe de Estado incruento, en 1930 Carlos II, que en 1925 se había visto obligado a renunciar a sus derechos sucesorios debido a la relación mantenida con una amante de sangre en parte judía, retiró su renuncia y fue proclamado rey. Los años sucesivos serían testigos de una prolongada crisis política en medio de la aparición de un movimiento fascista violento, marcadamente antisemita, con un trasfondo de gravísimas dificultades económicas que finalmente dieron paso a una dictadura.

En el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, construcción frágil desde el primer momento, la expropiación de las fincas de los grandes terratenientes (previo pago de la correspondiente compensación) y la redistribución de tierras entre los campesinos siguieron siendo una constante fuente de fricciones. El país tuvo que abordar también cuestiones fronterizas en todos los frentes, con Italia, con Grecia, con Hungría y con Albania. Pero el problema estructural insoluble que comportaba intentar conciliar los intereses encontrados de los croatas católicos y de la mayoría ortodoxa serbia fue el que arrojó a la democracia en los brazos del autoritarismo. El asesinato en el parlamento de tres diputados croatas por un parlamentario radical serbio en 1928 propició las medidas que llevaron al rey Alejandro I a disolver el parlamento y a suspender la constitución en enero del año siguiente. La libertad de prensa fue abolida, los partidos políticos prohibidos y se instauró un estado más centralizado. (En octubre de 1929 fue bautizado con el nombre supuestamente unificador de «Yugoslavia» o País de los Eslavos del Sur). Esos pasos quedaron consolidados en la nueva constitución autoritaria de septiembre de 1931.

En el Mediterráneo, el gobierno parlamentario pluralista llevaba largo tiempo a la defensiva o había sucumbido por completo. Con los Pactos Lateranenses de 1929, que reconocían la soberanía del Vaticano, regulaban las relaciones con el papado y reafirmaban el catolicismo como religión estatal de Italia, Mussolini consolidó su poder sobre el estado italiano eliminando cualquier oposición proveniente de la Iglesia católica que pudiera encontrar su régimen. El último ámbito de poder relativamente autónomo que quedaba en el estado fascista había sido al fin neutralizado. En España, Primo de Rivera continuó con la dictadura relativamente benigna que había establecido en 1923, aunque tendría que hacer frente a dificultades cada vez mayores para mantener cohesionado su frágil régimen cuando la Depresión lo golpeara de lleno.

En 1926 Portugal siguió a los demás países mediterráneos por la senda que conducía a la instauración de un régimen autoritario. La primera guerra mundial había desestabilizado la vieja estructura de poder oligárquico existente en el país. La inestabilidad gubernamental crónica dio lugar a cuarenta y cinco cambios de gobierno de distinto signo entre 1910 y 1926. En 1915 asumió el poder durante unos meses un gobierno militar. Vino luego en 1917-1918 otra breve dictadura militar, con ciertos rasgos proto-fascistas. La violencia política, nunca demasiado lejos de la superficie de la política portuguesa, se hizo endémica a comienzos de los años veinte. Aunque desunidos, los militares constituían una fuerza potencialmente insurreccional que de mala gana iba a tolerar un sistema pluralista disfuncional. En 1925 fue desbaratado un golpe de Estado mal organizado. Al año siguiente las facciones existentes en el ejército superaron sus diferencias y el gobierno civil, carente de cualquier ferviente apoyo del pueblo apático, no ofreció resistencia alguna al golpe encabezado por el general Gomes da Costa. La elite conservadora y la Iglesia católica recibieron a los golpistas con los brazos abiertos. La izquierda era demasiado poco numerosa y demasiado débil para plantear reto alguno. Costa cedió el paso enseguida al general António Carmona, cuyo régimen se basaba en el respaldo suministrado por los militares. Fue nombrado presidente en 1928 y permaneció en el cargo hasta su muerte en 1951. Pero no tardaría en erigirse como figura clave del régimen António de Oliveira Salazar, catedrático de economía en la Universidad de Coímbra, nombrado en abril de 1928 ministro de Finanzas y dos años más tarde primer ministro. La suya sería la voz decisiva del régimen autoritario portugués durante cuarenta años.

