CAPITULO VI

Llamaron a la puerta del despacho.

—¡Adelante! —autorizó Sholto Arkin.

La puerta se abrió y Yelena Dalzell entró en el despacho.

Sholto se puso en pie.

—Yelena...

—Buenos días, señor Arkin —saludó la joven, sonriendo tímidamente.

Sholto salió de detrás de su mesa y se acercó a la muchacha, a la cual tomó suavemente por los hombros. La besó cálidamente en los labios y preguntó:

—¿Por qué te fuiste así, Yelena?

—Tuve que hacerlo, señor Arkin.

—¿Te sentías avergonzada?

—Sí, mucho. Pero no por lo que pasó entre nosotros, sino por lo que hice yo para que eso pasara —confesó la joven, bajando la cabeza.

Sholto le tomó la barbilla y la obligó a levantarla de nuevo, con suavidad.

—¿Qué hiciste, Yelena?

—Le mentí, señor Arkin.

—¿De veras?

—No era cierto que el tipo al que mordí la oreja me estuviese esperando en una esquina, para vengarse.

¿No...?

—No, señor Arkin. Me lo inventé para justificar mi regreso al club. Tenía intención de conquistarle.

—¿Ah, sí...?

—Yo me sentía atraída hacia usted desde el día que empecé a trabajar en el club, y como usted no parecía hacerme ningún caso, decidí tomar la iniciativa. Las cosas me salieron rodadas, y conseguí que usted me hiciera el amor. En esos momentos me sentí la mujer más feliz del Universo, pero por la mañana, al despertar...

¿Qué?

—Me avergoncé de lo que había hecho, ya se lo he dicho antes.

—No veo por qué, Yelena.

—Le engañé, señor Arkin. Me metí en su cama valiéndome de malas artes, y eso está muy feo.

—Te metiste en mi cama porque yo te lo pedí.

—Pero usted no tenía intención de hacerme el amor, y yo...

—No tenía intención, es verdad; pero lo deseaba, Yelena. Ya te confesé cuánto me gustas. Cuando te di las buenas noches, estuve a punto de besarte. No lo hice porque temí que pensaras que deseaba aprovecharme de ti.

—Yo sí que me aproveché de usted, y eso es lo que nunca me perdonaré.

Sholto le acarició tiernamente el cabello.

—Estás equivocada, Yelena. No tú te aprovechaste de mí, ni yo me aproveché de ti. Hicimos el amor porque los dos lo deseábamos. Tú diste el primer paso, eso es cierto, pero sólo porque yo no me atreví a darlo.

—¿No está enfadado, entonces?

—¿Cómo voy a estar enfadado, si pasé una de las noches más maravillosas de toda mi vida?

Las pupilas de Yelena Dalzell brillaron.

—¿Lo dice sinceramente, señor Arkin?

—No necesitas preguntármelo, porque tú sabes que sí. Y tampoco yo necesito preguntártelo a ti. Sé que estás enamorada de mí, Yelena. Anoche no quisiste confesármelo, pero yo lo comprendí en cuanto te di el primer beso. Tus labios temblaban de emoción. Todo tu cuerpo temblaba, bajo mis caricias.

—Es cierto, señor Arkin. Estoy enamorada de usted —admitió la joven.

—Llámame Sholto.

—No, eso sí que no.

—¿Por qué?

—Usted es el dueño de un club tan importante como El Gallo Plateado, y yo no soy más que una simple camarera.

—Ya has dejado de serlo.

¿Qué?

—No quiero que los clientes te palmeen el trasero, te manoseen y te den pellizcos. De ahora en adelante, sólo yo tendré derecho a tales libertades. Suponiendo que tú me lo permitas, claro.

Yelena Dalzell, muy nerviosa, preguntó:

—¿Qué es lo que me está proponiendo, señor Arkin?

—Que vivas conmigo, Yelena.

—¿Sin estar...?

—Hablaremos de matrimonio cuando haya que hablar. ¿De acuerdo?

Yelena estaba tan enamorada que no supo ni quiso negarse, y respondió:

—De acuerdo, Sholto —sonrió maravillosamente la ya ex camarera.

Arkin la abrazó y la besó con ganas.

Yelena, al principio, colaboró en la caricia, pero, repentinamente, separó su boca de la de él y exclamó:

—¡Sholto!—¿Qué pasa?

—¡Me había olvidado de que tenía que decirte algo!

—¿Tan importante es, que has interrumpido el beso?

—Creo que sí, Sholto. En realidad, vine a verte por eso, pero nos pusimos a hablar de lo otro y...

—¿De qué se trata, Yelena?

—De Jed Kolster.

—¿Qué pasa con Jed?

—¿No dijiste que anoche fue a divertirse con Tova y Lydia, la pareja de equilibristas?

—Sí, lo dije.

—¿Sabes con certeza que estuvo con ellas?

—Sí, él mismo me lo confirmó, hace un rato.

—¿Y te parece normal que, después de pasar la noche con dos mujeres tan explosivas como ésas, fuera a visitar a Ulla esta mañana?

Sholto respingó.

—¿Que fue a visitar a Ulla...?

—Lo vi entrar en su habitación con mis propios ojos.

—Bueno, quizá no fue a...

—Sí que debió ir a eso, porque estuvo con ella una media hora.

—Es increíble.

—Desde luego. Y, lo que ocurrió después, muy sospechoso.

—¿Qué ocurrió después, Yelena?

—Cuando Jed se marchó, fui a ver a Ulla. Llamé a la puerta varias veces, pero no me abrió.

¿No...?

—No, Sholto. Al principio, pensé que Ulla había vuelto a dormirse, pero pronto me convencí de que no podía ser esa la causa de que no abriera, y decidí venir a verte.

—¿Temes que le haya ocurrido algo?

—Es posible, Sholto. Jed Kolster llevaba un maletín en la mano, y parecía tener mucha prisa cuando salió de la habitación de Ulla. Me fijé también en la expresión de sus ojos, y no me gustó nada.

—¿Cómo era?

—Fría, extraña, sospechosa...

—¿No serán figuraciones tuyas, Yelena?

—Te aseguro que no. Sholto.

—¿Te vio Jed a ti?

—Por supuesto que no.

—Está bien, vamos.

—¿Al hotel Zulo?

—Sí.

* * *

Sholto Arkin y Yelena Dalzell se hallaban ya frente a la habitación de Ulla Okeland.

El propietario de El Gallo Plateado pulsó el timbre.

Una vez.

Dos.

Tres...

Ulla no abría.

Sholto estaba pensando ya en forzar la puerta, cuando Yelena dio un respingo y exclamó:

—¡Sholto!

Arkin giró la cabeza, descubriendo a Ulla Okeland.

Acababa de aparecer en el extremo del corredor y caminaba ya hacia ellos, muy tranquila y sonriente.