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Pequeñas imperfecciones

¿Podemos cancelar lo de esta noche?

La pregunta quedó sin respuesta en el interior enrarecido del taxi. Lentamente, Israel se volvió hacia su mujer.

No me encuentro bien, añadió ella. Me parece que está empezando otro de mis ataques.

El vehículo los llevaba a su casa. Avanzaba con lentitud. Una tormenta descargaba desde el final de la tarde y la lluvia entorpecía el tráfico hasta el punto de haber convertido toda la ciudad en un enmarañado atasco. En las aceras, personas a las que la lluvia había sorprendido desprotegidas hacían señas desesperadas para conseguir un taxi.

Habían ido a visitar a los padres de ella, algo que a Israel siempre le incomodaba.

El padre de Silvia —coronel retirado del Ejército del Aire— se recuperaba de una operación de by-pass. A decir de los médicos se reponía satisfactoriamente, lo que parecía innegable al verlo repartir órdenes sentado en su butaca anatómica nueva —trono desde el que reinaba durante la convalecencia— y exigir la atención inmediata de todos. Su mujer, una doncella, la cocinera y el ayuda de cámara que conservaba desde su época militar correteaban a su alrededor, dispuestos a satisfacer todos sus caprichos con tal de que no se encolerizase y su ritmo cardiaco no aumentara peligrosamente.

Nada más llegar, Silvia se había perdido con su madre en algún rincón de la casa, dejando a Israel solo ante la verborrea de su suegro, un discurso plagado de juicios radicales y teorías descabelladas. En opinión del coronel, cualquier decisión política, reforma social, desarrollo tecnológico o, en general, toda señal de progreso y avance de los tiempos era merecedora de crítica, firme defensor como era de la gerontocracia como único sistema eficaz de gobierno. Eso incapacitaba a Israel —dada su juventud— para intervenir con una opinión que fuera tenida en cuenta. Como en anteriores visitas, se había limitado a escuchar, retraído en su sillón, y asentir a lo que decía el viejo mientras este castigaba con un encolerizado índice las páginas del periódico, taladrando la última noticia motivo de su indignación, lo que entorpecía seriamente la labor de la doncella, que intentaba limarle las uñas.

Afortunadamente, la visita no se había prolongado demasiado. Silvia regresó poco después, besó a su padre en la coronilla, le pidió que hiciera caso a los médicos y anunció que tenían que irse. Llevaba en las manos una caja de cartón, sobre la que Israel, ansioso por salir de allí lo antes posible, no se detuvo a preguntar. Desde la calle llegaba el estampido de los primeros truenos.

En el taxi Israel había vuelto a animarse al pensar en la velada que les aguardaba. Esa noche se estrenaba una obra de teatro por la que tenía gran interés. Había comprado las entradas con semanas de adelanto, después de seguir en la prensa especializada los detalles de la producción.

La lluvia repiqueteaba sobre el techo del taxi, cuyo interior era cómodo y abrigado. No le molestó la demora producida por el atasco. Tenían tiempo de sobra hasta el comienzo de la obra.

¿La alergia?, preguntó. ¿Ahora?

En los últimos minutos la había visto recurrir varias veces a los pañuelos de papel que llevaba en el bolso.

Sofocó un gesto de fastidio. A Silvia no le interesaba el teatro, la mayoría de las veces iba solo por acompañarlo, y era posible que estuviera usando uno de sus ataques como excusa para quedarse en casa.

Pero al mirarla mejor vio que tenía los ojos y la nariz enrojecidos, síntomas inequívocos de declive.

Silvia sufría, en mayor o menor medida, alergia a una extensa serie de agentes, lo que la había obligado a pasar parte de la infancia recluida en casa, en un ambiente prácticamente esterilizado, durmiendo junto a una pequeña bomba que aspiraba y filtraba el aire de la habitación.

¿Cómo?

No sé. Mamá ha estado sacando cosas viejas de los armarios.