La democracia sólo estuvo segura a finales de los años veinte en el noroeste de Europa, la zona económicamente más avanzada del continente. Allí no se daban las condiciones que llegaron a socavar la democracia en el sur y en el este. Durante los años de fuerte crecimiento económico que precedieron a la Depresión, la democracia o bien estaba ya asentada o bien estaba en camino de conseguir una consolidación firme. El estado se basaba en un amplio consenso tanto en los ámbitos elitistas como en los más populares, y los partidos de extrema izquierda y de extrema derecha habían quedado marginados. Independientemente de cuáles fueran sus variantes, hubo diversos factores que intervinieron en el sostenimiento de la legitimidad democrática: la continuidad de las instituciones políticas y sociales a pesar de las turbulencias de la guerra y de los años posteriores; formas de gobierno capaces de incorporar los intereses de amplios sectores de la sociedad y de efectuar ajustes pragmáticos en la política; integridad territorial y homogeneidad cultural; y la debilidad del comunismo, que dejó a una socialdemocracia relativamente fuerte como principal representante de la clase trabajadora. En estos países la integración nacional había sido en su mayor parte un proceso gradual bastante largo. Tal era el caso de Gran Bretaña, Francia, las monarquías escandinavas, los Países Bajos y Suiza. El nuevo Estado Libre Irlandés, que comprendía la parte meridional y también la más grande de Irlanda, era una excepción por cuanto había surgido únicamente después de seis turbulentos años de lucha por la independencia de la dominación británica. Pero también en Irlanda del sur sería posible enseguida consolidar el estado nación recién creado y una democracia bipartidista capaz de funcionar, basada en buena medida en una cultura homogénea, sustentada por un catolicismo profundamente arraigado y por la animadversión generalizada hacia Gran Bretaña.

El fracaso de la democracia en buena parte de Europa tuvo consecuencias para la población de los países concernidos, y a veces también para sus vecinos más próximos. Pero no era probable que amenazara la paz de Europa. Esa amenaza sólo podría producirse si la democracia sucumbía en una o varias de las grandes potencias —Gran Bretaña, Francia y Alemania—, cuya estabilidad era esencial para la continuidad del frágil equilibrio de posguerra.

La economía británica estuvo en la cuerda floja durante gran parte de los años veinte, pero, comparada con cualquier otro país de Europa, Inglaterra resultaba un modelo de estabilidad política. Y eso a pesar de que su sistema electoral mayoritario, que iba en contra de la fragmentación de partidos y de la formación de coaliciones, no había impedido que hubiera tres cambios de gobierno entre 1922 y 1924. Ramsay MacDonald, hijo de un jornalero escocés y de una criada, había desafiado la desventaja social de ser hijo ilegítimo y había llegado a convertirse en líder del partido laborista. En el primero de sus dos mandatos como primer ministro, MacDonald formó un gobierno efímero que duró sólo de enero a noviembre de 1924. La administración pasó entonces a estar otros cinco años en manos de los conservadores. El nuevo primer ministro, Stanley Baldwin, perteneciente a una familia acaudalada de fabricantes de acero, ofrecía una figura sólida y tranquilizadora. Su gobierno tuvo que superar las divisiones sociales y las turbulencias políticas que acompañaron a la huelga general de 1926, y al año siguiente entró en decadencia. Pero la crisis sufrida por Gran Bretaña se manejó mediante ajustes dentro del sistema. El comunismo, apoyado por menos de un 1% del electorado, y las minúsculas facciones fascistas nacientes, respaldadas en aquellos momentos principalmente por elementos excéntricos y extravagantes, no llegaron a tener demasiado impacto en la corriente general de la política. Los problemas socioeconómicos de Gran Bretaña durante los años veinte fueron muy grandes, pero no socavaron la legitimidad democrática. Cuando la Depresión sumió en la crisis al gobierno laborista minoritario de Ramsay MacDonald en 1930-1931, no provocó también la crisis del estado.

