EMILIO CALATAYUD PEREZ
CONDENAS EJEMPLARES
La única ley es la que guía a la libertad.
RICHARD BACH
Con la tranquilidad que otorga la convicción en las ideas propias, el juez Calatayud atesora una demostrada capacidad de invención a la hora de dictar sentencias, muchas de las cuales han alcanzado fama por imponer condenas peculiares. En algún caso, decidió el internamiento en un centro de menores sin otro límite que el tiempo que tardase el condenado en aprender a leer. Varios condenados por una riña callejera fueron penalizados con limpiar los restos del botellón callejero en el que se pelearon. Un joven émulo de Hamilton, sorprendido al volante de un vehículo sin carnet de conducir por no tener edad para ello, tuvo que dedicar quinientas horas de trabajo comunitario a cuidar a víctimas de accidentes de tráfico. Y jóvenes juzgados por agredir a muchachos de su misma edad han sido condenados a ayudar a los inmigrantes que llegan a las costas granadinas en pateras: cien horas contabilizadas por monitores que empiezan a descontar en el momento en el que la embarcación aparece en la orilla.
La lista de sentencias ejemplares del juez Calatayud es inagotable: cien horas de servicio de patrulla junto a un policía local por conducir sin licencia; cincuenta horas dibujando un cómic de quince páginas para plasmar el delito por el que el autor fue condenado; quinientas horas en un centro de rehabilitación por haber acosado a una anciana; doscientas horas como dependiente en una tienda de juguetes por robar ropa en un centro comercial...
I
A
l entrar en la sala de vistas, lo primero que sintió fue miedo. Solo y esposado, acababa de cumplir catorce años. El juez, un hombre de mediana edad curtido por el sol y con la cara llena de arrugas, le miró a los ojos:
—¿Sabes por qué estás aquí? Ya te hemos dado bastantes oportunidades y no las has querido aprovechar, así que te vamos a tener que internar.
La voz de Emilio Calatayud tronó en la sala de vistas del Juzgado de Menores de Granada. Frente a él, Adrián Villanueva, un chaval granadino con delicado historial conflictivo de robos, peleas callejeras y mal comportamiento social que ya había pasado por el despacho del magistrado en varias ocasiones.
—Eres un chorizo y los chorizos se curan a base de tiempo, y como tú necesitas tiempo, pues cuatro años de reclusión cerrada en un centro de menores, para que te cures.
Adrián no entendía lo que pasaba a su alrededor y tampoco mostraba mucho interés. Desde muy pequeño fue un chico muy movido que se lio con los porros y otro tipo de drogas para ir escalando de delito menor en delito menor. Pero ese día, al asumir que acabaría encerrado, sintió más miedo y soledad que nunca. «A mí me daba igual todo porque era un cabeza loca y no pensaba las circunstancias de las cosas o de lo que me iba pasar y me daba un poco igual todo, ¿sabes?», reconoce ahora, después de veinte años de normalidad en su vida.
Cuando el juez dictó la sentencia, recuerda Adrián, «me advirtió de que me había dado muchas oportunidades que yo no quise aprovechar, por eso el internamiento fue un paso de gigante para darme cuenta de la realidad, de que mis aventuras podían terminar muy mal, y me mostró las consecuencias reales de aquella vida juvenil sin freno».
Ahora ve la vida de otra manera. Cada vez que se encuentra con «don Emilio» por la calle, le abraza y le vuelve a dar las gracias por todo lo que hizo por él; el encierro le permitió recapacitar y concluir que su ritmo de vida le impedía disfrutar y descubrir las buenas cosas de la vida, de la calle, de la familia... Gracias a aquella experiencia cuasi carcelaria, descubrió valores como el compañerismo, el respeto a los demás, la vida en libertad... «En fin, aproveché aquel tiempo todo lo que pude».
La historia de Adrián es similar a la de Jesús López, otro joven condenado a diez años de internamiento por dos intentos de homicidio que asegura que el juez que le condenó dejó una marca imborrable en su vida. Y ambos devuelven a la sociedad lo que le deben al juez Calatayud ayudando a otros jóvenes internados por sentencias suyas.
Adrián y Jesús recuerdan sus respectivas condenas como un punto de inflexión que enderezó sus vidas. «Mire, una vez estando yo preso mi chiquitilla se puso muy malita con una neumonía y el juez me dio permiso, y me pegué allí junto a ella una semana, y me dijo que si me hacían falta más días me daba más. ¿Entiende? Esas cosas son las que te llegan porque sí, y ya está, y como yo soy una persona de bien se lo agradeceré toda la vida, y ya está», explica Jesús.