Israel siguió sin responder a la pregunta. Francamente, sentiría perderse la obra.

Falta más de una hora, ¿crees que si descansas un poco podrás ir?

Como respuesta ella volvió a sonarse la nariz. Los dos sabían que cuando empezaba un nuevo ataque el único remedio posible era tomar una fuerte dosis de antihistamínico, que la dejaba atontada por espacio de varias horas, y meterse en la cama.

A fuerza de sonarse, tenía las aletas de la nariz cada vez más enrojecidas. Se había recostado para descansar la nuca en el respaldo del asiento. Parecía que el ataque iba a ser de los graves.

¿No podemos ir más deprisa?, preguntó con voz nasal.

Hago lo que puedo, señora, dijo el conductor.

Israel acarició la rodilla de su mujer.

En caso de haber notado indicio de fingimiento, habría propuesto que ella se quedara descansando e ir él a la función. Pero en aquellas circunstancias no era correcto ni conveniente dejarla sola. Después de tomar la medicación, Silvia se sumía en un aturdimiento en el que yacía incapaz de hacer nada, rodeada por una constelación de pañuelos de papel arrugados, hasta que por fin se deslizaba a un sueño repleto de ronquidos.

Entonces, ¿no te importa?

No, respondió él. No me importa.

Esa noche dormiría en el sofá del salón.

Encajada entre los dos en el asiento estaba la caja que ella había cogido en casa de sus padres.

La madre de Silvia planeaba reformar la antigua habitación de esta y montar un cuarto de ejercicios. Iba a instalar una cinta para caminar, una bicicleta estática y un banco de pesas. El arreglo incluía cubrir una pared con espejos. Afirmaba que una rutina de ejercicio suave sería beneficiosa para su marido tras la convalecencia.

Se ha vuelto loca si piensa que el coronel va a empezar ahora a hacer abdominales, declaró Israel cuando Silvia se lo contó.

Solo es una disculpa. En realidad es ella la que quiere el cuarto de ejercicios. La horroriza ducharse en el gimnasio.

En el transcurso de la limpieza previa a la reforma, su madre había encontrado algunas cosas de Silvia en los cajones y el fondo del armario, y las había guardado en la caja.

Lo siento, dijo Silvia. Me apetecía mucho el plan.

No es culpa de nadie.

Es un fastidio. Podemos conseguir entradas para otro día. El próximo fin de semana.

Puede, respondió él, poco convencido.

Dios…, musitó ella presionándose los ojos con las palmas de las manos. ¿Es que no vamos a llegar nunca?

Ya falta poco.

El tráfico era cada vez más fluido. Israel acarició la nuca de su mujer. Ella tenía una cabellera rojiza, de rizos espesos, entre los que se hundieron sus dedos. Le gustaba acariciarle el pelo. De no haber estado la caja entre ellos Silvia habría respondido apoyando la cabeza en su hombro.

Apenas llovía cuando el taxi los dejó frente a su edificio.

Lo primero que hizo Israel fue telefonear a la pareja que iba a acompañarlos al teatro. Silvia no se encontraba bien. No, no, nada grave, pero era mejor que se quedara a descansar. Gracias, muy amable, se lo diría. Por supuesto, sus entradas estaban disponibles si sabían de alguien que quisiera ocupar su lugar. Sentía avisar con tan poca anticipación. Sí, estarían en casa toda la noche.

Silvia inició los prolegómenos a la toma de medicamentos. Llevó una caja de pañuelos junto a la cama y acercó una papelera. Cuando Israel entró en el dormitorio la encontró llenando el depósito del humidificador. El aparato la ayudaba a dormir. Anteriormente había probado con la aromaterapia, pero ni el aceite de cedro ni el de laurel habían surtido efectos apreciables, aparte de impregnar la casa de un olor espeso y hacer lagrimear a Israel. Finalmente, el quemador de esencias —un cuenco metálico bajo el que se colocaba una vela— había terminado en la basura, junto con todas las muestras.