La estabilidad estaba menos segura en Francia, aunque la democracia no tuvo que hacer frente a ningún problema grave hasta los años de la Depresión. El rápido cambio de gabinetes —seis gobiernos distintos en medio de la crisis monetaria entre abril de 1925 y julio de 1926— no puso en entredicho la legitimidad de la Tercera República. La estabilidad volvió con el gobierno de Raymond Poincaré, que ejerció el cargo de primer ministro entre 1926 y 1929, y dio la sensación de consolidarse con el cambio de gobierno, que pasó a la derecha conservadora en las elecciones de 1928. En la superficie, daba la impresión de que todo iba bien.

A diferencia de Gran Bretaña, sin embargo, el sistema político no dejó de ser puesto en entredicho. Un sector de la sociedad francesa, más influyente de lo que pudiera parecer por sus reducidas dimensiones, no había aceptado nunca la república, o simplemente la toleraba a regañadientes. Cuando los comunistas, que habían perdido buena parte de su apoyo, participaron, junto con los socialistas, en un enorme desfile por las calles de París el 23 de noviembre de 1924 para acompañar el traslado de las cenizas del héroe socialista Jean Jaurès (asesinado en 1914) al Panthéon —en un momento en el que Francia tenía un gobierno de izquierdas y sufría las penalidades de la crisis económica—, el «bosque de banderas rojas» evocó en algunos al espectro de la revolución bolchevique. El acto fue calificado por la derecha de «funeral de la burguesía», «cuando la amenaza revolucionaria quedó clara para todo el mundo». Al cabo de unos días surgieron diversos «movimientos patrióticos», llamados «Ligas» de distintos tipos —una de ellas, Le Faisceau, ponía de manifiesto sus tendencias en su propio nombre, adoptado a imitación del Fascismo italiano—, que casi de la noche a la mañana reclutaron decenas de millares de miembros, principalmente hombres jóvenes.

No todas las Ligas eran fascistas; algunas en realidad rechazaban sin ambages cualquier asociación con ese movimiento. Y no toda la extrema derecha francesa se sintió atraída por las Ligas. Como en otros países, los límites entre la extrema derecha y la derecha conservadora eran muy fluidos. El momento pasó sin más. La mano estabilizadora de Poincaré y la sensación de que se había restaurado la seguridad de los que tenían propiedades desactivaron la crisis. Las Ligas perdieron apoyo; de momento. Con el predominio del conservadurismo disminuyó la sensación de la necesidad de una extrema derecha. Pero no desapareció del todo. Si se producía una nueva crisis —más larga, más desestabilizadora, más peligrosa—, el desafío de la extrema derecha podía volver a amenazar, con más fuerza, a la República francesa.

Si bien Gran Bretaña permaneció sólidamente estable y Francia más o menos también lo consiguió, el caso de Alemania era más enigmático. No encajaba del todo ni en el modelo de democracias relativamente bien establecidas de la Europa económicamente más avanzada del noroeste, ni en el modelo de las democracias recién creadas y frágiles de la Europa del este. En muchos sentidos Alemania era un caso híbrido. Miraba a un tiempo hacia el oeste y hacia el este. Tenía un grandísimo proletariado industrial, como Inglaterra y Francia, pero también un numeroso campesinado, especialmente en sus regiones orientales, cuyos valores estaban muy apegados a la tierra. Alemania tenía una larga tradición de idealismo democrático y de política pluralista de partidos, una burocracia enormemente desarrollada, una economía industrial moderna y una población ilustrada y culturalmente avanzada.