«No son dos casos raros, ni exagerados», reconoce la secretaria del Juzgado de Menores de Granada, toda una vida profesional al lado del juez Calatayud. Un auxiliar recién llegado al órgano lo confirma y muestra su sorpresa al detectar que «aquí a los jóvenes que resultan absueltos no les volvemos a ver el pelo, pero muchos de los condenados vienen de vez en cuando y se empeñan en ver al juez para contarle cómo les va la vida».
Emilio Calatayud, tras veintisiete años de impartir justicia a menores, es fiel a un estilo personal e iconoclasta que no siempre se atiene a las previsiones de la ley. «Yo me siento en estrados cuando en la sala ya están la secretaria judicial, el fiscal, el equipo técnico, el representante de la administración autonómica y la policía. Entonces pasa primero el abogado, que me cuenta las circunstancias del menor. Pasa el chaval, le llamo de tú y le leo con claridad el escrito de acusación para que lo entienda perfectamente. Le digo lo que pide el fiscal y le pregunto si está o no conforme. Yo soy muy espontáneo y le suelto lo que se me ocurre en cada momento, a veces barbaridades, pero como saben que las digo con cariño y con respeto no hay problema. Me llevo muy bien con ellos».
Es un modelo que sobrepasa lo previsto en la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor. En esencia, la norma evita que los menores de edad sean sometidos al mismo proceso penal que un adulto, pero los mantiene protegidos por los mismos derechos que asisten a cualquier imputado o procesado. Es incluso una protección reforzada, que resguarda con celo aspectos como la imagen del menor. Por eso, el concepto de vista pública es ajeno a la justicia de menores, excepto en el territorio cuya jurisdicción corresponde al juez Calatayud.
«Mis juicios, salvo casos concretos, siempre son públicos. Traemos colegios de toda Granada para que los chavales vean las consecuencias de ciertos comportamientos. También me ha gustado siempre que padres que tienen problemas con sus hijos los traigan a ver un juicio. Después charlo con ellos para conocer el problema y tratar de solucionarlo en conjunto», dice con calma. «Una de las garantías de la Justicia es la transparencia, aunque por supuesto hay que salvar la intimidad de los menores y cuando hay algún caso delicado, o los abogados me dicen que no quieren público, se celebra a puerta cerrada, pero para mí la mejor garantía es la transparencia, así todo el mundo ve lo que hacemos y los padres también aprenden».
El juez Calatayud afirma que el 80 por ciento de los menores que pasan por su juzgado aprovechan la oportunidad y dejan el camino del delito. En la justicia que él imparte no cabe la venganza. Tampoco la condescendencia sin más. «El que la hace la paga, está claro, pero ahí no nos podemos quedar. Yo estudio mucho qué es lo que ha llevado a un chaval a ser delincuente y busco en la sentencia elementos que puedan corregirlo».
Su sensación personal es la de haber salvado a muchos jóvenes que parecían carne de presidio. Según los datos que maneja, el 90 por ciento de los chavales a los que ha condenado a sacarse el graduado escolar lo han aprobado. Muchos de aquellos menores obligados a prestar servicios a la comunidad han seguido realizando las mismas labores de manera voluntaria. Solo el 10 por ciento de los que caen bajo su jurisdicción son irrecuperables, «y no siempre es fácil percibir la línea fronteriza entre unos y otros».
«Es duro, pero aplica la ley de menores bien y se arriesga», dice uno de sus colaboradores extrajudiciales, una de las personas que integran el equipo de medio abierto (sociólogos, educadores, etcétera) encargado desde 1993 del seguimiento de los sentenciados a servicios en beneficio de la comunidad. Integrantes de este equipo aseguran que, cada vez que el juez Calatayud dicta una sentencia novedosa, la noticia vuela entre los jóvenes problemáticos de Granada y alrededores porque le han convertido en un ídolo y, llegado el momento, prefieren que sea él quien juzgue su caso. «No es porque sea blando —explica un exconvicto—, sino porque la sanción siempre va acompañada de algo bueno para nosotros».