Israel sacó una manta del armario y la llevó al salón; también su pijama, el despertador y el libro que estaba leyendo. Silvia no hizo comentarios; el ritual se repetía cada vez que ella sufría una recaída.

Aún era pronto para acostarse. Dejó caer todo en un montón sobre uno de los sillones y regresó con ella.

Silvia ya se había desvestido y puesto el camisón. A sabiendas de que después de tomar los antihistamínicos no dispondría de la coordinación necesaria, se desmaquillaba en el cuarto de baño. Israel entró, se sentó en la tapa del inodoro y la observó hacer.

¿Cómo te encuentras?

Cuesta abajo.

En la mesilla de noche aguardaba el sobre cuyo contenido disuelto había de ingerir junto con dos cápsulas, cóctel que la reduciría hasta casi la inconsciencia durante las siguientes horas.

Israel se sacó los calcetines y los tiró al cesto de la ropa sucia, donde cayeron sobre la ropa interior de su mujer.

A esa hora deberían haber estado vistiéndose para ir al teatro.

Apartó el pensamiento de la cabeza.

¿Qué vas a hacer tú?, preguntó Silvia mientras se aplicaba crema hidratante en los codos.

No sé. Leer. Supongo.

Puedes encender el televisor si quieres. No me molesta.

Israel volvió al salón. Solo quería que las horas pasaran con rapidez y llegara el día siguiente.

Poco después Silvia fue a darle las buenas noches. Con la cara limpia, la nariz enrojecida destacaba más.

¿Ya te lo has tomado?

Ella asintió.

En ese caso, buenas noches.

La besó en los labios, pegajosos por el protector de cacao.

Buenas noches.

Estaré aquí para cualquier cosa que necesites.

Ella le acarició la mejilla y se retiró al dormitorio, dejando la puerta entornada.

Él se quedó plantado sin saber qué hacer.

El salón, como el resto de la casa, estaba decorado siguiendo un estilo moderno, con uno de sus lados abierto a una amplia terraza. Los espacios eran amplios, agrandados por puertas correderas y tabiques ligeros de madera de mokali. Disfrutaban de una calidad de vida alcanzada gracias a su esfuerzo conjunto, lo que los hacía apreciarla aún en mayor medida.

Silvia era copropietaria de dos tiendas de ropa donde vendía diseños propios. Empezaba a ser conocida y recibía cada vez más encargos; su participación se había solicitado en varios desfiles. La segunda copropietaria —una exmaestra de escuela de cincuenta años— se encargaba del diseño de los complementos.

Israel trabajaba para una firma de arquitectos.

A fin de no desaprovechar el tiempo, se sentó a la mesa de dibujo que había en un extremo del salón y que los dos compartían. Apartó unos figurines de Silvia y fijó un pliego de papel sobre el tablero. Sostuvo un momento el lápiz sobre la superficie en blanco, como si el propio objeto fuera el encargado de decidir dónde había de posarse, y comenzó a trazar bocetos.

Pero al poco rato lo dejó todo a un lado, incapaz de concentrarse. Esa noche estaba destinada al teatro y, más tarde, a unas copas y una animada charla sobre la función. Llevaba días esperándolo. No podía olvidarlo y ponerse sin más a trabajar.

Cuando llamaron al timbre tuvo otro motivo para abandonar la mesa de dibujo. Se apresuró a abrir la puerta antes de que se produjera una segunda llamada.

Eran sus amigos. De camino al teatro se habían detenido para recoger las entradas que les había ofrecido. Los acompañaba otra pareja. Israel no los conocía. Tras unas rápidas presentaciones, estos se mostraron muy agradecidos; habían intentado conseguir entradas por todos los medios, explicaron, pero demasiado tarde, cuando ya todo estaba vendido.

Y hoy…, esa llamada sorpresa diciendo que había dos entradas para nosotros. Apenas hemos tenido tiempo para vestirnos, dijo el miembro femenino de la pareja suplente.