Pero su sistema democrático era nuevo. Había surgido del trauma de la derrota en la guerra y de la revolución, y fue puesto vehementemente en entredicho desde el primer momento. La unidad política de Alemania seguía siendo pequeña después de más de medio siglo de existencia, y por encima de ella predominaba un sentido mucho más antiguo de identidad cultural que se extendía más allá de los límites del estado nación. A diferencia de Gran Bretaña, Francia y los demás países de la Europa noroccidental, la nacionalidad alemana se definía por la etnicidad, no por el territorio. Y las elites intelectuales de Alemania, por variadas que fueran sus opiniones, principalmente rechazaban los valores de lo que ellas llamaban la democracia «occidental», tanto las tradiciones francesas que se remontaban a la Revolución Francesa de 1789 como el capitalismo de libre comercio y el liberalismo que habían conformado el desarrollo británico. El estado alemán, como encarnación de los valores culturales alemanes, era, a su juicio, no sólo diferente a los productos de la civilización occidental, sino también superior a ellos. La humillación nacional de Alemania al término de la primera guerra mundial, su debilidad económica y militar de posguerra, la pérdida de su estatus de gran potencia y las disensiones que acarreaba su sistema parlamentario eran, a sus ojos, un desastre transitorio, no un estado de cosas permanente.

La estabilidad política de Alemania no era sólo motivo de preocupación para sus propios ciudadanos; era además trascendental para el futuro pacífico de todo el continente europeo. La posición geográfica de Alemania, a caballo entre la Europa del este y la del oeste, su potencial económico y militar, y sus expectativas revisionistas en la Europa oriental, hacían que la supervivencia de la democracia, y con ella la continuación de la política de cooperación internacional de Stresemann, fueran esenciales si se quería mantener el difícil equilibrio de poder en el continente europeo.

Durante los «años dorados» de finales de la década de 1920, no dio la sensación de que hubiera demasiados motivos de preocupación en Alemania. Se había conseguido un crecimiento económico fuerte. Los niveles de vida iban mejorando. Alemania formaba parte desde hacía poco de la Sociedad de Naciones. Las fronteras occidentales habían sido aseguradas en Locarno. Los cuatro cambios de gobierno habidos entre 1925 y 1927 no afectaron a la sensación de que, tras los enormes trastornos de comienzos de los años veinte, la democracia estaba asentándose. Los extremos políticos habían perdido apoyo. El respaldo de los comunistas había bajado hasta el 9% en 1924, con el correspondiente incremento de los votos obtenidos por los socialdemócratas moderados. La extrema derecha se había fragmentado tras el intento de golpe de Estado de noviembre de 1923. Aunque al salir de la cárcel al año siguiente Hitler había refundado su partido nazi, éste seguía estando en los márgenes exteriores de la política. En 1927, a juicio de un observador, no era más que «un grupo disidente incapaz de ejercer una influencia apreciable sobre la gran masa de la población y sobre el curso de los acontecimientos políticos».

Las elecciones generales de 1928 reflejaron unos tiempos más aposentados. La derecha conservadora, buena parte de ella democrática a regañadientes en el mejor de los casos, sufrió una clamorosa derrota. Que los nazis estaban acabados como fuerza política parecían demostrarlo los bajísimos resultados obtenidos —sólo un 2,6% de los votos populares—, que les otorgaron sólo doce escaños en el parlamento. Los principales vencedores fueron los socialdemócratas, que sacaron poco menos del 30% de los votos y se convirtieron en el partido más numeroso con diferencia de una «gran coalición» formada con los dos partidos católicos y los dos partidos liberales. Bajo la égida de Hermann Müller, los socialdemócratas volverían a presidir el gobierno por primera vez desde 1920. La democracia en Alemania parecía tener muy buenas perspectivas por delante.

