CRISTINA DE SUECIA
LA SOLEDAD DE UNA REINA

Se le atribuyeron diferentes romances con hombres y mujeres, aunque ella siempre hizo gala de su espíritu libre e independiente. Fomentó como nadie la cultura de su tiempo: creó importantes bibliotecas y coleccionó magníficas obras de arte, que sirven como referencia obligada de un siglo xvil cuajado de acontecimientos esenciales para nuestra actual forma de vida. Hoy en día es uno de los personajes más recordados entre los escandinavos.

Nacida en Estocolmo el 6 de diciembre de 1626, fue la única hija superviviente del rey Gustavo Adolfo II y de María Eleonora de Brandeburgo. Según relató ella misma en su autobiografía, vino al mundo cubierta de pelo, lo que hizo pensar, en un primer momento, que era varón en lugar de niña. No obstante, el monarca sueco quiso que su heredera recibiera la más brillante educación del momento, pensando en su futuro papel como reina. La pequeña Cristina se instruyó casi como un chico, practicando rudos deportes al aire libre que mejoraron su frágil salud. Por otra parte, mentores escogidos la orientaron certeramente en disciplinas fundamentales como teología, historia, literatura, lenguas clásicas, modernas... La princesa aprendió a la perfección inglés, español, italiano y alemán, a la vez que montaba a caballo, disparaba con armas de fuego o manejaba con virtuosismo la espada.

Era de gesto duro, voz ronca y modales andróginos; además, le gustaba vestir ropajes de hombre cada vez que la situación se lo permitía.

Con dieciocho años asumió su papel protagonista en la Corte sueca y fueron muchos los pretendientes que llamaron a su puerta buscando un adecuado compromiso nupcial. Pero los herederos al trono de media Europa no pudieron —ni se les dejó— conquistar el corazón de una princesa más interesada en los libros y en su formación intelectual que en un forzado matrimonio de conveniencia.

Participó como testigo de excepción en los compromisos protocolarios que rubricaron la paz de West-falia, donde se puso fin a la extenuante guerra de los Treinta Años. En ese tiempo, la joven preparaba su coronación y se carteaba con los intelectuales más brillantes del momento. Fue el caso del filósofo Descartes, a quien convenció para que se instalase en la Corte de Estocolmo, asunto fatal, dado que el pensador francés murió de pulmonía al poco de su llegada. Finalmente, Cristina recibió la corona de su país en octubre de 1650. Aunque todos valoraban su magnífica disposición para el oficio encomendado, a nadie se le escapaba que la flamante reina se interesaba vivamente por la prohibida religión católica. En aquel siglo la fe luterana dominaba cualquier movimiento social en los países nórdicos y simpatizar con el catolicismo era poco menos que una ofensa. Por otra parte, se comenzó a insistir en la posibilidad de que la reina se casase para asegurar la continuidad dinástica. Cristina se opuso frontalmente a esta petición, bajo el argumento de estar convencida de que el matrimonio atentaba contra su fuerte personalidad. En cambio, la rumorología de la época quiso ver en su reina a una mujer buscadora incesante del amor, bien fuera carnal o platónico. En estos capítulos se inscriben posibles relaciones con personas de la Corte como una guapa camarera personal o incluso embajadores extranjeros como el español Antonio Pimentel. En todo caso, la reina Cristina sí que estaba enamorada de la cultura, descubriéndose en ella una verdadera pasión por las colecciones literarias y artísticas o promoviendo la fundación de universidades como la Abo Akademi, el primer centro universitario de Finlandia.

Sin embargo, su meditada negación a contraer matrimonio y su rebeldía innata ante las clases nobles de Suecia le granjearon algunas enemistades, que la incomodaron durante todo su reinado. En 1654, harta de todo lo que rodeaba a su trono, abdicó a favor de su primo Carlos Gustavo, marchándose del país vestida de hombre y a lomos de su caballo favorito, con el que cruzó la frontera pasando por Dinamarca y otros territorios, hasta finalizar en Amberes, ciudad en la que contactó con las altas escuelas artísticas y con el rey español Felipe IV, al que solicitó su intervención en el Vaticano para facilitarle el camino a Roma. La reina Cristina nunca perdió —por deseo propio— su condición de monarca, aunque sí se convirtió al catolicismo, lo que motivó un sonoro escándalo en Suecia.

En este periodo de autoexilio romano se confió por entero a su amigo el cardenal Azzolino —que fue su gran y secreto amor— y siguió acumulando obras de arte, con las que adornaba galerías y palacios. Su erudición artística resaltaba con más fuerza si se trataba de mitología clásica o de cultura mediterránea, asuntos que la nórdica dominaba por entero.

El 19 de abril de 1689 falleció en Roma, tras sufrir una breve afección, si bien los rumores populares extendieron la historia de un fallecimiento por el enojo que le provocó una sirvienta de su casa. Sea como fuere, Cristina de Suecia encarna el prototipo de fémina valiente, culta y determinada a cumplir con sus propósitos vitales. Todo un ejemplo en un siglo donde no era precisamente fácil ser mujer.

En 1726 el rey español Felipe V compró secretamente la colección de esculturas de la reina Cristina con el propósito de decorar su palacio de La Granja, en Segovia. Esas obras las podemos contemplar hoy en el madrileño Museo del Prado, un buen pretexto para visitarlo y recordar a esta amante del buen gusto, cuya frase favorita era: «La soledad es el elemento de los grandes talentos.»