Israel le restó importancia. Hablaban en susurros para no molestar a Silvia. Los informó de que ella se había acostado y ya estaba mejor. Sus amigos le desearon una pronta recuperación y prometieron telefonear al día siguiente. Se despidieron apresuradamente; había un taxi esperándolos.

Cuando cerró la puerta, sufrió un nuevo ataque de decaimiento. Se quedó unos segundos inmóvil, sin retirar la mano del pomo.

A sus pies, bajo el perchero del recibidor, donde ella la había dejado, estaba la caja que había traído Silvia.

La empujó suavemente con el pie. La caja se desplazó sin oponer resistencia. No era pesada.

¿Silvia?

Había una lámpara encendida en el dormitorio, con un pañuelo por encima para atenuar la luz. Silvia estaba en la cama, con los ojos cerrados y la espalda recostada sobre varios almohadones. Tener la cabeza erguida la ayudaba a respirar.

Mmm…, dijo cuando Israel repitió su llamada.

¿Estás despierta?

Ssssí, logró articular.

¿Puedo ver lo que hay en la caja?

Ella frunció el ceño.

¿Qué?

La caja. La que has traído de casa de tus padres. ¿Puedo ver qué hay dentro?

Silvia apretó los párpados como si le costara saber de qué hablaba.

Sí, masculló, puedes abrirla.

En la parte superior, cubriendo el resto del contenido, había un jersey viejo. Israel lo retiró con cuidado y se asomó al interior de la caja. Se había acomodado en la mesa del salón.

Casetes de música, un trofeo de un campeonato de baloncesto femenino, un teléfono con la forma del gato Garfield con el cable enrollado a su alrededor como una segunda cola, un diario con media docena de páginas escritas, dos libros de poesía…

Todo se fue extendiendo sobre la mesa, representando facetas de su mujer bien conocidas por él: su sensibilidad un tanto cursi y la contradicción entre el espíritu de superación, simbolizado por el trofeo, y la inconstancia del diario apenas comenzado.

Solo quedaba otro objeto en la caja. Un joyero de madera con incrustaciones de hueso. Estaba abierto. La diminuta llave que en el pasado había mantenido su contenido a buen recaudo debía de haberse perdido. Dentro había dos pendientes de bisutería desparejados y varias cartas con la cenefa azul y roja del correo aéreo. El remitente era la chica canadiense con quien Silvia había realizado un intercambio en su época del instituto, y con la que había mantenido correspondencia durante años. Debajo de todo ello, unas fotos, abarquilladas y cubiertas de huellas dactilares.

En ellas aparecía un paisaje desértico de rocas y arena y construcciones de adobe. Y Silvia, acompañada por personas a las que Israel no conocía. Por el corte de pelo de ella dedujo que las fotos tenían bastantes años.

Las barajó con detenimiento. La mayoría habían sido hechas bajo un sol intenso que apagaba los colores, como si todo se viera a través de un filtro amarillento. Distinguió a Silvia apoyada en el costado de un Land Rover, hablando con un joven vestido con chilaba. Tanto ella como los que debían de ser sus amigos iban ataviados con ropa ligera. En una de las fotos aparecía ella en solitario, en plano medio, llevando nada más que unos tejanos desgastados. Se cubría y levantaba los pechos con las manos, mirando a cámara con sonrisa granuja. De la comisura de la boca le colgaba un cigarrillo.

Sostuvo la foto ante sí, sonriendo también. Luego la retiró a un lado.

En la última foto aparecía nuevamente ella, junto a otras dos personas: un hombre y una segunda chica. Descansaban sobre tumbonas en la azotea de un edificio. Atardecía. Tras ellos se extendía el mismo paisaje desértico que en las fotos anteriores, rematado en la distancia por una línea de montañas violetas. En el reverso de la foto y con letra de Silvia: Tánger, 1985.

El hombre estaba en el centro, con Silvia muy próxima a él. Los dos sonreían ante algo que decía la otra chica.

La figura masculina captó la atención de Israel.