Por debajo de la superficie, la situación era menos risueña. La coalición de Müller fue frágil desde el primer momento, y no tardaron en asomar a la superficie las profundas disensiones existentes entre los socialdemócratas y sus extraños socios de coalición, el Partido del Pueblo Alemán de Stresemann, que representaba a la gran empresa. El primer asunto que enfrentó a los partidos del gobierno fue la construcción de un gran buque de guerra. Durante la campaña electoral los socialdemócratas habían utilizado como bandera el eslogan «No cruceros acorazados, sino comida para los niños». De modo que, cuando los ministros de centro y de derechas de la coalición impusieron la decisión de construir un crucero, los socialdemócratas se enfurecieron de mala manera. El cierre empresarial de los industriales del Ruhr, que echaron a la calle a casi un cuarto de millón de obreros de la industria del hierro y del acero, causó luego otro gran altercado entre los miembros de la coalición. Y la incompatibilidad de los socios quedó plenamente patente en la prolongada e irreconciliable disputa suscitada por la propuesta de introducción de un pequeño aumento de la contribución de la patronal al seguro de desempleo, asunto que finalmente acabó con aquella alianza imposible de manejar en marzo de 1930.

Para entonces las dificultades económicas habían empezado a multiplicarse. El desempleo en Alemania había alcanzado la cifra de tres millones de parados en enero de 1929, aumentando en más de un millón respecto a los que había un año antes, lo que equivalía a un 14% de la población trabajadora. Los comunistas, que habían incrementado su apoyo en las elecciones de 1928 hasta alcanzar el 10% de los votos, no tardaron en encontrar un apoyo inmediato en muchos de los parados y, tras la nueva línea estalinista adoptada por la Comintern, empezaron a lanzar sus dardos contra los socialdemócratas, absurdamente escarnecidos con el nombre de «socialfascistas». En el campo, la crisis de la economía agraria estaba provocando una grandísima desafección política.

Para su propia sorpresa y sin que fuera necesaria demasiada agitación por su parte, los nazis se vieron de pronto obteniendo un apoyo considerable en las zonas rurales del norte y del este de Alemania. El número de afiliados del partido había ido aumentando, en realidad, incluso durante los años pasados en el desierto político, y en estos momentos se situaba en más de 100 000, una buena base de activistas para sacar provecho del creciente malestar. La publicidad favorable que recibió en la prensa conservadora su estridente campaña en contra de la revisión del pago de las indemnizaciones y reparaciones de guerra presentada en el Plan Young también ayudó a su causa. Aunque seguían estando lejos de ser un partido mayoritario, los nazis incrementaron el número de sus votantes en varias elecciones regionales a lo largo de 1929. En junio del año siguiente, con la Depresión haciendo estragos, el partido de Hitler sacó más del 14% de los votos en las elecciones al parlamento regional de Sajonia, casi seis veces más que el número de votos obtenido en las elecciones al Reichstag de 1928.

Poco después, el sucesor de Müller como canciller, el representante del Partido del Centro Heinrich Brüning, disolvió el Reichstag tras ver rechazadas sus propuestas de efectuar recortes drásticos del gasto público. No se llevó a cabo ningún intento de encontrar una solución democrática a las dificultades financieras. Antes bien, Brüning buscó el modo de imponer sus medidas deflacionistas por medio del decreto presidencial de emergencia. El cargo absolutamente trascendental de presidente del Reich había venido siendo ostentado desde 1925 por el héroe de la guerra, el mariscal Von Hindenburg. Aunque había jurado defender la república democrática, Hindenburg, auténtico pilar del viejo régimen monárquico, no tenía nada de demócrata y se veía a sí mismo más bien como una especie de sucedáneo del káiser. En realidad la sustitución del canciller socialdemócrata, Müller, por Brüning, del que se sabía por los sondeos realizados que estaba dispuesto favorablemente a gobernar con el respaldo del decreto presidencial de emergencia, había sido planeada varios meses antes como parte de la estrategia ideada para socavar la socialdemocracia e introducir un gobierno sin pluralismo parlamentario. Ni Hindenburg, ni Brüning ni las elites conservadoras que respaldaban aquella jugada contemplaban de momento un gobierno presidido por los nazis, considerados unos populistas primitivos, vulgares, bocazas, no aptos para administrar el estado alemán. Lo que querían fundamentalmente era dar marcha atrás en el tiempo y volver, con o sin monarquía, al tipo de sistema constitucional bismarckiano en el que el gobierno estuviera fuera del control del parlamento, y sobre todo fuera del control de los odiados socialdemócratas. El objetivo de Hindenburg, Brüning y las elites conservadoras era una especie de semi-autoritarismo antidemocrático manejado por esas mismas elites.