«Todo el mundo puede equivocarse, y más en el proceso de aprendizaje de la juventud», explica el juez. Por eso sus decisiones siempre tratan de buscar algún aspecto de la reeducación y sacar lo mejor de cada joven. Eso es lo que él se plantea antes de juzgar y hacer cumplir lo juzgado, convencido de que la ley no incluye todas las soluciones para los problemas de niños y jóvenes, «que son el futuro de la sociedad». Desde que llegó al Juzgado de Menores de Granada, el 2 de diciembre de 1988, Calatayud siempre ha buscado alternativas al encierro en un centro de reeducación, convencido de que lo mejor para el menor es que entienda las consecuencias de sus actos, única forma viable de conseguir una reflexión que le lleve a modificar su actitud.
Esa es la razón por la que obliga a todos los jóvenes cuyos propios padres los denuncian por maltrato a leer el artículo 155 del Código Civil y a que expliquen su contenido en la sala de vistas. Además, les entrega una fotocopia de él para que nunca olviden «que el respeto a los padres es necesario, que los hijos tienen obligaciones que los padres no se las hacen ver». En este punto, el juez mantiene una posición ambivalente: ante un hijo problemático siempre hay un progenitor culpable, pero a menudo es el entorno el responsable último de la situación conflictiva: «Antes era más fácil ser padre, pero llegó la Transición, luego la Constitución y con ella ciertas manifestaciones y corrientes psicológicas que han hecho muy difícil la encomienda de educar a un hijo. Como en este país no hay punto intermedio, hemos pasado del padre autoritario al colega de nuestros hijos, pero los padres no deben ser amigos de sus hijos, deben ser sus padres».
A pesar de la fama que ha adquirido el ingenio que despliega en sus sentencias, el juez no es de los que se plantea una reflexión metódica y profunda sobre el fallo que va a dictar. Su método es mucho más espontáneo, no se hace planteamientos profundos, aplica la ley como cree que debe hacerlo sin mayores miramientos. Nunca olvida que él mismo fue un mal estudiante, pero está donde está porque su padre le forzó a estudiar. Por eso, «¿cómo puedo permitir que un chaval de quince años no sepa juntar las letras? Tiene que aprender a leer sí o sí, estudian por lo civil o por lo criminal».
Una anécdota ocurrida al poco de llegar al juzgado le marcó, y todavía la recuerda de manera vívida: un adolescente de dieciséis años que estaba a punto de entrar en prisión se le acercó y le pidió que le condenase a aprender a leer, «porque así tengo mucho ganado allí dentro». Es uno de los episodios que más le han hecho reflexionar: «Me impresionó; incluso escribí un articulillo que titulé Leer, ventana de la libertad. Ese chaval sí me hizo pensar. Siempre he sido muy práctico y he tenido suerte, pero no soy de reflexiones profundas, no».
El juez Calatayud está convencido de su apuesta por la reinserción y educación a la hora de aplicar la ley del menor. Por eso su obsesión consiste en que en todas y cada una de las sentencias que dicte conjuguen la sanción con iniciativas que buscan la reinserción, siempre con un objetivo finalista, educativo. Incluso en las condenas de internamiento en régimen cerrado (con una media de cincuenta casos al año, frente a ochocientas medidas en régimen abierto) siempre incluye propuestas para que en el futuro el joven pueda reintegrarse a la sociedad. O quizá integrarse, porque puede que nunca haya tenido esa oportunidad. Y presume de que tiene «la sensación de no haberle negado esa segunda oportunidad a nadie, porque puede cambiar la vida a gente abocada a ser carne de presidio». En Granada «llevamos ya tres años seguidos bajando la delincuencia juvenil».
Manuel Madrid es el director del centro Tierra de Oria, en Almería, uno de los que recibe a menores internados por el juez granadino. Allí, bajo supervisión judicial, los jóvenes recluidos pueden empezar una posible nueva vida. Por ejemplo, tienen permiso para salir cada día a trabajar el mármol en alguna de las minas próximas. Eso sí, esa buena disposición siempre tiene que ser correspondida, el joven habrá de reconocer su responsabilidad, asumir los hechos y mostrar deseos de enmienda.
A Madrid se le agotan los elogios a la hora de alabar la labor del juez. «Los menores delincuentes han tenido suerte de que una persona como él haya elegido dedicar su vida a crear un modelo de legalidad para ellos, porque podría no haber sido así. Ojalá tuviéramos muchos jueces con la ilusión que tiene don Emilio, porque esa es la clave del éxito que ha tenido la jurisdicción de Menores y del que en el futuro pueda tener».