Vestía unos shorts, camisa desabrochada y abarcas de piel. Estaba cómodamente recostado en la tumbona, escuchando divertido lo que fuera que les estuviera contando la chica, mientras Silvia, inclinada hacia él, apoyaba la mano en su antebrazo con gesto cómplice.

Aunque nunca lo había visto, supo de quién se trataba.

El primer novio de Silvia.

El primero de importancia.

Habían estado juntos cuatro años, durante la universidad, hasta que él rompió su relación sin previo aviso, ofreciendo como única razón —o al menos eso era lo que Israel había podido averiguar— su intención de trasladarse a Inglaterra y comenzar allí una carrera como publicista. No le hizo cambiar de idea el ofrecimiento de Silvia de acompañarlo. Para que el cambio fuera completo y verdadero, declaró él, era necesario llevarlo a cabo en solitario.

El disgusto de Silvia aumentó al saber que la decisión no era repentina sino que llevaba meses gestándose sin conocimiento de ella, y que en el momento de hacerla publica él ya disponía de alojamiento en Londres y fecha de incorporación en una agencia de publicidad.

Durante los días siguientes Silvia apenas salió de casa. Trataba de averiguar qué parte de los motivos de tal decisión le correspondía a ella. Intentó ponerse en contacto con él, siempre en vano. Sufrió una recaída de alergia y engordó cinco kilos. Pasaron semanas antes de que recuperara un ritmo de vida normal.

Seis meses después, en una fiesta organizada por un amigo común, conoció a Israel.

Lo que este sabía del antiguo novio lo había averiguado uniendo retazos de conversaciones oídas en casa de sus suegros. Silvia rechazaba hablar de él; sin embargo su madre lo mencionaba con relativa frecuencia y en un tono sorprendentemente falto de resentimiento.

Israel no se consideraba un hombre celoso. Aceptaba aquella relación como una parte más del pasado de su mujer, igual que su historial médico o su época de militante ecologista, durante la que se encadenaba en la entrada de compañías papeleras y curtidurías de pieles. Pero no dejaba de sorprenderlo, dado el modo como terminaron las cosas, la profunda huella dejada por aquel joven en su mujer. Huella evidenciada por las horas de silencio melancólico en que ella se sumía cada vez que su recuerdo salía a la luz.

Una noche, después de una visita a sus suegros, Israel la abordó al respecto. Horas antes, alardeando de sus fuentes de información, la madre de Silvia había anunciado, como quien no quiere la cosa, que al exnovio le iba muy bien en Londres, donde aún vivía y acababa de inaugurar su propia agencia de publicidad. Silvia estaba inmersa en uno de los silencios habituales en tales ocasiones y se volvió hacía él, irritada por sus preguntas, como si fuese un tema sobre el que no debería estar enterado. A continuación le espetó un: «Tienes mucho que aprender de él», que dejó a Israel sin palabras. Pasaron unos segundos antes de que pudiera responder.

¿Qué? ¿Qué es lo que tengo que aprender de él?, preguntó enfadado.

Ella miraba el suelo y negaba con la cabeza.

Dímelo. Me gustaría saberlo. ¿Qué tengo que aprender de él?

Silvia hizo un gesto de pasar página pero él insistió.

¿Qué? ¡Qué!, dijo, casi gritando, ante lo que ella se encerró en el baño dando un portazo. Se quedó allí hasta que él se hubo calmado.

Miró de nuevo las fotos. La de la azotea era la única en que aparecía el antiguo novio.

No podía interrogar a Silvia al respecto. Sus ronquidos le llegaban desde el dormitorio. Y aun en el caso de estar despierta, tampoco lo habría hecho.

Era él. Estaba seguro.

Contempló la foto largo rato, fijándose en cada detalle. Después la apartó con un suspiro.

