CAPITULO IV
Todos los empleados de El Gallo Plateado habían abandonado ya el club por la puerta de atrás.
Sholto Arkin, como de costumbre, dio una vuelta por el local para asegurarse de que todas las luces estaban apagadas, antes de irse a dormir.
La planta superior del club era su vivienda, y allí tenía sus habitaciones.
Sholto se dirigía ya hacia la escalera que conducía al piso alto, cuando escuchó pasos precipitados.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, volviéndose.
—¡Soy yo, señor Arkin! —respondió una voz femenina.
—Yelena...
Si.
Era Yelena Dalzell, la bella camarera que no sabía soportar que los clientes se metiesen con ella de vez en cuando.
Sholto se acercó a la joven, que vestía un bonito y sugestivo chaleco brillante, de color rojo, y unos pantalones muy anchos, plateados, cuyas perneras desaparecían dentro de las botas, de media caña, doradas.
—¿No te habías marchado ya, Yelena...?
—Sí, pero me he visto obligada a volver, señor Arkin —respondió la camarera, que parecía asustada.
—¿Olvidaste algo?
—No, nada.
—Pareces, nerviosa, Yelena —observó Sholto.
—Lo estoy, señor Arkin.
—¿Cuál es el motivo?
—El tipo al que le mordí la oreja.
—¿Qué pasa con él?
—Me estaba esperando en una esquina.
—¿De veras...?
—Sí, señor Arkin. Sin duda quiere cobrarse el bocado que le di en la oreja, mordiéndome él a mí otras cosas mucho más intimas. Por fortuna, le descubrí a tiempo y volví corriendo al club.
Sholto sonrió.
—No tengas miedo, Yelena. Yo te acompañaré al hotel.
—No, señor Arkin; prefiero pasar la noche aquí.
—¿En el club...?
—Si.
—Pero...
—Prometo no causarle ninguna molestia, señor Arkin. Me tumbaré en cualquier sitio y me estaré muy quietecita toda la noche, le doy mi palabra.
—¿Por qué no quieres que te acompañe al hotel?
Yelena Dalzell se mordió los labios.
—El tipo me está esperando, ya se lo he dicho.
—Yendo conmigo, no se atreverá a meterse contigo.
—Temo que sí, señor Arkin.
—Yo te defenderé, no te preocupes.
—Sé que lo haría, y muy bien, además. Pero no quiero causarle problemas, señor Arkin. El tipo es un cliente, y si le sacude usted, no volverá a poner los pies en su local.
—No importa.
—A mí sí me importa, señor Arkin. Yo provoqué el incidente, y no quiero ser la causa de otro. Déjeme pasar aquí la noche, por favor. El tipo se cansará de esperar y se marchará
—Está bien. Si insistes...
—Gracias, señor Arkin —sonrió Yelena.
—Anda, vamos —indicó Sholto.
—¿Adonde?
—Arriba, naturalmente.
—¿No voy a dormir aquí abajo?
—Aquí abajo no hay camas, Yelena.
—¿Y cuántas hay arriba?
—Una; la mía.
—No me diga más. Usted quiere acostarse conmigo. , —Dormiremos juntos, pero no te tocaré, no temas.
—¿Cómo puedo estar segura de eso?
—¿He intentado aprovecharme de ti alguna vez, en el tiempo que llevas trabajando en el club?
—Ni una sola.
—¿Y qué conclusión sacas de ello?
—Que no le gusto ni pizca.
—No digas tonterías, Yelena.
—Todas las demás camareras se han acostado más de una vez con usted, se lo he oído contar. A mí, en cambio, jamás me lo propuso. ¿Por qué? Pues, porque no le gusto. Está más claro que el agua.
—¿Y si yo te dijera que me gustas más que ninguna?
—No le creería.
—Pues no me creas, pero te lo digo.
—Señor Arkin... —musitó la joven, con un brillo de emoción en la mirada.
—Es la verdad, Yelena.
—¿Y por qué nunca me propuso que...?
—Porque desde el primer día me di cuenta de que tú no eres como las demás camareras que trabajan en el club. Tú eres una buena chica, Yelena. No quiero decir con ello que otras chicas sean malas, no. Pero a ellas no les importa acostarse conmigo, con Jed Kolster, con cualquier otro empleado, o con los clientes que se lo propongan. No conceden la menor importancia a las relaciones sexuales. Si el hombre que las invita a compartir una cama es de su agrado, aceptan sin más.
—Bueno, si a mí me gusta un hombre, tampoco me niego a...
—Tendría que gustarte mucho, Yelena. Sé que Jed te lo propuso, y le dijiste que no.
—Por eso me tiene manía.
—¿Jed a ti...?
—Le faltó tiempo para ir a contarle a usted que yo le había mordido la oreja a un cliente.
—Era su obligación, Yelena. Jed es el encargado de mi local y debe tenerme al corriente de todo lo que ocurre en él.
—Si usted me hubiera despedido, Jed Kolster se habría alegrado mucho.
Sholto Arkin sacudió la cabeza.
—Estás completamente equivocada, Yelena. Cuando le dije que no te había despedido, Jed se alegró, y me confesó que disfruta mucho cada vez que te ve sacudirle a un tipo.