La asociación Ímeris (Intervención con Menores en Riesgo Social) es fiel aliada del juez Calatayud en la aplicación y seguimiento tanto de tareas educativas como de servicios en beneficio de la comunidad. La memoria anual de actividades refleja cada año recogidas de juguetes y alimentos, animación hospitalaria con jóvenes que hacen de payasos para los enfermos, limpieza de zonas de botellón, repoblación forestal, rehabilitación y pintado de parroquias, acompañamientos a personas disminuidas físicas y un largo etcétera como señales de victoria y reinserción de los jóvenes. Cada tarde, su sede se convierte en la trastienda del Juzgado de Menores de Granada. Los chicos acuden al local para rendir cuentas de sus evoluciones. Jóvenes como Rafael, en libertad vigilada por un tirón a una turista francesa perpetrado desde una moto.
El juez Calatayud sabe que no siempre es fácil, pero se trata del prólogo inexcusable a toda redención. Por eso supervisa una intensa labor de seguimiento de todos los internos bajo su jurisdicción. E interviene cada vez que lo cree necesario. Ante los informes que destacaban la favorable evolución de un adolescente internado por una violación, cambió la estrategia de rehabilitación y le obligó a confesarles a su novia y a sus padres que, en efecto, había agredido sexualmente a su víctima. El joven, tiempo después, se casó con su prometida en el propio centro de internamiento, algo que parece tan imposible como que alguien condenado por homicidio en grado de tentativa termine como educador en el centro donde está recluido, en este caso en Torremolinos. El buen comportamiento y la evolución del joven, de diecinueve años, ha propiciado la oferta de trabajo. De delincuente pasará a educador.
Ajeno a las leyes de la física y la química, Emilio Calatayud maneja una alquimia particular en la que la mezcla de «justicia y sentido común» a menudo le acerca a la piedra filosofal. Su abanico de soluciones ingeniosas es inagotable, y algunas de sus condenas ejemplares son prueba fehaciente de su capacidad creativa para manejar ambos conceptos a su manera, sin dejar resquicio a que instancias judiciales superiores le impongan otro criterio. El porcentaje de resoluciones revocadas es insignificante.
Así que, sin freno, ejerce la jurisdicción como estima conveniente día a día, sin desmayo: si alguien maltrata a un sin techo, repartirá comida entre indigentes; si un chico agrede a otro porque le miró mal, limpiará cristaleras de edificios públicos para que descubra de verdad lo que es ser mal mirado. Si a un adolescente le gusta jugar con fuego, irá de turno en un retén de bomberos. Y para esos cerebritos que hacen virguerías con los ordenadores desde el otro lado de la ley la condena puede ser impartir cien horas de clases de informática. El juez Calatayud llegó a condenar a un joven a pintar toda la estación de tren de Granada por haber causado destrozos en vagones y vías de Renfe.
Cada una de sus sentencias provoca la reflexión del condenado, porque le abre una puerta para que la cruce y repare el daño. Y siempre desde el convencimiento de que puede hacerse sin necesidad de privar de libertad a un menor de edad. «Se puede y se debe hacer —defiende—; lo que más temen los menores delincuentes es que les quiten la libertad, creen que ese momento no llegará nunca y por eso debe llegarles, pero no todas las personas que cometen un delito son delincuentes». En resumidas cuentas, ¿quién no ha cometido un delito en su vida? Porque delito es conducir con una copa de más, comprar falsificaciones de ropa, descargar de Internet música o películas de forma ilegal, defraudar a Hacienda...
El 80 por ciento de los chavales que cometen delitos, según la visión de Calatayud, no son delincuentes, solo merecen uno o dos escarmientos. El juez entiende a quienes, víctimas de alguno de esos sucesos que de vez en cuando ponen los pelos de punta y el corazón en un puño a la opinión pública, reclaman en cada ocasión un endurecimiento del trato penal a los menores infractores. Pero él observa el panorama desde otra perspectiva: «Si encierras a un menor de dieciséis años que se cree muy duro, responsable incluso de un delito más propio de un adulto, cuando llega la noche, en su celda, solo y sin nadie de su grupo cerca, apenas se oye el llanto de un niño. Y ese llanto no sirve de nada si no va acompañado de una solución práctica que le haga ver el fondo del problema». Y, con la cara iluminada por media sonrisa vanidosa, añade: «Tengo la suerte de que hasta los que condeno se van contentos».