Una a una volvió a guardar las cosas en la caja. Tuvo la tentación de quedarse con la foto de Silvia semidesnuda, pero finalmente la puso junto con las otras en el joyero. Hizo lo mismo con la foto del exnovio. Colocó el jersey viejo cubriéndolo todo y dejó la caja donde la había cogido, como si nunca se hubiera movido de allí.

Al día siguiente no haría comentario alguno al respecto. Esperaría a que fuera Silvia quien lo hiciese, que le preguntara si había mirado dentro, a lo que él respondería negativamente.

Pero sabía que eso no pasaría. Ella esperaría a estar a solas para mirar en la caja, y luego esta y su contenido desaparecerían. Israel no sabría más de ellos y nunca serían mencionados.

No había cenado nada pero tampoco tenía hambre. Había dejado de llover. Salió a la terraza a fumar un cigarrillo.

El tráfico había menguado y se movía con fluidez, las luces se reflejaban en el asfalto mojado. La tormenta había dejado tras ella una brisa fresca e inquieta a modo de rebufo que se encargaba de abrir las nubes, entre las que colgaba un gajo de luna con bordes afilados.

Israel respiró el olor a ciudad mojada que ascendía hacia él. No dejaba de pensar en la foto y la imagen de aquel hombre; chico, en realidad, en el momento en que fue tomada.

Si algo le había llamado la atención de él era, sin duda, su incuestionable fealdad.

A pesar de la limitada calidad de la foto, quedaban claros varios rasgos que evidenciaban un escaso —casi inexistente— atractivo físico. Su cabello, de un castaño desvaído, se encontraba en franco retroceso, y tras su sonrisa asomaba una línea de dientes montados. Estaba muy delgado, desprovisto casi de masa muscular. Tenía los hombros encogidos y la camisa abierta ponía en evidencia el pecho hundido de un niño desnutrido.

Y a pesar de todo Silvia apoyaba cariñosamente su mano sobre él.

A falta de conocer más cosas —no era capaz de discernir si quería o no saberlas—, le molestaba que su mujer se hubiera sentido atraída por alguien así.

Israel medía un metro ochenta y cinco y se mantenía en buena forma, tenía un mentón marcado y una cabellera espesa que se peinaba hacia atrás. Todas las chicas con las que había salido antes de casarse eran atractivas. Y Silvia no era una excepción. Contaba con un cuerpo esbelto, espolvoreado de pecas, con la piel pálida y el cabello rojizo, legados de algún antepasado anglosajón. Sus ojos eran verdes y la nariz dulcemente aguileña.

Todos quienes los conocían declaraban que formaban una excelente pareja. Llamaban la atención. Su aspecto casaba con su estilo de vida y la casa donde vivían.

Después de varios años de matrimonio, a Israel seguía atrayéndole el cuerpo de su mujer. Aceptaba con un interés cargado de curiosidad los pequeños cambios que el tiempo iba trazando en él, y día tras día lo exploraba sin saciarse. Se corría mirándola a los ojos.

En el cuarto de baño tenían una bañera de cristal; un capricho construido por encargo, de paredes de dos centímetros de grosor, el objeto más caro de la casa. A Israel le gustaba sentarse a observar mientras Silvia se daba largos baños en ella, con su cuerpo teñido por el verde pálido del cristal y las nalgas aplastadas contra el fondo. En la superficie flotaba una capa de espuma bajo la que pendían filamentos de jabón no disuelto. Recordaban a las algas que habitan la parte sumergida de los icebergs. A veces ella se giraba para decirle algo, con uno de sus pechos contra el costado de la bañera, y su pezón adquiría el aspecto de una anémona adherida al cristal.

Apuró el cigarrillo y arrojó la colilla a la calle. Volvió al salón.

Ahora que conocía el aspecto de su predecesor no podía sacarse de la cabeza las palabras de Silvia: «Tienes mucho que aprender de él».

Deseó más que nunca averiguar qué podría aprender. Qué había visto Silvia en él. Qué lo hacía diferente de los demás.