—¿De veras...? —parpadeó la joven.
—Sí, créeme. Y dijo también que eres una buena chica, Yelena.
La camarera quedó sin habla.
Sholto añadió:
—Jed no te guarda ningún rencor por haberte negado a compartir una cama con él, Yelena. Sería una tontería, porque Jed es un ligón de categoría y tiene chicas de sobra. Esta noche, sin ir más lejos, se ha ligado a Tova y Lydia, dos hermosas equilibristas que debutarán mañana en el club.
—Le vi hablando con ellas.
—En este momento debe de estar divirtiéndose con las dos. Quiso que yo le acompañara, pero le dije que tenía un compromiso.
—¿Y no era verdad...?
—Claro que no.
—Pues tanto la rubia como la morena están estupendas
—Sí, son muy bellas y poseen un cuerpo sensacional. Pe ro no me pareció correcto acostarme con una de ellas apena conocerlas. Podrían pensar que las he contratado para eso, y no es verdad. Las contraté porque estoy seguro de que su número gustará extraordinariamente al público.
—Tampoco yo lo dudo.
—Bueno, vámonos para arriba, ya —dijo Sholto, tomando del brazo a Yelena.
Subieron al piso alto.
Ya en el dormitorio de Sholto, éste sacó un pijama de armario y lo dejó sobre la cama, muy baja y de forma circular.
—Póntelo mientras me cepillo los dientes —indicó, y se introdujo en el cuarto de baño, cuya puerta cerró.
Yelena Dalzell se desabrochó el sugestivo chaleco y se lo quitó, quedando con el torso desnudo. Sus senos, erectos y desafiantes, eran extraordinariamente bellos, y vibraban a causa de la emoción que embargaba a su dueña.
Yelena se colocó rápidamente la pieza superior del pijama, tan larga y tan ancha, que casi la cubrió hasta las rodillas, razón por la cual decidió prescindir de la pieza inferior.
Se quitó las botas y los brillantes pantalones, conservando el breve slip, y se metió en la cama con prontitud.
Algunos minutos después, Sholto Arkin salía del cuarto de baño, su musculoso y velludo tórax desnudo, y la parte inferior de su cuerpo cubierta con un pantalón de pijama.
Al descubrir sobre la cama el pantalón del otro pijama, el que él le ofreciera a la camarera, lo tomó y preguntó:
—¿No quieres el pantalón, Yelena?
—Es usted tan alto y tan corpulento, que su chaqueta me hasta las rodillas —explicó la joven, con una nerviosa risa.
Sholto sonrió también, dejó el pantalón sobre una silla, y luego se acostó.
La cama era tan amplia, que podrían dormir los dos toda noche sin que sus cuerpos se rozasen ni una sola vez. Sholto oprimió uno de los botones que se veían en la pared, muy cerca de la cama, y la luz de la habitación se tornó rojiza, suave, exótica, terriblemente sugerente.
—Buenas noches, Yelena —dijo, con una tierna sonrisa. —Buenas noches, señor Arkin —respondió la camarera, sonriéndole a su vez con maravillosa dulzura.
Sholto sintió deseos de besarla, pero se contuvo, porque Yelena podía pensar que deseaba otras cosas. Dio media vuelta y quedó de espaldas a la joven.
Transcurrieron cinco largos minutos en completo silencio. De pronto, Sholto oyó susurrar a Yelena:
—Señor Arkin...
El propietario de El Gallo Plateado se volvió y la miró.
—¿.Sí, Yelena?
La joven se mordisqueó el labio inferior, visiblemente nerviosa y preguntó:
—¿Es cierto que le gusto más que las otras camareras?
Sholto sonrió.
—Muchísimo más, Yelena.
—Usted también me gusta a mí, señor Arkin —confesó ella.
—¿Lo suficiente como para...?
—Sí —respondió Yelena, sin vacilar. Sholto alargó la mano y acarició con suavidad su dorado cabello.
—Yelena... —musitó, mirándola fijamente a los ojos.
Ella acercó su cuerpo al de él, sin el menor asomo de malicia en su expresión, y pidió cálidamente:
—Béseme, señor Arkin.
Sholto posó sus labios sobre los de ella, con infinita ternura, al tiempo que le acariciaba la mejilla, el cuello, la deliciosa orejita.
Notó que Yelena se estremecía dulcemente al contacto di su mano y de sus labios, y que los de ella temblaban como si fuera la primera vez que un hombre la besaba.
Sholto separó su boca de la de ella y la miró.
Vio que tenía los ojos cerrados.
—Yelena...
Ella levantó los párpados.
—¿Qué?
—¿Estás enamorada de mí?
Yelena permaneció más de quince segundos callada.
Finalmente, preguntó:
—¿Tengo necesariamente que responder a eso, seño Arkin?
—No.
—Entonces, prefiero no hacerlo.
—Como quieras —sonrió Sholto, y la besó de nuevo, ahora con pasión, y su mano no tardó en introducirse por debajo de la pieza superior del pijama que cubría el cuerpo de Yelena, cuyos prietos y cálidos senos empezó a acariciar tiernamente.