Con la ascensión de Brüning a la cancillería y la predisposición de Hindenburg a saltarse el parlamento a la torera, se infligió un gravísimo golpe al estado democrático en Alemania antes ya de que el país se precipitara a la Depresión. Otro gravísimo golpe llegó con las elecciones al Reichstag del 14 de septiembre de 1930. La decisión de Brüning de llamar al país a las urnas fue un rotundo fracaso. El partido de Hitler consiguió un avance electoral asombroso, ganando el 18,3% de los votos y 107 escaños en el nuevo Reichstag. De repente los nazis habían pasado a ocupar un sitio en el mapa y constituían ahora el segundo partido más numeroso del parlamento alemán. El voto a favor de los nazis había dejado de ser una papeleta desperdiciada en beneficio de un partido marginal de poca monta. El apoyo masivo, que acarreó una sustanciosa entrada de fondos con los que llevar a cabo nuevos actos de agitación radical, creció con toda rapidez. El tren se había puesto en marcha. La ascensión de Hitler a la Cancillería todavía parecía una posibilidad remota. Pero con la fatídica decisión de pasar a gobernar por decreto presidencial y con el éxito electoral de los nazis en 1930, empezaron a doblar las campanas por la democracia alemana. Y de paso no podía sino magnificarse la incertidumbre en Europa en general. El difícil equilibrio de los años anteriores se pondría en peligro.

Por supuesto el futuro está siempre abierto, nunca es una senda clara y predeterminada por una calle de una sola dirección cuesta abajo. De no ser por la Gran Depresión importada de Estados Unidos, Europa tal vez habría podido progresar por la vía del crecimiento económico ininterrumpido, de la libertad liberal y del régimen democrático hacia las elevadas planicies soleadas de la paz y la armonía internacionales. Pero un jugador no habría apostado nunca demasiado por ella. Aunque la crisis cada vez más profunda de los años sucesivos no fuera un suceso inevitable ni predestinado, no surgió de la nada. Los «felices veinte» de Europa fueron, por debajo del brillo superficial, unos años deslucidos y agitados.

Las graves debilidades económicas existentes en una economía global inestable y desequilibrada, magnificadas por el proteccionismo nacionalista y el interés personal glorificado, no ofrecían, ni mucho menos, una base sólida desde la que evitar las ondas de choque procedentes del otro lado del Atlántico. Las diferencias culturales fomentaban la formación de altos niveles de prejuicio y de hostilidad que podían ser explotados fácilmente en caso de que se produjera un deterioro del clima social e intelectual. Las ideas democráticas liberales se hallaban en todas partes a la defensiva. Y en el momento de la Depresión buena parte de Europa había sucumbido ya al autoritarismo o estaba a punto de hacerlo.

Un país era más crucial que cualquier otro para el destino de Europa. Las esperanzas de un futuro más luminoso para el continente estaban depositadas sobe todo en Alemania. Y en Alemania especialmente, antes incluso del crack de Wall Street, había importantes motivos de preocupación. El crecimiento económico ocultaba la existencia de problemas cada vez más graves. La división cultural era más profunda que en cualquier otro país. Y los signos de peligro político potencial eran ya visibles antes de que se produjera la caída directa en la crisis a gran escala. La supervivencia de la democracia alemana era la mejor salvaguardia de la futura paz y de la estabilidad de Europa. ¿Qué pasaría si se venía abajo la democracia en el país que era el verdadero pivote de Europa? Las consecuencias de la Depresión a lo largo de los años siguientes serían trascendentales no sólo para Alemania, sino para todo el continente.

Europa había bailado sobre el volcán durante los años aparentemente despreocupados del charlestón. Y el volcán estaba ahora a punto de entrar en erupción.