Israel y Silvia presumían de comunicarse abiertamente, de hacer encajar de la forma más armoniosa posible las piezas de su matrimonio, dejando margen para las manías particulares y los momentos de soledad que periódicamente demandaba cada uno.

Él pensaba que compartía su vida con la persona adecuada, que lo complementaba y comprendía, y que durante la mayor parte del tiempo lo hacía feliz. No tenía deseos de cambiar, no sentía carencias acuciantes. Y, por lo que sabía, ella había llegado a una conclusión semejante respecto a él.

¿Qué era entonces lo que aquel joven de aspecto enclenque tenía que él no?

Paseó por el salón reprimiendo el deseo de abrir de nuevo la caja y echar otro vistazo al exnovio, con sus ojillos demasiado juntos y la barba sembrada de calvas.

Lo sorprendió la medida en que lo molestaba que su predecesor no fuese atractivo, como si ello restase mérito a su conquista, a que Silvia lo hubiera escogido a él. Se preguntó si en caso de que hubiera sido un adonis musculoso se sentiría satisfecho y no presa, como ahora, de un desconocido ataque de celos retroactivos.

Finalmente se contuvo. En lugar de mirar en la caja se asomó al dormitorio.

Silvia dormía con la boca entreabierta, respirando pesadamente. La calefacción estaba encendida, y la escasa luz, junto con el calor acumulado y el efecto del humidificador, creaban un ambiente de invernadero, donde el aroma vegetal era sustituido por la mezcla de olores de sueño y enfermedad que emanaba de ella. El conjunto recordaba a la atmósfera de una floristería un lunes por la mañana, cuando aún no se han retirado las flores muertas durante el fin de semana.

Silvia se había deshecho de las mantas, que formaban un revoltillo al pie de la cama, y yacía cubierta solo por el camisón, una prenda larga, gastada y sin adornos.

Israel se acercó en silencio. Inclinándose hasta colocar el rostro a la altura del de su mujer, vio sus párpados temblar por el movimiento frenético de los ojos, como entregados a un divertimento privado.

Dormía ovillada, con las manos en el hueco del cuello, en posición de oración. Detuvo la mirada en la curva de su cadera, marcada bajo el tejido del camisón. Si hubiera deslizado los dedos sobre la nalga izquierda se habrían hundido en un pequeño hueco situado en su parte superior y un poco hacia un costado, donde en su infancia un médico militar poco informado le aplicó varias inyecciones de penicilina para atajar un ataque de alergia. El cuerpo reaccionó violentamente al antibiótico, la carne se contrajo, formando una cavidad con la forma y el tamaño de una mordedura de animal. En verano Silvia buscaba bañadores que ocultasen tal imperfección.

Era el único defecto —exterior, al menos— de su cuerpo. La nota de imperfección que dignificaba el resto de sus imponentes rasgos.

Ciertas noches, durante los prolegómenos del sexo, Silvia se tendía boca abajo en la cama y permitía a Israel llenarle el pequeño hueco con saliva. Durante unos momentos él se recreaba en la imagen del oasis en miniatura, hasta que ella se movía —llevada por la risa o la excitación— y su contenido corría en regueros hacia el canal entre las nalgas.

Silvia se agitó de repente. Despegó un párpado. No pareció sorprenderse porque Israel estuviera junto a la cama. Emitió un gemido y abrió y cerró la boca haciendo chasquear la lengua.

Él sirvió un vaso de agua de la jarra que había en la mesilla y se lo acercó a los labios. Le sostuvo la cabeza para que bebiese.

Pensó mientras tanto que lo único que hacía especial al chico de la fotografía era cómo había desechado a una persona que lo quería, y a la que quería, a cambio de satisfacer un deseo estrictamente personal y lanzarse a un destino incierto.

Cuando Silvia terminó de beber Israel llevó su cabeza hasta los almohadones. Al instante ella volvió a dormirse.

Salió de la habitación con el mismo sigilo con que había entrado.

En el salón se puso el pijama, apagó las luces y se tendió en el sofá, donde se estiró con crepitar de huesos.